Paz barbotó:
—Sois unos canallas…
Mateo esperó con calma. No quería dejarse abatir ni sacar conclusiones. No les habló de César, ni de Jorge, ni del humo que desde Gerona llegó al cielo. Quería permanecer allí lo necesario para, por lo menos, protegerlas a ellas. Por un momento imaginó a Paz con sus cabellos ya crecidos, probablemente del color del trigo castellano. ¿Qué tenía Paz que lo aturrullaba de aquel modo?
Mateo les dijo:
—Daría cualquier cosa por haber llegado a tiempo.
* * *
Nada pudo hacer en favor de las dos mujeres, a no ser dejarles discretamente en una silla su dirección de Valladolid y todo el dinero que llevaba encima. Para encontrarles trabajo adecuado o algo que aliviara su situación necesitaría quedarse unos días en Burgos y no podía hacerlo: el Alto del León lo esperaba… Mateo se preguntó si en la Centuria de Falange de que formaría parte en la Sierra no figuraría casualmente algún miembro de la «patrulla de limpieza» que fusiló a Arturo Alvear, hermano de Matías Alvear…
Salió a la calle, zarandeado por mil pensamientos. Todo, aquello le parecía al mismo tiempo lógico e incoherente. Hasta subir aquella escalera, supuso tener resuelto el escrúpulo de si en aquella guerra era o no legítimo matar… ¡Claro que sí! Y he aquí que de repente…
Tenía los nervios en tensión, como pocas veces los había tenido. Cada imagen que salía a su encuentro era un vapuleo. «Sois unos canallas.» «¡Si usted supiera!» Mateo había tomado sin darse cuenta la dirección opuesta a la estación y se encontró en una esquina desértica, sintiendo la necesidad absoluta de desahogarse como fuera.
La composición de lugar fue rápida: o una iglesia, o un prostíbulo. Como María Victoria había dicho, «lo grande o lo pequeño». Situar ambas cosas en un mismo plano le hirió; y no obstante, era así dentro de él, con toda evidencia.
¡La catedral! Debía de ser hermosa… Anduvo al azar. Nunca había ido con una mujer. Pensó en Ignacio y se atolondró. «Hay sistemas de precaución.» ¿Y Pilar? ¿Por qué recordaba ahora tanto a Pilar?
Poco a poco iba ganándole una sensación de fortaleza, de fortaleza inadecuada para él, de fortaleza excesiva y desbordante. Ello le pareció un mal síntoma, puesto que a las iglesias acostumbraba a dirigirse con el ánimo opuesto, con recogimiento y deseo de humildad.
Pasaron unos soldados cantando. Su aspecto delataba que «iban», no que «volvían». Ignacio un día le hizo notar, en la calle de la Barca, que cuando los soldados «iban», cantaban de un modo y cuando «volvían» cantaban de otro. En todo caso, él era soldados y no cantaba de ningún modo.
El instinto le aconsejó seguir a aquellos soldados, y a los cinco minutos se encontró frente un vestíbulo cuya puerta de color de Chocolate, aparecía discretamente entornada. En la fachada de al lado colgaba un farol sobre una Purísima rodeada de flores. Mateo tiró el pitillo y, echando por la borda muchas cosas, empujó la disimulada puerta. «¿Has dicho que era de la UGT…? Miau…» Poco después estaba de «vuelta», sin cantar tampoco de ningún modo.
El tren le devolvió a Valladolid. Comió horrores en la cantina de Falange. Castilla era inmensa… Desde el tren, a veces, parecía Un milagro horizontal.
En el departamento de Mateo iban dos soldados jugando al ajedrez con un tablero miniatura, muy gracioso. Lo habían colocado en medio de los dos, sobre el asiento, aprisionándolo hábilmente con los muslos. Los dedos eran mayores que el rey y resultaba incomprensible que el jugador no derribase cada vez todas las piezas del adversario. Al lado de Mateo una anciana cabeceaba, mientras el periódico burgalés, con yugos y flechas, se le deslizaba por las rodillas hacia el suelo.
Mateo llegó a Valladolid muy tarde y en el trayecto de la estación al cuartel le dieron por tres veces el alto. Durmió bien, pues consiguió no pensar. Durmió nueve horas de un tirón, hasta que alguien lo despertó diciéndole: «Salida para el Alto del León, a las doce».
¡Ah, claro…! El Alto del León. Aquél era el día escogido para incorporarse al frente. Pues sí que iría preparado… Tenía la boca seca y bebió de su cantimplora.
No le dio tiempo sino a visitar a María Victoria en la Jefatura de Falange. María Victoria le colgó del cuello un escapulario e intentó darle ánimo… «No te preocupes. ¡Mi novio y Salazar han matado ya a todo el ejército enemigo!» ¡Ah, claro! Su novio era José Luis Martínez de Soria, y Salazar el alférez alto, gordo, cachalótico, versado en Sindicatos y amigo del agente nazi que se llamaba Schubert, nadie sabía por qué…
—Gracias, guapa. Y… ¿qué le digo a José Luis?
María Victoria, con rápido ademán, se quitó de la boca un chicle y lo pegó en la mano de Mateo.
—Dale esto. —Luego añadió—: Y dile que si tarda en venir a verme me escaparé con un coronel.
Mateo, que no sabía qué hacer con la mano y el chicle, sonrió.
—A mí no me darías ningún miedo.
—¿Por qué?
—Un chicle es algo que une, ¿no?
—¡Bah…! —exclamó María Victoria—. Un poco empalagoso.
Cinco minutos después, tuvo ocasión de despedirse de Berti, el delegado del Fascio italiano, que iba impecablemente uniformado. Era un hombre de cara grande, de aspecto combativo. Podía tomársele por un italiano emigrante a América que hubiera hecho allí una gran fortuna; lo contrario del miope Schubert, el delegado nazi, que más bien parecía un expulsado de América que allí lo hubiese perdido todo, excepto la inteligencia y la tenacidad.
Mateo, en presencia de María Victoria, le preguntó a Berti si era cierto que en Mallorca «se había abierto camino» un miembro del partido fascista romano, conde Aldo Rossi… Berti clavó los ojos en Mateo. «Ignoro lo que entiendes por
abrirse camino
. Sólo puedo decirte que mi caro amigo Aldo Rossi lleva varias semanas en las Islas Baleares cumpliendo órdenes del Partido y, desde luego, en beneficio de España.»
Mateo asintió y, obligado por la necesidad de no pensar en sí mismo, le preguntó a Berti si los rumores referentes a la próxima llegada a España de soldados italianos y alemanes eran ciertos. Berti hizo un mohín tranquilo.
—Creo que sí. Por lo menos, la llegada de italianos. Infantería…
María Victoria intervino, sonriendo:
—También lo es la llegada de alemanes. Servicios técnicos…
Mateo asintió y Berti dijo:
—Ya lo ves. Sabe más ella que nosotros.
Llegó la hora y Mateo, despidiéndose de María Victoria, de Berti y de todo el mundo, abandonó Jefatura. Recogió en el cuartel su macuto, su manta y todo lo que le hacía falta, y poco después se encaramaba, en compañía de otros falangistas, a la parte trasera de un camión de Intendencia que llevaba la matrícula L-1, que significaba Primera Línea.
Los falangistas que iban con él estaban un tanto exaltados, pues por la mañana habían asistido a los solemnes funerales que pe habían organizado en Valladolid por el alma de Ricardo Zamora, el gran futbolista, de quien se decía que había sido fusilado en la zona «roja». A los pocos kilómetros, el camión fue dejado atrás por el coche y la escolta de «Torerito de Triana» que se dirigía a torear quién sabe dónde.
Sí, la decisión de Mateo había sido el Alto del León… Núñez Maza, bajito, de Soria, jefe o poco menos de los Servicios de Propaganda, intentó por todos los medios ganarlo para su equipo. Recorrerían los frentes; estrenarían unos altavoces modernos que eran de aúpa. Mateo rehusó. Quería conocer la trinchera humildemente, su barro y su miedo. «¡Pasarás también mucho miedo! —argumentó Núñez Maza—. Casi siempre acabamos liándonos a tiros. De ahí que cuando nuestros propios jefes nos ven llegar, ponen cara de pocos amigos.» Mateo se negó. La suerte estaba echada, y Salazar lo esperaba en el Alto del León.
La ruta que el camión L-1 seguía, la ruta de Madrid, estaba jalonada de torreones que, situados en las colinas en otros tiempos sirvieron para la transmisión de señales. El paisaje se ramificaba, en los muros y paredones se leía: «¡Alistaos a la Falange!» «¡Ahora o nunca!» «¡Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan!» «¡Nitrato de Chile!» Las piernas de Mateo, sentado encima de unos sacos de cemento, colgaban fuera y el viento, al azotarle la cara, le producía bienestar.
Al atacar la cuesta del Alto del León, 1.800 metros de altura, oyó morterazos. Se sobresaltó. Era su bautismo de guerra. Por los atajos se veían soldados y mulos, reatas de mulos porteando. Había una luz extrañísima, como si fuera nieve-luz, y toques de blanco imitando a Arco Iris disfrazaban las cosas.
Llegados a la cúspide, donde estaban las trincheras y los parapetos —las chabolas quedaban al abrigo—, Mateo se bajó de un salto y se desanimó. Aquello no era la guerra, sino una parodia de la guerra. Las defensas, las alambradas, los puestos de guardia, todo parecía de juguete. Había un nido de ametralladoras que semejaba realmente un buzón de Correos. El conductor del camión, que se apeó de la cabina mordisqueando un fabuloso emparedado de chorizo, advirtió la perplejidad del novato y le dijo:
—No te engañes, ¿sabes? Eso basta para pringarla.
«Pringarla…» Expresiva palabra, veraz, tan veraz como la palabra Pilar y como la palabra «Miau…»
Preguntó por el paradero del alférez Salazar y apenas si supieron de quién se trataba. «¡Ah, sí, el Elefante! ¡Salazar! ¡Aquella chabola del fondo!»
Mateo tomó la dirección indicada y a los dos minutos se encontró frente a Salazar, quien había salido a la puerta a recibirlo, enfundado en un interminable capote gris que casi le rozaba el suelo. Mateo comprendió lo de «elefante». Un elefante que resoplaba y que, en la puerta de la chabola, bailaba un zapateado, pues el alférez estaba muerto de frío.
—Bien venido, hijo de la Tabacalera. Anda, pasa. Tomarás café.
Mateo entró en la chabola y se convenció de que todo en Salazar era voluminoso, colosal. Colosal estufa, colosales mujeres pegadas en la pared, colosal camastro, colosal cachimba, que a Mateo le hubiera partido el labio inferior. Salazar era, por supuesto, un extroverso. Llevaba el capote, la camisa y el mono llenos de emblemas, y sostenía correspondencia con seis madrinas a la vez. Armaba mucho ruido y mostrábase partidario de la acción. Su padre era agente de Bolsa en Salamanca y al parecer «sólo le divertían las operaciones importantes». Para Salazar, la operación importante por realizar en España era terminar de una vez con la pereza y con el atraso en los sistemas de producción. Hablaba como Antonio Casal, aunque llevando en la oreja, en vez de algodón, un papelito con los puntos de la Falange. «Yo estoy aquí, bailando de frío y soportando a esos barbianes —señaló a dos falangistas que asomaban la cabeza por la puerta— para ver si a base de Sindicatos Verticales y de látigo acabamos con la siesta nacional.» «Esta guerra es la consecuencia de tanto hablar. Fíjate en mí, es que no paro… Primero, hablamos del sexo o de fútbol. Luego nos llamamos unos a otros hijos de puta y, de repente, tiros, la ensalada.» Salazar admiraba a los alemanes por su capacidad laboral. Confesaba que, en Burgos, el agente nazi Schubert le había causado con sus teorías una gran impresión «Los alemanes trabajan, aquí nadie da golpe. ¿Ves esta chabola? Podríamos tener hasta calefacción y sí, sí. Parlotear y la siesta.»
Salazar le presentó a dos falangistas, que entraron frotándose las manos. Mateo no retuvo los nombres.
—Tanto gusto. ¡Arriba España!
Mateo sentía por Salazar un decidido afecto, sobre todo porque el alférez salmantino sabía reírse a carcajadas. Carcajadas que le agitaban el bigote de foca, murillesco, y que, si los ecos eran favorables, se propagarían sin duda hasta los parapetos «rojos».
Mateo recibió las instrucciones precisas. Quedaba incorporado a la centuria «Onésimo Redondo» y destinado a la escuadra de José Luis Martínez de Soria. «José Luis es cabo, está hecho un Cabo de postín.» ¿De postín? ¿Había cabos de postín?
—Ejercita con el fusil, que he visto que lo llevas como si fuera un bebé. Hay poca munición, de modo que conviene no marrar. Aquí lo más duro es el frío, las guardias. ¡No, no te eches un farol! Mañana me dirás… Pero todo lo soportamos porque, en los dias claros, desde aquí vemos Madrid…
Salazar acompañó a Mateo a la posición avanzada, de donde José Luis Martínez de Soria era cabo. El alférez echó a andar delante de Mateo, con su corpulencia fofa, y con la boca emitía ruidos que no se sabía si eran bostezos, palabras o blasfemias.
Poco después, Mateo y el hermano de Marta, José Luis, se encontraron frente a frente. Salazar le había anunciado la visita a José Luis, de modo que este se situó en el acto. De un salto abandonó el camastro al lado de la estufa, en el que llevaba una hora pensando en las musarañas, y habiendo saludado al alférez dirigió al recién llegado.
—¡Mateo!
—Exacto.
—Chico, no te hubiera reconocido. —Se refería a su primer encuentro en Gerona.
Los dos falangistas se abrazaron, lo que Salazar aprovechó pera decir: «Me voy… No quiero estorbar».
José Luis y Mateo se llamaron camaradas, encendieron un pitillo y se sentaron, con la postura de Gandhi, en un mismo camastro. En un rincón de la chabola colgaba un Petromax y a su lado destacaba como un disparo un calendario con una mujer espléndida y rubia en bañador.
—¿Quieres coñac?
—Se acepta.
José Luis le cedió la cantimplora, bromeando.
—¡Ah!, pero ¿crees que es coñac?
Mateo, mientras bebía a chorro en la cantimplora, encogió los hombros y procuró resistir, no cerrar los ojos ni toser.
—Hoy mismo te propongo para la Medalla Militar.
Se rieron. El encuentro iba siendo afortunado. Mateo se dijo que José Luis tenía pinta de intelectual, lo contrario de Salazar. Se le veía reservado, averiguador y probablemente escéptico. Aunque, si fuera escéptico, ¿habría subido el primer día al Alto del León?
Era algo más bajo que Mateo y muy friolero. A menudo se enfundaba el pasamontañas, del que sólo asomaban dos ojuelos como lentejas y una pipa miniatura que, comparada con la cachimba del alférez, parecía un chupete. Pero Mateo advirtió que la boca de José Luis era enérgica y fuertes sus muñecas. Sin motivo aparente, Mateo les daba a las muñecas tanta importancia como Carmen Elgazu se las daba a las orejas. Y más iba a dárselas en lo sucesivo, cuando, de acuerdo con el rito de la centuria, le colgaron en su propia muñeca, la izquierda, la chapa ovalada, metálica, con el número que en caso de herida o muerte permitiría su identificación.