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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (23 page)

En el turno de noche volqué, como de costumbre, una vagoneta detrás de otra, y Albert Gion se dedicó a empujar. Después nos alternamos. La escoria caliente nos envolvía en vapor. Los trozos incandescentes olían a resina de abeto y mi cuello sudoroso, a té con miel. A Albert Gion se le balanceaba el blanco de los ojos como dos huevos pelados, y sus dientes como una lendrera. Y su cara negra no estaba con él en el sótano.

Durante la pausa, en el tablón del silencio, el pequeño fuego de coque iluminaba nuestros zapatos hasta la rodilla. Albert Gion se abrochó la chaqueta y preguntó: Qué añorará Heidrun Gast más, el alemán o las patatas. Esa ya ha mordido más veces el hilo, quién sabe lo que había escrito en los otros trozos. Hace bien el abogado robándole la comida. El matrimonio añoso te convierte en un hambriento, la infidelidad te sacia. Albert Gion me dio unos suaves toques en la rodilla. Señal de que ha terminado la pausa, pensé. Pero él dijo: Mañana la sopa será para mí, qué dice a eso tu cuerda de Minkowski. Mi cuerda de Minkowski calló. Permanecimos sentados en silencio un instante más. En el banco no se veía mi mano negra. La suya tampoco.

Al día siguiente, Paul Gast, a pesar de los dientes purulentos, volvió a sentarse junto a su mujer en la cantina. Podía comer de nuevo y Heidrun Gast podía volver a callar. Mi cuerda de Minkowski opinó al respecto que me sentía decepcionado, como tantas veces. Y que Albert Gion se mostraba más odioso que nunca. Deseando amargarle la comida al abogado, buscaba pelea. Le echó en cara sus inaguantables y ruidosos ronquidos. Después me volví odioso yo y aseguré a Albert Gion que él roncaba más fuerte que el abogado. Albert Gion se puso fuera de sí porque le había echado a perder la bronca. Levantó la mano contra mí y su cara huesuda se asemejó a la cabeza de un caballo. Mientras discutíamos, el abogado hacía rato que metía su cuchara en el plato de su mujer. La cuchara de ésta se hundía cada vez menos y la de él cada vez más. Él sorbía y su mujer empezó a toser, para hacer algo con la boca, mientras se la tapaba estirando como una dama su dedo meñique, corroído por el ácido sulfúrico y tan sucio por el aceite de engrasar como los dedos de todos los de la cantina. El barbero Oswald Enyeter era el único que llevaba las manos limpias, pero estaban tan oscuras como las nuestras por la mugre, porque eran tan velludas como si se las hubieran prestado las ardillas de tierra. También Trudi Pelikan tenía las manos limpias desde que era enfermera. Limpias sí, pero teñidas de un amarillo parduzco de tanto frotar a los enfermos con ictiol.

Mientras cavilaba sobre el dedo estirado de Heidrun Gast y el estado de nuestras manos, llegó Karli Halmen y quiso intercambiar pan conmigo. No tenía yo la mente para un trueque, de modo que lo rechacé, quedándome con mi propio pan. Después se lo cambió a Albert Gion y entonces lo lamenté: el trozo de pan que ahora mordía Albert Gion parecía un tercio mayor que el mío.

A mi alrededor, la hojalata tintineaba en todas las mesas. Cada cucharada de sopa es un beso de hojalata, pensé. Y la propia hambre ejerce sobre todos un poder desconocido. Qué bien lo supe en ese momento y qué deprisa lo olvidé.

Así eran las cosas

L
a verdad pura y dura es que el abogado Paul Gast robó la sopa de la escudilla de su mujer, Heidrun Gast, hasta que ella ya no volvió a levantarse y murió porque no pudo hacer otra cosa, al igual que le robó su sopa porque su hambre no podía hacer otra cosa, al igual que se puso su abrigo de cuello redondo y los bolsillos raídos de piel de conejo y no tuvo la culpa de que ella hubiera muerto, al igual que ella no tuvo la culpa de no levantarse más, al igual que después nuestra cantante Loni Mich llevó el abrigo y no tuvo la culpa de que la muerte de la mujer del abogado hubiera dejado libre un abrigo, al igual que el abogado no tuvo la culpa de haber quedado libre por la muerte de su mujer, al igual que no tuvo la culpa de querer sustituirla por Loni Mich, ni ésta tuvo tampoco la culpa de desear a un hombre detrás de la manta o un abrigo, o de que ambas cosas fueran inseparables, así como el invierno no tuvo la culpa de ser gélido, ni el abrigo tuvo la culpa de abrigar mucho, ni los días tuvieron la culpa de ser una concatenación de causas y efectos, ni las causas y efectos tuvieron la culpa de ser la verdad pura y dura a pesar de que se trataba de un abrigo.

Así eran las cosas: como nadie tuvo la culpa, nadie pudo evitarlo.

Liebre blanca

P
adre, la liebre blanca nos expulsa de la vida. Cada vez crece en más rostros en las concavidades de las mejillas.

Aunque todavía no es adulta en mí, contempla mi carne desde dentro, porque también es la suya.
Aymé
.

Sus ojos son carbones; su hocico, una escudilla de hojalata; sus patas, atizadores; su tripa, una vagoneta en el sótano; su camino, una vía empinada que asciende hacia la montaña.

Todavía está dentro de mí, despellejada y rosácea, esperando con su propio cuchillo, que también es el cuchillo del pan de Fenja.

Nostalgia. Como si la necesitase

S
iete años después de mi regreso llevaba siete años sin nostalgia. Pero cuando vi en el escaparate de la librería de Grosser Ring un libro titulado Magia y leí Nostalgia. Por eso compré un ejemplar y emprendí el camino de la nostalgia, del regreso.

Hay palabras que hacen conmigo lo que se les antoja. Son completamente distintas a mí y piensan de diferente manera a como son. Se me ocurren para que piense que hay primeras cosas que ya quieren lo segundo, aunque yo no lo quiera. Nostalgia. Como si la necesitase.

Hay palabras que me consideran su objetivo, como si sólo estuvieran hechas para la recaída en el campo de trabajo, excepto la propia palabra
recaída
. Esta palabra seguirá siendo desacertada cuando me sobrevenga la recaída. La palabra
recuerdo
es asimismo desacertada. Tampoco la palabra
deterioro
sirve para la recaída. Ni la
experiencia
. Cuando tengo que habérmelas con esas palabras desacertadas, debo fingir siempre que soy más tonto de lo que soy. Pero tras cada encuentro conmigo, ellas se muestran aún más duras que antes.

Tienes piojos en la cabeza, en las cejas, en la nuca, en las axilas, en el vello púbico. Y chinches en el catre. Y hambre. Pero no dices: Tengo piojos y chinches y tengo nostalgia. Como si la necesitases.

Algunos dicen y cantan y callan y andan y sientan y duermen su nostalgia, tan persistente como inútil. Algunos creen que la nostalgia pierde su contenido con el tiempo, que arde a fuego lento y se torna en verdad devoradora porque ya no guarda relación alguna con un hogar concreto. Yo soy de los que piensan así.

Sé que ya en el mundo de los piojos hay tres clases de nostalgia: el piojo de la cabeza, el piojo del pubis y el piojo de la ropa. El piojo de la cabeza se arrastra y pica en el cuero cabelludo, detrás de las orejas, en las cejas, en el arranque del pelo en la nuca. Cuando te pica la nuca, también puede deberse al piojo de la ropa en el cuello de la camisa.

El piojo de la ropa no se arrastra. Se acomoda en las costuras. Se llama piojo de la ropa, pero no se alimenta de tejido. El piojo del pubis se arrastra y pica en el vello púbico. Las palabras vello púbico no se pronunciaban. Se decía: Me pica abajo.

El tamaño de los piojos es diferente, pero todos son blancos y parecen cangrejos diminutos. Cuando los aplastas entre las uñas de los pulgares, producen un chasquido seco. En una uña queda la mancha acuosa del piojo, y en la otra una mancha de sangre pegajosa. Los huevos de los piojos se alinean, incoloros, como un rosario de cristal o guisantes transparentes en su vaina. Los piojos sólo son peligrosos cuando son portadores del tifus exantemático o las fiebres tifoideas. Si no, puedes vivir con ellos. Te acostumbras a que te pique todo. Se podría pensar que los piojos pasaban de una cabeza a otra en la barbería, a través del peine. Pero no les hacía falta, se arrastraban en el barracón de una cama a otra. Nosotros introducíamos las patas de las camas en latas de conserva con agua, para cortar el paso a los piojos. Pero ellos, tan hambrientos como nosotros, hallaban vías alternativas. En el recuento, estando en fila ante la ventanilla de la comida, ante las largas mesas de la cantina, trabajando al cargar y descargar, acuclillados en la pausa para fumar, incluso al bailar tangos, nos repartíamos los piojos.

Nos cortaban el pelo al cero con la maquinilla: a los hombres, Oswald Enyeter en la barbería; a las mujeres, la auxiliar sanitaria rusa en un cobertizo de tablas junto al barracón de los enfermos. En su primer rapado, las mujeres podían llevarse las trenzas y guardarlas en la maleta como recuerdo.

No sé por qué los hombres no se despiojaban unos a otros. Las mujeres juntaban sus cabezas a diario, hablaban, cantaban y se quitaban los piojos unas a otras.

Cítara-Lommer aprendió el primer invierno a limpiar de piojos el jersey de lana. Al atardecer, a menos de cero grados centígrados, se cava en la tierra un agujero de 30 centímetros de profundidad, se mete el jersey en el hueco, dejando asomar una punta de un dedo de largo, y se tapa el agujero sin apretar la tierra. Durante la noche todos los piojos salen del jersey y con las primeras luces del alba se apelotonan en la punta formando grumos blancos. Entonces puedes aplastar con el pie a todos a la vez.

Cuando llegaba marzo y la tierra ya no estaba tan profundamente congelada, cavábamos agujeros entre los barracones. Las puntas de las prendas asomaban de la tierra todas las noches como un huerto de punto. Al amanecer florecían con una espuma blanca, similar a la coliflor. Pisoteábamos los piojos y sacábamos los jerséis de la tierra. Volvían a abrigarnos y Cítara-Lommer decía: La ropa no muere ni siquiera cuando se la entierra.

Siete años después de mi regreso llevaba siete años sin piojos. Pero desde hace sesenta años, cuando tengo coliflor en el plato me como los piojos de la punta del jersey en las primeras luces del alba. Tampoco la nata montada es hasta la fecha un copete de nata.

A partir del segundo año podíamos practicar el despiojamiento todos los sábados junto a las duchas en la
etuba
, una cámara de aire caliente a más de 100 grados centígrados. Colgábamos nuestras ropas de unos ganchos de hierro que se movían mediante poleas como los carritos de la cámara frigorífica de un matadero. Asar la ropa llevaba aproximadamente hora y media, más tiempo del que teníamos y del agua caliente de que disponíamos para ducharnos. De modo que, después de la ducha, esperábamos desnudos en la antesala. Sarnosas figuras encorvadas, sin ropa parecíamos animales de trabajo inservibles. Nadie se avergonzaba. De qué vas a avergonzarte cuando careces de cuerpo. Sin embargo, estábamos en el campo a causa del cuerpo, para realizar un trabajo físico. Cuanto menos cuerpo tenías, más te castigaban a través de él. Estos despojos pertenecían a los rusos. Ante los demás no me avergoncé jamás, sólo ante mí mismo al recordar la suavidad de mi piel en los baños Neptuno, donde el vapor de lavanda y la felicidad jadeante me aturdían. Donde jamás pensé en animales de trabajo, bípedos e inservibles.

Cuando las ropas salían de la etuba, apestaban a calor y a sal. La tela se quedaba chamuscada y quebradiza. Pero tras dos o tres recorridos de despiojamiento, también las remolachas introducidas de contrabando se convertían en la etuba en frutas escarchadas. Yo nunca tuve remolachas en la etuba. Yo tenía una pala del corazón, carbón, cemento, arena, bloques de escoria y escoria del sótano. Yo tuve un día de terror en las patatas, pero nunca tuve un día en el campo con la remolacha azucarera. Sólo los hombres que cargaban y descargaban remolacha en el
koljós
tenían frutas escarchadas en la etuba. Recordaba de casa cómo eran las frutas escarchadas: verde botella, rojo frambuesa, amarillo limón. Escondidas en el roscón como piedrecitas finas, y entre los dientes cuando comías. Las remolachas escarchadas eran pardas como la tierra; peladas parecían puños glaseados. Cuando veía comer a los otros, la nostalgia comía roscón, y el estómago se contraía.

La noche de San Silvestre del cuarto año, en el barracón de las mujeres, también yo comí remolachas escarchadas: una tarta. No fue cocinada, sino edificada por Trudi Pelikan. En lugar de frutas escarchadas…, remolachas escarchadas; en lugar de nueces…, pipas de girasol; en lugar de harina…, maíz molido; en lugar de platitos de postre para servirla…, azulejos de la cámara mortuoria del barracón de los enfermos. Y además, para cada uno un cigarrillo
Lucky Strike
traído del bazar. Yo di dos caladas y me emborraché. La cabeza se separó, flotando, de mis hombros y se mezcló con los demás rostros, los catres daban vueltas. Cantamos y nos balanceamos cogidos de los brazos al compás del blues del vagón de ganado:

En el bosque florece el torvisco
La zanja aún tiene nieve
Y la cartita que me has escrito
Esa cartita, mucho me duele
.

Imaginaria-Kati, con su pedacito de tarta sobre el azulejo, sentada ante la mesita bajo la lámpara reglamentaria, nos miraba impasible. Pero cuando finalizó la canción, se bamboleó en su silla e hizo:
uuuh, uuuh
.

Con ese profundo
uuuh
, imitó el tono sordo de la locomotora de la deportación durante la última parada de la noche nevada de cuatro años antes. Yo me quedé petrificado, algunos lloraban. Tampoco Trudi Pelikan pudo contenerse. Imaginaria-Kati contemplaba los llantos mientras se comía su tarta. Era obvio que le gustaba.

Hay palabras que hacen con nosotros lo que se les antoja. Ya no recuerdo si la palabra rusa
vosh
designa a las chinches o a los piojos. Al escribir
vosh
, me refiero tanto a chinches como a piojos. A lo mejor la palabra no conoce a sus animales. Yo sí.

Las chinches trepan paredes arriba y desde el cielo raso se dejan caer sobre las camas en medio de la oscuridad. No sé si con luz no se dejan caer o si sencillamente no se las ve. En los barracones, la luz reglamentaria permanece encendida toda la noche, como protección contra las chinches entre otras razones.

Nuestros catres son de hierro. Barras herrumbrosas unidas por ásperas soldaduras. En ellas se multiplican las chinches, como en las tablas sin cepillar bajo el jergón de paja. Cuando las chinches proliferan demasiado nos obligan a sacar, casi siempre en fin de semana, las camas al patio. Los hombres de la fábrica se han construido cepillos de alambre. Bajo la acción de los cepillos, los catres y las tablas adquieren una tonalidad cobriza debido a la sangre de las chinches aplastadas. Ejecutamos a conciencia el exterminio de chinches prescrito. Deseamos limpiar nuestras camas y descansar por las noches. Nos gusta ver la sangre de las chinches, porque es la nuestra. Todo el odio sale de nosotros. Cepillamos las chinches hasta matarlas y nos sentimos orgullosos de hacerlo, como si fueran rusos.

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