Tomaron asiento.
—En toda Alemania no hay un hombre como tú. —Y dirigiéndose a su madre—: Ni una madre como tú…
Marta llegaba eufórica. Ignacio la comparó con Paz Alvear. Luego, con Ana María. También a Marta el año y medio de guerra le había conferido dignidad. Pero el nuevo peinado que había elegido, probablemente a causa de la boina, era menos gracioso que el flequillo que llevaba en Gerona. Además, el uniforme de Falange la despersonalizaba un poco. Con todo, era elegante, Marta sería siempre elegante y sus ojos seguían clavándose en las personas como los de un niño solitario.
Ignacio se dio cuenta de que la muchacha llevaba un anillo con la cruz gamada.
—¿Te casas con Goering?
Marta se tocó el anillo como si fuera a quitárselo.
—Fue un regalo en serie. Ya me lo quitaré.
La sirvienta preparó la merienda en el mirador. Llegaban de la calle las notas de una banda de música. «Flechas y Pelayos», pensó Ignacio.
—¡Casi un año sin vernos! Creí que le habías hecho de la FAI.
—De la FAI no, pero me presenté voluntario.
—¿Voluntario?
—Para elegir arma. Estuve en Sanidad, primero en Barcelona y últimamente en Madrid, en el Hospital Pasteur.
—¿Pasteur?
—Sí, un hospital para los internacionales rabiosos.
Marta se rió. Y acto seguido se dispuso a llenar las tazas de café.
—Pero…, dime: ¿cómo conseguiste pasarte?
—Mi primo, ya sabes… José Alvear.
Marta se atiesó con la cafetera en alto peligrosamente inclinada.
—¿Te fiaste de él?
—¿Por qué no? Tú te fiaste de Julio…
—Sí, claro…
Marta también creía que los «rojos» estaban desmoralizados por su derrota en él Norte e Ignacio intentó sacarla del error. La madre de Marta intervino…
—Anda, pregúntale a Marta si le gustan los soldados italianos…
—Mamá ¿por qué eres tan charlatana? —Marta se rió—. Sí, chico, tienes un rival. Se llama Salvatore y es fuerte y fotogénico.
Ignacio encendió un pitillo, recordando que en Burgos no se atrevió a fumar.
—No entiendo una palabra.
—Tengo un ahijado italiano, ¿comprendes? He de mimarlo. ¿Quieres verlo en fotografía? ¡Huy, qué cartas me escribe! Perfumadas. Nunca me escribirás tú nada igual.
—Anillo con la cruz gamada, Salvatore… ¡Me estás resultando fascista!
Marta le enseñó una fotografía de Salvatore e Ignacio se la devolvió en seguida.
—Un asco de hombre.
Marta comentó:
—Eso de que te estoy saliendo fascista… Pues mira, creo que tienes razón. Después de este viaje, soy más italiana que alemana.
—No me digas.
—En serio. Ha ido bien pero ¡qué sé yo! Ya os contaré. Hay cosas que una mujer española… Por ejemplo, al llegar a la casa del Partido quisieron obligarnos a saludar brazo en alto al Hombre Alemán. ¿Y sabéis lo que era el Hombre Alemán? Una estatua gigantesca de un señor completamente desnudo. Nos negamos a ello, claro, y aquél fue el primer toque de alarma.
Ignacio ensayó un mohín de picaresca sorpresa.
—Anda… Cuéntanos más toques de alarma…
Marta estaba contenta.
—Me los callo, para que veas. —Luego añadió—: Pero ¡si es de ti de quien tenemos que hablar! ¿Me quieres?
Ignacio se tragó el humo.
—Para poderte ver he cruzado el frente de Madrid… Apuesto a que tu Salvatore no haría otro tanto.
—¡Tú qué sabes! Para poder verme abandonó patria y familia y se vino a España.
Pese a todo, el encuentro no fue completamente feliz. Por parte de Ignacio se había producido una fisura. Hablaron de la familia de Gerona, especialmente de Pilar. Hablaron de David y Olga, de San Félix y la catedral, de Barcelona, ¡de Ezequiel! «Sigue con sus profecías. Últimamente afirmaba que Negrín acabará haciéndose requeté.» «¿Y mosén Francisco?» «Por allí anda, con la cabeza vendada.» «¡Jesús!» Hablaron de las dos zonas, otra vez de Alemania e incluso de amor y de felicidad. No obstante, en el interior de Ignacio se había producido una fisura, de la que tal vez fueran responsables, por partes iguales, el tiempo de separación y Ana María.
Por otra parte, Ignacio estaba preocupado por su personal reacción en Burgos, en la calle de la Piedra. Notó que, tratándose del enemigo, tenía seco el corazón. Y pensó que debía de ser tan fanático como Marta.
Trató el tema.
—Que tu hermano sea juez, de acuerdo… Pero ¡un hijo de Matías Alvear!
—¿Por qué no, Ignacio? Defendemos la verdad ¿no es así?
—Ahí me duele, que creo saber dónde está la verdad. Me has Contagiado.
—De ningún modo. Quien te ha convencido a ti es Cosme Vila.
Ignacio no replicó. De hecho, era él quien se había empeñado toda la tarde en derivar la conversación hacia la política. A Marta le hubiera bastado con hablar de corazones. La madre de la muchacha observaba a Ignacio e iba pensando: «Está como aturdido. Es muy natural».
Axelrod, el hombre del parche negro y del perro, que fue amigo personal de Trotsky, a gusto hubiera abandonado España y se hubiera trasladado a cualquier otro país menos «tropical». Los españoles lo desconcertaban tanto como a Fanny. En el Hotel Majestic le decía a Goriev, su circunspecto ayudante: «¿Qué opinas de esa gente, por ejemplo del vigilante nocturno de este hotel? Cobra dos perras y se pasa la noche invitando a fumar a los clientes rezagados. ¡Con la escasez que hay de tabaco!» Goriev opinaba que no lo hacía por generosidad, sino para estar satisfecho de sí mismo.
—Camarada Goriev, afinas demasiado… Si continúas así, tendré que despedirte.
Otra razón que inquietaba a Axelrod. En cuanto pisaba Madrid se encontraba bien, despejado; en cambio, en Barcelona, la jaqueca no lo dejaba vivir. La humedad de Barcelona, lo mismo que la de Gerona, le embotaba la cabeza y, a juzgar por las trazas, lo mismo le ocurría a su perro. «¿A ti no te duele la cabeza, Cosme?», le había preguntado repetidas veces al jefe gerundense. Cosme Vila le había contestado: «No tengo tiempo para ello». Dicha neuralgia, que iba en aumento, preocupaba mucho al delegado ruso. No podía olvidar que la enfermedad de Lenin empezó así, con fuertes dolores de cabeza encontrándose en Finlandia, en calidad de fugitivo, el año 1907. Y aquello terminó en parálisis. Muchos rusos le tenían pánico cerval a la parálisis y Axelrod se Contaba entre ellos.
Axelrod despistaba a los que colaboraban con él. Rectilíneo en el cumplimiento de las órdenes, su emotividad era inestable como la de Canela. A menudo, la presencia de las personas le excitaba a quererlas; poco después, cuando dichas personas se habían ausentado, le nacía en el cerebro una perfecta indiferencia.
Cosme Vila vivía sobre ascuas. Le tenía miedo, al igual que el catedrático Morales. Axelrod jugaba con éste como con un ratón. El día 8 de noviembre le dijo, en Gerona: «Lo lamento, pero tendrás que estudiar un poco de alemán y mucha historia de Cuba. Más adelante sabrás por qué». El catedrático Morales se indignó, pero advirtiendo que el perro de Axelrod le lamía los zapatos, se abstuvo de hacer comentarios.
Este viaje otoñal de Axelrod a Gerona obedecía a un motivo concreto, además del de presidir las fiestas del vigésimo aniversario de la revolución rusa, la revolución triunfante de 1917. A raíz de la derrota en el frente Norte, cuya importancia Axelrod no disimuló, traía para Cosme Vila dos consignas. La primera, españolizar la revolución; la segunda, procurar captarse para el Partido a David y Olga y también a Julio García.
Cosme Vila, que lo escuchó con la seriedad de siempre, tuvo una respiración inesperada. Por primera vez le preguntó a Axelrod la razón de tales consignas. Axelrod, simulando no darse cuenta, le dio al jefe gerundense las explicaciones pertinentes. Era preciso operar sobre bases nuevas, dar un viraje. «El desarrollo de la guerra así se lo exige.» La captación de David y Olga y de Julio García obedecía a la necesidad de contrarrestar la política anticomunista iniciada por Indalecio Prieto, ministro de la Guerra, quien se dedicaba a socavar la autoridad de los Comisarios Políticos en el frente. «Prieto no soporta los ascensos por méritos que no sean de guerra, como si guerra y revolución no anduvieran a la par.» En cuanto a «españolizar» dicha revolución, era medida a todas luces aconsejable. La experiencia del año y medio de guerra demostraba que el hombre español, de cualquier Partido, era más patriota que político, que siempre lucharía con más ardor y sobre todo con más constancia por algo ligado a su geografía que por un ideal incubado al margen de ella, en el que España actuara de simple comparsa. En resumen, la doctrina comunista le hería en lo más hondo. «Por lo tanto, a partir de esta fecha, lo que el pueblo defiende es la integridad de España. Lo que en la contienda se ventila es el futuro de España. Se citarán constantemente hombres españoles históricamente célebres que hubiesen demostrado en algún sentido espíritu revolucionario. Se cantará el paisaje de España y a los niños se les hablará de España en la misma proporción que de Rusia.»
Axelrod, en sus primeros viajes a Gerona, antes de regresar a Barcelona solía dar un rodeo para contemplar, desde el interior de su coche negro, de marca francesa, la maravilla de la Dehesa. Pero últimamente su interés había derivado hacia la catedral y los Baños Árabes. Subía a la catedral, de la que los arquitectos Rivas y Massana habían eliminado el Coro, con lo que la más ancha nave gótica de la cristiandad había ganado en perspectiva, admiraba sus proporciones y luego se encaminaba tras el altar mayor, donde se sentaba unos minutos, fumando en la silla episcopal de mármol que allí había. «Hay que ver el frío que pasa el catolicismo», solía comentar. Luego se iba a los Baños Árabes y allí hacía gala de sorprendentes conocimientos: «¿Se sabe en Gerona —preguntó esta vez a Cosme Vila— que en España hay tres monumentos que representan con fiel precisión el ciclo evolutivo del reino musulmán? La Mezquita de Córdoba fue construida con piedra, cuando el reino musulmán estaba en su apogeo y no temía a los cristianos. La Giralda fue construida con ladrillo, cuando los árabes, inseguros, sintieron la necesidad de defenderse. Por último, en plena decadencia, edificaron la Alhambra, con yeso.» Cosme Vila, que nunca había estado en Córdoba, ni en Sevilla, ni en Granada, se preguntaba si Axelrod no ocultaría alguna intención alusiva tras aquellas palabras.
Fuera Axelrod, Cosme Vila permaneció largo rato en su despacho, pensando en la forma de cumplir con las dos consignas que acababa de recibir. El catedrático Morales acudió a su llamada y opinó, sin titubeos.
—Fracasaremos. Ni los maestros ni Julio García ingresarán nunca en el Partido.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Tú también lo estás.
—También suponías que David no aceptaría formar parte del Comité.
—Aquello fue circunstancial y no afectó para nada a su independencia. David y Olga quieren tener criterio propio y además poder rectificar.
Cosme Vila acarició con la mano un perro invisible.
—¿Y Julio García? ¿Por qué no aceptará Julio?
—¡Ah, nadie sino tú tiene la culpa! No te perdona que regalaras el colchón. Julio opina que todos los comunistas no nacidos en Rusia acabaremos así, durmiendo sin colchón.
El catedrático Morales acertó. Cosme Vila imaginó tentar a los maestros nada menos que con un viaje por Europa repartiendo niños refugiados. «En Francia, en Bélgica, en Inglaterra.»
—¿Por qué nosotros? Tienes a Morales, tienes a Gorki…
—¡Qué sé yo! Supuse que os gustaría colaborar.
—¿Colaborar con quién?
—Con el Partido Comunista.
—Ya lo hacemos —replicó David—. Desde que la guerra estalló colaboramos.
Cosme Vila los miró.
—Se me había ocurrido que podríais colaborar mucho más. Comprended mi punto de vista. Las cosas avanzan, , el mundo avanza y hay programas que se están quedando demasiado estrechos. Se necesita una idea grande, que lo abarque todo y que de a cada revolucionario la oportunidad de demostrar su valía y de llegar al puesto que se merece.
Hubo un silencio.
—Entendido —intervino Olga—. El Partido Comunista nos daría esta oportunidad. En la UGT seremos siempre simples maestros, inspectores tal vez; y en cambio a tu lado, con la ayuda de Axelrod, podríamos aspirar a comisarios e incluso a ministros.
—Yo no he dicho eso.
David habló, visiblemente molesto.
—Pierdes el tiempo, te lo aseguro. Preferimos la propia iniciativa. Dentro de un sistema, pero con iniciativa propia. En tu mesa no eres nadie… Ahora nos propones esto porque te lo habrán ordenado así. Y mañana nos fusilarías si te lo ordenasen. Mi opinión es que dentro del comunismo no hay ministros: hay un Papa y el resto sois todos monaguillos.
Cosme Vila meditaba. Sin saber por qué, pensó en su hijo y en su suegro el guardabarreras.
—Es una pena que adoptéis esa actitud. La guerra se nos pone difícil porque los partidos no comunistas no han escuchado nuestros consejos. No se gana una guerra sin disciplina. Iniciativa propia en una guerra significa desastre y sálvese quien pueda.
Cosme Vila se levantó y miró a Olga. Era la primera vez que miraba a Olga como mujer. Se azaró lo indecible, aunque supo disimular. ¡Qué hermosa era! Cosme Vila no había tenido nunca entre sus brazos una mujer así.
—Reflexionad —dijo—. Ya sabéis dónde estoy. Y no olvidéis esto: el Partido Comunista está decidido a ganar esta guerra. No os quepa la menor duda…
David y Olga se fueron con la convicción de haber sido amenazados. Murillo había desaparecido: Murillo quiso tener iniciativa propia. En Barcelona, la FAI había mordido el polvo: la FAI quiso tener iniciativa propia. Y el caso es que Cosme Vila, en parte, tenía razón. Si desde el primer día se hubiera impuesto la disciplina, el levantamiento militar hubiera durado una semana. Caminaban de prisa hacia la escuela, flanqueando el río. Caminaban indignados y perplejos. «Programas que se quedan estrechos.» «Niños a Francia, Bélgica e Inglaterra…» ¡Qué mescolanza! «No os quepa la menor duda.» No pudo ser más franco. Ciertamente era terrible que las serpientes se mordieran la cola. ¿Y por qué ellos y no Antonio Casal?
Cosme Vila fracasó también con Julio, que lo paró en seco. Se entrevistaron en el café Neutral, pues el policía se negó a subir la escalera del Partido Comunista. Hacía meses y meses que Cosme no había pisado el Neutral. No podía soportar los espejos, verse rodeado de sí mismo. Julio le dijo: «Eso es lo que te hace falta, oxigenarte cada día un poco en el café». Cosme Vila quería pedir un vaso de leche, pero Julio ordenó: «¡Nada de eso! Vodka para dos». Y Cosme Vila se rió.