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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (84 page)

BOOK: Un millón de muertos
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—Lisboa.

—Lisboa.

—Acabo de llegar.

—Siéntate a mi derecha.

Difícil no hizo el menos aspaviento, no teatralizó el caso. El bar estaba casi desierto. Apenas si había mirado a Rosselló; o miró al muchacho sin que éste se diera cuenta.

—Supongo que te han dado algo para mí…

—Desde luego. Un paquete. Un fajo de billetes…

La pelota de ping-pong se detuvo.

—A ver. ¡No está mal! —Difícil volvió la cabeza y enfrentándose con el falangista sonrió por primera vez—. Me resultas simpático. Mayer! Un café doble, espeso, para el camarada Castillo.

Miguel Rosselló se sentía cohibido por las cosas que el coronel Maroto le había contado de Difícil. «Es gallego. Cada palabra suya encierra doble o triple significado. Cuando en Madrid se sospecha de él y le siguen los pasos, “se carga un cura” y ello le proporciona un respiro de unas cuantas semanas.» Difícil pareció leer en el pensamiento del bisoño Rosselló.

—Nuevo en la plaza, ¿eh? Desembucha, no te voy a comer.

La entrevista fue larga y substanciosa. Urgían los nombres de los agentes «rojos» que hubieran revelado los planes de ataque de Santander y Asturias, y Difícil dijo: «Los tendréis antes de una semana; pero advierte al jefe que esta información será cara». Rosselló le habló del poético sistema Morse que su mente joven había imaginado, y Difícil, al término de una expresión de viva perplejidad, felicitó al muchacho. «¡De veras que esto está bien! ¡De veras, muchacho!» Se trataba de utilizar los rayos del sol poniente rebotando en los cristales del Palacio Real o de otro edificio alto, para ocultar y descubrir dichos cristales a un ritmo convenido, ritmo sobre el que ambos agentes se pusieron de acuerdo allí mismo, en el acto. «La solución viene de perlas —comentó Difícil—, pues está prohibido encender luces y los condenados Centinelas las ven por todas partes.»

Rosselló estaba impaciente.

—Bien —dijo—. ¿Qué novedades hay?

—Varias —contestó Difícil—. Presta atención, que no pienso repetirlas. Ayer salieron de Madrid, rumbo a Valencia,
Los Caprichos
, de Goya. Alguien hay en tu zona que parece más aficionado a la pintura que a ganar la guerra. Y hoy salen para Moscú dos funcionarios del Banco de España con la misión de proceder al recuento oficial del oro enviado a Rusia.

Rosselló se concentró, hizo como si masticara las noticias.


Los Caprichos
, de Goya, a Valencia; dos funcionarios del Banco de España, a Moscú.

—Eso es.

—¿Qué más?

—Escucha bien. La flota roja está concentrada en Cartagena. Pero no pienso decirte de palabra el porqué: utilizaré mi sistema particular.

—¿Cuál es?

—Te escribiré la información sobre la piel.

—¿Cómo?

—Es lo más práctico. Las tintas simpáticas han pasado de moda. Todo el mundo conoce los reactivos. Sobre la piel, y en el sitio que yo elegiré, irás seguro.

Rosselló parpadeó.

—¿Qué sitio?

—Las axilas.

Rosselló no sabía si Difícil bromeaba o no.

—Acuérdate de otra cosa. Voy a conectar con la emisora de Madrid que da el parte meteorológico. A ver si a través de éste puedo deciros algo. —Marcó una pausa—. En todo caso, utilizarla la clave Z.

—Clave Z. Me acordaré.

Entró alguien en el bar y Difícil se levantó.

—Anda, pasemos al reservado, que te escribiré en la axila izquierda la cartita de amor.

Mayer les franqueó la entrada a un desván situado detrás del lavabo, donde, provisto de un botellín y de un pincel, Difícil puso en práctica lo anunciado. Rosselló se tendió en un camastro, se levantó la camisa y Difícil lo cosquilleó a placer entre el vello do la axila.

—La chipén —exclamó al terminar.

Poco después, ambos agentes se separaron. El muchacho profirió esperar al anochecer para regresar a la zona «nacional». Deambuló por la ciudad —nueva tentación de ir al Ritz—, se instaló en el Retiro, donde varios grupos de hombres hacían la instrucción, y llegada la hora compró un periódico de la tarde y con él debajo del brazo se acercó a las trincheras dispuesto a desandar lo andado por la mañana en compañía de Correo. El periódico desmentía la noticia de la enfermedad de Franco, al que unas veces llamaban
Von Franko
y otras veces «Dinosaurio del siglo XX».

Llegó sin novedad a la España «nacional». El coronel Maroto procedió al instante a frotarle con un líquido rosado la axila, para leer la «cartita de amor». No le dijo al muchacho de qué so trataba, pero sonrió satisfecho y exclamó:

—¡Condenado Difícil! Vale lo que pesa.

Rosselló le comunicó al coronel lo de Goya, lo del recuento del oro en Moscú y el proyecto de conectar con la emisora de Madrid que daba a diario el parte meteorológico.

—¿No sería factible —insinuó el muchacho— utilizar también las esquelas mortuorias de algún periódico, por ejemplo, del
ABC
? Supongo que nadie sospecharía…

El coronel Maroto reflexionó.

—Tal vez sea una buena idea. Se lo sugeriremos a Difícil.

El segundo viaje de Miguel Rosselló, y el tercero y el cuarto, pusieron al muchacho en contacto con miembros de la Quinta Columna de Madrid, la mayoría de ellos muy jóvenes.

Dichas entrevistas no tuvieron nada en común con la celebrada en el bar de Mayer. Difícil cobraba «fajos de billetes» para arriesgarse, en tanto que los miembros de la Quinta Columna trabajaban desinteresadamente.

En cada uno de los viajes le citaron en un domicilio distinto; era la norma. La presencia de Rosselló en aquellas reuniones do chicos y chicas, entre los que abundaban las parejas de novios, era espectacular. Ver de carne y hueso a un «llegado de la España “nacional”», estrechar su mano, poder preguntarle mil cosas con cretas, era para los agentes clandestinos madrileños algo muy parecido a un milagro, por lo que trataban a Miguel Rosselló como un general o como a un pequeño dios.

Rosselló se abstenía de preguntar nombres y apellidos. Todo ocurría en un plano etéreo, que contrastaba con la precisión que exigía el coronel Maroto. Rosselló se dio cuenta en seguida de que la mayor parte de aquellos muchachos, confirmando la tesis «La Voz de Alerta», exageraban de buena fe. Veían datos importantes en cada esquina, elaboraban absurdos y suicidas proyectos y anhelaban de tal modo que las escuadrillas de García Morato hundiesen acorazados «rojos», polvorines y cuarteles, que en una sola manzana eran capaces de situar hasta quince objetivos militares.

No obstante, su patriotismo era ejemplar y Miguel Rosselló no día menos de imaginar a sus hermanas y a Laura comportándose en Gerona de idéntica suerte. En aquellas células no existía herencia alguna entre falangistas, monárquicos o Acción Popular. La unificación era en ellas un hecho nato, sin necesidad de decretos, creada por el propio enemigo.

Rosselló registró en seguida las palabras que obsesionaban a sus nuevos amigos. Las palabras
hambre
y
bombardeos
los alegraban, porque socavaban la moral de Madrid. La palabra
checa
cortaba la respiración, pues quien más quien menos tenía parientes o amigos en la de Fomento, en la de Bellas Artes; y el SIM, dado por Prieto, les daba tanto miedo como la GPU. La palabra
Embajada
era arma de dos filos. Referida a los Estados Unidos, los irritaba, pues ésta, en nombre dé la neutralidad, no admitía refugiados; en cambio, referida a la de Chile, les conmovía por la labor humanitaria de su embajador, que coincidía con la de otros diplomáticos extranjeros, siempre dispuestos a ayudarlos desinteresadamente. También los inquietaba la palabra paqueo. Varias veces habían organizado paqueos desde las azoteas el resultado —las represalias— había sido calamitoso. La palabra
pastores
iluminaba su rostro, porque varios de ellos, de Cuenca, enlazaban periódicamente con la zona «nacional», a través de los Montes Universales; en cambio, detestaban la palabra
gitanos
, pues en dos ocasiones quisieron también echar mano de ellos pira el envío de mensajes y los muy brutos, por odio a los guardias civiles, los habían traicionado.

La labor de Miguel Rosselló consistió más que otra cosa en serenar el ánimo de aquellos aprendices de espía. Su papel de consejero, de patriarca, ruborizaba al muchacho. En uno de los viajes obsequió a las chicas con barras para los labios, que en la zona «roja» escaseaban, e inevitablemente se llevó para su zona, con destino a los legionarios, librillos de papel de fumar. «Cuidado con las emisoras clandestinas, fácilmente interferibles.» «No perdáis el contacto con Marisol, de Valencia, que es agente muy activo.» Rosselló se enteró de que la Quinta Columna tenía confidentes ¡en todos los hospitales! —el del Ritz era un médico brasileño, Durao de apellido— y, por supuesto, en la Telefónica. Se enteró de la gran labor que llevaba a cabo Auxilio Social y visitó dos laboratorios fotográficos provistos de toda suerte de material, gracias a los cuales se obtuvo la réplica de la cartografía militar del Ministerio de la Guerra.

—¿Cuándo atacaréis a Madrid? ¿Cuándo? Diles que estamos preparados…

Diles…
¿A quién podía decírselo Miguel Rosselló?

El cuarto viaje trajo consecuencias inesperadas. En la calle de Carretas el muchacho vio a Canela, a cincuenta metros de donde él se encontraba. La reconoció sin lugar a dudas y se asustó. Casi echó a correr, preguntándose por qué llevaría la chica el uniforme de enfermera. «¿No estará en el Hotel Ritz?» Este pensamiento lo desasosegó. Dirigióse al bar de Mayer. Difícil procuró calmarlo. «Pensé que eras un veterano. Veo que te confundí.»

Miguel Rosselló regresó a la España «nacional» llevando en la axila otro mensaje. En el trayecto, por dos veces tuvo que tirarse al suelo. Proyectiles artilleros zumbaban sobre su cabeza, como si lo persiguieran a él expresamente.

Y en cuanto se presentó al coronel Maroto, éste le hizo entrega de una carta que acababa de llegar a su nombre, desde San Sebastián. El remitente era «La Voz de Alerta», quien comunicaba al muchacho una triste noticia: sus dos hermanas habían sido detenidas en Gerona, acusadas de espionaje, por el Tribunal Especial que funcionaba al efecto. «La Voz de Alerta» añadía: «Puedes suponer que Laura hará lo imposible para salvarlas, pero…»

Miguel Rosselló se sintió anonadado. Recordó a sus hermanas, la alegría interior que siempre las habitó. Decididamente aquél era un día aciago. El coronel Maroto se enteró de lo ocurrido y, sin pérdida de tiempo, le dijo al falangista:

—Si quieres solicitar la baja del Servicio, puedes hacerlo…

Miguel Rosselló miró a su jefe. Por un lado, le agradeció la franqueza; por otro, odió la frialdad con que el coronel utilizaba sus piezas o prescindía de ellas.

—Permítame unas horas para reflexionar.

—Desde luego.

Miguel Rosselló decidió solicitar la baja del SIFNE, previo consentimiento de Mateo, como era de rigor. El coronel Maroto le dio las necesarias facilidades. Sin embargo, quiso que el muchacho, antes de partir, se enterara de hasta qué punto había prestado servicios útiles.

—Por de pronto —le dijo el coronel—, gracias a ti sabemos el porqué de la pasiva concentración de la flota roja en el puerto de Cartagena. Prieto quiere dar la impresión de inercia, casi de retirada, para en un momento determinado lanzarse por sorpresa al encuentro de las unidades de nuestra Marina. También gracias a ti hemos podido localizar a los delatores del plan de ataque a Santander y Asturias: fueron un guarnicionero de Burgos, llamado Venancio, en combinación con un sargento afecto al Estado Mayor, en Salamanca. —El coronel añadió—: Y en cuanto a la importancia de lo que Difícil pintarrajeó la última vez en tu axila, ¿cómo te lo diré? Es algo extraño. Diste en el blanco, como en el curso de una guerra sólo se da una vez.

Miguel Rosselló comentó:

—Me alegra mucho, mi coronel.

El coronel Maroto miró con fijeza al muchacho.

—¿No sientes curiosidad por saber de qué se trata?

—Claro que sí, pero…

El coronel le ofreció un cigarrillo, y una vez encendido el suyo y el del muchacho, tomó un papel de la mesa y se lo dio a éste a leer.

—Fíjate, fíjate si es bonito esto…

Miguel Rosselló tomó el papel y leyó para sí: «Para pasado mañana, día 12 de octubre, festividad de la Virgen del Pilar, el enemigo prepara un ataque aéreo masivo sobre la ciudad de Zaragoza. La mayor concentración conocida en la guerra. Los aviones despegarán de los aeródromos al romper del alba».

—Esto, mi querido amigo —aclaró el coronel—, tal vez te valga una Medalla Militar.

Rosselló volvió a mirar a su jefe. Pensaba en sus hermanas y nada de aquello podía alegrarle.

—Ahora, dime dónde quieres ir destinado.

El muchacho se sonó con un pañuelo azul, idéntico al de Mateo.

—Si no le importa, mi coronel, me gustaría conducir un camión, o un coche blindado. Es decir, pasar al Parque Móvil.

—Cuenta con ello, y mucha suerte.

Miguel Rosselló entregó al coronel el falso carnet, el del miliciano Miguel Castillo, y despojóse con nostalgia de los dos uniformes, el de la División Líster y el del Legionario. Luego se tumbó en su camastro, dispuesto a dormir, sorprendido de las furiosas ganas que de repente le habían invadido de evitar todo peligro, de poner su vida a salvo. «Me gustaría —pensó— dormir hasta pasado mañana, hasta el día 12.»

El día 12 llegó. El coronel Maroto se pasó la jornada entera dando vueltas en torno de la chabola y mirando al cielo. Era un hombre enamorado de la guerra.

El parte nocturno de ese día trajo la escueta noticia: «En las inmediaciones de Zaragoza, las escuadrillas nacionales han derribado, al amanecer, veinticuatro aparatos enemigos».

—¡Hurra! —exclamó el coronel.

Rosselló experimentó una sensación indefinible, mezcla de gozosa voluptuosidad y al mismo tiempo de miedo. ¡Veinticuatro aparatos enemigos!

—¿Cuántos hombres van en cada aparato, mi coronel?

Capítulo XXXVII

José Alvear estaba decidido a acompañar a Ignacio hasta las líneas «nacionales», A no ser por la batalla de Brunete, lo hubiera hecho en seguida, sin tardanza. Y si luego, terminada esta batalla, se retrasó aún una semana fue porque el estado de ánimo del capitán anarquista no era el más a propósito para llevar a cabo una acción en cualquier caso peligrosa. El primo de Ignacio, por segunda vez desde el inicio de la guerra, sintió resquebrajarse su seguridad: la primera fue con ocasión de la entrada de Franco en Toledo y en el Alcázar. Ahora se juntaban el descalabro de Brunete, la muerte de su padre, Santiago Alvear, la cíclica inestabilidad de Canela, que por aquellos días andaba acusándole «de estar más triste que un funeral» y el inicio de la descomposición interna de las Brigadas Internacionales, en las que tanto confió.

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