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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (101 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Sí, Ignacio había cambiado. Las semanas transcurridas en Bachimaña habían sido intensas, en compañía de Moncho, quien enseñó a todos sus compañeros, desde el cabo Chiquilín hasta Cacerola, incluso a jugar al
bridge
. El ejercicio físico le había sentado bien. Espiritualmente, ¿qué decir? Había recibido carta de Mateo. «Celebro que luches por España. Nunca perdí la esperanza de que lo hicieras. Rezaré por ti.» Le escribió la abuela Mati, desde Bilbao. «Lamento mucho que no hayas podido venir a abrazarme y te espero sin falta en cuanto te den permiso. Entretanto, rezamos por ti.» ¡Le escribió mosén Alberto! «Sé que te pasaste… Era algo que tus padres, César y todos los que te queremos teníamos derecho a esperar de Ignacio… Rezo por ti.» Marta le mandó dos cartas seguidas. Estaba atareadísima, no le quedaba mucho tiempo para las cuestiones personales. Sin embargo, en una posdata decía: «Mamá y yo rezamos por ti y por Moncho».

«Todo el mundo reza por mí…» A Ignacio le pareció que llevaba una carga muy pesada. El muchacho había aprendido los rudimentos del esquí,, gracias a las lecciones de Moncho y del cabo Chiquilín. Fue alumno mediano. Tenía estabilidad, pero no ligereza. «Lo contrario de lo que me ocurre en la vida», pensó.

Todos los esquiadores ofrecían el mismo imponente aspecto de Ignacio. A despedirlos acudió el pueblo entero de Panticosa, con representación de todos los pueblos vecinos. Los parientes de los muchachos del valle de Tena lloraban. ¿Por qué se iban? ¿No decía la radio que la guerra estaba ganada?

—¡De frente…! ¡Mar!

Ciento veinte hombres partieron Pirineo adelante en dirección a Cataluña. Atrás quedaron el valle de Tena, el río Gállego, con sus guijarros perfectos, y aquel caballo que orinó amarillo.

Se van los esquiadores,

ya se van cantando,

más de cuatro zagalas

quedan llorando.

El avance se efectuó sin encontrar resistencia. Los esquiadores «rojos» se habían replegado. Conmovía ocupar aquellos puertos que a lo largo de casi dos años de espera habían rebotado contra los prismáticos. En las húmedas trincheras «rojas», el único vestigio era la ceniza de las hogueras, todavía caliente.

Los pueblos habían sido abandonados. Sólo quedaba en ellos y algún anciano, caída la boina, la cabeza apoyada en el bastón, éste apuntalado en el suelo, entre las piernas. También se habían quedado algunas mujeres sin edad, las manos amoratadas y llenas de sabañones. Los esquiadores dormían en los pajares o en las cuadras. Las viviendas, cuya miseria encogía el ánimo, se componían de algunos muebles roídos y de un calendario del Anís del Mono o de alguna fábrica de Jaca, con una bolsa en que se guardaban las dos o tres cartas que la familia había recibido en los últimos años. Fuera, alguna gallina y alguna cabra junto a unos palmos de terreno pedregoso, que era preciso arar.

Ignacio estaba muy impresionado. «Ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan.» Moncho, aleccionado por su padre, veterinario, amaba aquellos animales. Ignacio sopesaba el fusil y se preguntaba: «¿Verdaderamente las balas procurarán a esas gentes una vida mejor?» Ignacio leyó algunas de las cartas guardadas en los calendarios. En todas ellas, firmadas por parientes lejanos, aparecían las palabras «querer», «ver» y «deseo».

¡Las escuelas! Ignacio y Moncho recorrían en silencio la escuela de cada pueblo. Una estancia ruinosa, con cartones en las cristaleras. Al huir, el maestro había olvidado en la pizarra una multiplicación y en el mapa de España que presidía la pared so entrecruzaban líneas rojas y verdes, que no se sabía si eran carreteras, ríos o venitas de sangre. En estos mapas aparecía invariablemente un pequeño redondel, la huella del índice del maestro, que borraba por entero el nombre del pueblo. Ignacio evocaba sin querer la escuela de David y Olga. «¿Vosotros también creéis que el hombre es portador de valores eternos?» Sobre los pupitres, o en el suelo, yacían cuadernos escolares forrados de azul ultramar, lo mismo que los de Gerona. Por lo visto, la costumbre había alcanzado también aquellos trasmundos de congoja.

A los compañeros de escuadra de Moncho y de Ignacio les fascinó la lectura de los periódicos «rojos», sorprendiéndoles jocosamente los títulos de las películas rusas que se proyectaban en Barcelona, la abundancia de anuncios de antivenéreos y el pie de una caricatura de Franco que decía por las buenas: «El criminal más grande del universo». El cabo Chiquilín, al leer este anuncio, se echó el gorro para atrás y comentó: «Mejorando lo presente».

Los anuncios de antivenéreos excitaron más de lo debido a Royo y a Guillén, quienes comentaron, cada cual a su manera: «El que no se cae una vez es que no es hombre». ¡Royo y Guillén! Lo primero que buscaban en las trincheras conquistadas eran postales pornográficas, que no solían faltar, entre los naipes a medio jugar y las botellas verdosas con una vela clavada en el gollete. De dar con aquéllas, pronto acudían otros esquiadores o soldados de las compañías que operaban conjuntamente. Los oficiales no sabían qué hacer… El espectáculo de una ronda de escapularios en torno de un cartón lascivo era disparatado y hubiera hecho las delicias de Fanny y Bolen. Más allá del pueblo de Torla, camino de Ordesa, Guillén encontró en una zanja un zapato de mujer, rojo y puntiagudo. El clamor del muchacho fue incontenible. Toda la Compañía, incluidos Ignacio y Moncho, quiso ver el zapato, tocar aquel símbolo de la clandestina pasión. Por fin, el teniente Colomer, boyante porque se avanzaba hacia Cataluña, propuso rendirle al zapato honores de capitán general. La idea desató el entusiasmo y fue puesta en práctica al instante. El zapato fue colocado encima de una roca y no menos de un centenar de hombres desfilaron delante de él. «Vista a la derecha, ¡mar!» Los esquiadores volvían la cabeza y saludaban al zapato con marcialidad.

La compañía ocupó el valle de Ordesa, maravilloso altar natural. En una de las piedras alguien había escrito con letras gigantescas: «Viva yo».

El avance era espasmódico. La noche del 30 de marzo, los esquiadores durmieron al raso, en lo alto de una colina. La prueba fue dura, obligándoles a tenderse por parejas, apretados los cuerpos, tiritando. Al día siguiente el calor era insoportable y la Compañía ocupó el pueblo de Boltaña, sucio, con millones de moscas hambrientas. Allá se supo que una División «roja», la División 43, mandada por un ex limpiabotas de Canfranch, apodado «el Esquinazo», había decidido resistir en el valle de Benasque. En una escaramuza la Compañía perdió cuatro hombres. Ignacio los conocía, y pese a ello recibió la noticia con perfecta indiferencia, que le desagradó. Al mismo tiempo, el teniente Colomer hizo dos prisioneros, que despertaron la curiosidad general. «¡Dos rojos, dos rojos!» A Dámaso Pascual le bastó con verlos un momento para diagnosticar: «Pesan, entre los dos, ciento cinco kilos». Hablaba de ellos como si fuesen encarnaciones del mal, y testaba seguro de que Ignacio y Moncho, con sólo echarles un vistazo, acertarían a saber si eran comunistas o de la FAI.

La bolsa de Bielsa retuvo la Compañía allí, en el Pirineo Aragonés, impidiéndole de momento alcanzar Cataluña y situarse en línea con las tropas del Sur, como estaba previsto. Moncho, que esperaba de un momento a otro la «liberación» de Lérida —lo prometieron darle permiso para visitar a sus padres—, se puso de mal humor y, mirando hacia Peña Montañesa, el fabuloso macizo que presidía la comarca, dijo: «Tengo el presentimiento de que, pese a todos los rumores, los rojos no se rendirán».

* * *

El día 3 de abril, las vanguardias del general Yagüe entraron en Lérida, la primera ciudad catalana, lamida por el Segre, el último de los cinco ríos en los que el mando «rojo» confió… A lo ancho de España se produjo un silencio que casi dañaba el aire. Si se cruzaba este río ¡las tropas se derramarían por Cataluña y nadie podría ya detenerlas hasta Barcelona!

La población «nacional» que vivía en territorio «rojo» no acertaba a contener la emoción. Las gentes leían los periódicos —«¡Resistir!» «¡Resistir!»— y se guiñaban el ojo. Los detenidos en las cárceles no sabían si reír o llorar. ¿Serían sacrificados a última hora? Los milicianos, al huir, ¿no volarían las calles, los pueblos, la propia Barcelona? Rumoreábase que equipos especiales estaban minando la capital de Cataluña, y por otra parte muchos fugitivos iban diciendo que los moros les cortaban los pechos a las mujeres. ¡El éxodo había comenzado! Millares de combatientes huían, entre ellos, el Perrete, quien en la aldea de Pina no encontró ni a sus padres ni a nadie. En cambio, había familias, ¡antifascistas!, que habían decidido no moverse. «Sea lo que sea. Queremos comer.»

El Segre no fue cruzado de momento… Las tropas que ocuparon Lérida se detuvieron allí y, más al Sur, el Cuerpo de Ejército de Galicia, al mando del general Aranda, recibió orden de penetrar en cuña por el sector de La Pobleta. Este viraje en dirección a Levante dejó atónitos a los propios combatientes, los cuales olieron, esto sí, la proximidad del mar, pero no del mar de Cataluña, sino del mar de la provincia de Castellón. Alguien dijo: «El propósito del Alto Mando es cortar en dos el territorio enemigo, separar a Cataluña de Valencia y de Madrid. Hecho esto, la ocupación será un paseo militar».

La explicación pareció verosímil, y entre los que esperaban renació la confianza. «¡Luego, luego vendrán por nosotros! ¡Es imposible que nos dejen en esta situación! ¡Franco sabe de sobra cómo vivimos! ¡Primero llegarán al mar y luego vendrán por nosotros!»

Abril había estallado, para bien o para mal. Y con él, la primavera. Año de 1938. La primavera estalló casi carnosamente, y se introdujo en todas partes, incluso en la madera de los esquís que Ignacio y Moncho habían dejado atrás. Se atrapaba un insecto y todo él era primavera. Había primavera en las estrellas y hasta en los pecados, algunos de los cuales ya no podrían cometerse hasta el otoño próximo.

¿La primavera acabaría con la guerra? Cacerola pensaba: «Moncho, tú, que tantas cosas sabes, que sabes quién era Reclus y qué significa
stajanovismo
, ¿acabará esta primavera con la guerra? ¿Ocuparemos Barcelona y Gerona, la ciudad de Ignacio, y llegaremos a la frontera y luego, en el Centro, se rendirá Madrid? ¿No ven los rojos que nada pueden hacer ya?» Moncho no hubiera podido contestar con tino. Desde su palco observador, que era su misión de anestesista, más bien sospechaba que la pujanza de los árboles y de los insectos le daría a la guerra nuevos bríos. Era una sensación ambigua y sin embargo aferrada hondamente, que, de acuerdo con el coronel Muñoz, le llevaba a admitir la posibilidad de una subversión de los hechos, de un milagroso desquite por parte del enemigo. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, el estallido de las plantas era una insólita resurrección de lo que estuvo oculto y vencido durante el invierno. ¿Y a santo de qué admitir, sin más, que las flores tenían relación con la paz? Acaso fueran balines disfrazados. El doctor Simsley, del Hospital Pasteur, opinaba que todas las cosas tenían alma, excepto la palabra alma, que con sólo existir cumplía con su cometido. ¿Por qué suponer que el alma de la primavera era pacífica?

Llegó el 5 de abril y la rendición no se produjo. El 8 y el 10, y tampoco. ¡Pero las tropas del general Aranda seguían avanzando en dirección al mar y la llegada a éste sería sin duda un golpe mortal! El territorio partido en dos… El sueño de los dirigentes «rojos» que el año anterior quisieron atacar por Extremadura y llegar a Portugal, cortando por la mitad el territorio «rebelde».

«¡Luego vendrán por nosotros!» Rebasada Morelia, allá a lo lejos, al otro lado de los sueños, apareció de pronto el azul. Los soldados, algunos de los cuales procedían de la húmeda Galicia y de Asturias, vieron a lo lejos el sosegado Mediterráneo, el mar que no era océano, el mar «cuyos peces hablaban latín». Los italianos, al descubrirlo, se alinearon y rompieron a cantar, con sus voces felpudas, completando estrofas que habían iniciado en Abisinia. Los legionarios de cien mil tatuajes en el cuerpo apostaron quién se ahogaría el primero, mientras los marroquíes, inmóviles en la cúspide de sus piernas larguísimas, parecían orar.

Millares de lenguas preguntaron:

—¿A qué día estamos hoy?

—A quince de abril.

Era el 15 de abril, era Viernes Santo… ¡Extraña coincidencia! Exactamente mil novecientos treinta y ocho antes, un hombre más alto que Franco y que Cosme Vila había muerto en una cruz, al otro extremo de aquel mar. Un hombre que no fue ni banquero ni militar; que fue carpintero y que vivió durante treinta años una vida oscura. La voz de ese hombre fue tan misteriosa y tan fuerte que cuando exclamó: «¡Ay de aquel hombre por el que el Hijo del hombre será entregado!», Judas, al cabo de poco, , se ahorcó. Sin embargo, su voz fue también tan suave que cuando dijo: «La paz os dejo, la paz os doy», se alegraron hasta las aves del cielo.

El Cuerpo de Ejército de Galicia llegó al pueblo de Vinaroz. El mar se recostaba en él. Los soldados se acordaban de que aquel día era Viernes Santo y, en cierto modo, ello les paralizaba el corazón. Ninguno osaba acercarse a la arena, acercarse definitivamente al agua. ¿Dónde estaban Líster y el Campesino? ¿Dónde estaban Julio García y los padres del Perrete, dónde estaban los muertos? «Estaban también allí, a lo lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea.»

El general Alonso Vega se adelantó para pisar la arena el primero. En la arena había un hombre herido que llevaba en la gorra una inscripción: «No pasarán». Se parecía a Difícil, pero no era O. El general Alonso Vega se acercó al agua, se agachó, mojó en ella sus dedos e incorporándose se santiguó.

El pueblo era Vinaroz; el día, Viernes Santo; el mar, el Mediterráneo.

Capítulo XLVII

Cuando se supo que Franco había decidido fortificarse en Lérida, prueba inequívoca de que por el momento no se lanzaría sobre Barcelona, Cosme Vila dio un respiro. Cosme Vila figuraba entre las innumerables personas que temieron la inmediata y total ocupación de Cataluña, lo que sin duda hubiera supuesto el triunfo definitivo de los «fascistas». El parón de éstos en Lérida concedía una tregua. Pese a ello, Cosme Vila no se forjaba ilusiones. No se le escapaba que, con la llegada de los «nacionales» al mar, Barcelona y Madrid habían quedado separadas por un ejército franquista de trescientas mil bayonetas. Crespo, su chófer, eterno optimista, alegó que la comunicación entre Cataluña y el Centro no había sido rota por completo, puesto que, no sólo los aviones podían salvar el pasillo de Vinaroz, sino que un submarino se encargaba de hacer el trayecto para llevar la valija y el correo, enlace que había merecido una emisión especial de sellos. Cosme Vila se encogió de hombros. «Con valija y correo no se gana una guerra.»

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