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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (112 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Toda la provincia era una trampa, con hombres que eran minas… Sin embargo, fatalmente el dramatismo acabó concentrándose en la raya fronteriza. El general Solchaga lo había dispuesto así. A las tropas que ocuparon Gerona no les concedió la menor tregua. Al contrario, les ordenó acelerar el ritmo de su avance, al objeto de alcanzar cuanto antes la frontera.

¡La frontera! Los fugitivos veían ya de lejos a los centinelas senegaleses, que parecían andar sobre zancos. Muchas mujeres se asustaban al verlos, suponiéndolos moros. «¡Cállate ya, so boba! ¡Son moros franceses!»

¿Qué había al otro lado de la frontera? Francia… ¿Qué harían los franceses con aquella multitud? Corrían rumores de todas clases, pero al pronto sólo un hecho era cierto: en la aduana, los gendarmes se quedaban con el fusil y las granadas de mano —¡de durar mucho aquello el Ejército francés podría declarar la guerra a Alemania!— y se quedaban también con los objetos valiosos cuya adquisición no pudiera justificarse. Los milicianos blasfemaban. ¿No era Francia una democracia amiga? ¿Acaso no comprendían el dolor de los vencidos? David y Olga se preguntaban: «¿Cómo comprender el dolor de quinientos mil harapientos extranjeros irrumpiendo en la aduana en un espacio de cuarenta y ocho horas?»


Dépéchez vous!, dépéchez vous!

Quien conocía unas palabras de francés, se sentía menos desamparado. Quien no había cometido ningún delito, en el fondo se sentía más tranquilo. Los senegaleses enmudecían con la culata del fusil a los revoltosos y los gendarmes franceses los amenazaban con retenerlos allí y entregarlos a las tropas de Franco en cuanto éstas llegaran, que no podían tardar.

¡No podían tardar! Era verdad. También a los vencedores los atraía la frontera, ebrios, además, por los halagos de la población que iba saliendo a su encuentro. Mateo pasó por Figueras como una exhalación, con su Bandera, y luego recibió orden de bifurcar hacia la izquierda. Los capitanes Arias y Sandoval avanzaron por la costa, por Palamós y Puerto de la Selva. Miguel Rosselló zigzagueaba con su camión. Y unos y otros se horrorizaban al descubrir la estela de cadáveres que los Líster y los Gorki habían dejado tras de sí.

El aspecto de Mateo, lo mismo que el de los requetés de las Brigadas Navarras, no ofrecía tampoco lugar a dudas… Se los veía dispuesto no sólo a llegar a la frontera, sino a perseguir a los «rojos» hasta más allá. A perseguirles a través de Francia, hasta París y hasta las tierras de Flandes, donde anteriormente aguerridos españoles habían plantado su huella Llevaban banderas desplegadas.

Mateo, dueño de sus actos, demostró que la suposición no era exagerada. Se descolgó de improviso por un escarpado y sorprendió a pocos metros de la línea divisoria a un grupo enemigo, todavía con el arma en la mano. «¡Sus, y a por ellos!» Se lanzó en su persecución seguido por sus falangistas, pisó la raya fronteriza y siguió adelante, Francia adentro, hasta que una escuadra de senegaleses y un par de gendarmes aparecieron por la derecha enseñándoles la culata del fusil. ¡Qué contrariedad! ¡Qué duro se hacía tener que retroceder! Mateo obedeció espumeante. «¡Os hacemos un buen regalo!», gritó, dirigiéndose a los gendarmes. Y retrocedió hasta la línea divisoria, donde su asistente Morrotopo había ya clavado la bandera.

Los milicianos, sintiéndose protegidos, se acercaron a su vez gritando:

—¡Cochino fascista! ¡Cochinos fascistas!

Por supuesto, la situación era pintoresca. La centuria falangista estaba en pleno allí, mientras a menos de diez metros, en tierra francesa, fueron reuniéndose hasta unos cincuenta milicianos. ¡Tan cerca y no poder disparar! Se insultaban recíprocamente, se dedicaban gestos procaces. A la vista del estandarte bicolor, los milicianos levantaron el puño, rugieron y patalearon y juraron que darían la vuelta al mundo y entrarían en España por el Sur, por Gibraltar, probablemente, y que en esa ocasión acabarían para siempre con los yugos, las flechas y las cruces gamadas.

Era un combate internacional, era el combate por encima de todas las cosas. Los falangistas, formados, cantaron
Cara al Sol
y los milicianos atacaron por su parte
La Marsellesa
, que los gendarmes no podían prohibir. Las miradas de unos y otros parecían arrancar de siglos. «¡Cabrón! ¡Fascista cabrón!» «¡Rojos, cochinos rojos!» Terminado el
Cara al Sol
, Mateo ordenó: «¡Otra vez!» Llegaron unos cuantos moros, los cuales al ver a los senegaleses se sintieron un poco cohibidos.

Mateo, de pronto, se volvió hacia los suyos y les hizo una seña. Y una sola voz, azul, tronó en el espacio:

Las cucarachas, las cucarachas,

decían: No pasarán. Si se descuidan,

si se descuidan, llegamos a Perpignan.

* * *

Al día siguiente, 10 de febrero, fue alcanzada en toda su longitud la línea de la frontera, desde Seo de Urgel a Puigcerdá, donde montaba la guardia la Compañía de Esquiadores, hasta Port-Bou, El general Solchaga, jefe del Cuerpo de Ejército de Navarra, llegó al Perthus, vestido con su uniforme de campaña y su boina de requeté, y a su llegada vio avanzar hacia él un general francés, el general Fagalde. El saludo del general francés fue cordial, efusivo. El general Solchaga correspondió con sobriedad y mandó formar uno de sus batallones y le pasó revista en la misma frontera. Ese día, el parte oficial del Cuartel General del Generalísimo decía: «La guerra en Cataluña ha terminado».

Capítulo LII

La pérdida de Cataluña sentenciaba sin apelación posible a los restos del Ejército «rojo», es decir, a las unidades bloqueadas en Madrid, Levante y Sur de España. Dichas unidades, así como la población política y civil de aquellas zonas que deseaba escapar de los «nacionales», no tendrían otra posibilidad de huida que el mar, a semejanza de lo que les ocurrió a los combatientes del Norte, dado que la escasa aviación disponible era utilizada para el constante trasiego de los enlaces del Gobierno. Circulaban toda suerte de conjeturas relativas a una posible rendición, pero todas ellas se mostraron infundadas. El Gobierno de la República, reunido en Consejo de Ministros en Toulouse, acordó «resistir», y al efecto el presidente Negrín, en unión de los sempiternos coronel Modesto, el Campesino ¡y Líster! se trasladaron por vía aérea a Valencia, dispuestos a organizar desde allí la defensa de aquel territorio, con la ayuda del general Miaja, de la Pasionaria y de Jesús Hernández, Comisario de la zona Centro-Sur.

A nadie escapaba que tal aventura era insensata. Prácticamente, la totalidad de los jefes extranjeros que habían intervenido en la zona «roja» se negaron a secundar de un modo activo al acuerdo español. Todos ellos se encontraban ya en Francia esperando nuevas órdenes. En Toulouse se habían instalado provisionalmente Mauricio Thorez, André Marty y Togliatti. En París, se reunían a diario Clemente Gotwald, checo; el húngaro Pal Maleter, el yugoslavo Tito y James Ford, jefe de los obreros negros de Norteamérica. En Marsella, se encontraban Gallacher, del Partido Comunista inglés; el italiano Luigi Longo, los búlgaros Karanov y Menov, y Paul Herz, dirigente del Partido Socialista alemán; etcétera. Viajando de un lado para otro, Ilia Ehrenburg, el agudo intelectual ruso, con el que Fanny y Bolen, los periodistas internacionales, habían hecho cordial amistad. Los ministros españoles que permanecieron en Francia tuvieron una grata sorpresa: Negrín, con la ayuda de varios destacados políticos franceses, había alquilado para ellos, en calidad de Residencia y eventualmente en calidad de Sede del Gobierno de la República en el exilio, un elegante hotel en Deauville, del que dichos ministros tomaron posesión, en compañía de sus mujeres.

Aquellas jornadas servían para rumiar errores y para viviseccionar las profundas circunstancias que influyeron en el desenlace de la contienda. En un café de Biarritz, mientras los «nacionales» ocupaban sin resistencia la isla de Menorca, la única isla balear que a lo largo de la guerra perteneció a los «rojos», Raymond Bolen le decía a Ilia Ehrenburg que acaso el Partido Comunista español hubiera perdido la batalla porque sus dirigentes se empeñaron en obedecer ciegamente las órdenes de «la Casa», las órdenes de Moscú, «siendo así que Mescal era una cabeza fría y despótica y el hombre español, en cambio, un ser apasionado». Ilia Ehrenburg sonrió. No se tomó la molestia de argumentar. No parecía muy disgustado por el resultado de aquella lucha, que denominó «gota de agua en el mar». El poeta ruso era irónico y escurridizo. Para él, los partidos comunistas europeos estaban celebrando una suerte de campeonato de natación en piscina al aire libre. Todos llegarían a la meta; unos llegarían haciendo el
crowll
, otros empleando el estilo mariposa, otros con la tradicional braza de pecho o nadando de espaldas. «Los españoles se retrasarán un poco porque les gusta entretenerse con saltos de trampolín.»

Ilia Ehrenburg no amaba a España; tampoco la amaban Bolen y Fanny, pero a éstos los atraía. Ehrenburg soltó varias sentencias que sin duda hubieran interesado a David y Olga: «En la vida de todo hombre hay días perdidos; España ha perdido siglos». «España no es un pueblo alegre; es un pueblo triste, como el ruso y, sobre todo, hastiado.» «Los españoles desprecian el factor tiempo; sólo son puntuales en las corridas de toros y en la compra de los billetes de la lotería.» «Todo lo convierten en trascendental; hasta escuchar las palabras del papagayo Axelrod,
hombre de visión incompleta
.» «La gran sorpresa de los comunistas españoles será, ahora, Rusia. Ignoran que en Rusia estamos todavía en la estepa de despejar la carretera. Ignoran que aquello es duro; se forjan demasiadas ilusiones.»

Fanny y Bolen guardaban de España gratos recuerdos. Fanny no podía olvidar a Julio García y le hubiera gustado coincidir con él; pero recibió una postal del policía diciéndole que, de momento, debería permanecer un par de semanas lo menos en Perpignan, atendiendo a «los amigos». Bolen había hecho grandes progresos en el idioma, lo que le había permitido leer opiniones asombrosa s y contradictorias de los propios autores españoles sobre España. Mientras Unamuno afirmaba que el español tenía más individualidad que personalidad —individualidad
introspectiva
, como los crustáceos, que le impedía estar en contacto con el ambiente y desarrollarse—, Manuel Azaña, que acaso hubiera debido continuar escribiendo en vez de dedicarse a la política, atribuía a los españoles un tal poder centrífugo que marcaban indeleblemente cuanto tocaban, y de no haberse lanzado a conquistar el Nuevo Mundo, «ya inventado», se habrían ido «a conquistar el Indostán». Mientras Ortega y Gasset escribía: «Mírese por donde plazca al español de hoy, de ayer o de anteayer, y siempre sorprenderá la anómala ausencia de una minoría dirigente» —frase que, sin duda, como tantas otras suyas, la Falange se había estampado en el gorro azul—, Baroja había escrito: «Algunos hombres extraordinarios, y luego la plebe. Éste es nuestro haber». Mientras Ganivet, coincidiendo con Ilia Ehrenburg, había llegado a la conclusión de que Velázquez «era tan ignorante como Goya», Tirso de Molina había escrito: «Al sabio o valiente que no es español parece que le falta calidad…» Raymond Bolen, a no ser porque Fanny le repetía sin cesar que tales contradicciones se daban en todos los pueblos, hubiera podido repetir hasta el infinito los ejemplos y, por descontado, había tomado buena nota de la frase de Keyserling, a quien Bolen veneraba por su creencia en lo mágico: «España es el país de más hondas reservas éticas del mundo», e, igualmente, de la exclamación de Nietzsche, ya postrado en el lecho de muerte: «España, España es un pueblo que ha querido demasiado…»

Algo había conturbado a los dos periodistas: «Cuando el pueblo español se decide a obedecer, se vuelve adulón, muelle, insoportable». Ehrenburg sabía algo de esto. El Partido Comunista español le había hecho entrega, con el ruego de llevarlo a Rusia, de un terno completo procedente de la iglesia del Noviciado, con destino al Museo de la Historia de las Religiones de Moscú ¡y de una obra de Goya y otra de Murillo, así como de una edición príncipe del Quijote, con destino a Stalin! Ehrenburg había comentado: «Demasiado para tan tosco paladar».

Amigo de Ehrenburg era otro «voluntario de la libertad», poeta húngaro, llamado Smirna, el cual andaba preparando desde Francia el envío de comunistas españoles exilados dondequiera que el Komintern lo estimase conveniente. Fanny no podía con Smirna, porque en el arte de no andarse con rodeos el poeta húngaro no tenía rival. Fanny, que sentía viva compasión por el gran número de combatientes internacionales caídos en España, consideraba necesario que el pueblo español fuera informado de ello, con cifras y nombres. Smirna cortó en seco tal expansión.

—¿Qué necesidad tienen los pueblos de conocer la verdad?

Fanny se escandalizó; en cambio, Bolen apoyó la tesis. Bolen opinaba que uno de los errores de los «rojos» consistió en dar demasiadas explicaciones. El sistema de los Partidos provocaba una especie de duelo informativo, con lo que se mataba no sólo el secreto sino el misterio. Todo quedaba continuamente al descubierto, y era desmenuzado por el último Blasco que tenía fusil e incluso por el último Perrete. Smirna le dijo a Fanny que una de las muchas cosas que el Kremlin había copiado de la organización interna del Vaticano era el secreto, el silencio jerárquico. «Los cardenales son informados sólo a medias; los obispos, sólo un cuarto, etcétera. El secreto es básico en el Catolicismo: ejemplo, el confesonario.»

Entretanto, otros jefes internacionales se dedicaban, en París, a aconsejarse mutuamente, mientras de Valencia llegaban noticias de que todas las tentativas de resistencia de Negrín habían empezado a fracasar. José Broz —Tito—, a punto de regresar a Yugoslavia, le aconsejaba a James Ford, jefe de los obreros negros americanos, que no olvidase ni por un momento a las poblaciones negras de África, que, en su opinión, eran el germen de uno de los abscesos más violentos y destructores que se estaban formando en el aparato digestivo del Capitalismo. Por su parte, James Ford le aconsejaba al húngaro Pal Maleter que profundizara sin descanso en sus iniciados estudios sobre el aumento de la población china —«atraer China a nuestra órbita sería decisivo»— y le repetía hasta la saciedad a un comisario político italiano, llamado Vittori: «Tú eres el indicado para organizar el movimiento de resistencia en la isla de Córcega». En cambio, el checo Gotwald, obsesionado por las constantes reivindicaciones exigidas por Hitler en el mosaico centroeuropeo, daba por supuesto que el III Reich atacaría Occidente antes de fin de año, por lo que estimaba indispensable reforzar al máximo el Partido en Francia y Bélgica, para lo cual «acaso pudieran ser utilizados en mayor escala aún los fondos económicos del Partido Comunista español».

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