—No exageremos —protestó Moncho—. Cada profesión tiene sus enseñanzas. Y también se encuentran sabios entre la gente que no hace nada.
María Victoria comentó:
—Sin embargo, nos contarás cosas…
Moncho sonrió, Por primera vez desde hacía mucho tiempo el muchacho tomaba un café soportable.
—No sabéis lo que esto significa —dijo, pidiendo otra taza y encendiendo voluptuosamente un pitillo.
Ignacio le preguntó por las últimas novedades en zona «roja» y Moncho le puso al corriente. Los informó de que habla muerto Comas y Solá, el astrónomo del Observatorio Fabra, y afirmó que los rumores sobre una ofensiva «roja» en Teruel respondían a una realidad. «El Campesino y Líster han llegado ya al sector.» Dirigiéndose a Ignacio, añadió: «Ya sabes lo que eso significa.» Luego les contó la impresión que le produjo un muchacho muy joven, requeté navarro, que llevaron al Hospital Pasteur a poco de marcharse Ignacio. Un jefe de las Brigadas Internacionales lo había hecho prisionero cerca de Toledo y lo llevó al hospital, herido. El jefe era un hombre de unos cincuenta años, viudo, al parecer. No paraba de hacerle preguntas al prisionero y al final les confesó a sus ayudantes que jamás en la vida le había asaltado una duda tan violenta. «No sé si fusilar al muchacho o adoptarlo. Me gustaría tener un hijo así.» Moncho, consciente de la glotonería con que era escuchado, dio un viraje y habló de una plaza de Madrid a la que llamaban plaza del Gua, porque los hoyos que los proyectiles «fascistas» hacían en ella eran idénticos a los que cavaban los niños del barrio para el juego de ese nombre. Luego dijo que le gustaría felicitar por escrito a los cronistas de guerra «nacionales», «Spectator», «Justo Sevillano», «Javier de Navarra» y «Tebib Arrumi», por su incansable labor. Por último, habló de lo difícil que resultaba no perdonar a un hombre, no sentir pena por él e incluso no amarlo, si uno se tomaba la molestia de mirarle con atención el rostro, a sus facciones una por una; si uno se fijaba en cómo le temblaba el labio, o le veía nacer una arruga en la sien, o controlaba los espasmos de sus manos o se daba cuenta del momento exacto en que le retrocedían con tristeza los ojos. «La vida es soportable porque miramos a los seres en su conjunto. La piel, milímetro a milímetro, nos obligaría a amar tanto que no lo soportaríamos.»
La madre de Marta, que había acudido a dar la bienvenida a Moncho, le preguntó:
—¿Crees que la duda del jefe internacional de que has hablado provino de eso, de que miró las facciones del muchacho requeté una por una?
Moncho afirmó, sin pedantería:
—En ese caso concreto, lo puedo asegurar. Estaba allí y me di cuenta.
María Victoria suspiró. Y entonces Moncho, cambiando súbitamente de tono, preguntó a Ignacio:
—¿Y tu familia? ¿Fuiste a Bilbao?
El rostro de Ignacio se ensombreció.
—No, pero ayer recibí carta de la abuela y están bien, sin novedad. ¡Bueno! Un hermano de mi madre está en un batallón de trabajadores.
—¿Y a Burgos? —preguntó Moncho—. ¿Pudiste ir? Ignacio tardó un momento en contestar.
—Sí. Fui a Burgos… —Marcó otra pausa—. Los falangistas mataron a mi tío la primera noche.
Moncho hizo una mueca.
—Lo siento, Ignacio.
Marta enrojeció. Sabía que bastaba una alusión al tema para que Ignacio se transformara.
Ignacio no conseguía perdonase a sí mismo la frialdad que lo invadió en la calle de la Piedra, en Burgos, al enterarse de la noticia.
La madre de Marta intervino con oportunidad y propuso centrar la conversación en el problema más inmediato, que los afectaba a todos: el que planteaba la obligada incorporación de los muchachos. Sus respectivas quintas estaban llamadas. Y era hora de decidirse. La madre de Marta confiaba en conseguir, si las circunstancias se ponían de su parte, que Ignacio y Moncho fueran admitidos en el arma de su gusto y elección.
—Desde luego, si decidierais continuar en Sanidad, creo que no habría dificultades.
Moncho negó con la cabeza. Personalmente, prefería ser admitido en el Batallón de Montaña de guarnición en el Pirineo Aragonés, en la provincia de Huesca. Se había informado acerca de ello por un capitán médico que encontró en el tren. Había otros dos batallones montañeros, uno en Sierra Nevada y otro en el Guadarrama. «Me gustaría el del Pirineo, porque en él también hay esquiadores y porque, llegado el momento, será el que avanzará sobre Cataluña.»
Ignacio, aunque conocía el sistema de Moncho, que consistía en quitarles importancia a las cosas, se quedó viendo visiones. Ya en Madrid, su amigo le había hablado de este proyecto, pero jamás supuso que lo hiciera en serio.
—Pero… ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? Tú, claro, naciste con esquís en los pies. Pero ¿y yo? Una vez vi un par de ellos en un escaparate.
Moncho no se inmutó. Afirmó que aquel aspecto de la cuestión corría de su cuenta.
—Estoy bien informado. Hazme caso, Ignacio. Aquí se trata de conseguir una recomendación para el comandante del sector. En un Batallón de Montaña hay muchos destinos y no todo el mundo ha de prestar servicio en las posiciones de dos mil metros de altura.
Ignacio no pareció muy convencido, pero la madre de Marta preguntó rápidamente:
—¿Qué general manda aquella División?
María Victoria no dudó en contestar:
—Solchaga.
—¡Huy, pleito ganado! —exclamó la madre de Marta; y volviéndose hacia Ignacio, añadió—: Por ahí no hay dificultad, Ignacio.
Éste seguía perplejo. ¿Por qué aquel empeño de Moncho? Casi se enfureció con él. Pero Moncho lo atajó:
—¿Es que prefieres irte a la Legión o a antitanques? Ni tú ni yo hemos nacido para eso, Ignacio. Pegar tiros no es para nosotros. He pensado que en un batallón así, especializado, nos resultaría más fácil cumplir con nuestro deber. —Fijó la mirada en Ignacio y añadió, sonriendo—: Claro, mi propuesta es un poco egoísta, lo sé. Pero, dime si ves otra solución.
El labio inferior de Ignacio temblaba y el muchacho temía que Moncho se diera cuenta. En cuanto a Marta, había tensado los nervios del cuello. «Ni tú ni yo hemos nacido para eso, Ignacio.» ¡Disonantes palabras!, en un momento en que millares de hombres lo daban todo, en que Mateo acababa de escribir: «¡Rezad para que mi muerte sea honrosa!» Aquello significaba, ni más ni menos, escurrir el bulto.
Marta se disponía a hablar; pero su madre, adivinándole el pensamiento, la fulminó con la mirada.
—Moncho tiene razón —ironizó María Victoria—. Ha argumentado lo mismo que José Luis, cuando se dio cuenta de que los morterazos no le gustaban. «No creo que servir en Auditoría sea una deshonra —me dijo—. Hay muchas maneras de cumplir como un buen patriota.»
Moncho la miró.
—¿Y tú qué crees? ¿Que es falso lo que dijo?
María Victoria fumaba con lentitud. La mirada de Moncho pareció desconcertarla.
—La verdad es que todavía no he resuelto la cuestión.
—Ni la resolverás —arguyó Moncho, con su voz segura y bien timbrada—. Nadie sabe hasta dónde es lícito exigir de un hombre. Ahora está de moda ser héroe, morir temprano. Lo mismo en esta zona que en la zona roja. ¿Te has preguntado cómo veremos este asunto dentro de veinte años? De tu familia no sé nada, pero sí sé de la de Ignacio y de la de Marta. ¿Qué queréis, pues? ¿Que muramos todos? ¿Prefieres a José Luis muerto que a José Luis juez? Los rojos, al empezar la guerra, eran decenas de millares en busca de un fusil. Y ya ves. Personalmente, no me dejo influir por los himnos. Ignacio conoce mis ideas. Me he pasado porque creo que si Franco gana la guerra por lo menos mantendrá el orden. Del resto, no entiendo una palabra ni creo que entienda una palabra nadie. Los chicos tocando el timbal me destrozan los tímpanos. —Moncho se paró. Y al cabo de un silencio añadió—: Os advierto que mi novia, que se llama Bisturí, también se decepcionaría oyéndome. Pero yo os propongo que nos ayudéis a Ignacio y a mí a ingresar en ese Batallón de Montaña.
La madre de Marta se levantó y se dirigió con decisión al teléfono, sin consultar con su hija. Los dedos de ésta jugueteaban con la cruz gamada que le regalaron en Berlín, mientras Ignacio, que se había levantado y acercado a la ventana, miraba a la calle.
María Victoria observaba a Moncho. Y éste, sereno, sorbiendo su tercera taza de café, pensaba que era una lástima que, tal vez a causa de la guerra, hubiera muerto un astrónomo tan ilustre Como el del Observatorio Fabra, Comas y Solá.
* * *
La madre de Marta se mostró eficaz. Ignacio y Moncho fueron admitidos en el Batallón de Montaña número 13, sector de Huesca, en la Compañía de Esquiadores, al mando del comandante Cuevas, Veterano de África. En dicha Compañía figuraban varios de los Campeones españoles de esquí. El comandante Cuevas fue informado de que los dos muchachos eran sanitarios.
Marta se esforzó en comprender a Moncho y a Ignacio. No le resultaba fácil, pero su madre la advirtió:
—No cometas ninguna insensatez. Más tarde te dolería. ¿No Crees que hemos pagado ya nuestro tributo? Ojalá Ignacio no tenga que disparar un solo tiro.
—Hay familias en Valladolid que han entregado cinco hijos.
—¿Qué pensarán esas familias dentro de veinte años?
—¿Qué pensarían si nadie tomara ahora un fusil?
—Marta, por todos los santos. José Luis te señala el camino… Y José Luis es juez.
Marta le prometió a su madre dominarse y cumplió su promesa. Organizó en casa un baile de despedida en honor de los dos muchachos, baile al que asistieron otras chicas de la Sección femenina, así como algunos italianos convalecientes en el hospital. Ignacio, satisfecho de la reacción final de Marta, a la que dijo: «Cometerías un error si me consideraras un cobarde», le preguntó a la chica si entre los italianos invitados se encontraba Salvatore.
—¿No será aquel del bigotito, con cara de memo?
—Por desgracia —coqueteó Marta—, no ha venido. Si no, ¿a unto de qué bailaría yo contigo?
A última hora llegaron más chicas aún, una de las cuales se entusiasmó de tal forma ante la oblonga cabeza de Moncho, que se plantó delante de éste y le propuso ser su madrina.
—Me llamo Susana. Te trataré bien. ¡Tengo la impresión de que eres un tesoro!
—Lo soy —rubricó Moncho—. Pero ¿qué necesidad hay de ser un tesoro?
Susana le miró con fijeza y comentó, riendo:
—En eso no había caído.
Del 25 de Diciembre de 1937 al 1 de Abril de 1939
El día en que Ignacio y Moncho llegaron al Valle de Tena, a cuyo Cuartel General, radicado en Panticosa, debían presentarse, y en el momento preciso en que Ignacio exclamaba, viendo el río Gállego y los pueblecitos y las altas montañas: «¡Qué maravilla!», empezó la batalla de Teruel. La planteó e inició el Ejército «rojo», confirmando con ello las advertencias de Moncho y de otros desertores llegados a las filas «nacionales». La embestida pilló prácticamente de sorpresa a los escasos defensores de la ciudad, capital del sur de Aragón, por lo que los militares alemanes se enfurecieron una vez más. Coincidiendo con la opinión de don Anselmo Ichaso, no se explicaron por qué el Alto Mando había concedido a las tropas que vencieron en el Norte un descanso tan prolongado, un descanso de varias semanas. Schubert, el delegado del Partido, comentó:
—Entre los descansos y esa manía de respetar las ciudades, la guerra se prolonga un mes y otro mes. ¿Cree usted, comandante Plabb, que esto es sensato? ¿Ha visto usted en algún manual militar que se hable de lágrimas y de patrimonios artísticos? Yo, no.
—Los españoles son primitivos —arguyó el comandante nacido en Bonn—. O sea, mitad sentimentales, mitad lo contrario.
—¿A qué viene eso ahora? —interrumpió Schubert—. Es preciso que hable cuanto antes con el embajador.
—Yo no lo haría —aconsejó el comandante Plabb—. Tal vez no esté mal pensado dejar la iniciativa a los rojos. El que ataca es el que más expone. En Brunete y Belchite se les hizo una carnicería.
Schubert aspiró con nerviosismo un poco de rapé.
—Eso es distinto. Aquí tienen una aplastante superioridad en tanques y carros de combate.
En términos muy parecidos, esta conversación fue sostenida en centenares de cuarteles, de Planas mayores y de trincheras. El contratiempo era grave. La División de que formaban parte Salvatore y Miguel Rosselló y que estaba preparada para asaltar definitivamente Madrid recibió orden de trasladarse a Teruel, lo mismo que la División Muñoz Castellanos. Mateo, alférez en esta última, al montar en el camión enseñó a la tropa el pequeño imán encontrado al pie de una alcantarilla y dijo, intentando alegrar a sus hombres: «Veréis con qué facilidad atrapamos con esto a los rojos»; pero, excepto su fiel asistente, Morrotopo, nadie se rió.
«La Voz de Alerta» fue culpado de negligencia. El SIFNE, quo durante la ofensiva de Belchite se había mostrado eficiente, esta vez actuó sin convicción y con retraso. Don Anselmo Ichaso le recordó a «La Voz de Alerta» que el movimiento de las tropas enemigas era más importante aún que la salida de material de los puertos extranjeros. «Sospecho que a usted y a mi hijo les produce mayor satisfacción atrapar un espía que enterarse de que el Ejército rojo atacará masivamente Brunete o Teruel.»
«La Voz de Alerta» se sulfuró al oír por teléfono semejante diatriba. Tenía a su lado la vistosa dama carlista que lo acompañaba con frecuencia a los restaurantes de lujo. «Hay tormenta», dijo, al colgar el aparato. El políglota profesor Mouro admiraba la calma del dentista. «Es usted un tío con toda la barba», comentó, abriendo un diccionario español-holandés.
* * *
Los «rojos» estaban esperanzados. «Esta vez va en serio —le dijo Antonio Casal a su mujer—. Prieto ha levantado un ejército de verdad.» Numerosos eran los dirigentes que compartían este criterio. La batalla de los comisarios daba resultado y merecí por igual los plácemes de los combatientes comunistas y el del laborista inglés míster Atlee, el cual acababa de visitar zona «roja» levantando sin cesar el puño a la altura de su sombrero. Presididos por las Brigadas Internacionales, millares de hombres se concentraron en el frente de Teruel, engordando monstruosamente aquella primera célula conducida por el anarquista Ortiz, de la que formaban parte «Los Chacales del Progreso», los presos comunes de las columnas «Hierro» y «Fantasma», Cerillita, que se afeitaba utilizando un copón; Arroyo que cantaba jotas; el gorilesco Gerardi y aquel muchacho llamado Sidonio, que se empeñaba en que lo dispararan a él como a una mujer-cañón que vio en un circo. Doscientos tanques y doscientos aviones, tal vez más, protegían a estos hombres, y uno de dichos aviones era pilotado por el gerundense Batet, diplomado en Rusia. Por primera vez, entre las filas de los guerrilleros Líster, Tagüeña, el Campesino, etcétera, habían sido enrolados gran número de militares profesionales, de buen grado o extraídos de las cárceles. Dichos militares se distinguían incluso en la manera de mirar con los prismáticos, y entre ellos, además del general Hernández Saravia, figuraban el coronel Muñoz, el comandante Campos, ¡éste, inactivo desde el inicio de la guerra!, y los capitanes gerundenses Arias y Sandoval.