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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (109 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Eran las ocho de la mañana del día cuatro de febrero de 1939. «Tercer Año Triunfal», rezaban los membretes oficiales y las car tas de las madrinas y de los ahijados. El silencio en las calles era absoluto; sin embargo, nadie se atrevía a salir, pues Radio Salamanca había advertido de la habitual estratagema «roja» que consistía en simular la entrada de los «nacionales», para detener, sin apelación posible, a los incautos que hubiesen exteriorizado su alegría. Con todo, el titubeo duró escasamente una hora. A las nueve, carros blindados, ¡italianos!, irrumpieron en la ciudad, ya sin retroceder, seguidos por pelotones de camisas negras, cuyo aspecto era inconfundible. Detrás de ellos aparecieron los moros y, en seguida, viéronse descender de las colinas legionarios con banderas, falangistas, soldados, cuyos oficiales se situaban inmediatamente en las esquinas, mientras varios tanques recorrían majestuosamente la ciudad y una escuadrilla de aviones dejaba caer octavillas anunciando la «liberación» y suplicando a los gerundenses que colaborasen con las nuevas autoridades.

En un santiamén, las casas se vaciaron y, lo mismo que en Barcelona, los ocupantes se vieron asaltados por una multitud que los estrujaba. La plaza de la Estación quedó obturada y a no tardar lo fue la calle del Progreso. La presencia de los italianos provocó un momento de desconcierto; pero Salvatore y los suyos estaban habituados a ello y acertaron con los gestos y las palabras precisas. ¿Quién dijo que la sonrisa de los moros era siniestra? ¿Quién dijo que el
Oriamendi
era un himno populachero y vulgar? Pronto apareció la bandera bicolor ¡en el campanario de la catedral! ¿Quién había sido el arriesgado? «¡Españoles! ¡Españoles!» La suciedad de Gerona sobrepasaba toda medida, primero a causa de los cuatrocientos mil fugitivos y luego porque a última hora varios milicianos habían vertido por las calles una increíble cantidad de víveres, sobre todo aceite y café, guardados en los almacenes de Abastos. ¡Víveres, con el hambre que se pasó! El aceite y el café formaban manchas viscosas que constituían una auténtica dificultad para que los excitados transeúntes mantuviesen el equilibrio.

La familia Alvear salió al balcón. Carmen Elgazu y Pilar habían confeccionado a escondidas una bandera bicolor, que causó la estupefacción de Matías. Este había ordenado que nadie bajase a la calle; no obstante, en cuanto apareció en la Rambla un pelotón de camisas azules, con acompañamiento de Banda Militar, no hubo quien contuviera a las dos mujeres. «¡Falangistas!» Carmen Elgazu y Pilar tuvieron la misma idea. ¡Seguro que Ignacio y Mateo estaban allí! «¡Oh, Dios mío, Dios mío!» Carmen Elgazu bajó la escalera componiéndose el moño, Pilar tecleando en las mejillas para coloreárselas. Sin embargo, en la calle era difícil abrirse paso. Un oficial italiano besó la frente de Pilar al tiempo que depositaba un pan en la mano de la chica. ¡Un moro bajito y viejo hizo lo propio con Carmen Elgazu! Matías, que seguía en el balcón, le dijo al pequeño Eloy: «Mira por dónde…»

¡Ah, la corazonada de las dos mujeres no fue baldía! Por de pronto, Mateo apareció… Pilar lo reconoció en el acto, al mando del pelotón, y el grito de la muchacha rodó por las copas de los árboles. Pilar echó a correr a su encuentro, dándose cuenta en seguida de que Mateo llevaba una estrella en el pecho.

Pilar se lanzó en brazos de Mateo sollozando y éste, extrañado por pasar tan rápidamente de la guerra al amor de Pilar, sollozó también. Fue algo inesperado y sin duda hondo. Mateo sintió que aquella criatura le pertenecía, que en ella había algo íntegro de tenacidad y fidelidad, que fundía en la nada todas las comparaciones. «¡Pilar…! ¡Mi querida Pilar!»

Carmen Elgazu, ¡cómo no!, consiguió llegar también hasta el muchacho.

—¡Abrázame, hijo! ¡Así! ¡Más fuerte!

—¡Carmen!

—¡Veo que te acuerdas!

—¡Cómo no!

Mateo se anticipó a la pregunta de las dos mujeres.

—¡Tranquilizaos por Ignacio! Está bien…

Carmen Elgazu se echó un momento para atrás.

—¿No ha venido contigo?

—¡No, pero está bien!

—¡Bendito sea Dios! ¡Oh, Dios mío!

La noticia era gloriosa. Ignacio se encontraba sano y salvo. Matías no tardó ni un minuto siquiera en enterarse, pues, al reconocer a Mateo, había bajado también de dos en dos los peldaños de la escalera y Carmen Elgazu le gritó: «¡Ignacio está bien!»

Matías abrazó igualmente al recién llegado.

—¿Y tu padre? —le preguntó, con emocionada ansiedad.

—¡Lo encontré! En Barcelona.

—¡Bendito sea Dios! —repitió Carmen Elgazu.

—¡Bienvenido, Mateo! —repetía Matías.

—¿Y Marta? —preguntó Pilar.

—No tardará en llegar, en llegar aquí, a la Rambla. Viene con Auxilio Social.

—¡Hurra!

Mateo, que a través de su asistente, Morrotopo, había ordenado a sus falangistas que siguieran adelante, miró a los tres seres que lo rodeaban y luego miró a la Rambla.

—Es hermoso encontrarse aquí… ¡Increíble!

Pilar aproximó el índice a la estrella que Mateo lucía en el pecho y exclamó, irguiendo el busto:

—¡A sus órdenes, mi alférez!

Pasaban más soldados, airosos legionarios y se oía otra Banda de Música. Y de pronto, procedente del puente de Piedra, irrumpió en la Rambla, efectivamente, la hilera de camiones de Auxilio Social. ¡Cierto, Marta apareció en el primero de ellos, el más llamativo, gesticulando con indignación! Y era que María Victoria se estaba mofando de ella. «¿Esta es tu famosa Rambla? ¡Vamos!» Pilar echó a correr al encuentro de Marta. «¡Marta, Marta!» La veía cada vez más cerca y pensó: «¡Qué bien está, qué bien le sienta el uniforme!»

—¡Martaaaa…!

—¡Pilar!

—¡Arriba España!

—¡Arriba! ¡Pilar, sube, sube!

—¡Sí, sí! ¡Martaaaa…!

Pilar, empujada por no sé quién, consiguió subir al camión y las dos chicas se abrazaron, mientras a su alrededor centenares de manos gerundenses imploraban pan, botes de leche, chocolate.

—¿Y tus padres?

—¡Bien…! ¡Están bien! Están allí.

Marta miró Rambla abajo.

—¿Y tú…?

—¡Bien!

Las manos seguían implorando.

—Ya lo ves, Pilar. ¡Ayúdanos…! Esa gente espera.

—¿Yo…?

—¡Sí! Dales lo que quieras.

—¡Oh, qué bien!

Marta advirtió que Matías y Carmen Elgazu se les acercaban y ordenó al conductor del camión que bajara lo más posible a su encuentro.

—¡Arriba España!

—¡Arriba!

—¡Viva Franco!

—¡Viva!

Poco después, ¡Carmen Elgazu se encontraba también en lo alto del camión, besuqueando a Marta! Y luego, a imitación de Pilar, se disponía asimismo a regalar vida, paquetes, a los gerundenses, algunos de los cuales, al reconocerla, la llamaban por su nombre.

—¡A mí, a mí!

—¡En seguida! —contestó Carmen Elgazu. Sin embargo, incluso en ese trance, su corazón eligió. ¡Matías debía ser el primer beneficiario!

—¡Matías, toma, servicio a domicilio! —Y le echó un bote de leche.

Matías, aturdido, lo pescó al vuelo.

—¡Tome usted! —gritaron, a su vez, Marta y Pilar.

Matías no sabía qué hacer con tanto paquete como le caía encima. Por fortuna, otras manos gerundenses recogían del suelo lo que a él le sobraba, mientras Mateo contemplaba feliz la escena y María Victoria le chillaba al barbero Raimundo: «Pero ¿es que tiene usted quince hijos?»

De pronto, Matías, que no perdía la serenidad, se acordó del pequeño Eloy, que continuaba solo en el balcón. Se volvió hacia él.

—¡Eloy…! ¡Para ti!

* * *

Todos los gerundenses que se encontraban en la España «nacional» hubiera querido entrar simultáneamente con las tropas, pero muchos de ellos se veían obligados a esperar. Jorge, el piloto, no obtendría permiso para aterrizar, ni el río Oñar era navegable para que Sebastián Estrada, marino en el
Canarias
, pudiera llegar con el crucero al puente de Piedra. Los comerciantes de la provincia evadidos, que habían montado negocios en Burgos, en Sevilla o donde fuera, en su mayor parte habían salido disparados; pero a las puertas de Barcelona los controles les decían: «Señores, por favor, un poco de paciencia. Todavía no se puede pasar». Tampoco Alfonso Estrada tuvo suerte, pues el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat fue trasladado a Extremadura, a los frentes del Sur, donde al parecer los «rojos» iban a desencadenar una ofensiva.

Sin embargo, no faltaron los privilegiados de la fortuna: mosén Alberto, «La Voz de Alerta», los capitanes Arias y Sandoval, Miguel Rosselló…

Miguel Rosselló, adscrito al Parque Móvil, entró en Gerona al volante de un camión a cuyo paso temblaba la ciudad. El muchacho, confiando en la indulgencia de su sargento, tomó con el vehículo la dirección de su casa, paróse delante y subió la escalera como si desde arriba lo succionaran. Estaba convencido de que en el piso no habría nadie. ¡Poco olfato el suyo! No sólo estaban allí sus hermanas, salidas de la cárcel la víspera, sino su padre, el doctor Rosselló… Su padre, de pie, en el comedor, con algo inexplicablemente noble en su porte.

—Nos salvó a nosotras y no ha querido huir…

—Te esperaba a ti, hijo. Quería verte.

Miguel Rosselló tiró el gorro al suelo y se echó en brazos de aquel hombre cuyas manos habían salvado tantas vidas.

—Perdóname…

—Perdóname tú, Miguel…

—¡Quédate, quédate!

—No sé si podré.

—Nadie te tocará un pelo. Lo juro.

—No jures, Miguel. La guerra…

José Luis Martínez de Soria entró poco después. Buscó a Marta ¡y a su novia María Victoria! y las encontró en su puesto, en los camiones de Auxilio Social que habían dejado ya atrás la Rambla y se aproximaban a la calle de la Barca. Pero apenas si el joven juez pudo intercambiar unas palabras con las dos muchachas, agobiadas éstas por el Servicio. Unicamente Marta le dijo: «Sube a casa, a ver. Yo no he podido ir». Y María Victoria, después de rodear al chico con su cariño, le advirtió: «Por favor, José Luis. En los interrogatorios no te limites a afirmar
usted ha hecho esto
. Pregunta,
¿por qué hizo usted esto?
»

José Luis se despidió de mal humor, convencido de que mosén Alberto había aleccionado a la muchacha. Subió un momento al piso de sus padres, pero no quedaba en él nada que les hubiera pertenecido. Volvió a bajar, y olvidándose de María Victoria, empezó la recopilación de datos que Auditoría de Guerra le había encomendado.

Núñez Maza, que pasaba con su coche, se ofreció para acompañarlo. Se dirigieron a la calle del Pavo, a la sede de la Logia Ovidio. ¡Nada! Las columnas Joakin y Boaz; restos del cordón que rodeaba la estancia de los Trabajos. Se dirigieron al Gimnasio de la FAI: escombros y basura. De las anillas colgaba un monigote que decía: «El Fascismo». En el local de Izquierda Republicana había billares y un conserje que apenas si estaba enterado de lo que ocurría en la ciudad. De hecho, sólo encontraron algo de interés en el piso de Julio García. Por de pronto, Milagros, la sirvienta, la ex miliciana del frente de Aragón, se negaba a dejarlos entrar.

—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó, con voz de trueno—. ¿Qué buscan aquí?

José Luis Martínez de Soria se encogió de hombros.

—No temas, somos amigos de don Julio.

Milagros echaba chispas.

—El señorito está en Perpignan y me dijo que el piso era mío y que no me dejase amedrentar.

—Sólo echar un vistazo, ¿eh, muchacha? Sólo un vistazo.

Núñez Maza vio el mueble bar y lo abrió: «¡A tu salud, camarada!» José Luis se dirigió al despacho de Julio. Este se había llevado el fichero de suicidas. No obstante, abandonó una carpeta que decía: «Suicidas probables». José Luis y Núñez Maza revisaron las cartulinas, sin captar la intención de cada una de ellas, pues varios de los nombres mencionados les eran desconocidos. El primer suicida probable era Cosme Vila y la ficha decía: «Se pegará un tiro poco después de su llegada a Moscú». La segunda profecía de suicidio se refería a David y Olga. «Se ahorcarán cuando se den cuenta de que ser ateo y sentimental es mal negocio.» La tercera profecía correspondía a «La Voz de Alerta»: «Se pegará un tiro cuando sepa que Laura ha sido emparedada». Luego venían las fichas de las hijas del Responsable, las de Santi y el Cojo. ¡Luego, la de Mateo Santos! Ambos falangistas prestaron singular atención: «Se suicidará cuando se dé cuenta de que la Falange era exclusivamente José Antonio». La última sentencia se refería a mosén Alberto: «Mosén Alberto, el pobre, anda suicidándose cada día un poco, como yo».

Los dos falangistas rindieron honores a Julio García y acto seguido José Luis Martínez de Soria le dijo a su camarada:

—He de confesarte algo. Subí a este piso como defensor… No puedo olvidar, no olvidaré nunca que el propietario de esta carpeta salvó a mi madre y a Marta.

Núñez Maza asintió, e inesperadamente agregó:

—Hay algo más. Tengo entendido que fue él quien, en Barcelona, sacó de la checa de Vallmajor al padre de Mateo.

Por el momento dieron por terminado su itinerario, pues Núñez Maza, que había tomado posesión de la Radio, quería hacer lo propio con los dos periódicos de la ciudad.

Don Anselmo Ichaso llegó a Gerona con su hijo Javier y con «La Voz de Alerta», pero, por discreción, los Ichaso dejaron al dentista solo y se dirigieron al Gobierno Civil. «La Voz de Alerta», que durante dos años y medio había soñado con aquel momento, que imaginó triunfal, se limitó a preguntar: «¿Dónde está la checa comunista?» En el momento se le unió el profesor Civil, quien habiéndose lanzado a la calle dispuesto a ser útil, reconoció en seguida al ex director de
El Tradicionalista
.

La llegada de «La Voz de Alerta» a la checa coincidió con la evacuación de los cadáveres encontrados en ella, que iban a ser llevados en camión al cementerio, para su identificación. «La Voz de Alerta», aterrado, preguntó si Laura, su mujer, figuraba entre las víctimas. Se hizo un silencio y dos soldados contestaron, evasivamente: «No sabemos, no sabemos». «La Voz de Alerta» ordenó descubrir los cadáveres. ¡Laura no estaba allí! Pero sí los suegros de los Costa… «La Voz de Alerta» suspiró. ¿Era posible que nadie supiera…? El profesor Civil le dijo: «Lo más probable es que se la llevaran. Han arrastrado a mucha gente». — «¿Llevársela? ¿Adónde?» — «Camino de Francia…» Ello significaba que la matarían antes de llegar a la frontera. Pronto corrió la voz de que, en el Collell, Gorki y su pandilla habían fusilado a unos cuantos detenidos que iban siendo arrastrados desde Barcelona, entre los que figuraban el obispo Polanco, de Teruel, y el coronel Rey d'Harcourt, que defendió esta ciudad y que se rindió a raíz de la gran nevada.

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