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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (8 page)

BOOK: Un millón de muertos
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El trayecto al amanecer era distinto. En las calles de Gerona la revolución dormía; en las afueras, lo contrario. En las afueras los cadáveres de turno se hacían visibles a los conductores de camiones, a los gitanos y a los labradores que pasaban en carro o en bicicleta. Al amanecer, en las calles de Gerona había silencio y leves escalofríos en la espina dorsal. Matías, invariablemente, aparecía en la puerta de Correos a las seis y tres minutos, e invariablemente su expresión era de gozo y casi de gratitud, pues allí estaba Ignacio esperándolo, jugando a no pisar las ranuras del empedrado o mirando distraído el león de cobre en cuya boca los gerundenses desde tiempo inmemorial echaban las cartas.

—¡Hola, hijo!

—¡Hola, padre!

Se hablaban poco. A veces, de pronto, pasaba raudo un coche con los fusiles apuntando a los primeros pisos de las casas, o en el puente los paraban los milicianos: «¡Documentación!» Matías se mordía los labios y enseñaba su carnet. Ignacio enseñaba el suyo. Inesperadamente brotaba de cualquier edificio un himno revolucionario. Los himnos eran la pesadilla de Matías, sin distinción; Ignacio, en cambio, matizaba. Le repugnaban todos excepto
A las barricadas
. Este himno, sin saber por qué, le penetraba con fuerza, como si le removiera algo muy hondo. Luchaba contra ello, y no se lo confesaba a nadie; pero así era.

La noche del cuatro de agosto ocurrió algo imprevisto. A la ida los cachearon, y la atmósfera olía a pólvora. Se decía que aviones «fascistas» bombardearían la ciudad, que iban en busca del polvorín y del puente ferroviario. La gente no sabía si encerrarse en casa o lo contrario: eran neófitos de la guerra. Ignacio acompañó más que nunca a su padre a Correos y éste le dijo al despedirse: «¡Cuidado!»

A la salida, Ignacio reconoció, aparcado en la esquina, el «Balilla» que fue de don Santiago Estrada y que ahora pertenecía a David y a Olga. Vio perfectamente a la maestra y cómo ésta le hacía una seña invitándole a subir. Ignacio, de una manera ostentosa, tomó la dirección contraria. El coche arrancó, se puso a su lado y la voz de Olga resonó con claridad: «Ignacio, tenemos que hablarte». Ignacio siguió su camino y se internó en el parterre de la plaza de Odesa, donde el tránsito rodado estaba prohibido.

El muchacho aceleró y dio un gran rodeo al objeto de despistar a los maestros. En el local del Partido Comunista había más luces que de ordinario, más banderas, y los gatos miraban desconfiados en todas direcciones y daban carrerillas inesperadas.

Por fin Ignacio se dirigió al puente de las Pescaderías y allí so detuvo un rato, mirando los reflejos del agua. Ahora no tenía prisa. Ahora sentía la necesidad de encender un pitillo y caminar con lentitud, como si se despidiera de cosas amadas. Pensó en David y Olga. ¿Cómo era posible que se hubiesen distanciado de él de un modo tan concluyente? Fueron amigos, lo fueron los tres, amigos entrañables. Habían pasado juntos horas y días queriéndose e interrogando al mundo con sutileza. David y Olga habían Influido poderosamente en él, en su desarrollo. A ellos les debía la posibilidad de simultanear acto y comentario y la evidencia de que el hombre vivía rodeado de secretos. Pero, de repente, extraños himnos cruzaron la ciudad. Himnos de desafío, en honor de palabras opuestas. Entonces todo se trastrocó e Ignacio vio y oyó a Olga en lo alto de la Rambla gritándoles a unas monjas: «¡Cochinas!» porque iban a votar, y oyó de labios de David: «La mitad de los hombres morirá para que la otra mitad pueda vivir». Se estableció un contagio vertiginoso y sin piedad. «Olga, en el interior de mi mente, tú eres a veces mi mujer.» Un día Ignacio le habló a Olga de esta manera, cuando el muchacho estudiaba aún el Bachillerato. Sin saberlo, estaba enamorado de la maestra. La mano se le iba hacia la cabeza de Olga para acariciarle los lisos y brillantes cabellos negros. Y ella con los ojos se dejaba querer. Ahora todo se había esfumado y no quedaba rescoldo ni tan sólo un reflejo en el agua del río. Ahora la proximidad de los maestros inspirábale repugnancia, como si perteneciesen a especies distintas. ¿Qué esperaban David y Olga? ¿Por qué cruzaban cien veces al día la ciudad? ¿Qué suerte de purificación podía caber al término de aquel mar de sangre? ¿Por qué David había aceptado formar parte del Comité? Ignacio tenía calor. Desde el puente veía el balcón de su casa, el que daba al río. Veía la luz interior, pues en previsión de los «pacos» estaba prohibido correr las persianas o cerrar los postigos. En aquel piso César amó, en aquel piso él seguía queriendo a César, a sus padres y a Pilar. ¿Por qué los maestros exhibían aquellas cazadoras y Olga llevaba un pañuelito rojo en el cuello?

Bajó los peldaños del puente y salió a la Rambla, a cincuenta metros de su casa.

—Ignacio, sube… Tenemos que hablarte.

Era el «Balilla» de David y Olga. Se le habían anticipado, lo estaban esperando. Siguió sin hacerles caso.

—Es de parte de Marta, haz el favor.

Ignacio se detuvo. Olga había abierto la puerta, estaba fumando. ¿Desde cuándo fumaba? En el parabrisas colgaba un monigote de paja, un arlequín. Ignacio tiró la colilla y Olga tiró también la suya.

—Anda, no seas testarudo.

Ignacio miró hacia el balcón de su casa. Pilar estaba allí, esperándolo…

—Me están esperando.

—Será breve.

Ignacio subió al coche, a la parte trasera, y el coche arrancó. Les manos de David, pegadas al volante, le sorprendieron. El perfil de Olga seguía teniendo autoridad.

David dijo:

—Antes de hablarte de Marta… ¿Tenemos alguna posibilidad de que sigas considerándonos amigos?

—Ni la más remota.

David hizo una pausa.

—De acuerdo. Está bien.

Olga rectificó.

—No, bien, no. Está mal. —Luego añadió—: Peor que mal. Ignacio hizo una mueca, como si se limpiara los dientes, y luego dijo:

—Si pudiéramos abreviar…

David asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que había tomado por la carretera del cementerio, y sin avisar dio un viraje brusco.

—¿Qué te pasa, David?

—Nada.

Tras perfecta maniobra entró en la calle de Albareda, hasta detenerse en la plaza del Ayuntamiento.

—Aquí estaremos más tranquilos.

En efecto, no pasaba nadie y los arcos comunicaban a la plaza una particular intimidad. El coche aparcó a unos veinte metros de lo que fue el Museo Diocesano, y segundos después se inmovilizó el arlequín del parabrisas.

—Marta dice que la saques de allí. Que no puede más… —David hizo una pausa y por el espejo retrovisor miró a Ignacio.

—Conste que lo ha pedido ella. —Olga tomó otro pitillo—. Tú tienes la palabra.

Ignacio arrugó el entrecejo. Por un momento se desanimó. ¡Minuto a minuto tomando determinaciones! Intentó hablar, y la voz le falló. Carraspeó y dijo:

—Tendré que hablar con ella.

—Imposible. Ya te dijimos que no puede ser. No queremos que te vean en la escuela.

—Pues tendréis que pasar por ello.

Olga se volvió un poco. Al ver la cara de Ignacio pensó: «Ignacio está sufriendo». Y ello matizó la voz de la maestra.

—¿Por qué no nos ayudas un poco, Ignacio? Todo esto es doloroso, terrible. Lo sabemos como tú. ¿Por qué no nos ayudas?

La voz de Olga le llegó a Ignacio envuelta en el humo del cigarrillo que la maestra fumaba. Un humo negro, fuerte, desconocido.

—¿Qué tabaco es ése? —preguntó Ignacio, tosiendo.

Los maestros guardaron un segundo de silencio.

—Lo siento, Ignacio —contestó Olga—. Es tabaco ruso.

Se volvió hacia el muchacho simulando naturalidad.

—Emboquillado, ya ves, para que pueda ser fumado con el guante puesto.

Ignacio comprendió que debía dominar su nerviosismo, que debía hacerlo en honor de Marta.

—Decidle a Marta que mañana irá Pilar a verla —se aflojó el nudo de la corbata—. Pensaré qué debo hacer.

Se les acercaron unos milicianos y al ver la bandera de la UGT en el radiador prosiguieron su camino saludando con el puño en alto. Ignacio carraspeó de nuevo.

—Eso del bombardeo de esta noche es una invención de Cosme Vila —le dijo David—. Por ahí estáte tranquilo.

Ignacio mintió.

—Ya lo estoy.

La cabeza de Olga se volvió enteramente hacia Ignacio. Los ojos de la maestra se derramaron por el rostro del muchacho. Ignacio los sintió como puede sentirse una verdad.

—Ignacio…, ¿no podemos ser amigos? Nos haces falta… —Ignacio miraba la manecilla de la puerta—. Dudamos mucho, ¿sabes? En realidad… no estamos seguros de nada.

—Con permiso, me voy —dijo Ignacio. Y se anudó la corbata.

—En todo caso te irás sin mi permiso —le retó Olga.

Ignacio mudó de expresión, se encolerizó súbitamente.

—Pero ¿se puede saber qué es lo que queréis? —Pegó un manotazo en el respaldo delantero, en el que David y Olga estaban apoyados—. ¿Qué queréis de mí? ¿Que te abrace? ¿Que abrace a David, flamante miembro del Comité Antifascista de esta inmortal ciudad?

La cara de Ignacio por un momento se desencajó. Y también la de Olga. En cambio, David se mantuvo sereno.

—Si mal no recuerdo —dijo el maestro—, no fue ningún miembro del Comité quien declaró el estado de guerra.

Ignacio miró con insolencia la nuca de David.

—Ya sé —replicó—. Me conozco la historia. Eso es lo que dice
El Demócrata
y lo que contáis a los periodistas extranjeros. Pero yo soy de aquí y he vivido minuto a minuto todo esto.

—También conocemos de pe a pa vuestra versión, la de las radios militares —dijo Olga—. Se sublevaron ellos para anticiparse, porque en noviembre iban a hacerlo los comunistas.

Ignacio asintió.

—Da la casualidad de que esa versión es la verdadera.

David se puso de perfil, sereno como antes.

—¿Y cómo puedes afirmar eso? ¿Te lo ha dicho algún jefe? ¿Te lo ha dicho Stalin? ¿Y precisamente en noviembre?

Otra bocanada de humo invadió a Ignacio y el muchacho la ahuyentó con la mano como si ahuyentara una mosca.

—¡Tira eso, Olga, por favor! Tira ese pitillo…

Olga obedeció. Luego se volvió hacia Ignacio. Su cara se apaciguó. En tono insólitamente dulce, dijo:

—Es la primera vez que me llamas Olga…

Al oír esto, Ignacio sintió ganas de quedarse. No supo lo que lo ocurrió. Le invadió una especie de curiosidad voluptuosa. No era la primera vez que la proximidad de Olga mudaba en un instante su estado de ánimo. Una tarde, poco antes de terminar el Bachillerato, Ignacio en la escuela no hacía más que reír; bastó que Olga se plantara delante de él y le preguntara: «Sé sincero, Ignacio. ¿Qué te gusta más, reír o llorar?», para que el muchacho se desconcertase y se sintiera en condiciones de padecer en sí todas las penas del mundo.

En esta ocasión, sin embargo, influyó mucho el admirable control de David. La desazón de Ignacio no podía consentir que el maestro hablara, sin excitarse, de Stalin, del Comité y de las invenciones nocturnas de Cosme Vila. Rebaños de palabras pronunciadas entre los tres en la época de su amistad, caravanas de pensamientos elaborados con esfuerzo común vinieron a la mente del muchacho. Ignacio olvidó su prisa, olvidó incluso que Pilar estaba aguardándolo en el balcón.

—Lo que más me duele —empezó, como arrastrando las sílabas— es saber que cuando habláis de vuestro afecto sois sinceros.

—¡Caramba! —exclamó Olga.

—Sí, así es. Preferiría que fuerais unos farsantes.

David tocó un momento la llave del coche.

—Eso es un hermoso cumplido.

Ignacio añadió:

—Me duele, porque vuestra sinceridad demuestra precisamente hasta dónde llega vuestra obcecación. Habéis elegido un camino —volvió a arrastrar las sílabas— y para seguir adelante barreríais lo que fuera… Hasta os barreríais el uno al otro si hiciese falta.

A Olga se le escapó un comentario frívolo.

—Eres tú quien barre nuestra amistad.

Ignacio se encolerizó.

—Por favor, Olga. Pasarse el día con el puño en alto significa barrer mi amistad. Poner cruces en una lista de «facciosos» significa barrer mi amistad hasta el fin de los siglos.

David intervino.

—Calma, Ignacio. No hemos puesto ninguna cruz en ninguna lista —afirmó—. Ten calma…

Ignacio sonrió y se llevó a la boca otro pitillo, encendiéndolo temblorosamente. Dio la primera chupada y al momento Olga deslizó la mano y se lo robó con limpieza de los labios para fumarlo ella.

Ignacio la miró, se contuvo y se dirigió a David.

—Se pueden poner cruces por complicidad… —dijo Ignacio, en tono firme—. Seguramente no habéis puesto ninguna con vuestra propia mano y es probable que nunca apretéis el gatillo de un arma; pero sois cómplices. —Se detuvo—. Sois cómplices de la sangre que nos salpica a todos.

Las manos de David se inmovilizaron en el volante.

—¡Ignacio, modérate! —David iba a añadir algo más, pero en el acto le sucedió lo que a Olga: por el espejo retrovisor vio los ojos, coléricos y tristes, del muchacho y pensó: «Ignacio está sufriendo».

David afirmó.

—No somos cómplices de nada. Somos los mismos de antes.

—¡Ya lo sé! —exclamó Ignacio—. Inseparables, perfectos… La pareja íntegra.

—¿Qué hay de malo en ello?

Llegados a este punto, Ignacio se transformó, como en el piso de la Rambla se transformara un día con ocasión de aquella visita de mosén Alberto. Pareció dispuesto a soltar todo lo que llevaba en el buche, y así lo hizo, ante la dolorosa perplejidad de David y Olga.

—Ser íntegro puede ser algo malo, David… —comenzó—. Los dos lleváis años marcando la pauta en el barrio y casi en la ciudad. Vuestra actitud es ley para muchos; en tiempos, lo fue incluso para mí. De modo que si Olga abofetea a una monja en la Rambla, automáticamente el pobre Santi, y con él todos los pobres Santi que hay en Gerona, y los hay a montones, descubren no sólo que las monjas pueden ser abofeteadas, sino que debe de ser higiénico hacerlo, una medida de seguridad. Y ahí se inicia la cadena…, cadena que en un país como el nuestro desemboca fatalmente en el fusil. Todo cuanto os diga sobre lo que yo os he querido, sería poco. Os adoraba, como ahora adoro a mis padres y a Pilar. Cada noche iba corriendo, saltando, a veros a la escuela y cada noche regresaba a mi casa pensando haber aprendido algo fundamental. Fue en la UGT donde empecé a sospechar que debajo de vuestro socialismo y de vuestras teorías latía un gran resentimiento. Las elecciones de febrero confirmaron mis. Amores; y ahora, ya veis… De un lado para otro con pañuelito rojo en el cuello y conduciendo un coche robado. ¡Oh, sí, han ocurrido muchas cosas desde que en San Feliu de Guixols, entre lea pinos, les inculcabais a los alumnos que el olor de la cera es detestable! Habéis recorrido un largo trecho… Toda la vida clamando contra los fanáticos —¡cuidado con Mateo, cuidado con «La Voz de Alerta»!— y ahora vosotros lo sois más que nadie. Adorando la libertad, y he ahí que no permitís que vuestros enemigos puedan ser enterrados con ataúd y los acorraláis de tal modo que ni siquiera se atreven a ir sin escolta a trabajar. ¿Y todo para qué? No lo sé. ¿Qué esperáis que haya al final de estas banderas? ¿Un mundo mejorado? ¿Algún día Cosme Vila será mejor, le será el Responsable? ¡Ale, contestadme! Aquí tenéis, detrás de Vosotros, a un muchacho de carne y hueso que tiembla. No se trata de una pizarra verde ni de un manual de pedagogía; se trata de un hombre que está dispuesto a escucharos. Pero no podréis Contestarme. Lo adivino en vuestra actitud. Sí, lo adivino porque hay noches así, como esta de hoy, transparentes, noches que la gente sale en camiseta a la calle. De todos modos ¿por qué desgañitarme? ¡Habéis ya elegido, como elegí yo, como eligió César! El individuo ha dejado de contar para vosotros, sólo cuenta la colectividad. La ley del número uno os importa menos que las noticias favorables que pueda vomitar la radio. Éste es el alud que todo lo arrastra. Ninguno de vuestros compinches, de vuestros compañeros de revolución, lleva sombrero y los arquitectos Massana y Ribas disimulan incluso que son bien educados. ¿Qué sucede?, decídmelo. ¿Todo esto tendrá un día otro nivel? Si Dios no existe, ¿cómo será posible semejante milagro? ¡Herejes del mundo, uníos! ¡Todos los que trabajáis en las minas, en el campo, en el mar, uníos! ¡Uníos todos los que sufrís, los que os sintáis befados o injuriados! Es inaudito que no os deis cuenta de que se sufre por turno y de que lo que es injuria para mí no lo es para Padrosa o para la Torre de Babel. ¡Oh, no, no os impacientéis! Y, por favor, Olga, deja en paz a ese monigote… Voy a terminar. Sin embargo, antes quiero deciros una cosa, exponeros la razón que me ha movido a acusaros en esta noche bochornosa. No se trata de una idea, sino de un hecho, de un hecho vivido por mí en la primera madrugada: en el cementerio, bajo una luz gris, vi, alineados, cien cadáveres, y uno de ellos era el de César… ¡No, no insistiré sobre el particular! Sólo quería recordaros el número: ciento. Naturalmente, soy muy joven aún y, como veis, estoy demasiado triste para dedicarme a profetizar. Sin embargo, amparándome en lo que César, mi hermano, me dijo un día: «Ignacio, lo que más me hace gozar es sentir que amo», me atrevería a anticipar que, puesto que el camino que recorréis, ¡Dios sabrá por qué!, está teñido de rojo, lo más probable es que en fin de cuentas salgáis derrotados. Y no me refiero a la lucha, a la guerra, pues esto es imprevisible; quiero decir que perderéis vuestra felicidad.

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