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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (3 page)

El sepulturero insistió. Le había visto junto a aquel «muchacho seminarista», a quien recordaba pues «durante todo un verano fue al cementerio a diario, lo cual le llamó la atención». Ignacio no conseguía hablar, y no sabía nada del nicho. Entonces el sepulturero le dijo que esperaría instrucciones hasta el día siguiente.

Ignacio inclinó la cabeza y salió del cementerio. Y una vez fuera, reparó en la gran cantidad de huellas que los camiones habían dejado en el asfalto. Luego miró al río y a la izquierda vio la colina de Montilivi, a la que tiempo atrás subió tantas veces y desde cuya cúspide se divisaba el rectángulo entero del cementerio. Por entonces éste le parecía raquítico y, sobre todo, ajeno; ahora sería una habitación más del hogar. También miró a la escuela. Marta no podría imaginar nunca que en aquellos momentos él se encontraba tan cerca, sin fuerza para ir a verla, sin apenas fuerza para mover los pies.

Echó a andar por la orilla del rió, en dirección a su casa. El croar de las ranas comenzaba a encender la mañana y en la frente de los edificios, en lo alto, rebotaban los primeros rayos del sol como disparos de oro. Los muros estaban llenos de carteles; había revolución. Los cuarteles de Artillería, monótonos y grises, parecían acobardados. Por entre los escombros olisqueaban los perros, y una familia de gitanos pasaba lentamente, hacinada en una tartana.

El pensamiento de que debía subir la escalera de su casa llenaba de angustia a Ignacio. De pronto pensaba: ¿Y Mateo? Había huido… ¿Y mosén Alberto? Había huido. Quien no huyó fue César, que nunca habló de conquistar imperios ni de valor.

Entró en la Rambla, que sin las alegres mesas en los cafés parecía inmensa. Llegó frente a su casa y entró en el portal; y en seguida oyó que, arriba, se abría la puerta del piso. Subió, como hundiendo los peldaños uno a uno. Agustín ya no estaba en el vestíbulo, lo había relevado otro miliciano. Nadie lo esperaba en el pasillo, todo el mundo seguía en el mismo sitio, igual que antes, en el comedor. Sobre la mesa, delante de Pilar, un tazón vacío de leche.

Ignacio comprendió que habían estado espiándolo por el balcón y que con sólo verlo comprendieron lo que había sucedido. Entonces entró en el comedor y, sin decir nada, con una sequedad interior que casi le dio miedo, depositó en la mesa, sin hacer ruido, la cadenilla de César y la medalla. Todo el mundo, al ver brillar aquello se incorporó, como tocado por un resorte. Pero Carmen Elgazu lo hizo de tal manera, que se anticipó a los demás, consiguiendo apoderarse ella de la reliquia. Acto seguido, Ignacio se acercó por detrás a su madre y la abrazó, besándole los cabellos una y otra vez, sin cansarse.

Capítulo II

Varias personas, en la ciudad, entre las que permanecieron adictas al Gobierno de la República, se sentían desbordadas y presas de la más honda irritación. En primer término, los tres militares profesionales: el general, el coronel Muñoz y el comandante Campos. El general, que había prohibido a sus hijas que salieran de casa, ni siquiera gritaba «¡A la cárcel toda esa chusma, a la cárcel…!» A no ser porque le repugnaba sinceramente lo que la sublevación significaba, lo hubiera abandonado todo y se habría ido a descansar a su tierra, la provincia de Alicante, o a Barcelona. Por su parte, el coronel Muñoz y el comandante Campos confesaban que jamás imaginaron que el odio humano pudiera alcanzar tales extremos. Con ironía amarga le recordaban a Julio García el consejo que éste les había dado repetidas veces: «¡No queda más remedio que armar al pueblo!» Julio García replicaba que él les había aconsejado armar al pueblo antes de la sublevación militar, cuando no se había producido el choque. «Entonces todo hubiera sido distinto.»

Por otra parte, lo que mayormente irritaba a los tres militares era lo que ellos llamaban la «angelical inconsciencia» del Comité, del pueblo e incluso de la prensa y las radios, controladas por el Gobierno. Eh efecto, no comprendían que la preocupación máxima, excluyente, no fuera la muy elemental de canalizar los esfuerzos hacia la sofocación total de la sublevación militar. Dedicarse al asesinato y al expolio mientras los rebeldes no sólo se afianzaban en sus veintitrés capitales de provincias conquistadas inicialmente, sino que partiendo de ellas avanzaban en algunos puntos sin encontrar, ¡cómo iban a encontrarla!, resistencia organizada, era una locura suicida. El general le había dicho textualmente a Cosme Vila, por teléfono, la única vez que se dignó hablar con él: «En vez de redactar listas para el paredón, debería usted devolverme los soldados licenciados e indicarme el número de voluntarios con instrucción militar que podría poner a mis órdenes».

Los tres militares, claro es, contemplaban los sucesos desde un ángulo muy particular: desde un ángulo en el que se veía el mapa de España. Habían incluso clavado en este mapa unas cuantas banderitas. Y la conclusión fue que, aun cuando los territorios en poder del enemigo eran los más pobres y atrasados de la nación —tema de meditación que podía brindárseles— y en kilómetros sumaban menos de la mitad de la superficie total y en número de habitantes un tercio, todo indicaba que en ellos el mando estaba organizando disciplinadamente, según las eternas leyes del arte de guerrear. Esto tenía, a su entender, una importancia capital. En opinión del general, lo más urgente era impedir que el enemigo siguiera recibiendo refuerzos de África, de las bases de Marruecos, y no comprendía cómo el Gobierno, en vez de proyectar infiltraciones en lugares secundarios, no situaba en Málaga y costas adyacentes toda la Escuadra disponible, apoyada por escuadrillas de aviación que vigilasen día y noche el Estrecho de Gibraltar. El general había mandado en este sentido cinco despachos a Madrid, sin obtener respuesta. Julio García le preguntó:

—¿Adónde mandó usted esos despachos?

—Al Ministerio de la Guerra.

Julio encendió un pitillo.

—No creo que haya allí nadie que sepa escribir.

Los tres militares comprendían que el objetivo primordial de los sublevados, el único que podía salvarlos, era conseguir formar un frente continuo a lo largo de la frontera de Portugal. El propio Queipo de Llano, a quien el coronel Muñoz, que lo conoció en otros tiempos, consideraba un fanfarrón, lo declaraba noche tras noche: el día que su columna del Sur, que además de dirigirse hacia Huelva subía en dirección Badajoz, consiguiera enlazar con las tropas que a las órdenes de Mola bajaban del Norte, todo habría dado la vuelta. Era cierto. Entonces, la sorpresa de aquellos pobres milicianos de Gerona, que porque cada noche cortaban en flor unas cuantas vidas indefensas se creían los amos del mundo, iba a ser mayúscula. La aventura se convertiría en guerra, en una guerra despiadada. Tendrían que aprender de nuevo a saludar militarmente, tendrían que olvidar el «¡Salud…!» y volver al «¡a sus órdenes!» que tanto les sacaba de quicio. Por otra parte, el resultado final de la lucha sería desde aquel momento imprevisible y todo dependería en última instancia de si el Gobierno de la República estaba definitivamente en manos de locos o conseguía imponer su autoridad. Porque los recursos propios eran abundantes. Con el oro podían comprar, en efecto, armas, y parecía segura la ayuda de unas cuantas grandes potencias —mejor dicho, de los Frentes Populares de unas cuantas grandes potencias—, así como de la Unión Soviética. Esto, bien llevado, reorganizando los mandos de Tierra, Mar y Aire, podía ser suficiente. Ahora bien, no podía olvidarse que el mismísimo comandante Martínez de Soria, jefe rebelde de la plaza, antes de las elecciones había hecho un viaje a Roma. Es decir, que por su parte los sublevados obtendrían a no dudar —tal vez en aquellos momentos se estuviesen ya beneficiando de ella— la protección de Hitler y Mussolini y acaso de la más importante todavía, desde el punto de vista estratégico, del gobierno fascista de Portugal.

Julio García, por su parte, era otra de las personas desbordadas y vivía unas horas que podían contarse entre las peores de su existencia. Julio García entendía que, aparte las razones militares, abrumadoramente lógicas, expuestas por sus jefes amigos, el Gobierno, desde el punto de vista psicológico, estaba tirando por la borda la adhesión de importantes masas del país. Tan sólo con respetar las vidas y la propiedad privada, la nación, repudiando unánimamente a los rebeldes rebeldes, ¡habría forzado a éstos a abandonar la partida…! Ahora el Gobierno se creaba multitud de enemigos, con la carga ofensiva inherente a la desesperación. Por otra parte, doña Amparo Campo tenía apabullado al policía. Los acontecimientos la habían exaltado de tal forma, que la mujer de Julio empleaba un lenguaje parecido al de las radios facciosas y afirmaba que con sólo salir al balcón, experimentaba náuseas. Ella siempre aspiró a subir cada día más en la escala social, a sentar a la mesa personas de la categoría del doctor Relken, de los arquitectos Ribas y Massana, del coronel Muñoz. ¡Ahora, el último huésped había sido Murillo, con su bigotazo, y esperaba de un momento a otro tener que asar un pollo para el Cojo…! «Todo esto es una vergüenza, y si fueras lo que presumes… confesarías que te has equivocado y nos marcharíamos al extranjero.»

El policía, en su casa, acariciaba a Berta y en el despacho veía descender la nieve en el pisapapeles. Estaba obligado a admitir que las palabras de su mujer, ¡por una vez!, encerraban su porción de verdad. Tampoco a él le gustaba salir al balcón. Humanamente, ¿a qué engañarse?, era poco sentimental y le dolían menos que a otros ciertas ausencias; pero la crueldad gratuita le traía a mal traer y le humillaba el haber fracasado en sus intentos de frenar a los jefazos de aquella locura. Tal vez Canela acertaba cuando le decía: «¿No crees que a ti te corresponde el otro bando? ¡No seas mentecato! ¡Grita “Viva la Inquisición”!»

Sin embargo, ¿cómo luchar contra el temperamento? El temperamento era uno mismo, la persona. Con sólo ver a «La Voz de Alerta» se le secaba la saliva; en cambio, veía a Blasco y le daban ganas de ofrecerle el pie y decirle: «Anda, límpiame esos zapatos…» ¡E imaginarse al diablillo de Santi durmiendo en la biblioteca del Casino, recostada la cabeza sobre tres almohadones, le producía, por encima de las ideas, un extraño placer! No, no era fácil saber cuándo se acierta, cuándo se yerra y menos aún hasta que punto se es responsable. Y, por descontado, él no podía rectificar. Su puesto estaba allí, esperando, hasta ver la dirección definitiva que en los próximos días tomaban en el mapa las banderitas de sus tres amigos militares. Cuando el horizonte se aclarase en uno u otro sentido, tomaría una determinación. Entretanto, ¿qué más quería su mujer? Se esforzaba en ayudar. Había recogido bajo su propio techo a la sirvienta de mosén Alberto. Gracias a una advertencia suya, los arquitectos Massana y Ribas habían salvado el Palacio Episcopal. ¡Gracias a otra advertencia suya el comandante Martínez de Soria y sus diecinueve cómplices vivían aún! «Ya ves, Amparito… Me convierto en un agente contrario a mí mismo.»

Fuera de eso, a juzgar por las noticias que llegaban de la zona ocupada por los rebeldes, quedaba claro que entre las gentes de «guante blanco» las cosas no andaban mejor. Su mujer no veía sino la facha, y por eso medía con distinto rasero al teniente Martín y al barrigudo Gorki. Pero era el caso que en Castilla, en Navarra, en el Sur, los falangistas, los requetés, ¡para no hablar de los moros…!, estaban cometiendo los mismos horrores, a las mismas horas y con idéntica saña que sus adversarios en Gerona. Lo cual no era de extrañar, pues la raza era la misma, como muy bien había comprobado el doctor Relken midiendo cráneos aquí y allá. La única diferencia estribaba en que, en vez de don Pedro Oriol, quien en la zona rebelde caía acribillado era cualquier dirigente republicano, o un obrero con carnet antiguo de un Sindicato. Tal vez en Valladolid dispararan con más elegancia: peor para ellos… El léxico empleado —el léxico de Mateo— sería más fino: mayor responsabilidad. ¡Oh, seguro que en Pamplona los piquetes se alineaban invocando a Cristo Rey! Era cosa de imaginar lo que hubiera sido de su propia piel de policía si el comandante Martínez de Soria no se hubiese rendido. ¡Logia Ovidio! Suficiente para que doña Amparo Campo conociera para siempre lo que significaba la soledad.

David y Olga, otras personas desbordadas, se movían con ánimo también complejo en medio de aquel huracán desencadenado. Su visita de pésame a los Alvear tuvo un final desagradable: Ignacio, cortés al principio, de pronto se levantó y salió de casa dando un portazo. En la pared de la Escuela, varios antiguos alumnos, tal vez aquellos que leían Claridad, habían escrito en letras monumentales: «Herejes del mundo, uníos». Durante el día, los ojos de los maestros rondaban buscando afanosamente alguna suerte de coherencia en lo que ocurría. Y a menudo se declaraban derrotados. En cuanto a la noche, era peor aún. Desde la habitación que ellos ocupaban en la Escuela —no así desde la cocina, donde Marta dormía—, los disparos del cementerio se oían con penosa rotundidad. Debían de rebotar contra los nichos y desde allí atravesar aparatosamente los cristales de la habitación de los maestros.

Desde luego, David y Olga no se hacían a la idea de que gente de un mismo lugar, que bebía el mismo aire y asistía a la emigración y regreso de los mismos pájaros, albergara en su alma especies tan irreconciliables. Sentados en el bordillo del surtidor del jardín, se miraban como siempre ellos dos se habían mirado, y cada uno buscaba en el otro la justificación de las manchas de sangre. Con Julio no habían cambiado impresiones, pero sí con Antonio Casal, quien opinó que en los comienzos de toda revolución el espectáculo inmediato, que es de muerte, impide calibrar los beneficios que dicha revolución traerá consigo en lo futuro. Tesis —subrayó el jefe local de la UGT— que sin duda esgrimieron los cristianos en sus famosas cruzadas. «¡Vamos, digo yo!»

David y Olga se mordieron los labios y asintieron. Casal, que cada día les pedía más y más ayuda, más y más amistad, tenía razón. ¿Por qué crearse nuevos fantasmas? De hecho, los tres militares profesionales, al considerar que el enemigo seguía siendo uno: «la sublevación fascista», daban muestras de serenidad y de capacidad de síntesis. Sí, ahí estaba el absceso, el tumor, ahí In lucha a cara o cruz, a cuyo respecto Olga no podría olvidar jamás, que ya en octubre de 1934 el comandante Martínez de Soria la mantuvo cuatro horas de pie, interrogándola.

Por otra parte, ¿había diferencia apreciable entre los milicianos que en Vich jugaban al fútbol con el cráneo del Obispo Torras y Bagés, y «La Voz de Alerta»? ¿No sería éste capaz de jugar al fútbol con los cráneos de los mártires del pueblo Galán y García Hernández, a los que, según noticia, los rebeldes de Huesca habían desenterrado para volver a fusilarlos? Cuidado con los espejismos… Cuidado con la inhibición. A caballo de la inhibición, un din podían ver entrar por la puerta de la Escuela a un mocetón navarro con la bayoneta calada o a un siervo de Alá con la gumía entre los dientes.

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