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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (95 page)

BOOK: Un millón de muertos
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En Madrid se masticaba incluso la madera. Había familias que parecían dispuestas a comerse sus propias sillas. Se comían cebollas, harina de maíz y nabos, aunque se rumoreaba que los nabos ocasionaban avitaminosis y afectaban peligrosamente la menstruación. El doctor Rosselló negaba esto último, pero Canela, que seguía de enfermera en el Ritz, lo afirmaba con toda seriedad. «¿No será que vas a tener un hijo de ese capitán dinamitero?», reía el doctor Rosselló. Canela se llevaba el índice a la sien y lo hacía rodar. «A ver si a estas alturas iría yo a disimular.»

El hambre de Madrid era negra y amarilla y verde y roja. Con ella se hubieran podido colorear las banderas de todos los países que prometieron ayuda y no cumplieron su promesa. Ésta era la opinión del capitán Culebra, cuya mascota había muerto. «Aquí querría yo verlos.» Los hoteles frecuentados por rusos, checos, franceses, periodistas e intérpretes lo ponían nervioso. Un día vio entrar en el Bristol a la Pasionaria y al ministro comunista Jesús Hernández, ambos moviendo las mandíbulas como si masticaran algo, y estuvo en un tris que no armara un altercado. «El día que me decida —le dijo a José Alvear— se enterarán hasta en Pequín.»

En Madrid, el hambre metamorfoseaba las cosas o, por lo menos, su figura. Todo se relacionaba con el comer, y el léxico sufría violentos virajes que a buen seguro hubieran interesado a Fanny, a Bolen y a los filólogos. El cañón que disparaba sobre la ciudad cada día, al amanecer, era llamado «el lechero» y también «el churrero». Las petacas eran palpadas como si fuesen de chocolate, los vasos boca abajo eran «flanes», los huevos de cristal para zurcir medias eran huevos de verdad y las sábanas limpias parecían nata. El pan… El pan era lo básico y todas las piedras eran panes. El pan y las patatas y el aceite. Todo lo verde eran legumbres; y la sangre sería vino… Era la metamorfosis, la transubstanciación. Cuando un caballo pasaba por la calle, todo el mundo le miraba a las obscenas ancas. Cuando en el cine aparecía una mesa bien servida, lo mismo podía ocurrir que se desatara un escándalo fenomenal como que se hiciera un silencio cobarde. Por lo demás, el piso de los cines, lo mismo que el de las paradas de los autobuses, estaba lleno de cáscaras que crepitaban un poco como la arena de las avenidas del cementerio, y las tiendas que decían: «Comestibles», «Ultramarinos», eran miradas con sarcástico fatalismo.

También Barcelona sufría… Desde las azoteas, las colas parecían franjas de alquitrán, y era corriente que las familias enviaran a primera hora a los inválidos con su sillón de ruedas a ocupar plaza. Se establecieron comedores colectivos, el mayor de los cuales, que servía ocho mil raciones diarias, estaba situado en el apeadero de Aragón, en el Paseo de Gracia. Ezequiel, que amaba a los animales tanto como pudiera amarlos Moncho, compadecía a los del Parque Zoológico, que se estaban quedando en los puros huesos, así como a los de los circos ambulantes. Todos los gatos habían sido comidos y ni siquiera el perro de Axelrod tenía con qué nutrirse.

Hambre, hambre en Madrid, en Barcelona y en todo el territorio «rojo». Hambre, dieta, que por un lado curaba úlceras de estómago y rebajaba, ¡por fin!, la barriga del patrón del Cocodrilo, pero que por otro lado ocasionaba furunculosis, hinchazones y demás. El doctor Rosselló estimaba que lo más grave era la falta de carne, habida cuenta de que con déficit de vitaminas se podía vivir. El Responsable decía: «Mira por dónde todo el mundo se ha convertido al vegetarianismo». Por su parte, Blasco recordaba con ira los comienzos de la guerra, cuando Ideal echaba mano de la mantequilla para untarse las botas y el Cojo alimentaba a los chuchos de la Barca con lonchas de jamón de York.

Por supuesto, Gerona no era era excepción y Matías Alvear no comprendía cómo Queipo de Llano se entretenía cada noche en crispar los nervios leyendo la lista de platos que podrían comerse al día siguiente en los restaurantes de la España «nacional». El hambre era mucha en Gerona, incrementada a diario por el incesante alud de refugiados; los últimos, procedentes de Teruel. Muchos jardines, entre ellos el de David y Olga en la escuela, habían sido convertidos en huertos, al igual que algunas pistas de tenis; pero eran una gota de agua en el mar. Todo el mundo añoraba aquella huelga de 1936 que permitió a Cosme Vila recabar víveres por toda la provincia y fundar la Cooperativa Popular. Sólo unos cuantos privilegiados escapaban del terrible ayuno, de acuerdo con la tesis de Julio, según la cual los dirigentes no debían sufrir privaciones, pues las privaciones invitaban a dejarse sobornar. Cosme Vila no aceptó ningún suministro extra, pese a las protestas de su mujer. David y Olga, sí. David dijo: «Es humillante, lo confieso. Pero sin comer mucho no puedo trabajar». Algunas familias recibían paquetes de Francia, pero era lo corriente que al abrirlos no encontrasen más que piedras y serrín.

Se inició el período de los sueños, de las transacciones y del ingenio. Gerona entera soñaba con la época en que el mar estaba tranquilo, sin barcos de guerra ni minas, ofreciendo cada día pesca abundante, y también soñaba con el otoño lluvioso que hacía brotar setas en los bosques de la provincia. Gerona entera empezó a intercambiar productos. En
El Demócrata
y
El Proletario
aparecieron anuncios ofreciendo «Insulina a cambio de aceite» y una viuda ofreció «una colección de sellos a cambio de arroz». Incluso Raimundo, el barbero, que había pegado en la pared del establecimiento postales francesas representando bodegones de fruta y de caza, les pedía a los clientes que le pagaran en especie. En cuanto al ingenio, ¡cuántas vidas salvó! Todas las amas de casa estrujaron su cerebro para sacar de la nada algo, cometido en el que Carmen Elgazu se mostró excelsa. Ciertamente: Carmen Elgazu se lanzó a elaborar unas sopas de maíz que sabían a gloria. «¡Hum…!», hacía el pequeño Eloy. Carmen Elgazu inventó una suculenta tortilla basada en cortezas hervidas, cortezas de guisantes, de habas y de judías. Demostró a todas las vecinas que la soja era soportable y que un huevo, desmenuzado con arte, podía desafiar el paso del tiempo. Entabló relación con un herbolario de la calle de las Ballesterías, gracias al cual el café malta supo a café, si bien Matías Alvear negaba el hecho moviendo la cabeza. ¡Qué júbilo el día en que Abastos repartía lentejas o carne rusa congelada, que era bastante sabrosa! Y qué júbilo el día en que Jaime, el de Telégrafos, obsequiaba a Matías con un tarro de miel…

Pero ocurría que en cada familia había un traidor. En cada familia había un miembro cuyo estómago era más voraz que el de los demás. Dicho miembro se levantaba de noche sigilosamente… ¡Ladrones! Auténticos ladrones, merecedores de desprecio y expulsión. En la familia Alvear el ladrón era Pilar, la cual, invariablemente, se delataba a sí misma tropezando con algún mueble.

Matías soportaba bien el ayuno;, en cambio, la falta de tabaco lo amargaba. Probó a cultivarlo en el piso, en el balcón, sin resultado. Por la calle miraba por si descubría alguna colilla, pero era inútil. Todos los fumadores hacían lo que él: guardaban las colillas en cualquier cajita metálica, especialmente de pastillas para la tos, o bien en alguna bolsa de tabaco de pipa.

Hambre de paz, de tabaco, de comida… La gente se lanzó al campo en busca de lo elemental. Personas como el director del Banco Arús se sorprendieron a sí mismas casi arrodilladas delante de los campesinos, los cuales hacían gala de una rara impavidez, como si se vengaran de atávicas humillaciones recibidas de la gente de la ciudad. Las familias ofrecían a los campesinos todo cuanto poseían, desde lo g billetes, angustiosamente desvalorizados por la inflación, hasta las más queridas joyas heredadas. Doña Amparo le decía a Julio: «¡Jesús! De no ser tú quien eres, tendría que venderme todos mis brazaletes».

Luego, faltaba el combustible… No había gas, no había carbón. Se había perdido el carbón de Asturias y el Gobierno prefería que Inglaterra enviase bombas. Tampoco había leña y la gente no se decidía a quemar la mesa del comedor. En Madrid y en Barcelona había quien se aprovechaba de los bombardeos para asaltar las casas derribadas, arramblando con puertas y restos de muebles, emborrachándose de madera. En Gerona no había solución.

Bueno, la había… pero provisional y muy precaria. El día en que el piloto Carlos de Haya murió en el sector de Teruel, víctima de un choque con un avión enemigo, en Gerona, en una carbonería cercana a la iglesia de San Félix, apareció un insólito cartel que decía: «Se venden astillas de santo y pedazos de altar». Al parecer, la mercancía era producto de una gigantesca y hábil recogida por todas las iglesias de la provincia. La movilización fue general, pareciéndose a la de las chicharras a la llegada del verano. Gerona entera acudió a la carbonería, aspiró a restos de púlpito, de confesonario o de comulgatorio. Las astillas con purpurina valían más. «¿Cuánto ha dicho? ¡Es un robo!» Mezcladas con las astillas, se veían pechos de Virgen, lirios de San José, coronas y peanas. Iglesias enteras cortadas a pedacitos por almas tristes. «¿Qué será aquello? Parece… ¡Jesús! ¡Si es San Antonio!»

Carmen Elgazu, que hizo tres horas de cola turnándose con el pequeño Eloy, regresó a casa con un puñado de astillas y un brazo rechoncho de Niño Jesús, a cuya mano le faltaba un dedo. Su contento era grande. Las astillas, para el fogón; el brazo, ¡para rezar a sus pies! El brazo del Niño Jesús sería la reliquia, el sucedáneo de las imágenes de San Ignacio y de Santa Catalina que desaparecieron con la guerra. Matías contempló el brazo y comentó: «Un santo de estraperlo».

Hambre… De color negro y verde y morado y escarlata. Hambre y ratas. Sí, el pronóstico de Carmen Elgazu se cumplió. En tres meses, desde noviembre de 1937 a febrero de 1938, es decir, durante la batalla de Teruel, las ratas invadieron a Gerona, a caballo del Ter y del Oñar, de la suciedad y de la exterminación de los gatos. La checa anarquista, situada en lo que fue horno de cemento y en la que lloraban infatigablemente, sobre todo de hambre, las hermanas Rosselló, se vio invadida por las ratas, lo mismo que los sótanos y buhardillas del barrio antiguo. Ratas que al ver a un hombre se paraban, mitad pasmadas, mitad miedosas, y que de pronto huían como seres de otro planeta. Las ratas no respetaron ni los almacenes de Intendencia ni el piso de los Alvear. Desde el río trepaban al balcón en el que Matías había pescado tantas veces y se introducían en el comedor y en la cocina. Carmen Elgazu y Pilar chillaban; Matías iba por una escoba; Eloy, el huérfano Eloy, si se colocaban a tiro les propinaba un formidable puntapié.

Ezequiel profetizó: «Esta gente perderá la guerra a causa del hambre».

* * *

Junto con el hambre, pesaba en, la zona «roja» la gran losa de los bombardeos. Era la teoría de Julio: la aviación. Julio García era hombre moderno y a menudo se filtraba hasta la almendrilla o núcleo, hasta lo fundamental de las cosas y de las situaciones. El coronel Muñoz, en la última reunión de la Logia Ovidio, se había quedado boquiabierto oyéndole hablar de asuntos militares. Julio hizo un resumen de las batallas habidas difícilmente superable. Habló de estrategia y táctica, de concepción y realización, de la necesaria coordinación de las distintas armas como garantía de eficacia. Se había enterado leyendo los periódicos, escuchando las radios «enemigas», viendo cine de guerra y hojeando algún manual militar francés. Sabía que la prolongación de la guerra mejoraba a los mandos de artillería, que eran casi siempre los mismos e iban cobrando experiencia, y que en cambio disminuía la calidad de los mandos de infantería, los cuales, debido al gran número de bajas, debían ser sustituidos por oficiales más o menos improvisados. Sabía que en la ofensiva de Brunete los «rojos» se asustaron de su éxito inicial, por lo que no acertaron a explotarlo debidamente y que el Ejército de la República había pasado de la anárquica improvisación de los primeros días al defecto opuesto, a un exceso de dogmatismo guerrero, de origen francés y ruso, que mataba en flor la corazonada y la fantasía. El coronel Muñoz le había replicado a Julio que un buen militar se parecía más a un matemático que a un artista. «Monsergas —objetó Julio—. El invento de los ataques aéreos en
cadena
y en
picado
es obra de artista. Y la rotura de las defensas de Bilbao, otro tanto.»

Como fuere, Julio acertaba al considerar que la aviación era determinante. Combatientes y civiles no conseguían acostumbrarse a que del cielo cayeran bombas. Era algo contrario a todos los sueños infantiles, un milagro que maldita la falta que hacía. También Madrid era en este terreno víctima propiciatoria y el doctor Simsley no se explicaba que, en medio de tanta hecatombe, la población encontrase fuerza para subsistir e incluso para ironizar. Los bombardeos beneficiaban a los vendedores de cristales y sembraban el pánico entre los tranviarios, los cuales no podían huir, como antaño los taxistas, sino que estaban obligados a seguir «por donde mandaban los rieles».

Barcelona, a resguardo del cañoneo terrestre, sufría en cambio el bombardeo aéreo y el cañoneo por mar. Los buques llamados «piratas» eran el
Canarias
y el
Baleares
. Entre la tripulación de este último figuraba Sebastián Estrada, cuya emoción alcanzaba al máximo al ver de lejos la costa barcelonesa e incluso la gerundense. El puerto de Barcelona constituía, naturalmente, un objetivo de primer orden; veinte palos que surgían de sus aguas turbias eran testimonios mudos de que lo menos veinte barcos habían sido hundidos en él. Ana María, ejemplarmente serena desde que Ignacio se ausentó, bajaba a menudo hasta la estatua de Colón para ver los palos, recordando los tiempos en que su padre participaba en las regatas veraniegas de balandros.

Tampoco Gerona era una excepción… Dado que sus objetivos eran múltiples, destacando el polvorín, el puente del ferrocarril de la frontera y nada menos que veintiuna fábricas militarizadas por Cosme Vila, a menudo sonaban en la ciudad las sirenas de alarma, sirenas que Santi, formando bocina con las manos, imitaba a la perfección. Carmen Elgazu aseguraba que muchas parejas de enamorados utilizaban los refugios lo mismo si había alarma aérea como si no; pero el hecho era que menudeaban los bombardeos, cuya misión principal, según el Responsable, era desmoralizar, acobardar a todo el mundo en el fondo de los refugios y de los urinarios públicos.

Con los bombardeos, la ciudad se había transformado como se transforma una habitación cuando en ella muere su dueño. La ciudad se había enlutado; es decir, vivía obligadamente a oscuras. Prohibidas las luces después de la última acrobacia del sol, sin exceptuar las lámparas de mano. Todos los postigos se cerraban herméticamente y apenas si se veían resquicios aquí y allá. La ciudad a oscuras era impresionante y añadía misterio al ya misterioso hecho de ver y de morir y de matar. Al principio la gente tropezaba con la otra gente y contra las cosas. Pero poco a poco los ojos fueron adaptándose y las personas acabaron por reconocerse con sólo la silueta, con sólo la curva de los hombros o la manera de andar. A doña Amparo Campo la delataba el perfume caro; a Julio García, el declive del sombrero; al Responsable, las piernas combadas, y a la Torre de Babel, la estatura. Pilar comprobó que veía más que nadie en la oscuridad. Los cigarrillos, sus botones de fuego, eran puntos de referencia, además de partículas de gozo personal y de posibilidades de agresión. Curiosa actitud la de los ciegos. Salían a la calle más que antes, más que nunca, y se orientaban con más facilidad que los videntes. El patrón del Cocodrilo afirmaba que en otras ciudades se usaban punteras de zapato fosforescentes, herraduras de luz, cuya visión, de lejos, era sobrecogedora; pero el hecho no obtuvo confirmación.

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