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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (77 page)

BOOK: Un millón de muertos
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* * *

Julio García estaba disgustado porque Fanny no le había mandado desde Madrid más que un telegrama ligeramente burlón, telegrama que Matías le transmitió por teléfono, y además porque el hijo del presidente Negrín, en sus frecuentes viajes a La Bajol para custodiar el oro allí escondido, se saltaba a la torera el Gobierno Civil y la Jefatura de Policía. Jamás lo había invitado, pese a que el lugar concernía enteramente a la provincia de Gerona. El teniente Negrín pasaba como una flecha con Axelrod y Goriev, y se iba a las minas de talco, en cuyo interior se cobijaban centenares de lingotes de oro y de joyas. Julio García, que en su última excursión a Francia, aprovechando la época veraniega, «lo pasó bárbaro», sobre todo en el café Negresco de Niza, y en los casinos de Menton y Montecarlo, miraba esquinadamente a Axelrod. No creía una sola de las palabras que pronunciaba el delegado ruso. No creía siquiera que debajo del parche negro hubiera «un ojo muerto». «¡Quién sabe lo que llevará ahí!» A Julio no le hacía ninguna gracia la progresiva «rusificación» de la guerra en la zona «roja» y temía que las palabras de Amiel en su
Diario Íntimo
, diario que Julio leía en el café Neutral, chupando con su cañita horchata valenciana, resultasen verídicas: «¡Qué amos tan terribles serían los rusos si algún día llegasen a con. Centrar la noche de su dominación en los países meridionales!» ¿Y las intenciones de Julio de «extender el conflicto», de acuerdo con la teoría de Indalecio Prieto? Nada. Habló de ello en la Logia Ovidio porque sí, para impresionar a sus compañeros. En realidad, Julio odiaba la guerra y si de él dependiera todas las armas del mundo serían fundidas y transformadas en vías de ferrocarril, en puentes y en sólidas fichas de dominó.

Julio García vivía un tanto obsesionado por la cuestión rusa, especialmente desde que en un mismo día recibió, procedente de Barcelona, noticia de dos detenciones inesperadas: la de su antiguo amigo y colega el inspector de policía Bermúdez, y la del doctor Relken. Ambas detenciones llevaban el sello de la GPU, puesto que el inspector Bermúdez fue llevado a la checa de la Calle de Zaragoza y el doctor Relken a la checa de Vallmajor.

Julio García estaba ya familiarizado con el significado de la palabra checa, pues ello entraba de lleno en su profesión. Las tres últimas sutilezas del catedrático Morales en Gerona habían sido: privar de papel higiénico y de cualquier otra clase de papel a las mujeres detenidas; repartir en la celda de los hombres unos impresos que decían: «Mi última voluntad»; y fusilar allí mismo a Murillo, fusilarlo por trotskista, en cumplimiento de órdenes superiores.

Al recibo del S.O.S. enviado por el doctor Relken, Julio se propuso ir a Barcelona y hacer por su amigo cuanto estuviera en su mano; sin embargo, era pesimista. El Tribunal Especial contra el espionaje, cuyo presidente en Gerona era el propio catedrático, se mostraba implacable, y su pomposo nombre parecía justificar los medios empleados.

Pese a todo, Julio García realizó el viaje. En Barcelona, su itinerario fue metódico. Primero Ezequiel, el cual lo saludó con el título de la última película estrenada: «La tela de araña» y le profetizó que el hambre en la zona «roja» sería espantosa. Luego, la Jefatura de Policía, donde le dijeron que nada podría hacer por el inspector Bermúdez, pues estaba incomunicado. Por último, la checa de la calle Vallmajor, misterioso feudo del doctor Relken.

Los policías le contaron detalles desagradables de la checa de la calle de Zaragoza, donde penaba el inspector Bermúdez. Los presos padecían de avitaminosis, de estreñimiento, de hinchazones, de ceguera nocturna, y a los más antiguos se les caían el pelo, los dientes y las uñas. Algunos perdían el juicio, como un ex guardia civil perteneciente a la Quinta Columna, el cual se pasaba el día cantando tangos dé Carlos Gardel. De la checa de la calle de Vallmajor tenían noticias menos concretas, si bien conocían a su mandamás, el comunista Eroles. Este hombre, que al estallar la revolución se encontraba en Teruel, fue apaleado por unos muchachos de la CEDA. Consiguió escapar el día de Navidad y al llegar a Barcelona lo primero que hizo fue visitar la Cárcel Modelo, donde se indignó al ver que aquello «parecía un hotel», con peluquería en cada piso, con periódicas desinfecciones a base de azufre, parchessi para jugar, gatos en el patio, etcétera. La cárcel de la calle de Vallmajor le vino como anillo al dedo para resarcirse, de modo que no podían augurarle nada bueno.

Julio, cariacontecido, se dirigió a la checa de la calle de Vallmajor. Confiaba en su flema y en la astucia del doctor Relken. El aspecto del edificio era normal y si al mirarlo se presentía «algo», era sin duda superstición.

El camarada Eroles lo recibió en seguida. Era un hombre jorobado, lo cual puso en guardia al policía, influido por muy precisas teorías del doctor Rosselló sobre las personas que padecían defectos físicos. Julio se sintió halagado al oír de boca de Eroles «que el doctor Relken le nombraba mucho». Además, «tu facha no me es desconocida», le dijo el jefe del Preventorio. Probablemente habría visto fotografías de Julio en los periódicos, formando parte de la Delegación catalana que salía al extranjero a comprar armas.

Julio García se interesó por el doctor Relken.

—Es un amigo y desearía hacer algo por él, garantizarle, si es posible. Claro que ignoro de qué se le acusa.

Eroles tocó el timbre y apareció un hombre con la nariz aplastada, con cara de boxeador. ¡Claro! Era el famoso boxeador Ibarra. Julio lo reconoció. ¿Qué estaría haciendo allí un boxeador?

—Camarada Ibarra, tráete al doctor.

Julio García se llevó la gran sorpresa. ¡El aspecto de Relken era excelente! Nada de avitaminosis ni de hinchazones. Sus uñas resplandecían completas y se peinaba ya de manera normal. Por si fuera poco, trataba con familiaridad a Eroles. Al ver a Julio, el doctor se acercó al policía sonriendo y le ofreció la mano.

La perplejidad de Julio duró poco. Eroles le contó lo ocurrido. Admiraba mucho a Relken, «que se las sabía todas». Relken les había prestado gran ayuda, pues gracias a él y a sus instalaciones modernas varios «fascistas» de la Quinta Columna habían desembuchado, habían declarado lo que sabían y más. «En toda la poli no tenéis quien pueda comparársele.» Julio asintió admirativamente con la cabeza. Relken sonreía, tal vez un poco forzado. Julio comprendió, y le subió de las entrañas una repugnancia mareante. Volvió a mirar a Relken. «Mi cerebro me lo pago yo.» ¿Por qué se quejaba de los nazis?

—¿Te interesa hacer el recorrido? Si no tienes prisa…

La voz de Eroles era bien timbrada. Antes de la guerra cantaba en un orfeón, con el que hizo varias giras por Francia. «Si algún día me pierdo, que me busquen en Francia.»

El policía accedió.

—No tengo prisa. Vamos cuando queráis.

Julio advirtió que Relken maldecía la invitación de Eroles. Pero no podía oponer reparo válido.

—Sígueme.

Echaron a andar. En cada puerta había una mirilla que permitía ver cómodamente lo que ocurría en el interior. El ojo derecho de Julio se posaba de una a otra mirilla. Cada vez, apenas se había adaptado, retrocedía. El ojo derecho de Julio retrocedía y alertaba a todo el ser, a todo el policía. Probablemente, cambiaba incluso de color. En la celda de los ladrillos cruzados enrojecería, en la de los relojes se teñiría de amarillo, hacia el final iría ennegreciéndose debajo de su ceja, ennegreciéndose como el sospechoso parche que llevaba Axelrod.

—Basta ya.

—¿No continuamos?

—No. Me basta. Le felicito, doctor Relken.

—Muchas gracias.

—A eso llamo yo «echar una mano».

—Estoy de acuerdo —subrayó Eroles.

El doctor Relken interrogaba a Julio con la mirada. Quería cerciorarse de que éste no había reconocido a ninguno de los detenidos, de que en la celda número seis no reconoció a Emilio Santos, «el padre del falangista que le pegó una paliza en el Hotel Peninsular». Pero el rostro del policía era inexpresivo; leer en él era tan difícil como podía serlo leer los blancos nombres en las lápidas blancas de los nichos.

Regresaron al despacho. El doctor Relken se dirigió a Eroles y le pidió permiso para hablar unos minutos a solas con el policía. Eroles reflexionó un instante. «Desde luego», accedió. Depositó sobre la mesa un botellín de cerveza y dos vasos, y desapareció con su joroba, mirando al suelo.

Inmediatamente, el doctor mudó de expresión. Palideció como en el Hotel Majestic cuando le vino aquel mareo.

—Gracias por haber venido, Julio. Le he escrito para que me saque usted de aquí. Como sea…

Julio no contestó. Tomó el botellín de cerveza y, levantándolo, se bebió la mitad. Iba a ofrecer el resto al doctor, pero rectificó el ademán.

—No me acordaba de que usted sólo bebe agua.

—Por favor, Julio. Yo… me ofrecí porque no vi otra solución. Me habrían matado.

—¿No ha podido usted escaparse?

—¡Cómo! Aquí dentro hago lo que quiero, pero los centinelas de la puerta tienen órdenes. Cuando voy arriba, me acompañan dos milicianos.

Julio sacó un pitillo.

—¿Por qué lo detuvieron, doctor?

—¡Bah! Fue en Valencia. Mis manías… de comprar y vender. Pero ¿qué importa eso ahora? —El doctor miró con fijeza a Julio—. ¿Es que no puedo contar con usted?

Julio encendió el pitillo.

—Claro que sí… Pero he de reflexionar. ¿Cree usted que es fácil sacar de aquí a alguien?

—La Policía podría reclamarme.

—¿Reclamarle?

—Sí, a través del Tribunal Especial contra el espionaje.

—Ya…

Julio García simuló concentrarse.

—He de reflexionar.

—¡Por favor!

—Compréndalo —atajó Julio, chupando el cigarrillo y sacando el humo—. Su carta… Yo desconocía por completo las condiciones en que estaba usted aquí.

El doctor Relken intuyó algo raro, e inesperadamente, acercándose a Julio, le cogió las dos manos.

—Julio, ayúdeme.

Julio se separó lentamente.

—Le he dicho que procuraré hacerlo.

En aquel momento apareció en el umbral de la puerta el camarada Eroles. Traía otro botellín de cerveza y lo acompañaba el hombre de la nariz aplastada, el boxeador Ibarra.

—¿Se puede?

—Naturalmente —contestó Julio. Y acto seguido el policía le dijo que tenía que despedirse, pues quería regresar a Gerona aquel mismo día.

El camarada Eroles se acercó despacio a la mesa, mientras el boxeador se sentaba junto a la puerta y desplegaba un periódico.

—¿Se han puesto ustedes de acuerdo? —preguntó.

—Mi amigo y yo estamos siempre de acuerdo —intervino el doctor.

Julio estrechó la mano de Eroles y luego la del doctor Relken se dispuso a salir. Al pasar junto al boxeador, temió que el hombre se levantara y lo derribara de un puñetazo. Pero no hubo tal. «¡Salud!» «¡Hola!» Poco después el policía se encontraba en la calle. Se secó la frente. Pasó un taxi, lo llamó y con presteza se acercó y subió.

Sentía una desazón muy intensa, mezclada con rabia. Su decisión estaba tomada. Imágenes inéditas se le habían incrustado en la cabeza, estimuladas por el ojo derecho, que fue posándose en las mirillas. En el centro de estas imágenes bailoteaba el doctor Relken y en una esquina, allá arriba, menudo pero perfectamente reconocible, figuraba don Emilio Santos, sentado, abiertas las manos y los dedos separados como ofreciéndolos a una manicura.

* * *

Julio se dirigió a la oficina de Sanidad, en la calle de París, para saludar a don Carlos Ayestarán, su ilustre amigo, H… de la Logia Nordeste Ibérica. Le gustaba cambiar impresiones con él. Además, desde que don Carlos lo ayudó en el asunto de Ignacio, no lo había visitado. Julio ya sabía, por Matías Alvear, que Ignacio se encontraba en Madrid. Incluso le había escrito al doctor Rosselló encareciéndole que, si tenía ocasión, fiscalizara un poco las andanzas del chico, por si se metía en un lío…

El mutilado Gascón le abrió la puerta a Julio, tirando de una cuerda que tenía al alcance de la mano. Al ver al miliciano, Julio pensó: «Su sitio estaría en la calle de Vallmajor». Don Carlos Ayestarán lo hizo pasar en el acto, sin guardar antesala.

El jefe de Sanidad llevaba bata blanca y en ella se sentía a sus anchas.

—¡Dichosos los ojos!

—Sí, le debía esta visita. Perdóneme.

En cuanto estuvieron acomodados, don Carlos apuntó:

—Le suponía a usted en Francia…

—¿Por qué? En estos días la Delegación duerme la siesta.

—Ya, ya.

Don Carlos charló amigablemente con el policía. Hablaron de los sucesos de mayo, de la FAI, del POUM, de la batalla de Brunete.

—¿Sabe usted cuántas bajas han tenido los internacionales?

—Supongo que muchas.

—Terrible. El comandante inglés Montage ha muerto allí. Han muerto allí muchos americanos y canadienses. Ahora les cuesta lo suyo rehacer las Brigadas. Menos mal que Sanidad ha funcionado…

—Supongo que todo eso favorece a los rusos.

—¿En qué sentido?

—Se irán apoderando de todo.

—La aviación es suya, el Gobierno es suyo. Pero la gente se resiste. Yo aquí, modestamente, hago lo que puedo.

—¿Y Prieto?

Don Carlos accionó la muñeca, libertando el reloj de oro que se le había ocultado en el puño de la camisa.

—Resistiéndose también. Por cierto —agregó don Carlos Ayestarán—, me han dicho que usted comparte determinados proyectos de Prieto…

—¿Cómo?

—Sí. Me han dicho que era usted partidario de extender el conflicto… Algo así como desencadenar una guerra mundial.

Julio se quedó asombrado. ¿Quién habría puesto al corriente a don Carlos Ayestarán? Se defendió.

—Lo más peligroso de la tierra es alternar con personas sin sentido del humor. Dije eso para levantar los ánimos. Los comentarios eran pesimistas, parecía que la guerra estaba perdida. Fue una
boutade
.

Don Carlos sonrió.

—Me alegro. A mí me extrañó mucho. «¿Por qué querrá Julio armar la gorda?», pensé.

—Claro.

Don Carlos Ayestarán concluyó:

—Le basta con la guerra tal como es, ¿verdad? Sacarle más provecho sería difícil… Digo yo.

Julio arrugó el entrecejo.

—¿A qué se refiere usted?

—A las comisiones que usted cobra.

Por un momento, la expresión de Julio se pareció a la que una hora antes invadió el rostro del doctor Relken.

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