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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (80 page)

BOOK: Un millón de muertos
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El Servicio de Información resultó veraz. El 27 de agosto, como estalla un trueno, estalló en Aragón la operación Belchite. Los efectivos acumulados eran ingentes y, al igual que en Brunete, el frente «nacional» se hundió. El general Ullibarri sonrió y repartió sus tropas por los montes de Asturias. Aquello era la tregua esperada, que conduciría al invierno. ¡Más sangre, más y más sobre la tierra! Belchite fue ocupado y rebasado y del Tercio de Montserrat apenas si se salvaron unos cuantos requetés que, andando, consiguieron llegar a las líneas de atrás. Las tropas atacantes eran heterogéneas. Se componían de milicianos fanáticos, de otros forzados e incluso de soldados que al llegar a los cuarteles y a las trincheras blasfemaban por creer que ello era obligatorio. Líster estrenó una táctica-sorpresa, consistente en lanzar sus tanques hacia la retaguardia enemiga, llevando en lo alto, pecho descubierto, a diez o doce milicianos, con la consigna de apearse en un momento determinado y hostilizar al adversario por la espalda, encerrándolo entre dos fuegos. El éxito inicial fue también completo y sembró el pánico entre los defensores. ¡Ah, si se ganaba Zaragoza!

La orden dada por el Mando «nacional» fue tajante: resistir hasta la muerte. Y a toda prisa fueron trasladadas ¡otra vez! la aviación del Norte y las baterías artilleras. En cambio, Franco no retiró de Santander ni un solo batallón de infantería. Reunido su Estado Mayor, afirmó: «Se restablecerá la situación». Entretanto, se rumoreaba que, por fortuna, un buen porcentaje de las granadas «rojas» no estallaban, por estar las espoletas mal graduadas o llenas de serrín, y en los templos de Zaragoza, la ciudad más próxima y amenazada, fueron organizados turnos de plegarias implorando el fracaso del ataque enemigo. Dichas plegarias se dirigían a la Virgen del Pilar, «la Limpia, la Pura, la Concebida sin Mancha», que en la historia del Ejército español había sido patrona de sesenta y dos Regimientos y Unidades.

En esta ocasión fueron David y Olga quienes presenciaron el desarrollo de los combates. Los maestros, estimulados a ello por Cosme Vila, que quería convencerlos para que ingresaran en el Partido Comunista, salieron hacia el frente en un camión de Intendencia y se situaron en un observatorio del vértice de la Campana. Su contacto con la guerra los anonadó. Nunca hubieran supuesto que una vida o cien vidas contaran tan poco en la mente de un jefe militar. En aquellos días oyeron repetir muchas veces «oleadas sucesivas», «pelotones de sacrificio», «carne de cañón». Cada una de estas frases significaba hijos de madre que iban a morir. «Las Compañías de Acero cantando a la muerte van.» Olga, con su sahariana, y con los prismáticos o pegada al telémetro, parecía una observadora rusa directamente llegada del Kremlin. David se estremeció al oír que los aviones agrupados y negros eran llamados «las viudas» y los trenes blindados «los tiznados». En una casamata donde pernoctaron había un reloj antiguo con esta inscripción: «Acuérdate de que el tiempo pasa». David le decía a Olga: «Pero ¡son hombres!» Sí, lo eran. «¡Sus, y a por ellos!» Sus, y a por los hombres. «¡A jorobarse tocan y punto en boca!» A jorobarse, es decir, a retroceder y a morir. «¡Mucho haces tú de “boqui”!» Eso quería decir cobarde. Los prisioneros cogidos con el arma humeante eran llevados «al picadero» y los milicianos decían luego que había habido «corrida de toros». David y Olga acabaron por sentarse debajo de un árbol, exhaustos. Se abrazaron, y David volvió a fumar ¡como en la sacristía de San Félix! Y no lejos de donde ellas estaban una moza canturreaba por lo bajo:

No quiero que te vayas,

ni que te quedes, ni que me dejes sola

ni que me lleves;

quiero tan sólo…

Pero no quiero nada

lo quiero todo.

Entre los ciento ochenta y dos requetés del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, distinguióse especialmente Alfonso Estrada y, más que éste aún, un muchacho de Tarragona llamado Luis Oliva, de estirpe tradicionalista tan antigua como la de los Ichaso. Luis Oliva se presentó voluntario para una misión de enlace entre el pueblo de Codos y Belchite, misión que lo obligó a atravesar once kilómetros de terreno enemigo y a librar varios combates cuerpo a cuerpo con centinelas de la FAI. Era un muchacho fornido, pero paticorto. A lo largo del trayecto fue mordiendo con los dientes el escapulario y escribió con tiza, en los restos de un tanque de Líster: «Por Dios, por la Patria y el Rey». En Belchite recibió dos heridas graves. Fue preciso amputarle una pierna. Luis Oliva prefería morir antes que caer prisionero. Saludó a la pierna amputada quitándose la boina roja y animaba a sus compañeros diciendo: «No apurarse, que también mi glorioso Patrón San Luis, rey de Francia, las pasó negras en la guerra». Murió a manos de dos senegaleses montados a caballo que lo decapitaron al paso, como en un torneo. Alfonso Estrada prometió que cuando Belchite fuera rescatado no cejaría hasta dar con la cabeza de su entrañable camarada Luis Oliva.

El balance de la operación Belchite fue también abrumador para el Ejército Popular. Muchos heridos fueron llevados a la costa alicantina, en el sector de Altea, excepto algunos internacionales, que se empeñaron en ser curados en Francia y fueron llevados por vía aérea al hospital de Eaubornne, cerca de París. Antonio Casal escribió para
El Demócrata
: «¿De qué sirve comprar armas al extranjero si a las pocas semanas caen en manos de los militares?»

Poco después, a mediados de septiembre, las fuerzas que habían quedado estacionadas entre Santander y Asturias oyeron sonar de nuevo el clarín de guerra. Era obvio que el retraso ocasionado por la intentona de Aragón iba a perjudicar a los soldados. Había empezado a llover. La mansa lluvia de la costa cantábrica. La lluvia que en otoño caía también sobre Gerona irrealizando la catedral. En Asturias, la lluvia era misteriosa y preocupante, porque, no sólo había en la región tierra verde sino también minas negras, charcos negros en torno a las minas, que Las mujeres contemplaban desde el umbral, comiendo pan. Lluvia que desde los montes bajaba en regueros o en cascada hacia los valles, que convertía en peso muerto las botas de los combatientes. «Arriba España!» «¡Por Dios, por la Patria y el Rey!» Los soldados avanzaban. Los capotes se pegaban a sus cuerpos con reumática humedad. Algunos moros conocían ya aquellos caminos, puesto que avanzaron por ellos cuando el sofoco de la revolución de octubre de 1934. Los legionarios tenían a gala resistir las inclemencias y apostaban sobre la dosis de coñac que un solo hombre podía beberse en la jornada. Fueron ocupados todos los puertos de Pontón a Pajares, a excepción del de Piedrafita, y las Brigadas Navarras ganaron Llanes y Arenas de Cabrales. El general Aranda mandaba una División. Fue el defensor de Oviedo y se conocía Asturias palmo a palmo. Los requetés se enfurecieron al enterarse de que los «rojos» llamaban «Santiago Matamoros» al apóstol Santiago y les incomodó acercarse a Covadonga en sentido inverso a como lo hizo don Pelayo, es decir, subiendo al Santuario en lugar de bajar de él. Hasta que la niebla hizo su aparición. Niebla nacida no se sabía dónde, si en los picos de Europa o en el cerebro del general Ullibarri. Niebla que se derramaba por toda la región, obligando a los aviones a regresar a sus bases —Jorge de Batlle, a semejanza de los pilotos rusos, sin visibilidad perdía los reflejos— y confiriendo al enemigo aspecto fantasmal. Los pequeños carros de combate vacilaban y los mulos resbalaban y se despeñaban por las laderas. Mulos sacrificados en Asturias! Estertores de mulo que hubieran entristecido a Dimas, a Moncho y al doctor Simsley. Animales evangélicos, sin ficha política, pero llevados a la muerte. Mulos que gemían en el fondo de los barrancos, a veces en compañía de algún soldado cuyo pie se mostró torpe.

El día 1 de octubre, Covadonga fue ocupado por la cuarta Brigada. Era el primer aniversario de la exaltación de Franco a la Jefatura del Estado y las tropas le enviaron un telegrama ofreciéndole aquella victoria en calidad de homenaje; de homenaje a él y a su esposa, oriunda de Asturias.

Entretanto, en Gijón, la Quinta Columna se preparaba ostentosamente para recibir a los vencedores, provocando con su actitud al capitoste «rojo» Belarmino Tomás. Los componentes de la Quinta Columna, entre los que figuraba otro hermano de Carmen Elgazu, el de Trubia, trasladado a la capital, no calibraban debidamente las dificultades del avance de los soldados «nacionales», muchos de los cuales llevaban cuatro meses combatiendo sin reposo. «¡Ya vienen, ya están aquí!» Lo primero era cierto, pero no lo segundo. Imposible, sin la ayuda de la aviación, rematar la operación. De ahí que, apenas la niebla abría una ventana, la Legión Cóndor invadía el cielo y dejaba caer bombas inflamables sobre los montes, cuyos bosques ardían como cuando Porvenir y el Cojo incendiaron los de Gerona. Entonces, los defensores salían de cualquier escondrijo y huían. Y huían los animales. Y Jorge de Batlle los perseguía. Algunas de las bombas lanzadas por la Cóndor erraban el objetivo, y así, en la población de Sama hundieron la iglesia, en la que habían sido concentrados los presos, e igualmente en el puerto de Gijón tocaron por dos veces el barco-cárcel allí anclado, en el que gran número de personas esperaban la entrada de las tropas.

Ya no les quedaban a los vencidos otra ruta de escape que el suicidio o el mar, pues en la carretera que seguía hacia el Oeste montaban guardia las fuerzas «nacionales» de Galicia. Un submarino huyó a Francia con los Estados Mayores y toda la documentación.

Gijón fue ocupado. En la ciudad apareció una inmensa bandera «nacional», cuya historia era singular. Había sido confeccionada por el hermano de Carmen Elgazu, Lorenzo de nombre, quien decidió que las franjas rojas podían pintarse con sangre de huérfanos de gijonenses asesinados. A buen seguro el hombre imaginó tal sutileza al recordar la abundante sangre que él mismo perdió en octubre de 1934, cuando los revolucionarios de un hachazo le cortaron cuatro dedos. A lo largo de dos días, y recorriendo domicilio tras domicilio, fue pinchando los brazos de dichos huérfanos, fue recogiendo en botellines la sangre heterogénea, evitando por medios químicos su coagulación. Y la víspera de la «liberación» de la ciudad, pintó la bandera, llorando sobre ella. En cuanto las tropas entraron salió enarbolándola y la clavó en el balcón del Ayuntamiento. ¡El paño se destiñó rápidamente, como en Lérida el morado de la bandera de la República! No importaba. Lorenzo Elgazu y con él muchos gijonenses sabían que ningún estandarte podía compararse con aquél en autenticidad.

Muchos sacerdotes salieron de sus escondrijos y se repartieron por la ciudad. Eran párrocos de algunos pueblos, a los que los propios mineros habían protegido. Su número era más crecido de lo que hubiera podido suponerse, de lo que pudo suponer el propio Lorenzo Elgazu.

Gijón era un hervidero. «No quiero que te vayas, ni que te quedes…» La Quinta Columna cantó un tedéum. Lorenzo Elgazu vertió en él su mejor voz. Era un hombre trastrocado por la guerra Siempre fue autoritario, pero sencillo; ahora su alma exigía complicaciones. «Hay que hacer esto, hay que hacer lo otro.» «Si hacemos esto, Asturias será un paraíso.» «Si hacemos esto, acabaremos incluso con la niebla.» Soñó con convertirse en hombre público, en redentor de las familias que vivían y morían en torno a las minas negras. Un soldado le preguntó: «¿Y esos dedos que te faltan?» Él contestó: «Se los llevó de un mordisco el capitoste Belarmino Tomás».

* * *

El día 21 de octubre, Radio Salamanca anunció al mundo que el frente Norte había dejado de existir. Liquidación del frente Norte… El número de prisioneros se elevaba a cien mil y las consecuencias de la batalla serían sin duda gigantescas. El cinc y los metales especiales de Reinosa y Santander, así como las minas de carbón asturianas, habían caído en poder de los «nacionales». Ello, unido a los establecimientos metalúrgicos de Bilbao y a las piritas, el plomo y la plata del Sur, significaban un potencial terrible en poder de los militares. Axelrod profetizó: «Ahora los ingleses enviarán a Salamanca hasta embajador». Por otra parte, ciento cincuenta batallones quedarían disponibles para ser trasladados a Madrid o Aragón, para maniobrar en dirección al Mediterráneo. Raymond Bolen y Fanny, comentando esta posibilidad, decidieron darse una vuelta por la España «rebelde», si «se les concedía la entrada».

Mientras en toda la región seguía lloviendo —pronto el Puerto de Pajares quedaría incomunicado por la nieve— y en los pueblos mujeres y niños, de pie en el umbral de sus casas, guardaban silencio, mordiendo pan, Núñez Maza organizó en Radio Salamanca una emisión estadística y otra informativa. Aquélla, dirigida a los muchos estrategas de café que había en el país y que gustaban de manejar datos sobre materias primas; ésta, destinada a la zona «roja», a las familias de los prisioneros y de los heridos hechos en la maniobra del Norte. En Ginebra había sido creada una oficina para cumplir con este menester, pero en la práctica se manifestó inoperante. Por otra parte, la radio constituiría una inmensa propaganda, dado que innumerables personas contrarias a la «Causa Nacional» se verían forzadas a conectar a diario con Salamanca, esperando oír el nombre del desaparecido.

* * *

Nadie como mosén Alberto podía dar fe de las consecuencias que, en el área particular, trajeron consigo los combates del frente Norte. Precisamente el sacerdote abandonó el convento de monjas de Pamplona y se instaló en San Sebastián —con el propósito de asistir espiritualmente a los condenados a muerte en la cárcel de Ondarreta— el día de la ocupación de Santander. Tal coincidencia fue juzgada de buen augurio por las monjas, las cuales lo despidieron diciendo: «Estamos seguras de que el Señor velará por usted».

Mosén Alberto conocía muy de pasada San Sebastián; pero, tal como le participó a don Anselmo Ichaso, de quien lamentó mucho separarse, le bastaba con saber que aquella tierra era vasca… «La Voz de Alerta» se había ocupado de todo lo relativo al aposentamiento del sacerdote, consiguiéndole una vivienda confortable y los servicios de una mujer ya entrada en años, viuda, «que le cuidaría como a un rey».

No obstante, mosén Alberto se sintió agitado desde el primer momento. La labor que le esperaba en la cárcel de Ondarreta le tenía sobre ascuas. Por si fuera poco, en cuanto tomó posesión de su nuevo domicilio comprobó que un considerable sector de la capital donostiarra vivía con «escalofriante frivolidad»; lo mismo que Gorki y Teo opinaron de Gerona. ¡Y los falangistas! Seguían sin gustarle ni pizca. ¡Y los nazis! Se paseaban soberbios por la ciudad. Mosén Alberto no comprendía que la doctrina de Hitler que había sido oficialmente condenada por el Papa, pudiera libre mente hacer propaganda en el país. «La censura impidió que dicha condena papal se hiciera pública —le dijo a “La Voz de Alerta” mosén Alberto—, pero ello no altera la realidad.» Tampoco le gustaba al sacerdote catalán que los obispados de la zona hicieran n cuantiosos donativos pro-Ejército.

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