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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (9 page)

Hay que adiestrarse en el manejo de la pala del corazón hasta que la hoja de la pala esté muy brillante, hasta que la soldadura parezca una cicatriz en tu mano… y la pala entera un segundo equilibrio exterior.

Y es que descargar carbón con la pala del corazón es diferente a cargar ladrillos cocidos. Al cargar ladrillos sólo cuentas con tus manos, lo importante es la logística. Pero al descargar carbón, la herramienta, la pala del corazón, convierte la logística en arte. Descargar carbón es el deporte más distinguido, más que la equitación, más que los saltos en natación, más que el elegante tenis. Como el patinaje artístico. La pala y yo somos una pareja de patinadores, cabría decir. Quien ha tenido alguna vez su pala del corazón es arrastrado por ella.

La descarga de carbón comienza así: cuando el costado del camión ha caído con estrépito, te sitúas arriba a la izquierda y clavas el canto inclinado hasta el suelo de la caja, pisando con el pie la hoja del corazón como si fuera una laya. Cuando te has procurado un espacio de dos pies al borde del camión, de manera que pisas ya el suelo de madera, empiezas a palear. Todos los músculos intervienen con un ritmo brioso y balanceante. Con la mano izquierda agarras la traviesa, y con la derecha el largo cuello, de forma que los dedos reposen sobre el nudito de la soldadura. Después hay que coger el carbón desde arriba y bajarlo hasta el borde haciendo una curva, y con el mismo impulso tirarlo de golpe hacia abajo, más allá del bordillo de la acera. Dejas entonces que la mano derecha se deslice hacia arriba por el mango de madera, casi hasta el asidero transversal, con lo que el peso del cuerpo se desplaza a la pantorrilla derecha y corre hasta las puntas de los dedos de los pies. Luego hay que retroceder la pala vacía, subirla a la izquierda. Otro impulso y después, con la pala nuevamente cargada, abajo a la derecha.

Cuando se ha descargado la mayor parte del carbón y la distancia hasta el bordillo se ha hecho demasiado grande, es imposible trabajar con un solo movimiento de giro. Ahora es necesaria una postura de esgrima: pie derecho graciosamente hacia delante, pie izquierdo como eje de apoyo estable hacia atrás, dedos del pie con un leve giro hacia fuera. Después la mano izquierda en la traviesa, la derecha esta vez no baja hasta el cuello, sino que, muy floja, se desliza continuamente arriba y abajo por el mango equilibrando la carga. Ahora hundes la pala con ayuda de la rodilla derecha, tiras hacia atrás y, mediante un giro hábil, desplazas el peso hacia el pie izquierdo, de forma que ningún trocito de carbón se caiga de la hoja del corazón, y haces otro giro más, es decir un paso hacia atrás con el pie derecho, con lo que el torso y la cara giran al mismo tiempo. Luego desplazas el peso a un tercer y nuevo punto de apoyo del pie, atrás a la derecha, el pie izquierdo se apoya ahora con gracia, el talón ligeramente levantado como si estuvieras bailando, ya sólo el borde exterior del dedo gordo está fijo en el suelo…, y acto seguido expulsas el carbón con mucho brío fuera de la hoja del corazón, hacia las nubes, de forma que la pala quede horizontal en el aire, es decir, sostenida por la traviesa con la mano izquierda. Es bello como un tango, girando en ángulo agudo sin variar el ritmo. Y desde la postura de esgrima, el carbón tiene que seguir yéndose volando, la descarga se efectúa de manera fluida con impulsos de vals, transcurriendo el desplazamiento del peso en un gran triángulo; la inclinación del cuerpo es de hasta 45 grados, y en la distancia de lanzamiento el carbón vuela como una bandada de pájaros. Y el ángel del hambre vuela con él. Está en el carbón, en la pala del corazón, en las articulaciones. Él sabe que nada calienta más el cuerpo que palear, pues moviliza el cuerpo entero. Pero también sabe que el hambre devora casi todo el efecto artístico.

Nosotros descargábamos siempre de dos en dos o de tres en tres. Sin contar al ángel del hambre, porque uno no estaba seguro de si existía un ángel del hambre para todos nosotros o cada cual tenía el suyo. Él se aproximaba desmesuradamente a todos. Sabía que donde se descarga, también se puede cargar. Desarrollando matemáticamente esta idea, el final sería espantoso: si todos tienen su propio ángel del hambre, cada vez que uno muere queda libre un ángel del hambre. Así que más tarde ya sólo habría ángeles del hambre abandonados, palas del corazón abandonadas, carbón abandonado.

Sobre el ángel del hambre

E
l hambre siempre está ahí.
Como está ahí, viene cuando quiere y como quiere.
El principio causal es la obra chapucera del ángel del hambre.
Cuando él viene, viene fuerte.
La precisión es enorme:
1 palada = 1 gramo de pan
.

Yo no necesitaría la pala del corazón. Pero mi hambre depende de ella. Yo desearía que la pala del corazón fuera mi herramienta. Pero es mi dueña. La herramienta soy yo. Ella manda y yo me someto. Y sin embargo es mi pala preferida. Me he obligado a quererla. Soy sumiso, porque ella es para mí una dueña mejor si soy dócil y no la odio. Tengo que estarle agradecido, porque cuando paleo por el pan, me distraigo del hambre. Como el hambre no desaparece, ella se encarga de que el palear se sitúe por delante del hambre. Cuando se palea, palear es lo primero, porque si no el cuerpo no se hace con el trabajo.

El carbón es retirado a paladas, pero nunca disminuye. Viene, por suerte, todos los días de Jasinovataia, eso pone en los vagones. Todos los días el cuerpo se enfrasca en la labor de palear. El cuerpo entero, dirigido desde la cabeza, es la herramienta de la pala. Nada más.

Palear es duro. Tener que palear y no poder es una cosa. Querer palear y no poder es una doble desesperación, doblarse a modo de reverencia ante el carbón. Yo no tengo miedo de palear, sino de mí mismo. Es decir, de que al palear piense en algo distinto a que estoy paleando. En los primeros tiempos me sucedía eso a veces. Consume las fuerzas que necesitas para palear. La pala del corazón se percata en el acto cuando no estoy completamente concentrado en ella. Entonces un pánico sutil me oprime la garganta. El desnudo compás binario golpea las sienes y se toma el pulso, que es una jauría de claxons. Estoy a punto de desplomarme, en el paladar dulce se me hincha la campanilla. Y el ángel del hambre se cuelga completamente dentro de mi boca, de mi velo del paladar. Es su balanza. Él ajusta mis ojos, y la pala del corazón se marea, el carbón se desvanece. El ángel del hambre pone mis mejillas sobre su mentón. Hace columpiarse a mi aliento. El columpio del aliento es un delirio, y menudo delirio. Alzo la vista: ahí arriba, sereno algodón veraniego, el bordado de las nubes. Mi cerebro se estremece fijado en el cielo con la punta de una aguja, ya sólo posee ese único anclaje. Y fantasea con la comida. Ya veo en el aire las mesas cubiertas con manteles blancos, y la grava chirría bajo mis pies. Y el sol me alumbra luminoso atravesando por el centro la glándula pineal. El ángel del hambre mira su balanza y dice: Todavía no me resultas lo bastante ligero, cómo es que no aflojas.

Yo respondo: Tú me engañas con mi carne. Ha sucumbido ante ti. Pero yo no soy mi carne. Soy otra cosa y no cejo. Ya no se puede hablar de quién soy yo, pero no te digo lo que soy. Lo que soy engaña a tu balanza.

Esto acontecía a menudo durante el segundo invierno en el campo de trabajo. Llego por la mañana temprano muerto de cansancio del turno de noche. Ahora libro, debería dormir, pero me tumbo y no puedo hacerlo. En el barracón, las 68 camas están vacías, todos los demás están trabajando. Siento ganas de salir a la tarde
patiovacía
. El viento lanza su nieve fina que crepita en la nuca. Con un hambre tan notoria, el ángel me acompaña al montón de desperdicios emplazado tras la cantina. Yo le sigo tambaleándome un poco, cuelgo, inclinado, del velo de mi paladar. Sigo, paso a paso, a mis pies, suponiendo que no sean los suyos. El hambre es mi dirección, si no es la suya. El ángel me cede el paso. No es que sienta timidez, es que no quiere ser visto en mi compañía. Entonces agacho la espalda, si no es la suya. Mi avidez es brutal, mis manos salvajes. Sí, son las mías, el ángel no toca los desperdicios. Me meto en la boca mondas de patata y cierro los ojos, así saboreo mejor las mondas heladas de patata, dulces y vidriosas.

El ángel del hambre busca huellas imborrables, y borra huellas perdurables. Por mi mente pasan los sembrados de patatas, las parcelas inclinadas entre los prados de heno en el Wench, patatas de la montaña de mi tierra. Las primeras patatas tempranas, redondas y pálidas, las patatas tardías irregulares de color azul cristal, las patatas harinosas del tamaño de un puño, de cáscara correosa y dulcemente amarillas, las patatas rosadas, esbeltas, lisas, ovaladas, que no se deshacen al hervir. Y cómo florecen en verano con haces encerados de un blanco amarillento, gris rosado o lila, sobre una planta de verdor intenso y tallos angulosos.

Qué deprisa me comí con el labio levantado todas las mondas heladas de patata. Metiéndome en la boca una tras otra, sin huecos como el hambre. Sin interrupción, todas juntas son una única y larga cinta de monda de patata.

Todas, todas, todas.

Y llega la noche. Y todos regresan del trabajo. Y todos se meten en el hambre. Cuando un hambriento mira a los demás hambrientos, el hambre es un catre. Pero eso engaña, percibo en mi propia carne que el hambre se introduce en nosotros. Nosotros somos el catre para el hambre. Todos comemos con los ojos cerrados. Alimentamos al hambre durante toda la noche. La cebamos alta en la pala.

Yo como un corto sueño, después despierto y engullo el siguiente, igual de corto. Un sueño es igual al otro, se come. Existe una compasión para la pulsión de comer en sueños, y es una tortura. Yo como sopa de bodas y pan, pimiento relleno y pan, y tronco de navidad. Después despierto, miro a la luz mortecina, amarilla y reglamentaria del barracón, vuelvo a dormirme y como sopa de colinabo y pan, guiso de liebre y pan, helado de fresa en copa de plata. Después, pastas de nueces y mediaslunas. Y a continuación, arroz con chucrut y pan, tarta de ron. Luego, guiso de cabeza de cerdo con rabanitos picantes y pan. Por último me esperaba una pierna de corzo con pan y compota de albaricoque, pero el altavoz se entromete y comienza a berrear, porque es de día. El sueño se queda corto cuanto más como, y el hambre nunca se cansa.

Yo sabía exactamente quiénes fueron los tres primeros de nosotros que murieron de hambre y en qué orden. Durante unos días interminables recordé a cada uno de ellos. Pero el número tres nunca se queda en el primer número tres. Todo número se deriva. Y se endurece. Cuando estás hecho un saco de huesos y físicamente ya no te encuentras bien, mantienes a los muertos lo más lejos posible. Porque rastreando las matemáticas, en marzo, en el cuarto año, se contabilizaban ya trescientos treinta muertos. En esa situación no puedes permitirte los sentimientos explícitos y piensas poco en ellos.

Abandonas el ánimo medroso. Ahuyentas el asomo de una insulsa tristeza poco antes de que llegue. La muerte se engrandece y añora a todos. No hay que tratar con ella. Hay que ahuyentarla, igual que a un perro molesto.

Nunca más mostré tanta decisión contra la muerte como en esos cinco largos años en el campo. Para luchar contra la muerte no se necesita una vida propia, sino una vida que no haya terminado del todo.

Los tres primeros muertos del campo son:

La sorda Mitzi, aplastada por dos vagones.

Kati Meyer, sepultada en la torre del cemento.

Irma Pfeifer, asfixiada en el mortero.

Y en mi barracón el primer muerto es el mecánico Peter Schiel, envenenado con aguardiente de hulla.

La causa de la muerte tuvo un diagnóstico diferente en cada uno de los casos, pero en los tres estuvo presente el hambre.

Rastreando las matemáticas, un día, estando con el barbero Oswald Enyeter, dije mirando al espejo: Todo lo fácil es mero resultado, y velo del paladar tienen todos. El ángel del hambre pesa a todos, y con los que aflojan salta desde la pala del corazón. Ese es su principio causal y su ley del equilibrio.

Ambas cosas no son desdeñables, aunque tampoco comestibles, dijo el barbero. También esto es una ley.

Callé en el espejo.

Tienes el cuero cabelludo lleno de florecitas de pus, anunció el barbero, por lo que hay que cortar al cero.

Qué florecitas, pregunté.

Empezar a raparme fue una buena obra.

Una cosa es segura, pensé, el ángel del hambre conoce a sus cómplices. Los mima, luego los abandona a su suerte. Entonces se quiebran. Y él con ellos. Él es de la misma carne a la que engaña. También ésta es su ley del equilibrio. Y qué voy a decir ahora al respecto. Siempre sucede lo fácil. Su orden tiene un principio, cuando dura. Pero cuando dura cinco años, se torna impenetrable y deja de prestársele atención. Y me parece que cuando se quiere contar más tarde no hay nada que impida añadidos: el ángel del hambre piensa bien, nunca yerra, no se va, pero retorna, tiene su rumbo y conoce mis límites, mi origen y su influjo, camina exclusivamente a su aire, con los ojos abiertos, siempre reconoce su existencia, es asquerosamente personal, tiene un sueño transparente, es experto en armuelle, azúcar y sal, piojos y nostalgia, lleva agua en la tripa y en las piernas. Lo único que se puede hacer es enumerar.

Si no aflojas, piensas que es sólo la mitad de malo. Por tu boca habla hasta hoy el ángel del hambre. Da igual lo que diga, la claridad sigue siendo meridiana:

1 palada = 1 gramo de pan.

Únicamente no se debe hablar del hambre cuando se tiene hambre. El hambre no es un catre, pues entonces sería mensurable. El hambre no es un objeto.

Aguardiente de hulla

E
n una noche revuelta en la que dormir era impensable, en la que ni siquiera acudía la compasión de la pulsión de comer porque el tormento de los piojos no cesaba, en una noche así Peter Schiel observó que yo tampoco dormía. Me había sentado en mi cama y él hizo lo mismo en la suya, casi enfrente de mí, y me preguntó: Qué significa dar y tomar.

Duerme, contesté.

Después volví a tumbarme. Él se quedó sentado, y le oí deglutir. En el bazar, Bea Zakel le había cambiado su jersey de lana por aguardiente de hulla. Se lo bebió. No preguntó nada más. A la mañana siguiente, Karli Halmen dijo que aún preguntó un par de veces más qué significaba dar y tomar. Tú dormías como un tronco.

Zepelín

D
onde no hay baterías de coque, ventiladores y tubos humeantes, donde sólo la nube blanca de la torre de refrigeración ve desde muy arriba, cuando vuela ya muy lejos, hacia la estepa, dónde terminan las últimas vías y nosotros, mientras descargamos carbón, contemplamos desde la
yáma
plantas en flor que crecen sobre los escombros, es decir, detrás de la fábrica, donde la tierra, antes de convertirse en despoblado, está desnuda y misérrima, y se cruzan caminos trillados. Y conducen hasta un gigantesco tubo oxidado, un tubo Mannesmann de antes de la guerra, inservible ya. Mide de 7 a 8 metros de largo y 2 de alto. En un extremo, en la cabecera en dirección a la
yáma
, está soldado igual que una cisterna. En el otro, a los pies, mirando a la tierra baldía, está abierto. Un tubo tremendo, nadie sabe cómo llegó hasta aquí. Desde nuestra llegada al campo de concentración, sabemos al menos para qué sirve. Todos lo llaman
zepelín
.

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