Todavía no estaba enteramente desalojado el edificio del Seminario cuando pandillas de milicianos lo invadieron por puertas y agujeros. Fue un asalto ansiado desde siglos, desde la infancia. Cada ocupante buscaba entre aquellas paredes la expresión viva de lo que el pueblo debía odiar. Los internacionales, entre los que figuraba el venezolano Redondo, ya dado de alta en el Hospital Pasteur, se dirigieron a la capilla y allí dentro orinaron, entre candelabros de oro, mientras el Negus, también restablecido, gritaba: «¡Muera el Papa, muera Mussolini!» Los milicianos españoles recorrían entero el edificio y al llegar al último piso bajaban por otra escalera y volvían a subir. «¡Esto era la biblioteca!» «¡Esto era el comedor!» De pronto, algo clavado en un rincón los asustaba: era un uniforme abandonado, rígido como un bacalao. Tuberías reventadas y manchas de vino.
El coronel Muñoz buscó en el Seminario un pequeño recuerdo con que enriquecer el museo particular de Julio García. El comandante Campos, que seguía presintiendo la muerte, estudiaba los boquetes ocasionados por los proyectiles de su batería. Cerillita levantó el faldón de una imagen de la Virgen y exclamó: «¡Ahí va!» Teo había incrustado en lo alto del edificio la bandera y el murciano Arroyo grababa su nombre y la fecha en una puerta desvencijada.
La mezcolanza en el Seminario era enorme. No obstante, no resultaba imposible reconocerse, coincidir con un amigo o con un enemigo, en una escalera o en un pasillo. Así, en la cocina coincidieron Dimas y Gorki. «¿Qué haces tú aquí?» «¿Y tú?» Y en los lavabos coincidieron Cosme Vila y mosén Francisco.
Estaba escrito que había de ocurrir. Cosme Vila había penetrado en el Seminario recordando el de Gerona, en el que tan intensamente había actuado, y lo mismo cabía decir de mosén Francisco. El vicario, después de haber inclinado la cabeza al paso del obispo Polanco, se había introducido en el edificio, musitando jaculatorias; Cosme Vila, después de haber saludado puño en alto a Axelrod, había irrumpido en él barbotando blasfemias. Algo invisible atrajo con igual fuerza al jefe comunista y al miliciano impostor. Cosme Vila reconoció al vicario en el acto, debajo de su gorro que decía UHP y de sus patillas en forma de culata de fusil. El vicario reconoció en el acto a Cosme Vila, su cabeza poderosa, su ancho cinturón. «¿Qué haces tú aquí?» Nada. Mosén Francisco no hacía nada. Recordaba y buscaba alguien a quien confesar. Cosme Vila amartilló su pistola y se dispuso a acortar la escena; pero, de pronto, rectificó. Lo pensó mejor y decidió guardar la presa. Escupió a sus pies, ¿por qué lo haría?, y desarmando al vicario le dijo: «Andando». Y se lo llevó al exterior, se lo llevó hacia el Cuartel General, que debía de estar en alguna parte.
¡Qué conmoción! Bendito viaje, viaje triunfal. Cosme Vila representaba la fuerza. Salió de Gerona para liberarse de un complejo y los hados le permitieron asistir a la conquista de Teruel, apoteosis del Ejército del Pueblo. Levantóse el telón —¡mordaz Axelrod!— y no se desmayó por ello. Al contrario, disparó de lejos. Vio saltar a pedazos la Comandancia Militar y el Banco de España. Vio a Gorki ocupar el cementerio y a Teo clavar la bandera. Vio al elegante coronel Muñoz —sin saber por qué, le dieron ganas de pegarle un tiro— y al comandante Campos. ¡Qué conmoción! Finalmente, como obsequio singular, atrapó a un vicario enclenque, disfrazado, en los mismísimos lavabos del Seminario.
A lo largo y a lo ancho del territorio «rojo», la sacudida fue eléctrica. ¡Teruel, capital de provincia! Los periódicos garantizaban al pueblo que la guerra había tomado otro rumbo y que éste ya no se torcería hasta el final. Las radios se dedicaron a popularizar la jota aragonesa y Negrín en persona aireó la victoria a través de los micrófonos. En Gerona, el pequeño Santi apareció por las calles vestido de baturro, con faja y alpargatas trenzadas. David y Olga se desgañitaron: «¡Ropa para Teruel! ¡Ropa para nuestros soldados!» La Logia Ovidio se reunió y en ella el H… Antonio Casal anunció que iba a ser padre por cuarta vez y que el bebé se llamaría
Teruel
. En Madrid, José Alvear se hizo retratar en calzoncillos, sosteniendo una pancarta que decía: «Rey d'Harcourt».
Además de Modesto, los guerrilleros el Campesino, Líster, Tagüeña y demás ocuparon la atención de medio mundo, junto con los militares que habían llevado a buen término la operación. En Francia, Inglaterra y Estados Unidos aparecieron enormes titulares, y en las escuelas rusas el nombre de Teruel se popularizó tanto como los de los «traidores» Topiachev, Bolchivin y Dariav, que por entonces, entre otros muchos jerarcas comunistas, estaban siendo objeto de una purga masiva en Moscú. En Abisinia se vitoreó al pueblo español y en la lejana China gritóse con renovado ardor: «¡Muera el Japón!» En Praga y en Méjico fueron leídas poesías de Alberti, Machado, Neruda, García Lorca y Aragón, así como trabajos en prosa de Benavente y de Harrison, y se confiaba en que el filósofo francés Maritain, adicto a la causa «roja», enviara su adhesión correspondiente. Axelrod comprobó con satisfacción que en todos los actos celebrados por el Partido se cumplía escrupulosamente la consigna de «españolizar» la revolución.
La perplejidad de los «nacionales» residentes en la zona «roja» no tuvo límites. Esperaban que la emisora de Salamanca desmintiera la noticia, pero no fue así. En las cárceles se produjeron crispación y silencios de muerte y hasta el padre de Ana María, que nunca perdía la compostura, se violentó en la Modelo de Barcelona con sus compañeros de celda. En Gerona, el único ser optimista fue Laura. Laura dijo: «La respuesta será de órdago». Era la primera vez en su vida que Laura empleaba esta palabra. Matías, en cambio, llegó de Telégrafos cabizbajo y durante la cena los componentes de la familia de la Rambla tuvieron la impresión de comer corcho.
Grande fue también la perplejidad en la España «nacional». «La Voz de Alerta» se desahogó despidiendo a cajas destempladas al novio de Jesusha, que fue a pedirle un favor. Javier Ichaso, que hacía periódicos viajes a Santander, miró con redoblada ira a los prisioneros concentrados allí. Don Anselmo Ichaso se negó a rectificar su red eléctrica, exclamando: «Antes de quince días, Teruel volverá a ser de España». Y el propio Salazar, uno de los oficiales que, en el contraataque frustrado por la nieve, más cerca llegó de las paredes del Seminario, vivía días aciagos. No sólo la derrota le afligía, sino la desaparición de una docena de sus hombres de la centuria Onésimo Redondo. Desorientados por el turbión, cuando el barómetro marcó los veintiún grados, se dejaron caer, declarándose vencidos.
* * *
Transcurrieron diez días desde la rendición del coronel Rey d'Harcourt, rendición que el Estado Mayor «nacional» juzgó precipitada. En ese intervalo, el general Franco pidió un informe detallado y preciso a sus generales. Deseaba conocer su opinión sobre el adversario, saber si realmente éste había conseguido levantar un ejército poderoso. Los informes coincidieron en señalar que no había tal. Consideraban al ejército «rojo» inferior incluso al que atacó en Brunete. Floja la aviación, floja la artillería, floja la infantería, incluyendo a los voluntarios internacionales. «Lo único eficaz, superior, del enemigo han sido los tanques y los carros de combate.» La pérdida de la batalla se debía exclusivamente a la tormenta meteorológica. Sin embargo, el general Kindelán consignó que, en su opinión, algunos de los oficiales «nacionales» de nuevo cuño habían adolecido de lamentable bisoñez.
A tenor de estos informes, el general Franco reagrupó sus fuerzas. Y apenas el tiempo aclaró, normalizándose la temperatura, dio orden de reconquistar a Teruel. Era el 17 de enero de 1938. El combate fue primordialmente aéreo, se decidió sobre todo en el aire y en él participó activamente, disparando desde tierra, el comandante Plabb. Las escuadrillas de García Morato y de Carlos de Haya, al grito de «Vista, suerte y al toro», dominaron pronto el espacio, barrieron de él a todos los Curtis y Ratas e incluso al piloto gerundense Batet, el cual, al sentir que su aparato había sido tocado, se lanzó en paracaídas, hasta que un moro, sin tener permiso para ello, lo acribilló antes de que llegara al suelo, La Artillería vomitó torrenteras de fuego y a poco la Infantería, con ritmo tenaz e implacable, inició la reconquista de los observatorios, de las protuberancias en forma de muelas características de la región de Teruel.
Mateo se ganó una citación especial. Mateo avanzó pistola en mano «veinte metros más adelante que sus hombres». En la Academia le habían dicho que tener dotes de mando era algo inefable, compuesto de autoridad personal, de voz y de ademanes exactos. Arrastró a su tropa, la llevó a la victoria y en parte a la muerte. Mateo fue el primer soldado «nacional» que penetró en el cementerio, desalojando de él a Gorki y a los milicianos que, tendidos boca abajo, disparaban desde el interior de los nichos.
También Salvatore cumplió como bueno, mostrándose muy ducho en avanzar resguardándose detrás de las rocas. Moros y legionarios, con la bayoneta calada, fueron ganando terreno en un forcejeo despiadado que había de durar hasta el 16 de febrero, segundo aniversario de aquellas elecciones ganadas por el Frente Popular.
El 17 de febrero, los «nacionales» penetraron definitivamente en la martirizada ciudad aragonesa. «¡Hurra!», gritó Javier Ichaso, y también lo gritaron, en el Pirineo, Ignacio y Moncho. Renació la confianza y Queipo de Llano, mordaz como nunca, recitó por la radio:
Mi novio en una fiesta
me lo pedía.
Como no se lo daba
me lo cogía.
Un pañuelo de talle
que yo tenía.
El botín fue considerable. Setenta piezas de artillería, cerca de mil ametralladoras y cinco ambulancias. Asimismo, en Sierra Palomera fue descubierto un inmenso depósito de Intendencia, que acto seguido fue enviado en tren a la retaguardia. El Negus estuvo a punto de caer prisionero y Líster y el Campesino juraron tomar cumplida venganza.
Cosme Vila huyó montado en un camión —atrás, maniatado, mosén Francisco—, mientras Axelrod, que esperaba de un momento a otro el nombramiento a su favor de cónsul ruso en Barcelona, regresaba a esta ciudad menos malhumorado de lo que cabía suponer. También huyeron el coronel. Muñoz, Dimas, Gorki, Ideal y el Cojo. En cambio, el comandante Campos murió. Un cascote de metralla se le incrustó en la espalda, justificando el presentimiento que tuvo desde el inicio de la guerra. Murió a los pies del Seminario, lentamente, dándole tiempo a presenciar los estertores de la batalla. La última vez que abrió los ojos, vio, a pocos metros, una boina roja.
En cuanto a Teo, encontró su fin, cerró su ciclo en Teruel. Cayó prisionero, precisamente en el Banco de España. En sus ruinas se había torcido un pie y no pudo escapar. Su estatura llamó en seguida la atención, así como la hoz y el martillo que por consejo de la Valenciana se había tatuado en el pecho. Su carnet reveló que era de Gerona, por lo que uno de los jefes, que conocía a Mateo, ordenó que el alférez Santos —así era llamado— se presentara para informar.
Mateo acudió al poco rato y apenas vio a Teo no supo si reírse o permanecer serio. El jefe le preguntó si conocía al detenido.
—Desde luego. Hace mucho tiempo. Se llama Teo.
—¿Qué sabes de él?
Mateo no sabia por dónde empezar. Teo lo miraba con los ojos desorbitados.
—Es uno de los jefes comunistas de la provincia de Gerona. Un criminal.
Teo barbotó:
—¡Cabrón!
El jefe trazó una cruz sobre el carnet de Teo. Luego preguntó a Mateo Santos, el flamante alférez:
—¿Tienes cuentas pendientes el?
—Sí.
—¿Quieres fusilarlo?
—Desearía mandar el piquete de ejecución.
—¡Puerco! —gritó Teo. Y escupió.
Lo que más molestaba a Julio al regreso de sus viajes al extranjero era el espectáculo del hambre en la zona «roja». Casi le remordían las excelentes comidas, los exquisitos platos con que se había obsequiado a sí mismo en París, en Montecarlo, en Niza… Julio estimaba consolador que existiesen restaurantes que supiesen distinguir entre coles de Bruselas y nabos. A menudo, en sus pesquisas gastronómicas a lo largo del litoral francés, coincidía con los hermanos Costa, eludiendo sistemáticamente hablar con ellos. Le divertía, esto sí, saberlos agentes del SIFNE. Por otra parte, no era ningún secreto. Los ex diputados izquierdistas actuaban tan a la descarada que cuando en el Negresco de Niza el botones recorría el
hall
del hotel gritando: «¡Espía de Franco al teléfono! ¡Espía de Franco al teléfono!», cualquiera de los dos se levantaba con naturalidad y se dirigía a la cabina telefónica. No era de extrañar que, llegado a Gerona, al policía le encogiesen el corazón las interminables colas de mujeres que aspiraban a un poco de aceite o a unas onzas de azúcar. Doña Amparo tuvo una frase feliz: «Los periódicos siempre dicen “nosotros”, “el pueblo”; pero a la hora de adelgazar, que cada cual se las componga».
El hambre, el hambre individual… Doña Amparo tenía razón y el fracaso de Teruel, cuya importancia, a medida que iba siendo conocida, adquiría caracteres de verdadera catástrofe, desmoralizó más aún a todos aquellos que habían dejado de soñar con las gestas más o menos heroicas y vivían preocupados de modo enfermizo por las menudas realidades de cada día. Si un miliciano llevaba diecisiete horas de guardia en un cruce de carreteras sin ver aparecer el camión del suministro, se convertía en un peligroso esclavo de su yo. Y lo mismo ocurría en el área familiar, La Torre de Babel, que en Abastos palpaba a lo vivo el drama, se indignaba cada vez que oía un discurso sobre el aumento demográfico en las colonias africanas o el imparable levantamiento de los desheredados de América del Sur. El hambre… El hambre y los bombardeos aéreos fueron los dos implacables roedores de la zona «roja».
De hecho, el hambre guardaba proporciones con el número de habitantes, la proximidad de la línea de fuego y la facilidad de transporte. Por ello Madrid padecía más que el resto. Un millón y pico de habitantes, irremediablemente alejada del litoral y de las zonas fértiles ¡y el frente en la propia ciudad! Los madrileños veían pasar camiones y más camiones que se dirigían sin detenerse a las trincheras de la Ciudad Universitaria, donde eran descargados. «El hambre es negra», decía Mayer, en el bar Kommsomol. Y José Alvear, pese a que, según él, «con un chusco podía uno agenciarse la mejor Cleopatra de Madrid», estaba hondamente preocupado y no le gustaba ni pizca que el entretenimiento para la gente, el entretenimiento de sus bocas y estómagos, fueran las avellanas y los cacahuetes.