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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (12 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Muchos taparrabos…, ¡qué importaba! Alpargatas abiertas…, ¡el detalle carecía de valor! Los camiones estaban allí, veintidós, en lila india. Habían sido requisados en los garajes y ahora los inmensos árboles de la Dehesa parecían extender sobre ellos su malla protectora.

Holgaba registrar nombres: todo ello se haría en Barcelona. El momento de recibir el plato de aluminio, la cuchara y la cantimplora fue emocionante para todos. Los tres adminículos situaron a los milicianos más directamente que el fusil, al que ya estaban acostumbrados. ¡Ah, el repiqueteo del aluminio bajo los millones de hojas verdes! ¡Y qué amistades se liaban en un santiamén!

—Tú… ¿Vamos juntos?

—¿Por qué no?

—Me llamo Lucas.

Se oían risas, y aquí y allá había milicianos que soltaban por su cuenta y riesgo largos discursos. Eran los que querían sobresalir, zafarse del anónimo. «¡El que no quiera jugarse esto —palmada en la mejilla—, que se vuelva a casita!» «¡A mi mujer la he dejado con un candado entre las piernas! ¡A ver si no!» Había milicianos que iban recorriendo los grupos, estrechando la mano de los desconocidos. Un muchacho con peras, ligeramente jorobado, iba preguntando a unos y otros: «¿Qué sucedería en el mundo si de pronto resultase que todo el dinero es falso?» Y otro decía a los que iban llegando: «Pues a mí, sólo me interesa Hernán Cortés».

No se veían tantas mujeres como los comentarios del general y del coronel Muñoz hicieron suponer. De los pueblos habían bajado un par de docenas, con mejillas como manzanas y mono azul, con pantalones muy anchos. El gorrito era arbitrario. A unas les sentaba muy bien, a otras muy mal. El Cojo deambulaba a su alrededor pellizcándolas. «¡Eh, so bruto! ¡Que tengo dueño!» El Cojo pensaba: «¿Cuándo seré yo dueño? ¿Cuándo?»

De Gerona destacaba la Valenciana, pegada a Teo; Marche, la hija mayor del Responsable, pegada a Porvenir; Canela, que aceptó sin titubeos la invitación de Murillo y que arrastró consigo otras seis prostitutas. También se incorporaron unas diez sirvientas que por desaparición de sus amos habían quedado libres, entre las que destacaba la que sirvió en casa del notario Noguer. Se llamaba Milagros y, pese a ser andaluza, era alegre como unas castañuelas. Milagros no quiso aceptar ningún hombre tan de prisa, a tontas y a locas. «Cuando estemos donde hemos de estar, veré si encuentro lo que busco.»

Las mujeres, al recibir el fusil, se transformaban. Y ninguna de ellas daba la impresión de que con él iba a atacar; todas parecían destinadas a defenderse.

Cada miliciano conocía su verdad íntima y a medida que se aproximaba el instante de la marcha sentía a flor de piel el escalofrío de lo que imprime un nuevo rumbo a la existencia. Y además, el escalofrío de lo histórico. Quienes se quedaran en Gerona, quienes no iban a combatir por las tierras de Aragón, ya no respirarían del mismo modo, serían distintos y notarían la extirpación. Todo lo referirían, aun sin querer, a los milicianos del frente. Si hacía calor dirían: «Por Aragón se estarán achicharrando». Si hacía frio dirían: «Figúrate a la intemperie, en Aragón». Cuando la luna llegara del vientre de Dios a poetizar los sueños de los hombres, pensarían: «Aragón bajo la luna debe de estar precioso».

Y cuando
El Demócrata
y
El Proletario
publicasen el primer parte de guerra… Y cuando llegara a Gerona el primer ataúd…

A última hora, las familias se desvivieron. «Pide lo que quieras, hijo, lo que te haga falta. Te mandaremos paquetes.» «¿Paquetes? ¡Bah!» «Escribe, hijo, escribe. Ya sabes que…» «Escribiré, no os preocupéis.» «Y no te arriesgues sin motivo, que tú…» «Siempre hay motivo para arriesgarse, pero ya os dije que no os preocupéis.» Porvenir, dando órdenes desde lo alto de un camión, se daba cuenta de que todos juntos vivían una alegría difícilmente repetible.

Entre la masa de hombres, alrededor de quinientos, había unos cuantos cuya situación era particular. Por ejemplo, Dimas, de Salt. Dimas se alistó. No conseguía quitarse de la cabeza «lo del seminarista». Se sentía molesto, y la posibilidad de cambiar de aire le llegó como llovida del cielo. En la Dehesa, su alta estatura, su palidez, su perfil de «enfermo» o «criminal» difundía a su alrededor un áspero patetismo. Teo le preguntó: «¿Estás seguro de resistir esto?» Dimas lo miró con desconcierto y no contestó.

También era particular la situación de Gorki. Gorki era aragonés, y su barriguita se movía con júbilo cuando pensaba que entraría en Zaragoza, y se quedaba como una piedra cuando miraba el fusil que acababan de darle. Cosme Vila le dijo: «En Barcelona, Axelrod te dará instrucciones». El total de comunistas alistados no pasaba de treinta y ciertamente quedaban sepultados por los centenares de pañuelos rojos de la FAI.

El comandante Campos acudió también a la cita, fiel a la consigna de la Logia Ovidio. No se atrevió a presentarse con el uniforme militar. Su presentimiento de la muerte seguía atosigándole y procuraba distraerse contando una y otra vez el número de voluntarios, el número de vehículos, los hombres rubios, los hombres morenos…

En cuanto al doctor Rosselló, estaba contento por partida doble: porque dejaba Gerona y porque de Barcelona le comunicaron que dispondría de una ambulancia dotada de todo lo necesario. Algunos milicianos le reconocieron y cuchichearon cerca de G. «¿Se cree que estamos tuberculosos o, qué?»

El Responsable organizó como despedida, con éxito apoteósico, el desfile de los voluntarios por las calles céntricas de la ciudad. Fue un acto grandioso. Se levantó una tribuna en la Rambla, donde solían levantarse los tablados para las sardanas. Las autoridades acudieron en pleno, desde el general al Inspector de Trabajo, pasando por Alfredo, por Casal, por Julio García, por Cosme Vila, por los hermanos Costa, éstos procurando no dejarse retratar. Algunas pancartas eran jocosas. «¡Llegaremos hasta Portugal!» «¡Somos la rehostia!» Esta última la llevaba Ideal. Se congregó una gran multitud, que en el momento de tocarse los himnos levantó el puño como lo haría una estatua.

Media hora después, en presencia de una muchedumbre incontable, los milicianos asaltaron los camiones. Los primeros ocuparon automáticamente el techo de las cabinas, sentándose con los pies colgando. Los demás fueron acomodándose y empezaban a darse cuenta de que el equipaje era un engorro. Por fin, la caravana se puso en marcha. El momento había llegado. «¡A Zaragoza! ¡A Zaragoza!» Eran las cuatro de la tarde, el sol convertía en llamas las banderas. El trepidar de los motores era tan hondo que parecía socavar la calzada y los cimientos de los edificios. Había balcones atestados como cuando las procesiones de Corpus o Semana Santa, los había vacíos y hostilmente cerrados. Los milicianos se desgargantaban, querían mirar a cien sitios a la vez y si descubrían a una mujer joven, como la de Porvenir, le mostraban abierta la pechera de la camisa. Al pasar delante de la Tabacalera ocurrió algo inesperado: unas muchachas de la FAI les echaron desde las ventanas un torrente de cajetillas de tabaco. «¡Hurra! ¡Hurra!» «¡Vente conmigo, chata!» Delante de la estación de San Feliu de Guixols, el maquinista los saludó haciendo sonar repetidamente el pito del tren, conmoviendo a todos como si sonara la sirena de un barco. A la salida de la ciudad los milicianos del control se sintieron como avergonzados. ¡Enchufados! —les gritaban desde los camiones—. «¿Os parió una abuelita, o qué?» Cincuenta metros más allá, los voluntarios miraron hacia Gerona y no vieron sino una masa amorfa de casas y enhiestos los campanarios de San Félix y de la catedral. Y después de esto, bruscamente, la carretera sin fin, y árboles y campos y hierba a uno y otro lado. Entonces, furtivamente estremecidos, se miraron unos a otros y unos y otros rompieron a cantar canciones de las que la mayoría sólo conocía las dos primeras estrofas.

En la ciudad se produjo, en efecto, como un vacío cerebral, la extirpación que los milicianos presupusieron. Los edificios que temblaron al paso de los camiones se quedaron luego como fijos para siempre y por un momento un silencio de madrugada raptó las calles. Poco a poco, los cerebros empezaron a inquirir, a formularse preguntas tan preñadas de angustia como las columnas de humo que Mateo y Jorge vieron en la llanura del Ampurdán. Aquellos cuyo corazón marchó en pos de los milicianos se preguntaron si los aviones «Savoias» italianos, de que habló
El Demócrata
, no abandonarían por unas horas el transporte de tropas de Marruecos, dedicándose a localizar la caravana y bombardearla; aquellos cuyo corazón latía con los que se encargarían de la defensa de Zaragoza, se preguntaron si esta ciudad resistiría el ataque de la columna Durruti, que imaginaban apocalíptico. El asimismo ganó a los dos «pupilos» de turno de la Andaluza, dos fabricantes de tapones, y a todos los de su bando, pues era obvio que el tropel de Gerona no era sino uno más entre los mil que podían formarse en toda la nación. Por otra parte, ¿quién podría negar que había grandeza e idealismo en el gesto de aquellos hombres?

Momento crucial para éstos fue cuando los camiones, inesperadamente, dieron vista al mar. El azul del agua pareció incrustárseles, en el pecho como una condecoración. A gusto hubieran penetrado en el agua y seguido adelante hasta el confín, o tatuado el revoque de las casas con sus iniciales y la fecha. Al pasar por Arenys de Mar divisaron el cementerio, inmóvil sobre la colina, y sus cipreses les parecieron una alusión. Nada podía detenerlos y frenar su entusiasmo. Volvieron a cantar, sincronizando con la marcha de los vehículos. Al paso por los pueblos se extrañaban de que no se ensanchasen la carretera y las calles. A veces aparecían siluetas que incitaban a disparar.

Al penetrar en los suburbios industriales de Barcelona los ojos so abrieron como anillos, pues entre los combatientes los había que apenas si conocían la ciudad, y sus chimeneas y las naves de sus fábricas olían a miseria obrera, a explotación. La caravana ea dirigió por el puente de Marina hacia la Plaza de Toros, la Monumental, sede del grueso de la columna. La toma de contacto con ésta, pese a los gritos entusiastas de los gerundenses, fue menos brillante de lo que se hubiera podido esperar. El heroísmo quedó anegado en el anónimo. ¡Eran tantos los que se les habían anticipado, los que ya llevaban allí más de veinticuatro horas! Apenas si se oyeron algunos «hurras» y algunos aplausos de bienvenida. A poco, unos hombres con una estrella amarilla en el antebrazo rodearon a los camiones preguntando simplemente a sus ocupantes de dónde procedían: «Pero ¿es que las pancartas no hablan claro?» Porvenir repetía sin cesar: «¡De Gerona! ¡Todos de la provincia de Gerona!» El comandante Campos miraba, buscando en vano un uniforme militar.

Al ver a Durruti, jefe nato y legendario, con su gorra de visera de charol, su gran correaje y su rostro surcado por grietas profundas, todos sintieron un íntimo respeto y ganas de acercársele y cuadrarse ante él. Todos se apearon y se confundieron con los camaradas que el azar les había puesto al lado. Algunos de éstos les hablaron como veteranos, anunciándoles que la columna saldría al amanecer.

El doctor Rosselló vio en la esquina de la Gran Vía una reluciente ambulancia, y se dirigió allí. ¡Allí estaba don Carlos Ayestarán, H… de la Logia Nordeste Ibérica, jefe de los Servicios de Sanidad! Don Carlos Ayestarán era médico analista y farmacéutico. Los dos hombres se estrecharon cordialmente la mano.

—¡Menuda alegría! —exclamó el jefe de Sanidad—. Me estaba diciendo: ¿Y dónde encontraré yo un cirujano de verdad? ¡Mira por dónde! Amigo Rosselló, no le digo nada, ya sabe. Muchas gracias.

El doctor Rosselló estaba más emocionado de lo que él mismo supuso. El indescriptible talante de la columna Durruti, la ingenuidad e insensatez de gran parte de los milicianos, le hicieron prever, y don Carlos Ayestarán compartió su opinión, que su bisturí tendría que trabajar de firme.

—Me miran con malos ojos —dijo, sonriendo, el doctor Rosselló—. Están fuertes, no necesitan ni siquiera aspirinas.

Don Carlos Ayestarán fijó su mirada en dos milicianas que bebían vino en porrón. Se rascó una ceja y preguntó:

—Por casualidad, amigo Rosselló, ¿no será usted especialista en enfermedades venéreas? ¡Ah, allí veo al doctor Vega! Venga conmigo. Se lo presentaré. Será ayudante de usted.

Fue una noche cálida, que transcurrió sin sueño, con el sobresalto de lo ignorado que está al llegar. Los milicianos de los batallones «Germen», «Los Chacales del Progreso», «Las hienas antifascistas», «Los Aguiluchos», «Los sin Dios», etc., se dieron cuenta de que habían dejado de ser un nombre, una huella digital o un hijo, y de que eran realmente unos neófitos, prestos para el sacrificio espontáneo. Nadie les pidió la filiación ni les dio una chapa con un número; sólo rancho y más municiones. Quedaron encuadrados en pelotones, pero el cambio de unidad era factible. Bastaba con solicitarlo verbalmente del correspondiente oficial «de dedo».

Muchos hombres se internaron hacia el centro de la urbe, para conocerla un poco más o para despedirse de ella. Algunos regresaron borrachos; otros, con una mujer. Hubo, ¡cómo no!, desertores y hubo también quien consiguió nuevos adeptos. Varios milicianos, al llegar al puerto, decidieron hacerse marinos y obtuvieron plaza en un barco de carga que salía para Marsella. Porvenir, con sus flamantes estrellas en el gorro, se encontró en el Barrio Chino como el pez en el agua y arrastró consigo a unos veinte afiliados al Sindicato del Espectáculo, tramoyistas, acomodadores, etc., la mitad de los cuales eran homosexuales y llevaban, gustosos, nombres de mujer. La incorporación de esta tribu fue motivo de algazara y chacota. La Valenciana le dijo a Teo: «Mira por dónde tú me gustas más que estas preciosidades».

Apenas las primeras luces del alba enajenaron la ciudad, la columna Durruti, compuesta de algo más de dos mil hombres, inició su aventura.

Los vehículos utilizados constituían un muestrario completo, que abarcaba desde la vieja motocicleta hasta el camión de varias toneladas. Los camiones estaban en mayoría, y muchas banderas tapaban el nombre del propietario o de la agencia de transportes a que pertenecieron. También abundaban los autocares, y resultaba extraño ver dispuestos en fila india y para el mismo trayecto coches de línea de itinerarios tan diversos. Había unos cuantos coches blindados. Durruti ocupaba uno de ellos. Las planchas del blindaje formaban anchas superficies, idóneas para escribir en ellas CNT-FAI o «Somos la rehostia». Había automóviles pequeños, y un Cadillac que al parecer perteneció a Romanones y cuyos ocupantes eran ahora seis camareros de hotel. Los sitios preferidos seguían siendo los techos de los coches y los estribos. Los de los techos se sentían importantes y sólo pasaban un momento de apuro cuando a lo lejos aparecía un túnel.

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