Era preciso admitir los hechos y adaptarse. Todos los catalanes que se encontraban en la España «nacional» y que soñaron con pedir billete para Barcelona, tuvieron que conformarse con llegar a Lérida, la antigua
Ilerda
, saltando de camión en camión. Así lo hicieron. Uno tras otro fueron coincidiendo en la ciudad, cada cual con su particular carga emotiva. Algunos se conocían entre sí, otros no; pero resultaría fácil entablar amistad. Mínimos detalles de la población les recordaban que «empezaban a estar en casa».
Mosén Alberto, ¡qué remedio!, fue de los primeros en hacer acto de presencia. El sacerdote se despidió de San Sebastián y de Ondarreta con jubiloso apresuramiento. «La Voz de Alerta», retenido por el SIFNE y, sobre todo, por la comunicación de Cosme Vila, que por fin había recibido, lo vio marchar casi con lágrimas en los ojos.
Apenas llegado a Lérida, mosén Alberto se horrorizó al comprobar que los soldados andaban pegando por todas partes unas hojas que decían «El empleo del idioma español es obligatorio». Hizo una mueca y se dedicó a lo que le incumbía, es decir, a visitar una por una las iglesias profanadas, todas llenas de escombros, de papeles fétidos por los rincones, algunas habilitadas para cuadras, otras para salón de baile. Mosén Alberto colaboró con varios sacerdotes aconsejándolos de paso sobre el modo de tratar a los jefes y oficiales. Su intención era, en efecto, proseguir en Lérida su labor, o sea, preocuparse de los condenados a muerte. Por ello, al enterarse de que uno de los auditores de guerra era hijo del comandante Martínez de Soria consideró ganada la partida. «El muchacho me ayudará», se dijo el sacerdote.
Don Anselmo Ichaso llegó muy pronto a la ciudad conquistada, reclamado por los zapadores y por el Servicio de Información. ¡Cataluña! Lo primero que hizo el jefe navarro fue escribir a «La Voz de Alerta», encomiándole «su» región y aconsejándole que ofreciera a Cosme Vila, para canjearlos por Laura, «una lista de prisioneros rojos». Luego recorrió una por una las tiendas en que pudiera encontrar trenes miniatura… «¿Trenes miniatura? —exclamaban los comerciantes leridanos—. ¡Si no los tenemos ni do verdad!» Luego enlazó con el veterano carlista de la localidad, que resultó ser el propietario que en una de las fiestas de San Isidro, y a la vista del Responsable, encendió el cigarrillo con un billete de a veinticinco pesetas. Luego advirtió una anomalía las banderas tricolor que su hijo, Javier Ichaso, andaba pisoteando con su único pie. Parecióle que, mientras el amarillo y el rojo se conservaban fuertes y llamativos, la franja morada adolecía casi siempre de palidez. «No hay secreto —le dijo mosén Alberto—. El color morado destiñe más que los otros, eso es todo.» Don Anselmo visitó, acto seguido, a un par de generales, que le consultaron sobre las fortificaciones que iban a levantar en la orilla inferior del Segre. «A lo mejor nos pasamos aquí una temporada.» Por último, se incautó de un piso alto para el SIFNE y desde el balcón, la barriga apretada contra los barrotes, contemplaba la catedral, los tejados circundantes, las tiendas de abajo y Susurraba, en tono ambiguo: «Cataluña… Mira por dónde».
Núñez Maza fue a Lérida a filmar. Con su cámara fotográfica, obsequio de Schubert a la Falange, hacía auténticas diabluras, estimulado por la convicción de que muchas escenas de guerra cobraban mayor relieve vistas en la pantalla que en la realidad. A menudo filmaba letreros y carteles de la propaganda «roja», muchos de los cuales, acorde con el criterio de Ezequiel, consideraba obras maestras del género. A veces se quedaba inmóvil en lo alto de un camión. «Lo que yo daría por poder filmar los pensamientos.»
La labor de Marta y María Victoria era hermosa, como siempre. «Vestir al desnudo, dar de comer al hambriento.» Camiones de Auxilio Social. En un paseo que dieron alrededor de la cárcel, las dos muchachas encontraron desparramados una serie de libros de ediciones baratas. Eligieron uno al azar y resultó ser que su autor era Larra. Y una de las primeras frases que le vino a los ojos fue. «Asesinatos por asesinatos, prefiero los del pueblo». María Victoria dijo: «Trae. Quiero que José Luis lea esto».
Los moros y legionarios se dedicaron al robo, que ellos llamaban «botín». Los moros subían a los pisos desde cuyos balcones las familias los aclamaban gritando: «¡Arriba España!», y con ademanes y sonrisas infantilmente siniestras, y entregando a cambio pequeñas insignias que llevaban, se hacían regalar sábanas, colchas, cubiertos y otros objetos, brillantes a ser posible. Luego, algún que otro chófer de Intendencia se largaba con el lote a la retaguardia, lo vendía y las ganancias eran repartidas con equidad. Los legionarios hacían otro tanto, pero en mayor escala. Al amparo de sus numerosas heridas y condecoraciones requisaban máquinas de escribir, máquinas de coser, ¡y pianos!, para cuyo transporte se valían a menudo de los camiones afectos a los Servicios de Recuperación.
Para la tropa en general, Lérida consistió en pavonearse por las calles, asediando a las chicas, y en el asalto a las casas de prostitución. Las chicas «nacionales» se dejaban piropear y agasajar por aquellos hombres que, partiendo de muy lejos, de Extremadura o de Galicia y arrostrando toda suerte de peligros, habían entrado en Lérida, liberándolas, devolviéndoles el honor, la vida y la patria. En ocasiones, era tanta la generosidad de esas muchachas que los soldados exclamaban: «¡Esto es la caraba en bicicleta!»
Las casas de prostitución no daban abasto, especialmente las que presentaban en la fachada un farolillo colgando. En las más baratas había cola, una larga cola de hombres con una mano en el bolsillo. Una patrona barcelonesa había montado un astuto negocio. Enviaba destacamentos de «chicas» a las poblaciones cuya «liberación» era inminente. En Lérida consiguió colocar un destacamento de doce muchachas que hacían su agosto, ante el asombro reflexivo del comandante Plabb, muchachas que a su regreso a Barcelona, cuando esta ciudad fuera a su vez «liberada», le pagarían a la patrona la comisión debida. Plabb preguntó a Núñez Maza por qué la mayoría de aquellas mujeres eran horriblemente feas, y Núñez Maza le dio su opinión. «Supongo que las prostitutas de guerra no han de ser hermosas, sino depravadas.» ¡Royo y Guillén se hubieran dado la gran vida! Por el contrario, el espectáculo indignó a mosén Alberto, sobre todo cuando Salvatore y el delegado del Fascio, Berti, le contaron, entre carcajadas que, cuando los
establecimientos
rebosaban de gente, aparecía en la entrada un cartelito que decía: «No pasarán».
También Miguel Rosselló llegó a Lérida con las tropas, al mando de su camión. Miguel Rosselló llevaba una idea y la puso en práctica sin perder un minuto: visitar a la madre de Miguel Castillo, del miliciano que murió en el Jarama y cuya documentación él utilizó. Temía que la mujer hubiera huido de la ciudad, pero no fue así. En las mismas señas del carnet, que el muchacho se había grabado en la memoria, la encontró, sorprendentemente serena. Se llamaba Isabel y confiaba en que su hijo volvería. Miguel Rosselló no le dijo nada, ni siquiera intentó justificar su presencia en la casa. Únicamente, «de parte de alguien que deseaba ayudarla», le dejó a Isabel un puñado de dinero y un montón de tabletas de chocolate. La mujer tomó a Miguel Rosselló por antifascista y le dijo: «Ya lo ves, chico. Hemos perdido. Mala suerte».
Sin duda, el más inquieto de los soldados que entraron en Lérida fue Moncho, quien, pese a no llevar un año en primera línea, consiguió que el comandante Cuevas le concediera un permiso de ocho días para visitar a sus padres. Moncho, al despedirse de Ignacio, le había dicho: «Estoy seguro de que mi madre les regalará a los soldados hasta mis pijamas; en cambio, encontraré a mi padre terriblemente decepcionado. No es pesimista, pero tiene ojos en la cara».
Veinticuatro horas después, Moncho comprobaba con estupor que se había equivocado de medio a medio. Su madre había regalado muchas cosas, desde luego, incluso el aro de casada, en cumplimiento de una promesa. ¡Pero su padre no estaba desilusionado, sino que daba pruebas de inconcebible furor, impropio de su temperamento! Su padre había predicado siempre la ecuanimidad. «Ser veterinario enseña a dominar los nervios.» En aquella ocasión, éstos le dominaron. Su odio hacia los «rojos» había llegado a un grado tal que, a escondidas de su mujer, se dedicaba a denunciar a sus conciudadanos. José Luis Martínez de Soria, en Auditoria de Guerra, se había ya familiarizado con las visitas de aquel hombre de cara chupada, con huellas de haber sido torturado. «Traigo otra lista. Aquí está.» Moncho se encolerizó con él. Cinco minutos después de abrazarlo se le enfrentó sin respeto.
—¿Tú qué sabes? —clamaba su padre—. ¡Son hienas! ¿Te acuerdas de nuestro cartero? Él solito mató a…
—¡De acuerdo! —gritaba Moncho—. Pero no vas tú a hacer lo mismo que el cartero.
—¿Por qué no? Es nuestro deber. Te juro que nunca más nos pillarán cruzados de brazos.
Moncho se hundió. El que imaginara paseo triunfal por Lérida, por la ciudad de su infancia, transformóse en cárcel para su espíritu. Sufría por las calles. Además, ¡cómo había envejecido la gente! Cada rostro era una dolorosa caricatura del rostro que él recordaba. Las chicas se habían vulgarizado increíblemente, o tal vez él guardara de ellas una imagen ideal. Su uniforme de esquiador era tan «majo», como decía Cacerola, que muchos soldados le saludaban tomándole por alférez. ¡Menos mal que Marta, y sobre todo María Victoria, alegraban con su presencia la ciudad! Moncho se hubiera casado con María Victoria. Mejor que con Bisturí. María Victoria era incapaz de odiar y la transparencia de sus reflejos le confería una tal autoridad que, a su paso por las calles, lo mismo vapuleaba a un soldado matón al que sorprendiera reventando por capricho las tuberías del agua, como arrancaba de un estirado coronel, con destino a Frentes y Hospitales, el dinero que el hombre llevaba encima.
También Marta hacía lo imposible para que Moncho superara su desánimo. En opinión de la chica, a despecho de las contrariedades y errores, no faltaban en la ciudad motivos para cantar aleluya. Los «nacionales» estaban transformando a Lérida. Habían procedido al meritorio desescombro de sus calles, adecentaban los jardines, las tiendas reabrían sus puertas, sonaban campanas y Bandas de Música. «¿No te conmueven las Bandas de Música, Moncho? A mí, sí.» Por otra parte, los niños aparecían uniformados y en las esquinas ¡se vendían caramelos! Y
La Ametralladora
. El semanario humorístico se superaba por momentos. Marta y María Victoria repartían ejemplares sin tasa y gozaban luego viendo a los soldados y a leridanos de cualquier edad riéndose por lo alto o por lo bajo con la revista en las manos.
Moncho no entraba en el terreno de las dos muchachas y la razón de ello estribaba en que su padre seguía denunciando, al igual que otros muchos leridanos. Sí, el número de denunciantes en Lérida era tan crecido y su léxico tan similar, que mosén Alberto, hablando con Moncho, dijo de ellos que formaban «la Cofradía del AQUEL». Cierto, AQUEL vino a convertirse en la palabra determinante, en el dedo acusador. «¡Aquél era de la UGT! ¡Aquél era un jefazo de la FAI!» Aquél, aquél, aquél… Mosén Alberto y Moncho comprobaron que aquél no era necesariamente una persona. A veces era una tienda o un quiosco de periódicos. Incluso eran denunciadas fachadas y, por supuesto, muchos ciegos. «¡Mentira que esté ciego! ¡Ve como yo, como nosotros! ¡Se fingió ciego para escuchar las conversaciones!» Aquél podía ser un apellido, pues había apellidos culpables. «Ya su abuelo andaba por ahí tirando petardos.» «Un día su hermana me llamó cochina fascista.» El padre de Moncho agregaba: «Lo malo es que no pillamos ningún pez gordo. Los peces gordos se han largado».
Moncho regresó a la bolsa de Bielsa, a la escuadra del cabo Chiquilín e Ignacio, con la esperanza de que la vida del frente distendiera sus nervios. En cambio, mosén Alberto había de permanecer en Lérida. ¡Tortura para el sacerdote! Por fin fue requerido para ejercer su ministerio entre los sentenciados a muerte, y ello, que en otras circunstancias hubiera significado un consuelo, por culpa de la cofradía del Aquél se convirtió en un suplicio.
Por dos veces tuvo ocasión de confesar en catalán, y, en una de ellas, la evidencia de que hubo error, de que el condenado era inocente, se impuso con tal seguridad en su ánimo, que a la salida de la cárcel escribió una larga carta a don Anselmo Ichaso, puesto que hablarle de ello era perder el tiempo, y acto seguido, llamando a José Luis Martínez de Soria, ¡en quien había confiado!, le dijo:
—Tienes que intervenir, hay, que hacer algo. Estás muy satisfecho, demasiado satisfecho, diría yo. Tienes que intervenir, pues a mí no me harían ningún caso y a lo mejor se creerían que lo que pretendo es proteger a los catalanes. La justicia es necesaria, pero esto que ocurre aquí no tiene nada que ver con ella, y estoy seguro de que el propio Caudillo se horrorizaría si conociera la verdad. Te lo pido en nombre de Dios. Te lo pide un hombre de Dios, que ha pecado como todo el mundo. Por favor, José Luis… Una vida humana es una vida humana, y por salvar una sola Cristo se hubiera convertido gozosamente en Jesús. Que maten los ignorantes, los mendigos, los hijos de hombres tarados, los absolutamente pobres, pase. Pero que matemos nosotros, no. Que maten hijos de abogados que han comido siempre a cuerpo de rey, que maten hijos de médicos, ¡o hijos de comandantes del Ejército!, eso no. En realidad, todos los hombres, y no sólo los requetés, llevan en el corazón un «deténte bala», aunque a veces sea invisible. ¿Cómo podré, compréndeme, celebrar cada mañana misa y rezar con vosotros: «No perdáis mi alma con los impíos ni mi vida con los hombres sanguinarios»? Y vosotros, ¿cómo podréis gritar?: «Mis pies han procurado seguir siempre el camino recto…» Nuestras victorias se están destiñendo como la franja morada de las banderas de la República… José Luis, hijo mío, te lo pido en nombre de Dios. Interviene.
El hermano de Marta se quedó rígido. Mosén Alberto casi lloraba. Mosén Alberto sintió ¡por primera vez! que daría la vida para defender aquella postura…
En cuanto a José Luis Martínez de Soria, se acercó a la ventana y apretándose con las manos las mandíbulas miró a la calle. En esa ocasión, recordó otra frase de Satán, la que éste sopló en los oídos de Nabucodonosor: «Cuando tú frunces el entrecejo, los reyes tiemblan…» Y de pronto, volviéndose a mosén Alberto, le dijo:
—Lo que usted me pide, reverendo, no es de mi incumbencia, compréndalo… —Luego añadió—: No hay nada tan terrible como una guerra civil.