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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (75 page)

BOOK: Un millón de muertos
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—En estos momentos ya no queda un resquicio por donde puedas pasar.

Ignacio agachó la cabeza. La suerte les era adversa. Miró a su primo y en los ojos de éste leyó lealtad. Aquello le infundió ánimo para ofrecerle la mano, gesto al que José correspondió.

—Así me gusta —dijo José Alvear.

Ignacio tenía la boca seca. Marcó una pausa y finalmente acertó sonreír.

—Es curioso. Odio todo lo que tú representas, pero no te Odio a ti.

—Lo mismo te digo.

Pasó Sigfrido, y al ver las tres barras de José Alvear levantó al puño.

José carraspeó y preguntó:

—¿Está por ahí tu amigo?

Ignacio disimuló su extrañeza.

—Debe de estar en el quirófano. Es anestesista.

—¿Cómo dices?

—Anestesista. El que duerme a los que van a ser operados.

—Ya.

Entonces fue Ignacio quien, sin apenas advertirlo, como materializando un pensamiento hondo, preguntó:

—¿La mujer que está contigo es Canela?

José sonrió.

—No se te escapa nada. Es Canela.

Sin saber por qué, Ignacio se alegró. Sin embargo, añadió:

—Espero que no le contarás nada.

José se encogió de hombros.

—Me ha dicho que te diera recuerdos.

—¿Cómo?

—No te preocupes. Es de confianza. Para hablar conmigo se arrodilla.

Volvió a pasar Sigfrido.

—El del treinta y cuatro te llama —advirtió a Ignacio.

—Allá voy.

—¿Quién es el treinta y cuatro?

—Uno al que llaman Polo Norte.

* * *

La gigantesca operación seria llamada más tarde «batalla de Brunete». Brunete, pueblo a 24 kilómetros al oeste de Madrid. Decididamente, los rusos impusieron su criterio, desechando sin remisión el ataque por Extremadura concebido por el ex presidente Largo Caballero, cuya obsesión era alcanzar la frontera de Portugal. Los rusos prefirieron hundir el frente de Madrid, y encargaron el plan de ataque al general Vicente Rojo. Éste elabore al parecer, un trabajo estratégico de primer orden, que entusiasmó al propio ministro del Ejército, Indalecio Prieto, el cual por unos días relegó a segundo término sus intentos de extender el conflicto internacionalmente. En efecto, el mayor acierto inicia de dicho plan consistió en el factor sorpresa. Por primera vez el Ejército Popular lanzó un ataque sin que el enemigo, a través del SIFNE o por otro conducto, conociera de antemano su intención. El segundo acierto consistió, tal como se rumoreó en el Hospital Pasteur, en la masa ingente de aviación y de baterías artillera puesta en juego, ante la cual los vascos exclamaron: «¡Si nosotros hubiéramos contado con esto!» El resultado de esta combinación fue que, de entrada, el frente «nacional» se hundió. Lo tanques rusos arrollaron las defensas, aplastaron las fuerzas de contención y siguieron adelante. «Las Compañías de Acero cantando a la muerte van.» No parecía que aquellos espantajos pudieran ser detenidos de algún modo y sus conductores soñaban con llegar hasta Navalcarnero y luego a Talavera. A su paso, la mortalidad era terrible. Morían hombres y también briznas de hierba e insectos, los quereres del solitario Dimas. Líster, el general Walter y la XII Brigada avanzaron muy bien hacia los objetivos señalados; no así el Campesino, detenido por el tesón increíble de un grupo de falangistas. «¡Sus, y a por ellos!» «¡Acordaos de Guadalajara!» El desconcierto en las filas «nacionales» se veía agravado por los ataques locales que el general Vicente Rojo había ordenado en todos los frentes secundarios y por el aplastante dominio que ejercían en el aire los aparatos rusos llamado! Curtiss y Ratas. Por añadidura, no existía sino una posibilidad de traer refuerzos: apelar a las tropas del frente Norte, que, alineadas en herradura, se disponían a iniciar el asalto a Santander.

El inicio victorioso de la operación aupó a los soldados del general Rojo. Las banderas bicolor que podían pisotear; los retratos que tiraban por los balcones; las arengas de la Pasionaria que recorría como un gamo las líneas de fricción; el puchero, todavía caliente en las cocinas abandonadas; los yugos y las flechas pintarrajeadas en negro en los muros, eran otras tantas púas que los metían en juego. «¡Sus, y a por ellos!» Ideal y el Cojo se abrazaban y se besaban a cada nuevo mojón de carretera. La caballería internacional, a las órdenes de Alocca, el sastre de Lyón, galopaba con belleza. Los capitanes Alvear y Culebra, que se habían despojado de sus mechas amarillas, se hacían un corte en la muñeca por cada tanque enemigo que ellos o sus hombres conseguían inutilizar, mediante el sistema de lanzar contra las ruedas unas botellas de gasolina y luego una granada de mano. En cuanto el tanque se detenía y empezaba a arder, se acercaban a él y se encaramaban a la torreta con la esperanza de encontrar vivos a los conductores; pero era lo corriente que éstos se hubieran suicidado levantándose la tapa de los sesos.

El Madrid «rojo» exteriorizó su júbilo. «¡Por fin!» «¡Hale, a comer pólvora!» «¡Eh, una de anís en recuerdo de Mola!» Las milicianas subían a las azoteas para oír el lejano fragor de la batalla, y muchas de ellas, que cuando la llegada de los «nacionales» a la Casa de Campo tenían preparados cubos de aceite hirviendo para echarlos sobre los moros y los legionarios, devolvieron, por fin, alborozadas, el aceite a la despensa.

Se rumoreaba que Prieto había salido de Madrid al objeto de seguir el desarrollo de la batalla y que a su lado, en los observatorios, se encontraban André Marty, llamado ya corrientemente «El carnicero de Albacete»; Palmiro Togliatti, llamado Alfredo; el yugoslavo José Broz; el general húngaro Pal Maleter y el novelista alemán Ludwig Renn. No, no se trataba de una tentativa como las anteriores. El recuerdo de Durruti pesaba mucho. Por Otra parte, importaba no confiarse. Las emisoras de Madrid admitían la posibilidad de que el Ejército «fascista» del Sur se hubiera puesto en camino con el propósito de emplear gases asfixiantes. «¡Bah! Habladurías.»

Vale más el correaje

que llevan los milicianos

que la chaqueta de cruces

que tiene Queipo de Llano.

El ególatra Berti envió a Roma un informe conciso, fiel reflejo de la situación, y por otro lado el embajador Von Faupel, al alimón con
Herr
Schubert, envió a Berlín una nota redactada en los siguientes términos: «La superioridad de los rojos es aplastante en material. El mando nacional se ha dejado sorprender. La situación puede ser grave. Es evidente que por primera vez el enemigo da pruebas de disponer de tropas disciplinadas. La operación tiene estilo y revela la existencia de un Estado Mayor competente. Hay que confiar en algún fallo, por ahora imprevisible».

La máquina divulgadora se había puesto en marcha. Las noticias favorables al Ejército del Pueblo se propagaron con traviesa rapidez. A Barcelona y Gerona llegaron gracias a la radio. A Londres, Bruselas y París, gracias a las apresuradas crónicas de Fanny y Raymond Bolen. Todos los corresponsales extranjeros hospedados en el Gaylord's Hotel teclearon en sus máquinas elogiando sobre todo la labor de los tanquistas y de los pilotos aviadores. Bolen dijo: «Los tanques de la República, convertidos en engendros diabólicos, han intervenido, en forma masiva, por primera vez en la historia militar». Fanny describió la labor de los pilotos con frases de este tenor: «En el cielo de Madrid, la “Gloriosa” ha barrido incluso las nubes. En pleno día, se diría que brillantes estrellas van a tachonar de un momento a otro el azul. Mis ojos ingleses, acostumbrados a la niebla, se beben a chorro este azul, como presintiendo para las tropas “leales” un futuro despejado y victorioso».

De entre todos los jefes atacantes, el menos eufórico era el Campesino. Los falangistas que se le oponían, entre los que figuraban Mateo y José Luis Martínez de Soria, seguían apegados al terreno, sin ceder. En su avance inicial, el Campesino había ocupado varios caseríos y una ermita, ermita que sus guerrilleros destrozaron, excepto la campana. Pero «el general» extremeño no conseguía alcanzar los objetivos que le habían sido asignados. Su fusil ametrallador, su «despanzaburros», lanzaba escupitajos. «¡Fascistas! ¡Atrás, atrás!» Confiaba ¡cómo no! en que al final la suerte sería su aliada. «¡He de abrir brecha como sea!» Mil veces preferiría morir antes que continuar estancado, antes de convertirse en el hazmerreír de los internacionales que operaban a sus flancos. «¡Campesino, por allí salen huyendo!» «¿Por dónde?» «¡Por allí, detrás de la colina!» «¡Atrás, mamelucos!»

De hecho, pues, los únicos escépticos en el bando «rojo» eran los hombres que trabajaban en los hospitales de Madrid, lo mismo los de la Castellana que los de los Ministerios, así como los conductores de ambulancias y los camilleros. Dichos participantes en la batalla iban pensando para sus adentros que lo menos que debía admitirse era que los «fascistas» vendían cara su derrota, Ya no podían con sus fuerzas. Cuerpos y más cuerpos llegaban destrozados a los quirófanos. El doctor Rosselló, que había salido de Gerona sin conseguir que sus hijas lo abrazaran, no descansaba un minuto, en el Hotel Ritz, ayudado por los doctores Durao y Vega y por el equipo de enfermeras que encabezaba Canela, si bien ésta, cuando le venía en gana, se escapaba al bar más próximo a tomarse un refresco.

El doctor Rosselló tenía experiencia y en los últimos días había advertido un significativo cambio en el tipo de herido que le llevaban las ambulancias. Gran número de lesiones seguían siendo las propias de soldados que avanzan; pero empezaban a abundar las características de los combates de forcejeo,' reveladoras de potencia similar y aun, en las últimas veinticuatro horas, vio algunos orificios —por ejemplo, en la espalda— que delataban movimiento de repliegue. En vista de ello, y en previsión de un aumento de bajas, evacuaba sin contemplaciones a los heridos leves, para tener siempre camas disponibles, y les decía a sus ayudantes, doctores Durao y Vega: «No estoy muy seguro de que esto termine en victoria».

Y con todo, el hospital mejor situado para calibrar debidamente la marcha y las perspectivas de la operación no era el Ritz, sino el Hospital Pasteur. En efecto, puesto que quienes llevaban el peso de la ofensiva eran las Brigadas Internacionales, éstas sufrían el mayor porcentaje de bajas, hasta el punto que algunos de sus batallones, entre ellos, el Lincoln, habían sido materialmente exterminados.

El doctor Simsley chorreaba más sangre todavía que el doctor Rosselló. Nada pudo hacer para salvar a sus compatriotas canadienses. Su energía, desproporcionada a su cuerpo, más bien raquítico —el rumor de que llevaba en el cerebro una lámina de platino se afianzó más y más—, tuvo que inclinarse una y otra vez ante la fatalidad, ante los corazones que decían: «adiós». Germaine y Thérèse no se movían de su lado. Eran fieles y abnegadas, pero Sigfrido estimaba en poco su trabajo, carente de fantasía, que el enfermero comparaba al de «un zapatero remendón».

Moncho era también protagonista destacado de lo que sucedía en el Hospital Pasteur, y por supuesto, no había perdido la esperanza de que la situación diera la vuelta… Podía decirse que desde el inicio de la batalla apenas si había pegado ojo. Moncho no cejaba anestesiando cuerpos —«un estómago, un pecho»—, haciendo una mueca cada vez que el indicador señalaba que otro hombre acababa de morir. ¿A quién pertenecía aquel cuerpo? ¿Al internacional que, a su paso por Gerona, le echó por la ventanilla la sahariana a Olga? Moncho daba pruebas de una serenidad ejemplar. Tapada la cara con la mascarilla, sus movimientos eran siempre exactos. El doctor Simsley tenía en él la máxima confianza. En el silencio de la sala de operaciones, los brazos y las manos de Moncho trazaban compases de ballet. El éter no lo mareaba. Por el contrario, su mente se clarificaba hasta conseguir un estado casi doloroso de lucidez.

Grave problema, que también a Moncho preocupó, significaba el entierro de las víctimas. Los vehículos, e incluso los buenos caballos, habían sido confiscados para transportar hombres vivos. No cupo más remedio que echar mano de carros retumbantes, carros que, cubiertos por una lona, salían por la puerta trasera del hospital y a la vista de los cuales la gente sospechaba que alguien disimulaba víveres. Los conductores de estos carros, al llegar a un descampado, apilaban los cadáveres en el suelo, y rociándolos con gasolina les prendían fuego. Los perros se les acercaban ladrando y no era raro que, a intervalos, se oyesen explosiones, ocasionadas por las granadas de mano que hubiesen quedado en los cinturones.

También Ignacio estaba presente en el Hospital Pasteur… Casi olvidó sus propósitos de fuga. La batalla de Brunete lo subyugó, constituyendo para él una lección comparable a la que recibió el 19 de julio en el cementerio de Gerona. Sigfrido no se explicaba que la bata del muchacho se le conservase impecable. No sólo Ignacio hacía honor a las clases prácticas que Moncho le dio en el Hospital Clínico de Barcelona, sino que se adaptó con asombrosa rapidez a las necesidades de cada instante y a las tareas que le eran desconocidas, como por ejemplo la de afeitar, antes de las intervenciones, las zonas velludas que debían ser aisladas.

Ignacio se había puesto gafas oscuras, estimando que lo protegían de no se sabía qué. Su pareja en el servicio era Sigfrido, con el que distribuía a los enfermos, según la ficha que éstos traían del frente, o, en su defecto, según diagnóstico hecho a bulto. Clasificación que entrañaba responsabilidad suma, pues en ocasiones el retraso de unos minutos equivalía a la muerte. Ignacio comprobó que a menudo la expresión de los ojos era más orientadora que las palabras. Había ojos que miraban ya desde otro confín, los había sanguinolentos, plácidos, vidriosos. «¡De prisa, camaradas, de prisa!» «¡Salvadme!» También las manos sabían mirar… Las había de veinticinco años que en unos instantes envejecían, y otras, lo contrario, que en plena agonía empezaban ya a reposar. Había manos verdes y violáceas, marmóreas y negras; y muchos cuerpos, en su última sacudida, adoptaban la postura que cerraba el ciclo, la postura fetal.

Ignacio cruzó todos los estados de ánimo imaginables. No siempre se identificó con el dolor ni consiguió diferenciar la política de la misión que le incumbía. Cuando llevaba unas horas sin ver a Moncho se «descristianizaba», según confesó luego. Ahora bien, nunca le tentó el sabotaje, pues la carne era algo más próximo y concreto que los medicamentos del almacén de Pompeya.

A veces oía en su mente gritos de rebelión: ¿Por qué aquello? ¿Por qué le impresionaba más un miembro amputado que un cuerpo entero muerto? ¿Por qué no les llegaba nunca, herido, un aviador? ¡Ah, claro, los aviadores morían sin remisión! ¿Por qué determinados órganos extirpados continuaban latiendo en las palanganas? ¿Eran vidas completas en sí, o sólo pedazos de vida? Los cubos y los rincones del Hospital Pasteur iban colmándose de kilómetros de gasa que ya no era gasa, que era sangre de hombre en trance de coagulación.

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