Al cabo de una hora estaban instalados en dos camastros contiguos en el cuartel «Onésimo Redondo». Jorge se tumbó y se quedó dormido, lo que Mateo aprovechó para personarse en casa de Marta y preguntar por el paradero de José Luis Martínez de Soria.
En el piso no quedaba más que una vieja sirvienta. «El señorito José Luis está en el frente, en el Alto del León.» Mateo asintió con expresión de respeto. José Luis cumplía con su deber… Era lo natural. Mateo regresó al cuartel. Se cruzó con una procesión en cuya cabeza avanzaban marcialmente, tocando cornetines y tambores, unas cuantas escuadras de «flechas» y «pelayos». «La juventud de mañana será nuestra», pensó Mateo.
En el patio del cuartel, unos voluntarios muy jóvenes hacían la instrucción. Subió y encontró a Jorge acodado en una ventana, derrotado.
—Ten voluntad, Jorge… Comprendo que es terrible. Pero demuestra que eres digno de los que cayeron.
Jorge se volvió un momento hacia Mateo.
—Padre, madre y seis hermanos…
—Ya lo sé, ya lo sé. Es demasiado para un solo hombre.
Jorge se volvió de nuevo.
—¡Tres hermanos pequeños! ¡Tres críos! ¡Así…!
Mateo no sabía qué decir. La Falange no había previsto una extirpación tan radical. Jorge tenía un bocadillo en la mano. Comía constantemente cuanto se ponía a su alcance. O fumaba. Y Mateo leía en sus ojos una obsesión: Jorge pensaba en vengarse.
—Pronto saldremos para el frente, Jorge. Anda. Allí podrás desahogarte.
—¿Desahogarme…? Déjame. No tengo ganas de hablar.
Allí estaba, no tenía ganas de hablar. Mateo no sabía qué hacer ton su amigo. Por otra parte, tampoco él podía concentrarse lo debido en el drama de Jorge. También sangraba, sangraba a través de sus falangistas de Gerona, a los que había pedido sacrificio —¡cómo cumplieron!— y a través de César. Recordaba la voz de éste: «¿Qué es lo que pretende la Falange, Mateo?» Y recordaba a Pilar. ¿Qué estaría haciendo Pilar?
¡Y además, se preguntaba si él mismo no sería también huérfano! ¿Qué habría sido de su padre, don Emilio Santos? Era tan débil, daba tan poca importancia a su persona… Y Mateo le quería mucho, se daba cuenta de que le quería cada día más. Al muchacho le preocupaba también la suerte de su hermano, Antonio, falangista como él, detenido en Cartagena desde hacía mucho tiempo. Llevaban dos años sin verse. De niños anduvieron siempre juntos, luego se distanciaron.
Mateo preguntó por el jefe local, para el que en Francia había redactado un informe completo sobre las actividades de la Falange en Gerona. El muchacho de la centralilla llamó a Jefatura y habló con aquél. «Que venga dentro de media hora. Habremos ya terminado el Consejo.»
Mateo asintió. Se despidió de Jorge —«volveré pronto»— y salió a la calle. Respiró el aire castellano, del que alguien había escrito que lo fabricaban los hombres que sabían silbar.
Contempló un momento el Pisuerga, el río, confirmándose en la sospecha de que el agua andante enfriaba las orillas, y a la hora convenida entró en la Jefatura Provincial —¡cuántas flechas, cuántas rosas!— como mosén Francisco hubiera entrado en la Basílica de San Pedro.
Un muchacho de la guardia lo acompañó a un despacho del primer piso, sin apenas muebles, con una larga mesa, regia, al fondo. Mateo vio de pie, esperándolo, a un grupo de camaradas, sin duda camisas viejas, que lo saludaban brazo en alto y que acto seguido salieron a su encuentro para darle la bienvenida e incluso abrazarlo «por ser el primer jefe provincial que les llegaba de la zona enemiga».
Mateo se azoró un poco y se armó un lío con las presentaciones y los nombres. Sin embargo, entendió que la máxima jerarquía era allí el alférez y Delegado Provincial de Sindicatos, camarada Salazar. Hombre corpulento, con bigote de foca parecido al de Murillo, muy versado en cuestiones sociales —procedía de las JONS— y en estrecho contacto con varios alemanes llegados a la zona. Estaba en el Alto del León y había bajado con un permiso de veinticuatro horas.
A Mateo le pareció que varios de aquellos falangistas «eran repetidos»: de tal modo los marcaban la camisa azul, los ademanes y el bigote negro. Sin embargo, fijó su atención en un muchacho bajito, del que emanaba un impresionante poder. Iba peinado a cepillo, cuando alguien tenía una frase feliz la subrayaba exclamando «¡nang…!» e iba plagado de emblemas y condecoraciones. Se llamaba Núñez Maza e iba a ser nombrado jefe nacional del Servicio de Propaganda, servicio en formación.
También retuvo el nombre del «contable», eso dijeron, llamado Mendizábal y el de Montesinos. Mendizábal era el administrador y por tener alguna lesión misteriosa valía sólo para Servicios Auxiliares. No obstante, el personaje que fue presentado a Mateo como el más importante de la reunión, fue María Victoria, delegada de la Sección Femenina. Muchacha rubia, de aspecto desenvuelto y alegre, que «siempre mascaba chicle» hasta que se cansaba y lo pegaba en la nariz de cualquier Jefe de Estado cuyo retrato colgara en alguna pared cercana. María Victoria era, ¡por muchos años!, novia de José Luis Martínez de Soria y, por supuesto, menos rígida que Marta.
Salvado el primer azoramiento, Mateo se dominó y al cuarto de hora escaso estaba sentado en el sitio de honor y los tenía a lodos embebidos.
No sólo su reseña sobre la Falange gerundense, que fue leída por el propio Mateo en medio de un silencio solemne, impresionó al grupo, sino la personalidad del hijo de don Emilio Santos, al que aureolaba algo secretamente heroico a que sólo podía aspirar quien «llegara del otro lado» y quien hubiera luchado durante meses y meses «a la contra», en un «ambiente hostil».
Núñez Maza hizo hincapié sobre el particular.
—Admitido —dijo— que Soria, Burgos o esto son horchata para la Falange. Lo duro ha de ser Alicante, o Madrid, o Gerona.
Mateo, que acababa de encender un pitillo con su mechero de yesca, asintió con la cabeza.
—Desde luego. Cuando yo llegué allí nadie había oído hablar ni de luceros ni del Sindicato Vertical. Y me tomaban por loco.
—Bueno —comentó Salazar, riendo—, por locos siguen tomándonos aquí muchos militares.
El caso es que Mateo los dejó asombrados por su precisión. Les suministró datos sobre cada uno de los partidos políticos enemigos, con una capacidad de síntesis que obligaba a Núñez Maza a pasearse por el despacho dando saltitos, como un simio. Les habló de Cosme Vila, del Responsable, de David y Olga, ¡del doctor Relken! Cuando les contó que el jefe de la rebelión en Gerona fue el padre de José Luis Martínez de Soria todos fruncieron el entrecejo y María Victoria dejó de mascar chicle.
—¿En tu opinión —preguntó la muchacha— tuvo que rendirse forzosamente?
Mateo se mordió los labios.
—No me atrevo a juzgar.
Luego le tocó a él recibir informes.
—Que hablen los «jefes» —dijo, sonriéndoles a Núñez Maza y a Salazar—. ¡Obedecer debe de ser tan cómodo…!
Le enteraron de muchas cosas. Núñez Maza, que hablaba vomitando talento y facilidad de palabra, le dijo que, por un fenómeno de puro mimetismo, el espíritu de Falange ganaba a las masas. «Han descubierto en nuestro estilo lo que andaban buscando sin saberlo. Nos imitan en todo, hasta en la manera de andar. Emplean nuestro léxico. Hasta a los campesinos les parece lógico tratarse de camarada. Una especie de milagro colectivo, semejante al que está viviendo Alemania, que ya José Antonio presintió cuando dijo: “Llegará un momento en que lo que ahora parece un dislate será para todos algo natural”.»
Mateo no conocía esta frase de José Antonio y pidió una explicación. Salazar, desde su altura un poco fofa, se la dio:
—No figura en ningún texto. Nos lo dijo un día aquí mismo, en este despacho.
¡Claro, Mateo se encontraba en Valladolid, entre hombres que conocieron a José Antonio mucho! Sobre todo, Núñez Maza, cuya pesadilla era saber que el jefe estaba detenido en Alicante.
—Nos hace mucha falta. Es desconsolador. Con él, en el Alto del León nos lanzaríamos cuesta abajo y no pararíamos hasta Madrid. Y en la retaguardia todo sería aún más ceñido, más seguro.
—¿Más ceñido?
—Sí…
Hablaron Montesinos y Mendizábal, el administrador. El entusiasmo era enorme, pero no faltaban obstáculos. El camarada Hedilla, sustituto provisional de José Antonio, tropezaba con impedimentos. Los requetés iban a lo suyo, e iban a lo suyo los militares, los cuales habían creado en Burgos una Junta de Defensa prescindiendo prácticamente de Falange.
—En cuanto a los curas, nos miran como si les robáramos a Dios. Les gustaría que fuéramos a la muerte cantando: «¡Oh, Virgen santa, dulce corazón!»
De pronto, Mateo se dio cuenta de que todos lo observaban de un modo singular. Doce pares de ojos o catorce mirándolo de arriba abajo. Se estaban preguntando: «¿Dónde colocamos esta pieza?» Era una pieza azul, de calidad, con cabellera exuberante y mechero de yesca. Núñez Maza, adscrito por vocación a Propaganda, tenía la intención de crear unos equipos móviles, dotados de grupos electrógenos y altavoces, que recorrieran la línea de fuego hablándoles a los rojos. «Ese Santos sería ideal. Buena voz, buena presencia. Conoce la zona enemiga y se sabe el credo como nadie.» Salazar, por su parte, pensaba en el Alto del León, adonde se incorporaría al día siguiente. «Allí, con José Luis Martínez de Soria, sería ideal. Disciplinado e inteligente. Le daríamos mando.» Mendizábal, que cuidaba de la Intendencia de varias centurias, pensaba: «Si le dejaran aquí conmigo…»
—Lo que yo querría —dijo Mateo— es irme al frente, llevándome al camarada Jorge, de quien os he hablado. Pero, naturalmente, haré lo que me ordenéis.
No se decidió en seguida y entretanto brindaron con vino de In Rioja, ¡vino monárquico! Mateo se sentía tan feliz que casi lloraba. ¡Llegó a ser tanta su soledad en Gerona! ¡Qué hermoso era sentirse rodeado de inteligencias y brazos afines, ser comprendido con sólo medias palabras, oír a los demás y poder asentir por dentro! «Exacto.» «Yo también lo veo así.» «Yo también hubiera obrado de esa manera.»
No se cansaba de mirar a aquellos camaradas. Núñez Maza, oriundo de Soria, era un tipo curioso. A menudo empezaba a a hablar como si se chufleteara, pero su propio verbo lo emborrachaba de tal modo que a los dos minutos «se le iba el humor al cielo» y se sorprendía a sí mismo pontificando.
Mateo tuvo de ello una prueba inmediata. Núñez Maza empezó contarles que la víspera, en Salamanca, unos falangistas habían paseado por la ciudad, en un camión, a unos soldaditos que se escaparon del cuartel. Los habían vestido de mujer, con faldas y vaporosos saltos de cama. Núñez Maza, inesperadamente, asoció la anécdota con lo que llamó «la epidermis de los pueblos». «A un francés —dijo, dirigiéndose a Mateo porque acababa de llegar de Francia—, un hombre vestido de mujer le da risa; a un español, le da asco.»
Mateo le preguntó:
—¿Has estado en Francia?
—No —contestó Núñez Maza, repentinamente serio.
Mateo gozaba. De pronto, Montesinos propuso ir a saludar a Jorge, todos juntos. «Para levantarle el ánimo.»
Mateo se opuso.
—Es mejor dejarle solo, y que el tiempo pase.
Mendizábal le preguntó a Mateo.
—¿No te habla? ¿No habla nunca?
—Muy poco.
—¿Y qué dice?
—Sólo cita a sus hermanos pequeños. Y, naturalmente, habla de vengarse.
Salazar, que fumaba en pipa, dio dos o tres chupadas violentas.
—¿Crees que le gustaría formar parte de alguno de los piquetes de ejecución?
Mateo lo miró con asombro.
—¿Cómo has dicho?
—Si le gustaría formar parte de un piquete de ejecución.
Mateo se mordió los labios. ¡Claro! También era lo natural. Estaban en guerra.
—Supongo que le gustaría —contestó Mateo, midiendo las palabras—. Pero precisamente por eso creo que no debemos proponérselo.
—¡Tonterías! —exclamaron, a una, Núñez Maza y Mendizábal.
Salazar, desde el otro lado del humo de su pipa, le preguntó a Mateo:
—Corrígeme si me equivoco. Has dicho los padres y seis hermanos ¿no?
Mateo asintió.
—Eso he dicho.
—¡Vamos! ¡A mí me hacen eso…! ¡Bueno! Prefiero callarme… Y Salazar dio una vuelta entera sobre sí mismo.
María Victoria, Delegada de la Sección Femenina y novia del hermano de Marta, intervino oportunamente. Se dirigió a Mateo y solicitó más detalles sobre Marta, «pues había escuchado con mucha atención todo lo que Mateo contó de ella».
—Marta tiene un hermano enterrado aquí, en Valladolid —prosiguió—. Se llamaba Fernando. Si quieres te acompaño al cementerio a visitarlo.
Mateo aceptó.
—¡No faltaba más! Conocí a Fernando en Gerona, hace dos años.
Núñez Maza propuso:
—Vamos todos juntos y cantamos allí
Cara al Sol
.
Cara al sol, en el cementerio… Mateo tenía ojos y oídos en el alma. Pensó en César, en Pilar, en los luceros y en el Sindicato Vertical. Todavía llevaba en el pecho el mapa de España. Había prometido llevarlo mientras durase la guerra.
Salieron juntos Salazar, Núñez Maza, Montesinos, María Victoria y Mateo. En el coche cabían difícilmente los cinco —el alférez Salazar valía por dos—, pero se acoplaron bien. Núñez Maza conducía a gran velocidad, como si Fernando Martínez de Soria, enterrado en el cementerio, pudiera escapárseles. Mateo lamentó para sus adentros no llevar el uniforme falangista, por lo menos el gorro.
En poco rato llegaron ante la puerta del cementerio y Núñez Maza frenó con escalofriante energía. Inmediatamente apareció el sepulturero, visiblemente alarmado. Salazar, apeándose, lo saludó. El sepulturero iba prestando atención a cuantos salían del coche, y al ver un desconocido, vestido de paisano, Mateo, abrió los ojos con más alarma todavía e indisimulable compasión.
Salazar, tan versado en Sindicatos, lo tranquilizó con un ademán.
—No es nada, Félix. Una visita.
El sepulturero movió la cabeza y se retiró. La comitiva de los cinco falangistas penetró en el cementerio y, con los gorros en la mano, se dirigió al nicho de Fernando Martínez de Soria, situado en la galería izquierda.
Llegados allí se alinearon, mirando la lápida, de mármol blanco que parecía rechazarles la mirada, devolvérsela, como la pared de un frontón. Salazar extendió el brazo, al tiempo que rompía el silencio con la primera estrofa del
Cara al Sol
. Todos lo imitaron. Fueron cinco cuerpos falangistas, inmóviles, frente a un cuerpo falangista inmóvil, muerto. En el cementerio, en las galerías Este, había otras personas, un matrimonio y un hombre anciano, que al oír el himno de Falange se volvieron hacia los que cantaban y que con cierta timidez levantaron también el brazo y musitaron la letra.