—Camarada Fernando Martínez de Soria. ¡Presente!
Se dirigieron a la salida y al llegar a ella se cruzaron con dos niños vestidos de «flecha», pero con una diminuta cruz gamada en el pecho.
—¡Mira quiénes están ahí! —exclamó, jubilosamente, Núñez Maza.
Eran los dos hijos de Herr Schubert, delegado del Partido nazi alemán en España. Dos niños que hubieran podido pasar por españoles excepto en la manera lenta de andar. María Victoria informó de ello a Mateo. Le habló de la gran cantidad de sorpresas que los dos rapaces le daban. Se los encontraba siempre en el momento más impensado, aunque los lugares elegidos parecían denunciar cierta lógica u objetivo.
—Casi siempre se trata de lugares pintorescos, que contengan algo desconocido para ellos, desconocido para Alemania.
Montesinos, el menos intelectual del grupo, preguntó:
—¿Y qué tiene este cementerio que no tengan los cementerios alemanes?
Núñez Maza se indignó.
—Si serás bestia. ¿No sabes que eso de los nichos es propio del Sur, meridional?
—Perdona, jefe, no lo sabía…
Saludaron a los dos niños brazo en alto y éstos correspondieron. Mateo sonrió al verlos de lejos. Llevaban polainas miniatura y botas claveteadas, de riguroso invierno. María Victoria comentó:
—Lo que no comprendo es por qué su padre se llama Schubert.
* * *
También los hermanos Alfonso y Sebastián Estrada llegaron a la España «Nacional». Su protector en Gerona fue la Andaluza, la cual, a través de Laura, encontró la manera de que los dos hijos del jefe de la CEDA, don Santiago Estrada, salvaran los Pirineos.
Una vez en la España «nacional», los dos hermanos se separaron. Alfonso, el mayor, decidió ingresar en el Tercio Nuestra Señora de Montserrat, pues la idea, nacida en Pamplona, de fundar dicho Tercio catalán había cuajado. Su cuartel general estaba ahora en Zaragoza, en el seminario de San Carlos, y los requetés habían sido destinados a guarnecer el frente de Aragón, sector de Belchite.
Cuando Alfonso Estrada se incorporó a la unidad, se enteró de que formaban parte de ella aquellos franceses «Croix de Feu» Y aquellos rusos blancos que «La Voz de Alerta» había conocido en el hotel, en Pamplona. Preguntó por los primeros y un cabo le dijo: «Son valientes, pero siempre parecen estar dando lecciones de sintaxis». En cuanto a los rusos blancos, eran muy reservados y no había uno sólo que no hubiera sido amigo personal del Zar.
El menor de los Estrada, Sebastián decidió ingresar en la Marina. Supuso que le pondrían trabas, pero no fue así. Se fue a la base de El Ferrol y allí cursó una solicitud, con la documentación necesaria. Fue admitido en seguida y le dijeron que antes de ocho días se haría a la mar.
Sí, ocurría lo que decía Ezequiel: los hombres eran pompas de jabón. No se sabía si irían de dentistas al frente, si se irían con grupos electrógenos a repetir una y otra vez los puntos de Falange, si se irían al mar o a las cumbres. ¡El último que entró por Dancharinea —el último de la primera hornada— fue mosén Alberto! Mosén Alberto recaló también en Pamplona, sin que «La Voz de Alerta» se enterara de ello. El obispo de la diócesis lo encontró cansado y le destinó de capellán a un convento de monjas veladoras, las Hermanas de San José, las cuales lo recibieron como al Papa y escucharon su primera plática con lágrimas en los ojos. De tal forma trataron a mosén Alberto, que el sacerdote sintió remordimientos. «Debo de ser peor que los demás —se dijo—. Infinidad de sacerdotes muertos ¡y a mí me traen otra vez a la mesa chocolate con picatostes!» Hizo el propósito de visitar cuanto antes a sor Teresa, la hermana de Carmen Elgazu, que estaba en las Salesas de Pamplona. El sacerdote oía a su alrededor un léxico que no le gustaba, por su agresividad, y le cayó en las manos una apaciguante pastoral del arzobispo portugués de Mitilene suplicando caridad y prudencia.
El día en que al abrir
El Pensamiento Navarro
leyó una crónica sobre la zona «roja», firmada por «La Voz de Alerta», pegó un saltó en la silla. ¡El dentista! Sí, su estilo era inconfundible. Decía «criminales» y destilaba rencor.
El Responsable ordenó:
—Que no se haya visto nada igual.
Se refería al entierro de Porvenir. El entierro de Porvenir estaba destinado a galvanizar a la población gerundense. El cuerpo del muchacho, sus «restos», como decían sus compañeros, siempre custodiado por Merche, fue botando de camión en camión hasta llegar a Gerona, procedente de la línea de fuego. En Gerona se instaló la capilla ardiente en el gimnasio anarquista. Blasco no se movió de allí; tampoco Santi, tieso como un monaguillo.
El desconsuelo de Merche era total; el del Responsable, poco menos. Hacía muchos años que el Responsable no lloraba. Siempre decía que él era demasiado bajito para llorar, que llorar le sentaba bien a la gente como Teo. Al ver el cadáver increíblemente raquítico de su compañero, se quitó la gorra y, en el centro del gimnasio, le nacieron unos ojos nuevos hechos de agua que se iba cayendo. Sin darse cuenta, se cuadró militarmente. ¡Porvenir! Recordó la calavera con que el muchacho jugó durante un tiempo. ¡Qué cosa más misteriosa era el tiempo, qué transformaciones operaba! ¡Qué cosa más misteriosa era una bala, qué importancia tenía, en el hombre, el corazón!
—Que no se haya visto nunca nada igual.
Así fue. Un entierro lacinante, interminable. Asistieron todas las autoridades. La comitiva serpenteó a lo largo del río a la luz del atardecer. Merche parecía una alma en pena presidiendo el cortejo de mujeres. El Responsable, sin Porvenir, respiraba con dificultad. Cosme Vila, ¡cómo no!, iba a su lado y le había dicho: «Lo siento mucho». Imposible saber si era verdad. Cosme Vila iba pensando cosas inconcretas y echaba de menos un héroe de los suyos, del Partido Comunista, que fuera el equivalente, que compensara la situación. El ataúd fue llevado a hombros. Escuadras anarquistas se relevaron cada trescientos metros, pasándose la antorcha apagada, la ceniza inminente en que Porvenir se había convertido.
Fue, desde luego, la sacudida más directa que registró la población desde que los camiones se marcharon para la linea de fuego. La presencia de un ataúd situó a las gentes. Hasta entonces, las palabras habían sido símbolos: frente de Aragón, vuelos de reconocimiento, obuses, fatiga, sed… Ahora tenían al lado un muerto. Lo que fue, no era ya. Había alguien enfrente que sabía disparar. Había enemigo.
Al llegar al cementerio, los cipreses presentaron armas. El sepulturero indicó: «Por aquí…» Al descender el ataúd a la fosa, Merche volvió la cabeza; el Responsable, en cambio, clavó su mirada en la caja, sorprendido de que la tierra sirviera para menesteres tan distintos como dar trigo y ocultar para siempre a Porvenir. A Antonio Casal se le humedecieron los ojos. David y Olga parecían estatuas. Los Costa no sabían adónde mirar. En el último momento, Cosme Vila gritó: «¡Salud! ¡Por la revolución!» El Responsable quedó desconcertado, pero la masa de milicianos contestó: «¡Salud!» Fue un grito bronco, que rebotó en todas y cada una de las cruces del recinto y que se perdió más allá de la tapia, en el azul. Merche tuvo el convencimiento de que el eco de este grito llegaría, dando tumbos, hasta el frente de Aragón, y que allá sonaría como un cañonazo.
* * *
Veinticuatro horas después, Cosme Vila dispuso del héroe deseado. La compensación no se hizo esperar. Pedro, el disidente, se estrelló de manera estúpida contra un árbol, a seis kilómetros de Gerona, camino de Bañolas. Aquélla era su iniciación como conducto y precisamente el muchacho había eludido la carretera de San Feliu de Guixols, pues en ella el muchacho había intervenido en varias ejecuciones y se decía que tal circunstancia a veces les jugaba a los nervios una mala pasada. Pedro se mató. Nadie sabría nunca cuál fue su error. Lo envolvieron en una bandera y se instaló la capilla ardiente en el local del Partido.
Cosme Vila lamentó infinitamente no disponer de ninguna fotografía heroica de Pedro, pues, con motivo de la muerte de Porvenir
El Demócrata
publicó una en la que se veía al joven anarquista arengando desde lo alto del camión a los suyos y otra en la que podía leerse perfectamente, encima del fusil, una flecha que decía «Zaragoza». Cosme Vila no tuvo más remedio que inventarse un servicio: Pedro había muerto mientras perseguía un coche de fascistas qué intentaban escapar. Los fascistas dispararon, un neumático reventó y el muchacho se estrelló contra un árbol.
Por supuesto, el entierro fue menos espontáneo que el de Porvenir e incluso hubo quien se preguntó: «¿Y ese Pedro por qué no estaba en el frente?» Pero Cosme Vila pudo poner en el balcón la bandera a media asta y
El Proletario
publicar la esquela del muchacho, con el siguiente deseo: «Que la tierra le sea leve». Esta frase enfureció al Responsable, pues eran los anarquistas los que se referían a la Tierra en muchas de sus acciones, hasta el punto de llamarla con frecuencia «la Gran Madre del mundo».
Como fuese, la excitación era grande. El Responsable, que se había puesto un brazal negro en la camisa, dijo en el Comité: «Hay que tomar determinaciones»; y se tomaron. Nadie hubiera usado contradecirle. «Diente por diente.» Cosme Vila añadió: «Hay que demostrar que la sangre del pueblo se paga cara».
En una sesión rígida, sin apenas palabras, la resolución fue tomada por unanimidad: los militares. Era lo más propio, lo que todo el mundo esperaba. ¿A qué tardar tanto? En última instancia se habían dictado tres penas de muerte: la del comandante Martínez de Soria, la del teniente Martín y la del alférez Delgado. Los condenados a cadena perpetua ocupaban ya sus puestos en la cárcel. ¿Por qué no iban a ocupar los suyos los tres sentenciados? La verja del cementerio seguía abierta de par en par.
Se anunció oficialmente la fecha de la ejecución. Los milicianos prorrumpieron en «¡hurras!» estentóreos. Sin embargo, muchos de ellos no acababan de comprender que se perdonara la vida a los restantes jefes y oficiales. ¿Por qué? El Responsable repetía a unos y a otros: «Cosas de Cosme Vila. El ruso del parche negro se lo ha ordenado así».
Los tres sentenciados fueron impuestos de la noticia. La última noche, gracias a la intervención del coronel Muñoz, los parientes más próximos obtuvieron permiso para visitarlos. Los barrotes de las rejas estaban bastante separados y permitirían incluso besarse.
El teniente Martín no recibió visita. Sus padres vivían en Palencia, o sea en territorio «nacional». Le extrañó mucho que, pronto a huir de este mundo, nadie acudiera a despedirlo. Comprendió que incluso estando muerto podía uno ser huérfano y cuando el alférez Delgado recibió la visita de su padre, el teniente Martín no pudo soportar la escena y rompió a llorar de tristeza y de celos.
El padre del alférez Delgado bajó temblando la escalera que conducía a los calabozos. Era un hombre de tal modo encorvado, que cuando se acercó a las rejas hubiérase dicho que se disponía a colarse entre ellas para abrazar a su hijo. Éste se comportó con dignidad. Dijo: «Hemos jugado y hemos perdido».
En cuanto al comandante Martínez de Soria, agotado, pálido y ya sin bolas de naftalina en los bolsillos, a medianoche en punto recibió la visita de su esposa, escoltada ésta por un guardia con fusil ametrallador.
Fue una entrevista tan densa que los escasos minutos reglamentarios por un lado les parecieron un segundo y por otro una eternidad. El comandante, asido a los barrotes, miró a su mujer sin hacerse a la idea de que ella seguiría viviendo. Era un hecho difícil de comprender. ¡Habían estado tan juntos siempre, en toda circunstancia! ¿Por qué los corazones se separan si uno de ellos deja de latir? Su esposa, ya enlutada, no hacía sino besarle las falanges de los dedos y gimotear. Besar trozos de piel de aquel hombre que ella había amado y que le estaba diciendo: «¿Crees que me equivoqué? ¿Crees que debí resistir?» ¡Por los clavos de Cristo, no era la hora de juzgar! O tal vez lo fuera… Pero ¿cómo? «¿Dónde está Marta, dónde está la pequeña? Abrázala, abrázala fuerte… Y a José Luis, cuando lo veas… ¡Querida! Soy militar, pero siento que flaqueo. Esto es duro. Es duro morir, dejaros, renunciar a todo. ¡Viva España! Ten ánimo. Abraza a Mario y a José Luis…»
Cuando el guardia los separó, el comandante se dio cuenta de que su esposa le había depositado en la mano una fotografía y un paquete de cigarrillos. A la luz de la bombilla de la escalera contempló la fotografía y su corazón se aceleró. Vio a Marta montada a caballo en la vía del tren y a su lado, contemplándola, a José Luis y a Fernando. El comandante adosó la fotografía a su pecho como si fuera a tatuarse con ella. Luego sollozó, lo mismo que el teniente Martín. El más sereno era el alférez Delgado, quien se había sentado en la paja, con la cabeza entre las manos.
Al día siguiente fue cumplida la sentencia. En el piquete de ejecución formaron milicianos de todos los partidos, con el refuerzo del Responsable, quien sólo disparó contra el comandante Martínez de Soria. Todo se hizo en regla, código en mano. Incluso levantada la correspondiente acta. Julio García acudió al cementerio para acompañar a una periodista inglesa, Fanny de nombre, llegada a Gerona la víspera y que manifestó deseos de presenciar el espectáculo. Julio García se quedó fuera y escuchó de pie las descargas, con la boquilla en los labios y mirando en dirección al río.
El comandante fumó hasta el último momento y se despidió de sus oficiales gritando: «¡Viva España!» y levantando ligeramente el hombro izquierdo. El alférez Delgado a última hora chaqueteó y las piernas apenas si lo sostenían. En cuanto al teniente Martín, no quiso que le vendaran los ojos y preguntó: «¿Vosotros como asesináis, de frente o de espaldas?»
La segunda determinación tomada por el Comité fue la búsqueda del obispo. «Primero, los militares; ahora, el obispo.» Se sabía de muchos obispos que habían caído ya bajo la justicia del pueblo: el de Jaén, el de Almería, el de Ciudad Real. ¿Dónde estaba el de Gerona, oriundo de Olot, vejete ya, muy versado —según el director del Banco Arús— en cuestiones de Bolsa y de fincas rústicas? Axelrod, el hombre nacido en Tiflis, había preguntado por él repetidas veces a Cosme Vila, y éste no había acertad a contestarle.
Se tenía la impresión de que no había salido de la ciudad. «¡Si existieran varitas mágicas como las que delataban la existencia del agua!» En este caso, el zahorí fue Merche. La intuición de Merche, su viudez, mostrase determinante: uno de los hermanos Costa lo tendría escondido en su casa. Antonio Casal, que sentía por el obispo un curioso respeto, exclamó: «¡No digáis majaderías!»