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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (108 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Cosme Vila, en los momentos de desánimo, se apoyaba en unas cuantas ideas. «El setenta por ciento de la población mundial pasa hambre y no tiene con qué curarse las enfermedades.» «En África, en el Brasil, en el Pacífico, en todas partes hay todavía tribus situadas en un estado intermedio entre el orangután y el hombre.» A su entender, la experiencia
Dios
había fracasado, pues no explicaba satisfactoriamente la miseria, ni el dolor, ni la lentitud del desarrollo. También había fracasado la experiencia
Razón
. Ahora faltaba la experiencia
Ciencia
, la tenaz combinación de la Química y la Física.

En un momento dado, viendo los dientes del militante barquero, que parecía sonreír, Cosme Vila se acordó de «La Voz de Alerta», cuya petición de tregua había recibido oportunamente. ¡Mala suerte! El plazo solicitado por el dentista había expirado sin que éste enviara a Gerona los nombres de las personas que debían ser canjeadas por Laura. ¡Mala suerte! Cosme Vila le dio a Gorki las debidas instrucciones, pensando en las cuales el jefe comunista, por un instante, sonrió como el militante barquero.

José Alvear pasó por Gerona como un meteoro. José, al despedirse del Responsable, se dirigió efectivamente al piso de la Rambla, encontrándolos a todos reunidos en el comedor; incluso al pequeño Eloy, a quien acarició la cabeza. Carmen Elgazu había presentido aquella visita; también Matías y Pilar. Lo que nunca imaginaron fue que la guerra hubiera impreso en el rostro de José una huella tan dolorosa. Pilar, al verle, al ver las tres barras, no pudo reprimir un grito: «¡Capitán!»

No había tiempo para acusaciones. Muerto por muerto: lo mismo que en Burgos. César murió, también murió el padre de José. Además, José ayudó a Ignacio a pasarse a la otra zona. Además… eran familia, ¿no?

—¿Supisteis algo de Ignacio?

—Sí. Llegó bien.

José no pedía nada. Sólo un poco de alcohol, si lo tenían, pues un camión le hizo un pequeño rasguño en la mano derecha. Y luego, un poco de pan. Y luego, darles un abrazo y decirles «hasta luego», pues nada en la tierra duraba siempre.

Pilar no lo podía remediar: había algo en su primo que le gustaba.

—Pan no tenemos. Nada. Pero te daremos una lata de atún. Y unas avellanas.

—Está bien.

—¿En Francia conoces a alguien?

—Sí. Al presidente de la República.

—¿Tienes dinero francés?

—Sí. —Y sonriendo, ¡como en su primera visita a Gerona!, José mostró los bíceps y los palpó.

En aquel momento salió el humo de la fábrica Soler. Y fuera se oyeron gritos como si arrastraran a alguien. El rostro de José se iluminó. Miró a Carmen Elgazu y le invadió un irreprimible deseo de hacer algo que mereciese la aprobación de aquella mujer, de su tía, que le dejase un buen recuerdo.

—Antes de irme…, ¿puedo hacer en Gerona algo que sea útil? —Volvió a mirar el humo de la fábrica Soler—. Esos brutos son capaces de volarlo todo.

Matías pensó en el acto en los presos. Había corrido el rumor de que el Responsable incendiaría el Seminario y las dos checas. Pero comprendió que no procedía hablar de aquello.

—No sé…

—¿No se os ocurre nada?

—Nada… No creo que puedas hacer nada.

—Lo siento —dijo José, sacándose un pañuelo sucio y sonándose con estrépito.

Carmen Elgazu miró el pañuelo sucio e intervino:

—Te daré un par de pañuelos.

—Gracias.

José miró a Pilar y sonrió. A gusto se hubiera llevado a la muchacha hacia su gran aventura imprevisible.

—Estás hecha una mujer.

—¡No digas eso! Parezco un esqueleto.

—Me pirro por los esqueletos.

Lo acompañaron en comitiva hasta la puerta y luego salieron al balcón, incluso Eloy. Vieron correr a José, quien, al pasar delante del domicilio de Julio, se volvió hacia ellos y les hizo un gesto que significaba: «menudo tunante». Luego tomó al asalto un camión cargado con muebles y desapareció.

También huyeron a Francia el Comisario Provincial, H… Julián Cervera, el Director del Banco Arús y los arquitectos Ribas y Massana, todos ellos en una barca, a imitación de Cosme Vila, si bien tuvieron que pagar por el viaje sus buenos dineros. No obstante, el último dirigente «rojo» en abandonar la ciudad fue Gorki. Gorki había recibido a última hora las instrucciones de Cosme Vila y se quedó en Gerona unas horas más para darles debido cumplimiento. Dichas instrucciones eran de tal calibre que, pese a su veteranía, Gorki palideció al oírlas e invitó a su jefe a que se las repitiera de pe a pa.

—De acuerdo —dijo al final. Y Gorki, acompañado por cuatro milicianos, se dirigió a la checa comunista, el antiguo Horno de Cal musitando: «¿Por qué no? También nosotros hemos perdido a Teo y a Morales».

Sí, el ex perfumista cumplió. En la celda de los varones, a una orden suya cayeron acribillados todos los detenidos que había, excepto mosén Francisco. Tales detenidos sumaban seis, entre los que figuraban el Rubio y el suegro de los hermanos Costa. En la celda de las mujeres, cayeron acribilladas todas las reclusas, excepto Laura. Tales reclusas sumaban siete, figurando entre ellas la suegra de los Costa y la que fue novia de Octavio, el falangista fusilado en Jaén.

—¿Qué hacemos? —preguntó luego uno de los milicianos, mirando la ristra de cadáveres.

—Los moros los enterrarán.

Inmediatamente después, Gorki se dispuso a rematar la operación. Sí, Cosme Vila había reservado algo especial para mosén Francisco, que representaba a la Iglesia, y para Laura, que representaba a la Burguesía.

Ambos prisioneros fueron misteriosamente conducidos a una celda trasera del edificio, en la que, al parecer, se efectuaban obras. Les habían atado las manos a la espalda. «¿Preferís morir de frío o de calor?», les preguntó Gorki. Mosén Francisco contestó: «Como ustedes quieran».

Ni Laura ni el vicario tenían la menor idea de cuáles podían ser los planes de Gorki, todavía alcalde de la ciudad. La celda en cuestión era espaciosa. Al fondo, una pila de ladrillos que llegaba casi al techo. Más cerca, en el suelo, varios milicianos revolvían con palas una masa de cal, arena y agua.

Llamaron la atención de mosén Francisco dos huecos abiertos en uno de los muros laterales, dos boquetes, como nichos, pero más altos. En cada uno de ellos cabía perfectamente un hombre de pie.

—¿Preferís los ojos vendados?

Laura estalló en un sollozo, pero mosén Francisco contestó en su nombre:

—Lo mismo da.

Ordenaron a mosén Francisco que se colocara en una de las hornacinas y Laura tuvo una crisis desesperada. Inmediatamente después obligaron a Laura a que ocupara la otra hornacina. Ambos detenidos, pronto inmóviles en sus puestos, dieron la impresión de momias o de imágenes en un altar. Los dos boquetes eran simétricos, por lo que los milicianos, utilizando ladrillo y argamasa, empezaron a levantar a ritmo idéntico los tabiques que habían de emparedar al vicario y a la esposa de «La Voz de Alerta».

Mosén Francisco, por un segundo, perdió el conocimiento, pero logró sobreponerse. Y le dijo a su compañera:

—Laura, escúcheme. Le da tiempo a confesarse…

Laura estalló en otro desgarrador sollozo.

—¡Dios mío…! —Laura estiraba el cuello, pero no podía hablar.

—La oigo bien. Esto acabará pronto…

—¡Callarse! —gritó uno de los milicianos, vertiendo argamasa en el hueco ocupado por mosén Francisco, con lo que los pies del sacerdote quedaron aprisionados.

—¡Dios mío…! —murmuraba Laura—. Me arrepiento de…

—Es suficiente. Voy a darle la absolución.

El vicario tenía las manos atadas a la espalda, por lo que absolvió a Laura al tiempo que movía la cabeza de arriba abajo y luego de izquierda a derecha.

—Ya está.

A medida que los tabiques subían, los golpes de los albañiles sonaban más opacos. Cuando mosén Francisco y Laura estuvieron emparedados hasta la cintura, los milicianos dejaron de echar argamasa dentro. Entonces el vicario se acordó del señor obispo y se sintió fortalecido.

—No se acobarde. Rece conmigo: «Y subiré al altar de Dios, del Dios que es mi gozo y mi alegría».

—¡Callarse!

—Subiré al altar…

—… de Dios…

—… de Dios, del Dios que es mi gozo y mi alegría.

Gorki resistía impávido en la puerta. Los cadáveres de los fusilados, entre ellos el del Rubio, seguían en la estancia contigua.

—«… Conturbado estoy y no puedo hablar…»

—«… Conturbada estoy y no puedo hablar…»

—«Tuyo es el día y tuya es la noche…»

—¡Callarse!

Los ladrillos alcanzaban la barbilla y la boca, por lo que las voces salían tenues por el hueco de arriba, que parecía un buzón. Gorki empezó a sufrir. De pronto, no pudo resistir la visión de la Iglesia y de la Burguesía ahogadas por el pueblo.

—«Tuyo es el día y tuya es la noche…»

—Amén.

—Amén.

Los dos tabiques cerraron y dentro mosén Francisco, a la intención de Gorki y de los milicianos, trazó con la cabeza el signo de la cruz.

Listo el trabajo, los milicianos salieron. Gorki los esperaba fuera, ya acomodado en el coche del Partido, que había regresado de San Feliu de Guixols, de acompañar a Cosme Vila. Crespo seguía al volante. Los milicianos subieron y Crespo preguntó:

—¿A la frontera?

Gorki contestó:

—Sí, pero no por Figueras. Primero pasaremos por el Collell.

Capítulo L

Los Alvear hubieran querido marcharse a la comarca de Olot, en compañía de Jaime, el poeta de Telégrafos, cuya familia tenía allí una propiedad, pero a última hora decidieron no moverse de Gerona. Lo decidieron pensando en Ignacio, pero también en Mateo y en Marta. Carmen Elgazu daba por descontado que los tres llegarían con las tropas que, según noticias, habían ya alcanzado Caldas de Malavella, el pueblo de las aguas termales. «Si encontraran el piso cerrado, se llevarían un gran susto.» «Sería una decepción demasiado grande.» Pilar se unió a esta consideración, de modo que el asunto quedó zanjado.

El día cuatro de febrero amaneció incierto, tal vez por las jadeantes ráfagas que se trasladaban de una persona a otra. La llegado de los «nacionales» era cuestión de horas. El pensamiento de que Ignacio volvería, de que pronto podrían abrazarlo en aquel comedor, apenas si cabía en la casa. «¿Estará bien? ¿Tú crees que estará bien, Matías?» — «¿Por qué no ha de estarlo? Un poco más moreno, supongo…» — «¡Por Dios, que no le haya ocurrido nada malo!» Pilar, sin saber por qué, tenía la certeza de que Ignacio llegaría sano y salvo; en cambio Mateo… Temía que el entusiasmo de éste lo hubiera llevado a cometer alguna tontería. «¡Señor, que llegue sano y salvo! ¡Os prometo…!» Eloy se le acercaba y le daba un beso.

—Eloy, ¿cuántas Salves has rezado para que no les haya ocurrido nada malo?

—¿Desde cuándo?

—Desde ayer.

—Desde ayer…, cinco.

—Son pocas. ¡Hala, a rezar!

Cerraron la casa a cal y canto, quedándose con sólo la radio conectada sin parar y con el dominó y la baraja para ir pasando las horas. El regordete brazo del Niño Jesús seguía en el cuarto de Pilar, desde donde les llegaba el tenue resplandor de la mariposa encendida. Matías estaba sereno, más que las mujeres. La visita de José le había hecho un gran bien. «¿Antes de marchar podría hacer algo útil por Gerona?»

Hilos invisibles iban comunicando sin cesar las novedades. Al parecer, los presos del Seminario se habían salvado y se encontraban ya en sus respectivos domicilios. Los milicianos huyeron y entonces los funcionarios de Prisiones, varios de los cuales habían tenido ya anteriormente una conducta casi heroica, abrieron sin más las puertas y les dijeron: «Fuera y buena suerte». También se habían salvado, según rumores, los detenidos en la checa anarquista, gracias a que los centinelas se dejaron sobornar. En cambio, se temía que en la checa comunista hubiera ocurrido algo grave. Pilar se preguntaba: «¿Qué habrá sido de Laura?» Carmen Elgazu albergaba la certeza de que tanto Laura como mosén Francisco habrían sido, a última hora, asesinados.

La impresión era que, fuera Gorki, «que había tomado la carretera de Bañolas», ya no quedaba ningún «rojo» en la ciudad. Tal vez, en su casa, el doctor Rosselló. El doctor había salvado la vida de sus dos hijas y ahora éstas lo salvarían a O. También se dijo que, gracias a la Andaluza, se salvó el puente de hierro, el ferroviario. AI parecer, la patrona se dio cuenta de que unos milicianos andaban colocando en los pilares cargas explosivas y mandó a unos soldados a que en el momento oportuno cortasen el cable. Los soldados, que habían pernoctado en casa de la Andaluza, la obedecieron y el puente fue salvado.

La emisoras de radio daban también noticias sin cesar. La de Gerona, sólo himnos, los himnos de siempre, sobre todo La Internacional, que siempre y a pesar suyo impresionaba a Matías. Otras emisoras resultaban menos monótonas. «El Gobierno de la República se ha reunido en Figueras y ha tomado importantes acuerdos.» «Es cierto que el presidente Negrín se ha trasladado en avión a Valencia para dirigir allí la lucha en Levante y el Centro.» «No es cierto que Valencia y Madrid hayan propuesto al enemigo la firma de un armisticio.»

Cuando se cansaban de jugar a las cartas, los Alvear se miraban suspirando. A menudo, Matías daba por el piso uno de sus característicos paseos, durante los cuales o bien iba rozando con la punta del zapato el zócalo del pasillo, o bien apostaba consigo mismo a que no pisaría las junturas del mosaico. A veces, al llegar delante del perchero dedicaba a su sombrero un guiño amistoso y no era raro que, de repente, se parase, aplicase la espalda a la pared, adaptase a ella los omóplatos y de este modo mantuviera la cabeza inmóvil y erguida. En una ocasión prolongó su viaje hasta la alcoba, donde intentó alcanzar, de un salto, con la punta de los dedos, la lámpara que colgaba del techo. Cuando se cansaba de estos juegos exclamaba, bajando progresivamente el tono: «¡Bueno, bueno, bueno…!» Entonces Carmen Elgazu, sin mirarlo, decía: «¿Es que hay pinchos en tu silla?» Matías, al oír a su mujer, se le acercaba y le pellizcaba una oreja. «Está bien, me sentaré. Pilar, tráeme la labor de punto que tengo empezada.»

A las siete de la mañana, pasó alguien por las calles afirmando que las tropas avanzaban desde Barcelona sin apenas disparar un tiro, que estaban a punto de entrar, que varios carros de combate habían llegado al cruce de la carretera con el ferrocarril y que habían retrocedido, sin duda para informar al mando de que la ruta estaba libre. «¡Desde las azoteas se ven las banderas!» Fue el grito de guerra; o de paz… Centenares de gerundenses subieron a las azoteas, lamentando carecer de los prismáticos que les fueron requisados al marcharse al frente de Aragón la columna de la FAI. Efectivamente, se veían las banderas, pero sólo en las alturas que dominaban la ciudad. Fieles a las leyes de la guerra, las fuerzas que mandaba el general Solchaga habían ocupado Montilivi, donde Ignacio soñó; las Pedreras, donde los antiaéreos estaban intactos, y se dirigían a ocupar las ruinas de Montjuich, desde donde todavía disparaba un cañón.

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