Sé leer todavía. En Navidad mi padre me regaló un libro:
Tú y la física
. En él se leía que toda persona y todo acontecimiento tienen su propia ubicación en el espacio y en el tiempo. Es una ley natural. Y por eso absolutamente todo tiene su propia legitimación en el mundo. Y todo lo existente, su propia cuerda, la
cuerda de Minkowski
. Mientras estoy aquí sentado, está por encima de mi cabeza, recta hacia arriba. Y cuando me muevo, se dobla como yo y secunda mi movimiento. Así pues, no estoy solo.
También todo rincón del sótano tiene su cuerda, y todos los del campo. Pero ninguna cuerda roza a otra. Hay un bosque de cuerdas minuciosamente ordenado por encima de todas las cabezas. Cada uno respira en su sitio con su cuerda. La torre de refrigeración incluso respira el doble, porque la nube de la torre de refrigeración seguramente tiene su propia cuerda. El libro no conoce muy a fondo la aplicación a un campo de trabajo. También el ángel del hambre tiene su cuerda de Minkowski. Pero en el libro no se decía si un ángel del hambre deja siempre con nosotros su cuerda de Minkowski y por eso no se marcha cuando dice que volverá. A lo mejor el ángel del hambre sentiría respeto por el libro, ojalá lo hubiese traído.
En el banco del sótano casi siempre permanezco callado, escudriñando el interior de mi mente como a través del nítido resquicio de una puerta. En el libro se leía también que todos, en todo tiempo y lugar, repasan su propia película. En cada mente la bobina proyecta 16 imágenes por segundo.
Probabilidad de presencia
era otra de las expresiones de
Tú y la física
. Como si no fuera evidente que estoy aquí y que no tendría que querer irme para no estar aquí. Y esto es así porque, en cuanto cuerpo en un lugar, es decir, en el sótano, soy una partícula, pero gracias a mi cuerda de Minkowski soy al mismo tiempo una onda. Y en cuanto onda, también puedo estar en otra parte, y alguien que no esté aquí puede estar conmigo. Puedo escoger quién. Personas no, mejor un objeto que no desentone con los estratos del sótano. Por ejemplo, el
saurio
. El elegante autocar rojo oscuro con parachoques cromados que hacía el recorrido entre Hermannstadt y Salzburg se llamaba Saurio. En verano, mi madre y mi tía Fini viajaban en el Saurio al balneario de Ocna-Băi, ubicado a diez kilómetros de Hermannstadt. A su regreso, me dejaban lamerles los brazos desnudos para comprobar lo salados que eran los baños. Y me hablaban de las escamas nacaradas de las laminitas de sal entre los tallos de hierba de los prados. A través de la luminosa rendija de la puerta que había dentro de mi cabeza, puse en marcha el autocar Saurio entre el sótano y yo. El también tiene su luminosa rendija en la puerta y su cuerda de Minkowski. Nuestras cuerdas nunca se rozan, pero nuestras luminosas rendijas de la puerta se encuentran debajo de la bombilla, donde la ceniza volante remolinea con su cuerda de Minkowski. A mi lado, en el banco, Albert Gion guarda silencio con su cuerda de Minkowski. Y el banco es el tablón del silencio, porque Albert Gion no me puede decir en qué película está en este momento, al igual que yo tampoco puedo decirle que tengo aquí, en el sótano, un autocar de color rojo oscuro con parachoques cromados. Cada turno es una obra de arte. Pero su cuerda de Minkowski es sólo una cuerda de acero con vagonetas circulantes. Y cada vagoneta con su cuerda es un simple acarreo de escoria a doce metros bajo tierra.
A veces creo que morí hace cien años y las plantas de mis pies son transparentes. Cuando escudriño mi mente a través de la luminosa rendija de la puerta, en el fondo sólo me interesa esa terca y tímida esperanza de que alguien piense en mí en algún momento y en algún lugar. Aunque no pueda saber dónde estoy en ese momento. Tal vez yo sea el viejo de una foto de boda inexistente con un diente de arriba mellado, y al mismo tiempo un niño flaco en el patio de una escuela que tampoco existe. Soy asimismo el rival y el hermano de un hermano sustituto que es mi rival, porque ambos existimos sincrónicamente. Pero también diacrónicamente, porque todavía no nos hemos visto nunca, es decir, en ningún tiempo.
Al mismo tiempo sé que lo que el ángel del hambre considera mi muerte, de momento no me ha sucedido.
S
algo del sótano: la nieve de la mañana me deslumbra. En las torretas de vigilancia hay cuatro estatuas de escoria negra. Las estatuas no son soldados, sino cuatro perros negros. Pero la primera y la tercera estatua mueven la cabeza, la segunda y la cuarta permanecen inmóviles. Luego el primer perro mueve las piernas y el cuarto el fusil, mientras el segundo y el tercero se mantienen quietos.
Sobre el techo de la cantina, la nieve es un lienzo blanco. Por qué ha colocado Fenja el lienzo del pan sobre el tejado.
La nube de la torre de refrigeración es un cochecito blanco de niño, se dirige al pueblo ruso donde crecen los abedules blancos. Cuando mi pañuelo blanco de batista pasaba ya el tercer invierno en mi maleta, un día, mendigando, llamé a la puerta de la anciana rusa. Abrió un hombre de mi edad. Pregunté si se llamaba Boris. Él dijo:
niet
. Pregunté si vivía allí una anciana. El contestó:
niet
.
En la cantina estará a punto de llegar el pan. Un día, cuando esté solo en el despacho del pan, me atreveré y le preguntaré a Fenja: Cuándo viajaré a casa, ya soy casi una estatua de escoria negra. Fenja responderá: Tienes raíles en el sótano y una montaña. Las vagonetas viajan continuamente a casa, ve con ellas. Antes te encantaba viajar en tren a las montañas. Pero entonces aún estaba en casa, aduciré. Lo ves, dirá Fenja, así será de nuevo.
Pero ahora traspaso la puerta de la cantina y me pongo en fila delante del mostrador. El pan está cubierto con la nieve blanca del tejado. Podría ponerme el último para estar a solas con Fenja en el despacho cuando me entregue mi pan. Pero no me atrevo, porque Fenja, en su fría santidad, tiene como todos los días tres narices en la cara: dos de ellas son los platillos de la balanza.
H
abía llegado otro Adviento. Yo me sentía desconcertado, sobre la mesa pequeña del barracón se erguía mi arbolito de alambre con la lana de abeto verde. El abogado Paul Gast lo había guardado en su maleta y en esta ocasión lo había adornado con tres bolas de pan. Porque estamos en el tercer año, anunció. Él creía que no sabíamos que si dispone de bolas de pan es porque le roba el pan a su mujer.
Su esposa, Heidrun Gast, vivía en un barracón de mujeres, los matrimonios no podían vivir juntos. Heidrun Gast tenía ya cara de monito muerto: la boca una ranura de oreja a oreja, la liebre blanca en las concavidades de las mejillas, y los ojos hinchados. Estaba en el garaje desde el verano y su trabajo consistía en rellenar las baterías de los vehículos. Su cara mostraba aún más agujeros que su
fufáika
, debido a la causticidad del ácido sulfúrico.
En la cantina comprobábamos a diario en qué convierte el ángel del hambre a un matrimonio. El abogado buscaba a su mujer como un guardián. Si ella ya se había sentado a la mesa entre otras personas, tiraba de su brazo y colocaba la sopa de ella junto a la suya. En cuanto su mujer desviaba la vista un instante, él metía la cuchara en su plato. Cuando ella se daba cuenta, él aducía: Total, una cucharada más o menos…
El arbolito con las bolas de pan aún reposaba sobre la mesa del barracón cuando Heidrun Gast murió, apenas comenzado el mes de enero. Las bolas de pan colgaban todavía del árbol cuando Paul Gast se puso el abrigo de su mujer, de cuello redondo y con los bolsillos de piel de conejo raídos. Y acudía a afeitarse más a menudo que antes.
A mediados de enero era nuestra cantante, Ilona Mich, la que llevaba el abrigo. Y el abogado podía visitarla detrás de la manta. En esa época preguntó el barbero: Tenéis hijos en casa.
El abogado respondió: Yo, sí.
Cuántos, preguntó el barbero.
Tres, contestó el abogado.
Sus ojos helados, rodeados por la espuma de afeitar, miraban fijamente hacia la puerta. Allí colgaba de un gancho mi gorra de guata con orejeras, como si fuera un pato abatido de un tiro. El abogado soltó un profundo suspiro, y desde el dorso de la mano del barbero, un trozo de espuma cayó al suelo justo entre las patas de la silla, donde reposaban, casi de puntillas, los chanclos de goma del abogado. Los llevaba atados por debajo de la suela a los tobillos con alambre de cobre brillante, completamente nuevo.
N
o se lo cuentes nunca a mi marido, me advirtió Heidrun Gast. Ocurrió un día que pudo sentarse entre Trudi Pelikan y yo porque el abogado Paul Gast no vino a comer, le supuraban los dientes. Ese día Heidrun Gast pudo hablar.
Contó que en el techo, entre el taller de automóviles y la nave de la fábrica bombardeada, hay un agujero del tamaño de la copa de un árbol. Arriba, en la nave de la fábrica, llevan a cabo labores de desescombro. A veces abajo, en el suelo del taller, se ve una patata que un hombre arroja desde arriba para Heidrun Gast. Siempre es el mismo hombre, ella alza la vista hacia arriba y él mira hacia abajo. No pueden hablar, él está tan vigilado arriba como ella en el taller. El hombre viste una
fufáika
a rayas, es un prisionero de guerra alemán. La última vez, cayó una patata muy pequeña entre las cajas de herramientas. Es posible que Heidrun Gast no la encontrase en el acto y llevase allí uno o dos días. O el hombre tuvo que tirarla más rápido que de costumbre. O por ser tan pequeña se alejó rodando más lejos de lo habitual. O tal vez él la arrojó deliberadamente a otro lugar. En un primer momento Heidrun Gast no estaba segura de que procediese realmente del hombre de arriba y no la hubiese colocado el
nachálnik
para tenderle una trampa. Empujó la patata debajo de la escalera con la punta del zapato, de forma que sólo pudiera verse si se sabía que estaba allí. Ella prefirió esperar hasta cerciorarse de que el
nachálnik
no la espiaba. Poco antes de finalizar la jornada recogió la patata, y entonces se percató de que llevaba un hilo atado alrededor. Como de costumbre, también ese día Heidrun Gast miró cuanto pudo hacia arriba por el agujero, pero no vio al hombre. Cuando llegó por la noche a su barracón, rompió el hilo con sus dientes. La patata estaba partida por la mitad. Entre las dos mitades había un jirón de tela. En él ponía
Elfriede ro, call, ensbu
y, abajo del todo,
Alem
. Las demás letras habían, sido corroídas por la fécula. Después de la bazofia de la cantina, cuando el abogado se marchó a su barracón, Heidrun Gast arrojó el trapo a una tardía hoguerita del patio y asó las dos mitades de patata. Sé, refirió, que me comí una noticia, eso aconteció hace sesenta y un días. Seguro que él no pudo irse a casa, y sin duda no ha muerto, aún estaba sano. Ha desaparecido de la faz de la tierra, dijo, igual que esa patata en mi boca. Lo echo de menos.
En sus ojos palpitó una fina piel de hielo. Las concavidades de sus mejillas con pelusilla blanca se adherían a los huesos. Para su ángel del hambre no era ningún secreto que en ella ya no había nada que rascar. Me sentí mal, como si su ángel del hambre estuviera dispuesto a llevársela con mayor rapidez cuanta más confianza depositase ella en mí. Como si él fuera a mudarse a mí.
Sólo el ángel del hambre podría prohibir a Paul Gast robarle comida a su mujer. Pero el propio ángel del hambre es un ladrón. Todos los ángeles del hambre se conocen, pensé, igual que nos conocemos nosotros. Todos ejercen nuestras profesiones. El ángel del hambre de Paul Gast es abogado, como él. Y el de Heidrun Gast, cómplice del de su marido. También el mío es cómplice, a saber de quién.
Heidrun, cómete la sopa, la animé.
No puedo, respondió.
Yo cogí la sopa. También Trudi Pelikan la miraba de reojo. Y Albert Gion, sin el menor disimulo. Comencé a comer a cucharadas, pero no las conté. Ni siquiera sorbí para tardar más. Comía completamente ensimismado, haciendo caso omiso de Heidrun Gast, de Trudi Pelikan y de Albert Gion. Olvidé todo lo que me rodeaba, la camina entera. Absorbí la sopa en mi corazón. Ante ese plato, mi ángel del hambre no era cómplice, sino abogado.
Empujé el plato vacío hacia Heidrun Gast, junto a su mano izquierda, hasta que chocó con su meñique. Ella lamió su cuchara sin usar y se la secó en la chaqueta, como si hubiera comido ella, no yo. Acaso ya no supiera si comía o miraba. O quizá pretendía fingir que había comido. Sea como fuere, se veía a su ángel del hambre tendido en la ranura de su boca estirada, por fuera de una palidez clemente y por dentro azul oscura. No cabe descartar que estuviera incluso horizontal. Y era seguro que en el agua con hebras de la sopa de col contaba los días que le quedaban a ella. Pero también cabe la posibilidad de que olvidase a Heidrun Gast y ajustase con más precisión la balanza de mi úvula. Que al comer calculase cuánto podría llevarse de mí y en qué momento.
El beso de hojalataC
uando el ángel del hambre me pese, engañaré a su balanza.
Seré tan ligero como el pan que he ahorrado.
E igual de difícil de morder.
Ya lo verás, me digo, es un plan breve que durará mucho
.
D
espués de cenar me tocaba turno de noche en el sótano. En el cielo se observaba cierta claridad. Una bandada de pájaros similar a un collar gris volaba hacia el campo de trabajo desde el pueblo ruso. No sé si los pájaros piaban arriba, en la zona clara, o en mi boca, junto al velo del paladar. Tampoco sé si piaban con los picos, frotaban las patas una con otra o tenían en sus alas viejos huesos sin cartílago.
De pronto se rompió un trocito del collar, se dividió en bigotes. Tres de ellos volaron a la frente del soldado de la torreta de vigilancia del fondo por debajo de la gorra. Permanecieron allí un buen rato. Cuando me volví de nuevo, en la puerta de la fábrica de enfrente los vi salir volando por debajo de la gorra desde el cogote. Su fusil osciló, el soldado de guardia se mantuvo inmóvil. Está hecho de madera y el fusil de carne, pensé.
Yo no quería cambiarme por el soldado de guardia de la torre, ni por el collar de pájaros. Tampoco quería ser el trabajador de la escoria que, noche tras noche, bajaba los sempiternos 64 escalones hasta el sótano. Pero anhelaba el cambio. Creo que deseaba convertirme en el fusil.