«Actuaré a mi manera.» Así lo hizo. Montado en un coche blindado, visitó el frente de un extremo a otro, desde Teruel hasta Huesca, y se enfureció. Había quien hacía la guardia cantando. Había quien se presentaba voluntario en una centuria, recibía el plato, la manta y el capote e inmediatamente se iba a segunda linea, donde lo vendía todo, para el día siguiente presentarse a otra centuria y repetir el juego. Había quien recorría de noche los puestos avanzados llevando en la mano un farol encendido. «¡Compañero Durruti, hay que hacer algo!» El coronel Villalba, en su «cuartel general» situado en las cercanías de Siétamo, le dijo: «Yo no me siento capaz de convertir a esta gente en soldados».
Durruti no era hombre de proyectos a largo alcance. Tenía un defecto: de súbito, como a las hormigas, le entraban irrefrenables ganas de vivir. Era hombre de acción y de ahí que Gerardi, el peludo y gorilesco italiano, dijese de él que hubiese sido un gran jefe de tribu en el desierto. En esta ocasión así lo demostró. De entre las múltiples irregularidades a corregir en sus fuerzas combatientes, irregularidades que habían sido anotadas al dorso de una fotografía de revista que representaba a Marlene Dietrich, estimó que las más urgentes eran dos. Dos anomalías que, con Carácter perentorio, le señaló, ¡por fin!, su admirado doctor Rosselló. Se trataba de la epidemia homosexual, que se propagaba en las trincheras, y de las ya famosas enfermedades venéreas, que amenazaban con diezmar la columna.
—Compañero Durruti, lamento hablarte así. Los homosexuales son un peligro, demostrado en todas las guerras. Y en cuanto a las enfermedades, no creo que haga falta enseñarte las estadísticas.
Durruti, que con la indumentaria otoñal parecía más corpulento aún, verdadera torre humana, decidió empezar por ahí. Se echó para atrás el gorro con las orejeras levantadas y miró como siempre a la lejana Zaragoza. Luego ordenó que todos los homosexuales calificados y todas las milicianas atacadas de enfermedad fueran desarmados y conducidos a la estación de Bujaraloz.
El cumplimiento de semejante orden presentó sus dificultades, pues se refería a los tres sectores: Teruel, Zaragoza y Huesca. Pero Durruti fue tajante: «Cuarenta y ocho horas bastan y sobran». «Cuando esté todo listo, avisadme.»
El doctor Vega actuó con energía. Y las sorpresas fueron considerables. La centuria del Sindicato del Espectáculo suministró más de la mitad de los homosexuales. Y también fue desarmado el atleta rumano que ofició de testigo en la boda de Porvenir y Merche. En cuanto a las milicianas dolientes, en efecto eran muchas y su localización presentó mayores escollos debido a las falsas denuncias hechas por los milicianos que querían cambiar de mujer. En total, fueron desarmadas veintiuna. Las escenas eran penosas y muchas milicianas se resistían a ser evacuadas. Entre éstas destacó ¡la Valenciana! Se lió a insultos, pero el doctor Vega se mostró implacable. Y la Valenciana tuvo que subirse al camión rumbo a Bujaraloz, pese a las protestas de Teo y el asombro del Perrete.
En la estación de Bujaraloz, la concentración de ambas redadas resultó impresionante. Todo el mundo suponía que la intención de Durruti era conducir los prisioneros a la retaguardia. Pero el jefe anarquista había decidido para sus adentros otra cosa. En cuanto Sanidad le pasó el aviso «Orden cumplida», Durruti tomó su fusil ametrallador y, montado en su coche blindado, se trasladó a Bujaraloz. En el camino iba repitiéndose a sí mismo: «El pasado no cuenta. Renunciamos a todo, menos a la victoria».
El coche paró a la salida de la estación, antes del paso a nivel. Por orden suya los detenidos, que sumaban treinta y siete en total, habían sido encerrados en unos vagones de carga situados en vía muerta. Vagones de «Tara 3.000 Kgs.», pintados de bermellón sucio y con puertas correderas. Durruti hizo una seña y dos milicianos de su séquito personal se apostaron junto a la puerta del primer vagón, en tanto él se apeaba y se colocaba en posición favorable. Del interior provenían gritos: «¡Eh, que no somos mulas!» «¿Te la he pegao a ti, o qué?»
Durruti no se alteró. Dio orden de abrir la puerta, al tiempo que él incrustaba en su costado derecho el fusil ametrallador.
La puerta del vagón chirrió y aparecieron los rostros de los allí encerrados. Y Durruti abrió fuego… Fueron ráfagas secas, perfectas, que en un santiamén convirtieron aquellos cuerpos en muñecos aterrorizados. Los que se caían permitían ver a los que quedaban atrás o acurrucados en los rincones.
La operación se repitió en los vagones vecinos, sin que los de dentro pudieran hacer nada para impedirlo. A una orden suya dos milicianos corrían la puerta hacia la izquierda y ¡zas! La operación duró, en conjunto, cinco minutos escasos. Y nadie estaba capacitado para emitir una opinión.
Terminada su labor, Durruti se colgó de nuevo el fusil ametrallador, dio las debidas instrucciones y montó en el coche. «Andando», dijo. Y regresó raudo a su puesto de mando, donde se sentó y pidió una taza de café.
«¡Compañero Durruti, hay que hacer algo!» La noticia de lo hecho corrió de boca en boca al igual que había corrido la de las aguas del Ebro infectadas. De trinchera en trinchera, desde la sierra de Alcubierre al Pirineo. El último en enterarse de lo ocurrido fue Teo, convertido en barrendero del «Rincón de Cultura». Gorki le comunicó la novedad. Le dijo: «La Valenciana también».
Teo pegó un grito y soltó la escoba. «¡Maricón!» Levantó los dos brazos como un profeta. Recordó el rostro de Durruti y en nombre de la Valenciana juró que sabría vengarse.
La columna «nacional» salida de Galicia para liberar a los defensores de Oviedo, sitiados por los mineros, alcanzó su objetivo. Las fuerzas que ocuparon San Sebastián prosiguieron su avance en el frente del Norte, dirección Bilbao. El Alcázar había sido liberado y el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza seguía resistiendo. El resumen de la campaña, pues, era favorable a la España «nacional».
En la España «nacional» se respiraba un clima de confianza en el mando militar. La confianza era merecida y todas las papelerías del territorio agotaron los mapas de la Península Ibérica para sobre ellos poder seguir la marcha de las operaciones. Según fuera el mapa, España aparecía sucia o recién estrenada, vigorosa o incierta, con muchas o pocas carreteras. Había mapas en color que eran una fiesta en la pared, si bien las manchas rojas y blancas no coincidían con los territorios ocupados por los beligerantes. Los mapas de las zonas productivas de España eran graciosos. En ellos se veían olivares, naranjales, chimeneas, muchachas campesinas ordeñando vacas, etcétera. El mar rodeaba estos mapas de bobalicones peces situados aquí y allá, repartidos en el azul. Todos estos mapas se llenaron de banderitas clavadas, como si España fuera un insecto disecado. En todos los mapas Portugal aparecía sin banderitas, idílico, constituyendo una envidiable unidad.
Tal vez la victoria más popular fuera la conseguida con la toma de Toledo y la liberación del Alcázar. A medida que pasaban los días e iban conociéndose detalles, la gesta de los defensores de la fortaleza iba adquiriendo aureola mítica. Se hablaba de «espíritu numantino» resucitado entre aquellos muros, y algunos periódicos publicaron la biografía de uno de los combatientes allí muertos, Ángel Ribera, el cual, según la opinión de sus compañeros, fue un santo arquetipo, alma ejemplar que sonreía entre los obuses y la dinamita. Los «nacionales» deseaban liberar también a los defensores del Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza; pero, dada su lejanía, la operación no parecía hacedera. Entretanto, se les suministraba todo lo posible por vía aérea y se había enlazado con ellos por medio de palomas mensajeras.
Don Anselmo Ichaso hizo desfilar todos los trenes delante de la estación que decía «Toledo». Sin embargo, el jefe carlista, en este caso, acusaba al mando de sentimentaloide, de haberse desviado del objetivo principal, que era la carretera de Madrid, para acudir a liberar al Alcázar, con una pérdida de tiempo tal vez irrecuperable. Con todo, el golpe mortal era evidente y los periódicos extranjeros, unánimes en dar respetuosa cuenta del hecho, circulaban de mano en mano.
En el bando «nacional», Núñez Maza, cuyo equipo, compuesto de cuatro falangistas, contaba, gracias al alemán Schubert, con cámara cinematográfica, filmó a los soldados entrando en la ciudad; en el bando «rojo», el periodista belga Raymond Bolen, amigo de Fanny, filmó a los milicianos huyendo de ella. El padre de José Alvear estuvo en Toledo, y una y otra vez se estrelló contra el Alcázar, al igual que sus compañeros.
La guerra seguía siendo, en su conjunto, guerra de escaramuza, que era la que preferían los moros y los milicianos. Sin embargo, el camino emprendido por uno y otro bando conducía fatalmente u la guerra grande, la de verdad.
El mando «nacional» se preparaba sin duda para ello y lo demostraba la creación de Academias para sargentos y alféreces «provisionales», academias sagazmente concebidas, entre cuyos instructores había alemanes que por haber servido en Sudamérica dominaban más o menos el español. Los solicitantes para ingresar en los cursillos de alférez solían ser muchachos muy jóvenes, de aspecto decidido y abierto, a los que embriagaba la idea de llevar una estrella en el pecho.
Otro síntoma de ampliación bélica era lo que sucedía con las dos armas básicas de que hablaron Casal en
El Demócrata
y el coronel Muñoz en el café Neutral: aviación y marina. El número de aviones aumentaba a diario en ambas zonas, si bien los rojos seguían dominando en proporción de cuatro a uno, gracias, en parte, a la campaña desencadenada en Francia —a la cual no era del todo ajeno Julio García— bajo la consigna
Des avions pour l'Espagne!
y a la creación de la Escuadrilla 'Internacional de Voluntarios, capitaneados entusiásticamente por el escritor André Malraux. A finales del otoño de 1936, se calculaba que los «nacionales» contaban con ochenta aparatos por trescientos veintitrés sus adversarios. Los aparatos «rojos» seguían siendo del más variado origen y la escasa combatividad de la mayor parte de los pilotos extranjeros —contratados a sueldo eludían en lo posible internarse en campo enemigo, limitándose a una labor defensiva— preocupaba a los dirigentes, obligándolos a dar, en este aspecto, la razón a Cosme Vila y volver la mirada hacia Rusia. Rusia, por supuesto, había enviado su pequeño cupo, su cupo representativo, del que formaba parte anecdóticamente una muchacha de menos de veinte años, cuyo avión fue herido por un antiaéreo en el sector do Talavera, forzándola a lanzarse en paracaídas y entregarse a los «nacionales».
En la Aviación «roja», que los periódicos habían bautizado con el nombre de «La Gloriosa», destacaban el piloto Rexach, que seguía actuando por su cuenta; los franceses Gilles y Bourjois y los ingleses Griffith y Martin Drew. Muchos de los aparatos eran adornados con una gran mancha roja, y entre los pilotos que eran padres de familia se extendió la costumbre automovilística da llevar en un rincón del parabrisa un zapato del benjamín de familia. En la aviación «nacional» destacaron muy pronto García Morato, incansable entre las nubes, y el capitán Carlos de la Haya. La divisa de García Morato era: «Vista, suerte y al toro» y su popularidad, incluso entre los pilotos «rojos», era tal, que muchos de ellos, al despegar, se saludaban diciendo: «Que no te encuentres con el grupo de García Morato».
Carlos de la Haya tenía en su haber incontables viajes al Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza, abasteciendo a sus defensores, y su capacidad técnica era juzgada sin par.
En cuanto a la Marina, la superioridad numérica de las unidades «rojas» seguía siendo aplastante y muy escasa su actividad. Por contraste, los «nacionales» se mostraban eficaces en la vigilancia de los puertos enemigos —Sebastián Estrada patrullaba a bordo del Torpedero 19— y, además, en sus astilleros de El Ferrol había sido ya botado el crucero
Canarias
, ál que se daban los últimos toques, y se aceleraba la construcción de otro crucero, el
Baleares
, esperando que pronto podría hacerse a la mar. Los observadores ingleses opinaban que, dada la longitud del litoral español, «ganaría aquel de los dos adversarios que dominara el mar».
La guerra se extendía cada vez más. Guerra civil, cuyos contrastes y paradojas eran innúmeros. En el Monasterio de Guadalupe, los milicianos asaltantes sorprendieron en el templo a frailes y moros entonando los mismos cánticos. Jorge de Baltlle, el falangista huérfano, que había pedido el ingreso en la aviación para poder satisfacer su deseo de venganza —¡tal vez consiguiera bombardear Gerona!—, supo que uno de los mejores pilotos «nacionales» de la escuadrilla de García Morato era llamado «Satanás», mientras que, en el frente de Córdoba, un dinamitero «rojo» era llamado «Arcángel». En Almería, una miliciana le decía a su hijito: «A ver, monín, pon la cara que ponían los fascistas en la playa, cuando los mataban»; entretanto, en Gerona, la mujer de un miliciano de la calle de la Barca vestía de luto a sus hijos cada vez que en la provincia caía asesinado un médico. En Asturias, los voluntarios del «pueblo» que no tenían arma blanca se apoderaban de las guadañas de la siega; en el frente de Huesca, los «falangistas» que andaban escasos de armas automáticas repiqueteaban con picardía en las cacerolas y platos simulando el ruido de las ametralladoras. En Barcelona, las echadoras de cartas, varias de las cuales eran amigas de Ezequiel, hacían su agosto entre las madres y las novias de los combatientes «rojos»; en Andalucía, Queipo de Llano no conseguía enrolar a los gitanos, que le desaparecían por los atajos, mientras lanzaban en dirección a los cuarteles o a las trincheras maldiciones faraónicas. Los «rojos» consideraban importante sacar de Madrid el tesoro del Banco de España, ponerlo a buen recaudo y, en consecuencia, una comisión salió para Valencia y Cataluña en busca de un lugar seguro. Los «nacionales» consideraban importante que el correo llegara puntual a los soldados y no regateaban esfuerzos para, día tras día, adaptar los sistemas de enlace a las sinuosidades de la línea de fuego.
El consabido péndulo seguía funcionando. Los dos bandos se influían inevitablemente y a menudo se copiaban el uno al otro. Sin embargo, en el fondo de cada cual regía más que nunca la frase del doctor Relken que tanto impresionó a Julio García: «Mi cerebro me lo pago yo».
En el bando «rojo», la autoridad seguía dispersa, escondidas las opiniones; en el bando «nacional», la Junta de Defensa instalada en Burgos decidió nombrar un jefe único, un jefe de Gobierno, que centralizara en sus manos la responsabilidad. El nombramiento, después de algunas incidencias, recayó en el general Franco, por considerar que éste reunía en su persona la experiencia, la juventud, la serenidad y su inveterado conocimiento de los asuntos de Marruecos, aspecto básico en un momento en que las fuerzas moras se derramaban por los campos de batalla.