Mosén Alberto procuraba no respirar fuerte para no incomodar al penitente. No estaba muy seguro de lo que le correspondía decir. Cuando esto le ocurría, normalmente daba un gran rodeo citando frases del Evangelio o de san Pablo, y mientras tanto iba pensando. Pero, en aquella ocasión, cerca del mar, no podía dar este rodeo. Y el caso es que tal vez debiera opinar sobre la ametralladora. Un sacerdote disparando con ametralladora. ¿Tenía un sacerdote derecho a…? ¿Lo hubiera hecho él por Cataluña? También debía opinar sobre la desobediencia a la jerarquía. El cardenal Gomá fue explícito al firmar el documento de adhesión. Sin embargo, el obispo de Vitoria no firmó… Y tampoco el cardenal arzobispo de Tarragona… Pero el reverendo José Manuel Iturralde acababa de decir: «No me arrepiento».
—Hijo mío…, intento comprenderle. Usted mismo lo ha dicho: Dios le espera. No creo que en estas circunstancias quiera usted engañarse a sí mismo. En la medida en que esto nos es posible, sabrá usted muy bien el grado de malicia que ha habido en sus actos. —Llegado aquí, mosén Alberto se paró súbitamente, como horrorizado por una visión—. ¿Cree usted… que alguno de sus disparos…? ¿Cree usted que mató a alguien?
Las rodillas del penitente crujieron en el suelo.
—Pues… creo que sí.
Mosén Alberto se arrepintió de haber hecho la pregunta.
—Bueno… Usted sabrá. Compréndame… Un sacerdote…
El reverendo José Manuel Iturralde:
—Ya le dije, padre, que creí cumplir con mi deber.
Mosén Alberto cabeceó, asintiendo.
—De acuerdo, hijo mío —accedió por fin—. Como sea… —Sin querer, respiró profundamente—. En cuanto a amar a Dios sobre todas las cosas… es el grave problema. Supongo que muy pocas almas consiguen amar a Dios por encima de todo. Incluso muchos santos fallaron ahí. Nuestros sentidos reclaman… Tenemos un cuerpo que pesa. Y he aquí que, en el día de hoy, Dios ha dispuesto… truncar la vida de usted. Acéptelo. Es la suprema expiación. Ofrézcalo por usted y por los demás. En definitiva, ésta es la misión del sacerdote. En esta guerra se cuentan por centenares los sacerdotes que han muerto; y supongo que han sido elegidos los mejores y que los que nos quedamos aquí… es porque no merecemos otra cosa. Convénzase, hijo mío, de semejante privilegio. Además, supongo que cuando cantó usted misa hizo lo que todos: pensó en que podía llegarle el martirio. Intente volver a sentir hoy, esta noche, lo que sintió en aquel momento. Sin duda tuvo usted una madre cristiana. Es otro privilegio. , Pídale que le ayude a tener fortaleza en estas horas. En cuanto a sus obsesiones, no sé qué decirle. Supongo que nada malo hay en amar al propio país. Sin embargo… el hombre tiende a desorbitar todos sus amores. Así que… Y lo mismo le digo con respecto a su amor por los humildes. Jesús también los defendió. Bueno, tendría que decirle muchas cosas más…, pero también a mí me atemoriza pensar que dentro de poco verá usted a Dios cara a cara. Me siento pequeño a su lado. Nada, una alma apegada a la tierra. Le ruego, hijo mío, que esté tranquilo. Se lo digo en nombre del Señor. Y solloce, solloce cuanto quiera; es humano y el Señor lo comprende. También yo siento ganas de llorar, pero no soy digno de hacerlo, como lo es usted… ésta es su última confesión, su último acto de humildad. Prepárese a recibir la absolución. Voy a dársela al instante, en nombre del Señor. Cargo sobre mi conciencia todas sus dudas. Esté tranquilo. Piense que en el día de hoy, dentro de muy poco, se cumplirán en usted las preces de la misa: «Y me acercaré al altar de Dios, al Dios que es mi gozo y mi alegría». En realidad, hermano, el día de su primera misa va a ser el de hoy. De modo que viva en paz el poco tiempo que le queda. Yo soy indigno de dar la absolución a quien está a punto de ver a Dios, pero voy a hacerlo, por los méritos de Cristo, de la Virgen y por los méritos de usted. Y si usted quiere…, le acompañaré, si me dan permiso para ello. —El reverendo José Manuel Iturralde repitió por tres veces: «Me gustaría, sí, me gustaría»—. Bueno, prepárese a recibir la absolución. Como penitencia, rece usted un Credo, simplemente un Credo. Cuando yo me vaya, arrodíllese aquí mismo y rece un Credo. Y ahora, hijo mío, el «Señor mío Jesucristo…»
Dada la absolución, el reverendo José Manuel Iturralde se levantó. Lloraba. Lloraba a lágrima viva y se abrazó a mosén Alberto, que también se había levantado. La estatura de ambos sacerdotes era la misma, lo cual les facilitó el abrazarse con fuerza. Y fue en aquel momento cuando mosén Alberto aquilató en toda su dimensión la circunstancia de que aquel sacerdote que estrechaba entre sus brazos vería efectivamente a Dios, al cabo de media hora… Se sintió poseído por un respeto inmenso y se apoyó y sollozó en el hombro del reverendo José Manuel Iturralde. Tan intenso era aquello, que el sentenciado parecía mosén Alberto y no el sacerdote vasco. De pronto, mosén Alberto levantó la cabeza y dijo, con inesperada decisión:
—Hijo mío…, ¿querría hacerme usted un favor…? ¿Confesarme a mí?
El reverendo José Manuel Iturralde se inmovilizó. Sólo sus mandíbulas temblaron, cerca del mar y cerca de la muerte. Tener ocasión ¡todavía! de ejercer su ministerio. Mosén Alberto se aparto y le cedió la silla, que estaba caliente. El reverendo José Manuel Iturralde se acercó a ella y por fin se sentó, colocándose también de perfil. Entonces, mosén Alberto alargó un momento el brazo para tomar el pequeño crucifijo que pendía de la cabecera de la cama, hecho lo cual se acercó al sacerdote y empezó a doblar lentamente la rodilla derecha hasta depositarla en el suelo, haciendo luego lo propio con la rodilla izquierda.
—Ave María Purísima…
* * *
Los requetés se llevaron al reverendo José Manuel Iturralde, sin darle permiso a mosén Alberto para presenciar la ejecución.
—¡Fuego! —exclamó Javier Ichaso, mientras el sacerdote levantaba la mano derecha para bendecirlos y una de las balas le agujereaba la palma por el centro…
A media mañana, Javier Ichaso visitó a mosén Alberto para transmitirle la última voluntad del «reo». La sotana debía ser enviada a su madre, que vivía en Erandio, y cedía a mosén Alberto los ochenta volúmenes del diccionario parroquial vasco «Argi Dona Labura» que figuraban en su biblioteca.
A raíz de la liquidación del frente del Norte se produjo como un reajuste de fuerzas. Hasta entonces, la mayoría de los combatientes habían ocupado en la lucha un puesto cualquiera, sin tener en cuenta las aptitudes personales. La prolongación de la guerra, por ley ineluctable, iba colocando cada pieza en el lugar más lógico. Por ejemplo, José Luis Martínez de Soria, con su carrera de abogado a cuestas y su afición a la letra impresa, podía muy bien dejar el fusil y aspirar a convertirse en juez… Sobre todo en aquellos momentos, en que la herida leve que recibió en Brunete lo desconectó de la centuria Onésimo Redondo, de la presión que ésta ejercía sobre su espíritu.
Como atraídos unos y otros por esa necesidad de reajuste, se produjo en Valladolid una inesperada concentración, con sede en el Hospital Provincial y en la Jefatura de Falange. En la ciudad castellana, además de José Luis Martínez de Soria, en calidad de convaleciente, se encontraban Mateo, disfrutando de un permiso bien ganado en la campaña del Norte; Marta y María Victoria, de regreso también de Asturias, con sus camiones de Auxilio Social; Núñez Maza, quien se había traído consigo billetes «rojos» emitidos por «El Concejo de Asturias y León»; el alférez Salazar, con un brazo en cabestrillo, y Schubert, llegado en unión de tres muchachas de Berlín, pertenecientes a la Juventud Femenina Alemana, y recientes en España.
En el hospital había también unos cuantos italianos que recibían mucha correspondencia y a los que Berti sepultaba bajo un alud de revistas, revistas que una y otra vez arrancaban de Mateo 01 mismo comentario: «E1 italiano es un idioma especial. De pronto, no hay manera de entender una palabra». Mateo, que no podía con el engolamiento del delegado fascista italiano, a la sazón presumía mucho, pues había conseguido una espectacular madrina de guerra: una muchacha japonesa que estudiaba en París, en la Sorbonne, y que debía de ser princesa o poco menos.
Cada una de aquellas personas sentía predilección por un tema determinado. Mateo, la política e incluso la teoría política; el alférez Salazar, los Sindicatos y, en aquellos días, el complejo problema de los mineros asturianos y sus métodos rudimentarios de trabajo; José Luis Martínez de Soria, la personalidad de Satán, sobre la que podía disertar durante horas; Marta, en cuanto abría brecha, hablaba de Ignacio; Schubert, andaba preocupado por la figura de Napoleón… Tal vez el ser más imprevisible fuera María Victoria.
Políticamente, Mateo, que seguía siendo falangista hasta la médula —a su entender la Falange podía intentar la gran aventura de la síntesis, fundiendo todo lo bueno de los totalitarismos vigentes, de las minorías fascistas en la oposición e incluso del imperialismo japonés—, tenía una espina clavada: la muerte de José Antonio. A su entender, José Antonio al morir los dejó huérfanos. No veía sustituto hábil, y cuando aludiendo a él decía
el Ausente
lo decía con convicción. Cierto que de momento lo que importaba era la guerra, para cuyo menester e] generalísimo Franco demostraba ser capaz; pero ¿y luego? La experiencia Hedilla «fue una chiquillada» y los teorizantes del momento, que escribían artículos y circulares, «pecaban de exaltados y, sobre todo, de barrocos».
—No tienen aquella concisión, aquel sentido de la medida que José Antonio tenía. Están deformando nuestro lenguaje, atrofiándolo, y dejarán nuestras fórmulas vacías de sentido.
María Victoria, que no perdía su admirable alegría interior, se burlaba de Mateo.
—¡Vaya sentido de la medida el de José Antonio! —decía—. Luceros, muerte, pistolas, cosmos, imperio azul…
Mateo se espolvoreaba la camisa.
—Eres una tramposa, María Victoria. Ésas son las metáforas poéticas que José Antonio intercalaba. Pero el núcleo de sus textos lo constituían lo jurídico, lo histórico y lo informativo.
María Victoria zanjaba la cuestión.
—Como quieras, cariño. Pero a mí me gustaría que te acordaras un poco menos de esos textos y un poco más de Pilar.
¡Ah, el dedo en la llaga! Mateo, al oír esto, pedía agua mineral. Porque se daba cuenta de que se polarizaba demasiado. La guerra lo tenía absorbido. La guerra y España. Poca vida individual, a no ser los escrúpulos religiosos. La figura de Pilar iba oscureciéndose en su recuerdo. Llevaba una fotografía de la muchacha y a veces se pasaba dos o tres días sin abrir la cartera para mirarla. Además, al comparar a Pilar con Marta y María Victoria, parecíale que en muchos aspectos aquélla salía perdiendo.
José Luis leía en sus pensamientos.
—Déjate de pamplinas —le objetaba—. A la larga, Pilar será una compañera sin tacha y una madre excelente para tus hijos. Marta subrayaba las palabras de su hermano.
—A mí, ni España ni las cartas de Salvatore me hacen olvidar a Ignacio. Al contrario, cada día me siento más cerca de O.
Era cierto. Marta quería a Ignacio cada día más. Y el corazón le decía que en el momento más impensado oiría su voz por teléfono: «Soy Ignacio. Acabo de pasarme. Estoy en Zaragoza». O en Irún. Marta contemplaba a Ignacio veinte veces al día. Sobre todo le gustaba una fotografía que se hizo el muchacho una tarde en la Dehesa, sentado en un banco, la pierna derecha cabalgando sobre la izquierda. Llevaba un traje azul marino, grande el nudo de la corbata y se le veían las patillas en punta. Lo mismo que los árboles de atrás, tenía un aspecto entre meditabundo y sonriente. Los troncos eran lo meditabundo y las hojas la sonrisa. Marta recordaba que por la Dehesa ella y su padre pasaron muchas veces montados a caballo y que a los pies de aquellos árboles Ignacio le había susurrado: «Te quiero». «Ayúdame a conocerme.» «Quiero ser un hombre.» «Quiero ver claro en mí.» Eso era lo hermoso: la duda y la humildad. Pero ¿qué estaba diciendo? ¡Si la Falange no quería dudas y hablaba del orgullo de ser esto o aquello, de ser de aquí o de allá! Decididamente, si bien Marta extendía el brazo y era jefaza de varios servicios de la Sección Femenina —recientemente había sido presentada a Pilar Primo de Rivera—, gozaba ¡mucho más que en Gerona! de vida individual.
Lo único que le faltaba era alegría. Guerra larga. Su hermano Fernando, en el cementerio; su padre, en el cementerio; su madre, vestida de luto, sola en el piso o en la iglesia, y además el propio temperamento. Ella y Mateo se parecían en esto y envidiaban a José Luis y María Victoria, que en aquellas fechas vivían una anticipada luna de miel. José Luis, junto a María Victoria, se transformaba. María Victoria era el único ser que conseguía hacerle reír. Se lo llevaba del brazo al café de la esquina como si lo acompañara al fin del orbe, o le retorcía la muñeca o le alborotaba el pelo. Schubert decía de ella: «Es un huracán organizado».
Núñez Maza, feliz por la campaña de Asturias, pero echando de menos a sus camaradas Montesinos y Mendizábal, todavía en la cárcel, rondaba como un pueblerino a las tres muchachas recién llegadas de Berlín. Al hablar con ellas se ponía de puntillas y se creía en la obligación de cantar las excelencias de Alemania.
—¿Sabéis que el camarada Plabb es un experto grafólogo? Hay que ver… —Miraba a las tres muchachas—. ¿Cuántos idiomas habláis vosotras? ¿Tres? ¡Cuatro! Vaya…
Una de las tres muchachas, llamada Benzing, se sentía un poco molesta oyendo al Delegado de Propaganda. Por supuesto, había comentado con Schubert la escasa preparación intelectual de las mujeres españolas, pero lo hacía con ternura, sin afán de dogmatizar. Entendía que la mujer española debía emanciparse un poco del hogar, pues para el engrandecimiento de un país era necesaria la colaboración activa de todos sus habitantes. En España, con más razón, habida cuenta de que un treinta por ciento de los hombres «se dedicaban a labores inútiles, como limpiar zapatos, afeitar, abrir puertas de oficina, etcétera».
—Sin embargo, estas cosas no se solucionan fácilmente —dijo la camarada Benzing, una tarde en que se encontraban todos reunidos—. Sin duda Falange dará un empujón en este sentido. Pero no es cosa de un año ni de dos.
Núñez Maza chupó el cigarrillo, mirando al techo.
—¿Arreglarlo en dos años? —El falangista de Soria se agachó para rascarse un tobillo—. Nuestras mujeres son hembras, nada más. Cocina y maternidad. No se trata de reeducarlas, sino de educarlas. Es asunto de tres o cuatro generaciones…