Súbita iluminación. Pilar le dio lecciones de Geografía y de Gramática. Nada de Historia, porque la Historia sólo hablaba de guerras y a Eloy no le gustaban las guerras, pese a que una de lilas le permitió conocer a Pilar Matías lo llevaba a veces consigo de paseo y le enseñaba los nombres de las cosas, especialmente de cosas del espíritu; y una tarde accedió a su ruego y lo llevó a Telégrafos, donde le dijo a Jaime: «¡Fíjate qué niño tan majo!» En cuanto a Carmen Elgazu, puede decirse que le entregó a Eloy un pedazo de su vida. A veces, mirando al chico, sonreía porque le recordaba a Ignacio y a César cuando tenían su edad; y a veces, mirándolo, lloraba por el mismo motivo. Le hacía gracia verle limpiarse los dientes él solito con un cepillo de color amarillo, transparente. Le hacía gracia encontrárselo en todas partes en el piso, como si hubiera veinte Eloys, y le conmovía, llegada la noche, acostarlo entre sábanas limpias y desearle que durmiera en paz.
Todo parecía ahora mejor o menos amargo. Gracias a Eloy, se producían en el piso insospechadas transformaciones. Un juego de la oca que yacía olvidado en un cajón, se convirtió en algo útil para Matías y Eloy. Junto a la caña de pescar del cabeza de familia apareció de pronto otra caña más pequeñita y de hilo más largo. El belén de la caja de corcho desapareció, no fuera Eloy a contárselo a alguien… Un diccionario vasco-castellano pasó a ser algo imprescindible para Matías y Pilar, pues cada dos por tres Carmen Elgazu y Eloy se liaban a hablar en vascuence: «¡Mira por dónde! —exclamaba Matías—. Antes sólo hablabas en vascuence cuando querías insultarme.» El espejo del cuarto de Pilar, que durante meses sólo reflejó el rostro de la chica, ahora reflejaba el suyo y el de Eloy.
Una nube en la casa: cuando sonaban las sirenas de alarma, a Eloy le daba casi un ataque. «¡No, no!», gritaba, encogiéndose y tapándose la cara con las manos. Un rayo de sol: Eloy los ayudaba en mil pequeños menesteres, sacándoles brillo a los metales, llevando cestas a la cárcel y haciendo cola en tiendas y en la panadería. Otra nube: de pronto, Carmen Elgazu sintió remordimientos por haber elegido a Eloy porque era guapo. Sí, esta idea penetró en ella amargándola. Más lógico hubiera sido adoptar al más feo. ¡Santo Dios! Si las demás familias de Gerona hacían lo que ella y Matías, habría treinta o cuarenta niños guapos disfrutando de padres y de zapatos y guantes para afrontar el invierno, y en cambio quedarían allí, en el garaje, otros tantos niños feos tiritando.
Carmen Elgazu sintió remordimiento. Porque, además, era corriente que Eloy al salir se diera una vuelta por su antiguo barrio, sin otra explicación que ver el garaje en que estuvo, y he ahí que la presencia de Eloy, con su traje impecable, ¡y una boina azul ultramar!, despertaba en sus ex compañeros la envidia. Eloy no se daba cuenta y los saludaba agitando la mano; pero se abstenía de acercarse a ellos.
Matías salió al paso de los escrúpulos de su mujer. Le dijo que sumaban tantos millares los niños evacuados, que sería igualmente injusto que sólo fueran adoptados los feos.
Los periodistas Fanny y Raymond Bolen formaban ya una pareja inseparable. La pelirroja Fanny, con su gabardina de cuero y su máquina de escribir, parecía estar olvidando no sólo a sus tres maridos, sino incluso a Julio. Raymond, alto, con barba rubia y rizada que le había crecido durante su estancia en España, se estaba emborrachando de Fanny «como si Fanny fuera champaña francés». Los españoles, al verlos, diagnosticaban: «extranjeros». Y no erraban. Seguían sintiéndose tan extranjeros como el primer día. Para Bolen, España era enigmática como un vaso sanguíneo, un ininterrumpido motivo de pasmo.
Pero los apasionaba. «España no me gusta —escribía Fanny a sus amigos—, pero me apasiona.» Algo parecido le sucedía a Bolen. Bolen amaba la libertad y le parecía que los españoles eran esclavos de sus instintos; pero, por otro lado, en ningún otro lugar el individuo derrochaba tanto talento y tanta gracia para salirse con la suya y para justificarse a sí mismo los defectos.
A Bolen le hubiera gustado tener una novia española, pero se le interpuso Fanny y él se rascó la barba musitando: «¡Qué le vamos a hacer!» Vivieron de cerca la batalla de Belchite, estuvieron en Almería, donde abundaban los ciegos y el tracoma, y se disponían a visitar la España «nacional», pasando por Francia.
—¿Crees que los nacionales nos dejarán entrar? Mi padre pertenece a una logia de Bruselas.
Fanny se rió.
—¿Piensas en serio que Franco conoce a tu padre?
Iniciaron el viaje. Al pasar por Barcelona, visitaron el Museo de fenómenos del Matadero municipal, en el que figuraban un carnero bifronte, un cíclope enano, una vaca de cinco patas, un corderillo sin rabo, tablas dentarias del ganado y demás curiosidades. «¡El carnero bifronte es la guerra civil!», exclamó Fanny.
El automóvil pasó raudo por Gerona —«¡adiós, Julio!»—, cruzó la frontera, se detuvo en Lourdes, a cuyo santuario Bolen llamaba «el centro occidental de la superstición», y llegaron a la frontera de Hendaya al cabo de dos días de viaje.
Ninguna dificultad para entrar; sin embargo, en cada uno de los hoteles en que se hospedaron habían de rellenar una ficha, indicando la próxima ciudad a que se dirigían. Cualquiera información oficial que necesitaran, podrían solicitarla en Salamanca o Burgos. Las visitas a los frentes, a criterio del comandante de cada sector.
—¿Y las cárceles? ¿Y los campos de trabajo? Fue Bolen quien hizo la pregunta, y el oficial español le contestó, mirándolo con fijeza:
—En todo caso, a criterio también de la autoridad correspondiente.
El coche voló hacia San Sebastián. Era diciembre. Niebla y verde se confundían y el parabrisas se empañaba sin cesar. Los caseríos se sucedían con tanta frecuencia como los controles y las inscripciones. Una de éstas les llamo la atención: «Tanto monta, monta tanto, Requeté como Falange». En la fachada de una iglesia leyeron: «¡José Antonio! ¡Presente!» A intervalos, al doblar un recodo aparecía el Cantábrico, encrespado. Olas furiosas, no se sabía contra quién. «El mar es mucho para el hombre», comentó Bolen. Fanny estaba fascinada viendo el caracoleo de la espuma, la suprema fantasía del agua en movimiento. El Mediterráneo solía ser más tranquilo.
San Sebastián estaba abarrotado; el bullicio en las calles y cafés era comparable al de Madrid. Se había concedido un descanso a gran parte de las tropas que operaron en el Norte y fueron muchos los soldados que quisieron conocer San Sebastián. Las Brigadas Navarras descansaban más al Sur, en la propia Navarra. Don Anselmo Ichaso, viendo deambular a los combatientes todo el santo día, preguntaba: «¿Por qué esta tregua? Estos chicos se aburren y les damos a los rojos ocasión para recuperarse».
A Fanny y a Bolen les faltaban ojos para mirar. Bolen gustaba de establecer pronto leyes, valiéndose para ello de su olfato de periodista. «Esto está mejor organizado que la otra zona», afirmó, con sólo echar una ojeada a su alrededor. Fanny asintió, pero le pareció que había también mucha tristeza. Bolen dijo: «Tal vez», pero señaló una diferencia. «En la otra zona están tristes incluso los combatientes, y aquí no. Aquí los combatientes parecen alegres.» «Naturalmente —subrayó Fanny—. Ganar siempre es alegre.» «Tal vez», repitió Bolen. En cambio, ambos periodistas estimaron que los niños de la zona «nacional» parecían más excitados que los de la zona «roja». «Claro, claro. Aquí no hay refugiados ni escasez de alimentos y los uniformes son más llamativos. Para estos chicos, la guerra es una fiesta.»
Les impresionó la suntuosidad de los templos, así como el gran número de mujeres que rezaban en ellos con los brazos en Cruz. Bolen sacó varias fotografías, primeros planos, de estas plegarias crucificadas. Bolen era protestante y siempre discutía de religión con Fanny. «No me negarás que para estas mujeres es Consolador tener fe en un Ser Omnipotente. Las madres de los soldados de la zona roja que sean agnósticas como tú, ¿a quién suplicarán? ¿A Marx? ¿Al horóscopo de la semana? ¿A Lenin?» Fanny le replicaba: «Nunca he negado que la religión sea un Consuelo, el mejor de los consuelos. ¿Me crees tonta? Ojalá tuviera yo la fe de estas mujeres. Probablemente hubiera necesitado menos maridos».
Lo que ella negaba era que la religión respondiera a una realidad, que fuera algo más que el supremo recurso inventado por el ser humano desvalido. Bolen trató el tema con buen humor. En sus viajes hacia el norte de Europa se había dado cuenta de que, poco más o menos, donde se terminaban los viñedos se terminaba el catolicismo, dominaba Lutero. Fanny reflexionó un instante y admitió: «Anda, pues es verdad».
En San Sebastián, el periodista belga le preguntó a un brigada si los protestantes tenían en la zona «nacional» permiso para celebrar sus ceremonias, y el sargento, con mucha extrañeza, le preguntó a su vez: «¡Ah!, pero ¿los protestantes también celebran ceremonias?»
Asimismo los impresionó el número de heridos que se veían por doquier. Infinidad de cuerpos incompletos, que gozaban de muchas ventajas de prioridad. Sin duda también en aquella zona, pese al orden reinante, silbaban sus canciones las balas y habla cenas de doctores Rosselló multiplicándose. En la costa can fábrica, desde Irún hasta Gijón, ¡cuántos brazos, piernas y ojos se habrían perdido!
Salieron de San Sebastián en dirección a Guernica, al objeto de retratar las ruinas de esta ciudad. El espectáculo era casi irreal y hubiérase dicho que los muros lloraban. A Bolen le hubiera gustado volar por encima de los tejados, ver la muerte desde arriba, como tal vez la viera Dios. Las tapias del cementerio se habían derrumbado, por lo que el macabro recinto se unió al resto de la ciudad, formó con ella un solo bloque. Olisqueaban muchos perros y unas balanzas colocadas sobre un mostrador exhibían la familia de pesas en correcta formación. Los centinelas les impidieron recorrer a gusto la hecatombe, llegar al centro. Fanny y Bolen dieron media vuelta y el coche tomó la dirección de Burgos. Estuvieron mucho rato sin hablarse, preguntándose tan sólo: «¿Para qué?»
En los restaurantes se servía plato único. Las inscripciones rezaban: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan». ¿Tendrían lumbre los hogares de Guernica? ¿Tendrían pan alguna vez los españoles de Almería? Casi todos los puentes habían sido volados —los puentes que Dimas tanto amaba— y era preciso utilizar vacilantes pasarelas. En el vientre de algunas colinas se veían nidos de ametralladoras parecidos a sonrisas forzadas. En los pueblos vascos conquistados abundaban el luto y los camiones de Auxilio Social, y algunos cines habían reanudado sus proyecciones.
A Burgos llegaron ya anochecido. En el hotel en que pararon, en el
hall
, antes de cenar, entablaron diálogo con otros periodistas que llevaban allí dos semanas intentando ser recibidos por el general Franco, sin conseguirlo. Dichos periodistas los desanimaron con respecto a su proyecto de visitar las cárceles. «En todas partes os dirán
nanay
. ¡Si por lo menos tuvieran una, arregladita y decente, para enseñarla a los turistas!» Tocante a los batallones de trabajadores, la misma historia. «Zona de guerra, prohibido el paso.» Conocieron a un coronel finlandés, voluntario. En Finlandia había estudiado el idioma español y lo juzgó tan bello que se dijo: «Un país que se expresa tan bellamente no debe caer en manos de los comunistas». Había unos cuantos aviadores portugueses y un grupo de voluntarios procedentes de Irlanda, que llevaban en el pecho muchas medallas religiosas y que no se cansaban de oír por radio las gaitas gallegas. Fanny y Bolen resistían las gaitas gallegas dos minutos a lo sumo. «¿Crees que la Lubianka puede ser peor?»
Bolen le preguntó al coronel finlandés:
—¿Cree usted de veras que lo que hay en la otra zona es comunismo?
El coronel dio viveza a sus azules ojos y contestó:
—Supongo que todavía no. Pero lo será. No se preocupe. Conozco la táctica. No olvide que Finlandia tiene frontera con Rusia y que los rusos han invadido mi país exactamente veintidós veces. Si en alguna ocasión va usted a Rusia, comprenderá que su fuerza consiste en proceder sin prisa, por etapas.
—He estado en Rusia, mi coronel —replicó Bolen—. Y no opino lo que usted. Mi criterio es que lo que hay en la otra zona no encaja en ninguna definición, como no sea la ignorancia.
—¡Ya comprendo! —exclamó el coronel—. Usted es de los que se entretienen en matizar. Y mientras, Rusia se come cada día unas docenas de kilómetros cuadrados.
Era cierto. A Bolen le gustaba matizar. Por ejemplo, cuando Fanny le preguntaba: «¿Me quieres?», él se rascaba la ceja derecha y contestaba: «Sí, pero no te amo».
Salieron de Burgos en dirección a Salamanca, donde radicaba el Cuartel General. Muchos soldados hacían
auto-stop
en la carretera, señalando la dirección con el pulgar. En Quintanar del Puente admitieron a un par de ellos que hasta Valladolid no cesaron de cantar
Yo tenía un camarada
ni de hablar pestes de Inglaterra. Se empeñaron en enseñar a Fanny a liar los pitillos, pero Fanny los desalentó: «Es un sistema demasiado democrático», les dijo. Los dos soldados se miraron: «¿Qué le pasa a esta
gachí
?»
Siguieron rumbo a Salamanca. Ambos periodistas, pensando en que Unamuno vivió y murió allí, miraban el paisaje con ojos más personales. Bolen, que seguía conduciendo con guantes, recordó en voz alta una frase del escritor español: «Sólo los tontos pueden pensar todos del mismo modo y obedecer al mismo programa». Fanny comentó: «La frase no está mal y es aplicable igualmente a los católicos y a los ingleses».
En Salamanca, en el hotel donde pararon asistieron a una reunión de Prensa convocada por Aleramo Berti, en la que el delegado fascista italiano declaró, entre otras cosas:
«El Duce admira mucho al general Franco y ambos defienden la cultura occidental.»
«El número de italianos combatientes en el Ejército del Generalísimo Franco es inferior al número de franceses y belgas combatientes en el Ejército de Negrín.»
«España e Italia son naciones hermanas, a través de una voluntad común de autoridad y disciplina.»
Al término de la reunión, todos los periodistas salieron a contemplar la hermosa Plaza Mayor de la ciudad, donde Bolen se interesó por conocer la actitud personal de Unamuno respecto de la guerra española. Un corresponsal portorriqueño, que llevaba una máquina de filmar, les dio su versión. Según él, al inicio do la guerra Unamuno se puso absolutamente de parte de los «nacionales», pero luego, en un acto público que se celebró en la propia Salamanca, tuvo un altercado con el general Millán Astray, fundador de la Legión, quien de pronto gritó: «¡Muera la inteligencia!» A partir de este grito, Unamuno se abstuvo de manifestar en público sus opiniones, hasta que, en diciembre de 1936, murió.