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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (20 page)

En el campo ya había habido tres intentos de fuga. Los tres, ucranianos de los Cárpatos, compatriotas de Tur Prikulitsch. Aunque hablaban bien el ruso, los tres fueron capturados y presentados al recuento desfigurados por los golpes. Después ya no los vimos más, debieron de enviarlos a un campo especial o a la tumba.

En ese momento divisé a mano izquierda un chamizo de tablas y un centinela con pistola al cinto, un tipo joven, delgado, al que le pasaba media cabeza. Me estaba esperando y me hizo una seña. No pude detenerme, él tenía prisa, caminamos siguiendo los campos de coles. Él masticaba pipas de girasol, se lanzaba dos a la boca al mismo tiempo y, tras un movimiento brusco, escupía las cáscaras por una de las comisuras mientras atrapaba con la otra las siguientes y las cáscaras vacías volvían a salir volando. Caminábamos deprisa, al compás de su jadeo. A lo mejor es mudo, pensé. Él no hablaba, no sudaba, sus acrobacias bucales no perdían el ritmo. Caminaba como si el viento lo arrastrase sobre ruedas. Callaba y comía como una descascarilladora. Al fin me tiró del brazo y nos detuvimos. Había cerca de veinte mujeres desperdigadas por el sembrado. No tenían herramientas, desenterraban las patatas con las manos. El guardia me señaló una fila. El sol lucía en medio del cielo como un trozo de brasa. Escarbé con las manos, el suelo estaba duro. La piel se abrió, las heridas escocían debido a la suciedad. Al levantar la cabeza, bandadas de puntos vibrantes volaban ante mis ojos. La sangre se congestionaba en el cerebro. En el sembrado estaba ese tipo joven con la pistola; además de guardián,
nachálnik
, jefe de brigada, capataz e inspector, todo en uno. Cuando sorprendía a las mujeres hablando, azotaba sus rostros con hojas de patata o les introducía patatas podridas en la boca. Y no era mudo. Yo no entendía lo que gritaba mientras tanto. No eran maldiciones de carbón, ni órdenes de obra, ni palabras de sótano.

Lentamente comprendí que Tur Prikulitsch había hecho un trato con él: obligarme a trabajar todo el día y no pegarme un tiro hasta el anochecer, por intento de fuga. O meterme por la noche en un agujero en la tierra, uno muy privado porque era el único hombre allí. Acaso no sólo esa noche, sino todas las noches a partir de ese día, para que jamás regresase al campo de trabajo.

Cuando anocheció, el tipo, además de guardia,
nachálnik
, jefe de brigada, capataz e inspector, era también comandante del campo. Las mujeres se pusieron en fila para el recuento, dijeron sus nombres y sus números, dieron la vuelta a los bolsillos de las
fufáika
s y mostraron dos patatas en cada mano. Podían quedarse con cuatro medianas. Si una era demasiado grande, la cambiaba. Yo era el último de la fila y enseñé la funda de mi almohada. Contenía 27 patatas, 7 medianas y 20 grandes. También me dejaron conservar 4 patatas medianas, las demás tuve que devolverlas. El hombre de la pistola preguntó cómo me llamaba. Leopold Auberg, respondí. Como si tuviera algo que ver con mi nombre, tomó una patata mediana y de una patada la proyectó por el aire por encima de mi hombro. Encogí la cabeza. La siguiente no la lanzará con el pie, me la tirará a la cabeza y mientras vuela le disparará con su pistola, haciéndola trizas junto con mi cerebro. Mientras pensaba en ello, él me veía guardar la funda de la almohada en el bolsillo del pantalón. Después me sacó de la fila tirando de mi brazo y, como si hubiera perdido el habla, señaló hacia la noche, hacia la estepa, en la dirección por donde yo había llegado esa misma mañana. Allí me dejó. Dio la orden de marcha a las mujeres y echó a andar detrás de la cuadrilla en dirección opuesta. Lo vi alejarse con las mujeres desde el borde del sembrado y me asaltó la certeza de que pronto dejaría sola a su brigada para regresar a mi lado. Ya sin testigos, se oiría un estampido que significaría: Tiroteado durante la huida.

La cuadrilla marchaba a lo lejos como una serpiente parda cada vez más pequeña. Yo permanecía inmóvil ante el enorme montón de patatas y comencé a vislumbrar que el trato no era entre Tur Prikulitsch y el guardia, sino entre Tur Prikulitsch y yo. Que el trato era el montón de patatas. Que Tur quería pagarme la bufanda de seda con patatas.

Me embutí patatas de todos los tamaños hasta debajo de la gorra. Conté 273. El ángel del hambre, ladrón notorio, me ayudó. Pero después de haberme ayudado, volvió a convertirse en un verdugo notorio y me dejó solo con el largo camino de regreso.

Eché a andar. Pronto me picó todo el cuerpo, el piojo de la cabeza, el piojo del cuello y la nuca, el piojo de la axila, el piojo del pecho, la ladilla del vello púbico. Sentía unos picores tremendos entre los dedos de los pies, por dentro de los paños, en los chanclos. Para rascarme habría tenido que levantar el brazo, tarea imposible con las mangas repletas. Al andar habría tenido que doblar las rodillas, tarea imposible con las perneras del pantalón repletas. Pasé ante la primera escombrera arrastrando los pies. La segunda se retrasaba, o la había pasado por alto. Las patatas pesaban más que yo. Entretanto había oscurecido demasiado para la tercera escombrera. Se veían sartas de estrellas por todo el cielo. La Vía Láctea se extiende de sur a norte, había explicado el barbero Oswald Enyeter cuando el segundo de sus compatriotas fue presentado en la plaza del campo tras su fuga frustrada. Para alcanzar el oeste, había dicho, hay que cruzar la Vía Láctea y doblar a la derecha, después siempre adelante, es decir, manteniéndose siempre a la izquierda de la Osa Mayor. Pero yo no encontraba siquiera la segunda y la tercera escombrera, que ahora, en el camino de regreso, debía de estar a mano izquierda. Era preferible estar vigilado por todos lados antes que irremisiblemente perdido. Las acacias, el maíz, hasta mis pasos llevaban una capa negra. Los cogollos de col me seguían con la mirada cual cabezas humanas, luciendo los peinados y gorros más variopintos. Sólo la luna llevaba una cofia blanca y me palpaba la cara igual que una enfermera. Pensé que tal vez ya no necesitase las patatas, a lo mejor estoy envenenado de muerte por el sótano y todavía lo ignoro. Oí gritos entrecortados de pájaros procedentes de los árboles y un balbuceo quejumbroso a lo lejos. Las siluetas nocturnas podían fluir. No debo asustarme, pensé, o me ahogaré. Hablé conmigo mismo para no rezar.

Las cosas duraderas no se dilapidan, sólo necesitan una única relación con el mundo, idéntica durante toda la eternidad. La estepa se relaciona con el mundo mediante el acecho, la luna mediante el brillo, las ardillas de tierra mediante la huida, y la hierba mediante el balanceo. Y yo me relaciono con el mundo mediante la comida.

El viento murmuraba, oí la voz de mi madre. En el último verano en casa, a la mesa, mi madre no habría debido decir: No pinches la patata con el tenedor, se deshace, el tenedor se usa para la carne. Mi madre no pudo imaginar que la estepa conocería su voz, que las patatas me arrastrarían de noche en la estepa hacia la tierra y que todas las estrellas del cielo pinchan. Ninguno de los que estaban sentados a la mesa adivinó por entonces que me arrastraría como un armario a través de sembrados y hierbales hacia la puerta del campo. Que apenas tres años después, solo en la noche, soy un hombre-patata y llamo volver a casa al trayecto de regreso al campo de trabajo.

En la puerta del campo, los perros ladraron con esas voces nocturnas de soprano siempre tan parecidas al llanto. A lo mejor Tur Prikulitsch había llegado a un acuerdo con los centinelas, porque me hicieron pasar con una seña, sin registrarme. Los oí reír detrás de mí, zapateando sobre el suelo. Yo iba tan relleno que no pude volverme, seguramente alguien imitaba mi caminar envarado.

Al día siguiente, en el turno de noche, llevé a Albert Gion 3 patatas medianas. A lo mejor le apetece asarlas tranquilamente al fondo en el fuego, en el cestillo de hierro. No, no le apetece. Las mira una por una y las coloca en su gorra. Por qué precisamente 273 patatas, pregunta.

Porque el cero absoluto es a 273 grados bajo cero, le contesto, más frío es imposible.

Hoy te ha dado por la ciencia, comenta, seguro que te has equivocado al contar.

Imposible, replico, la cifra 273 se vigila a sí misma, es un postulado.

Postulado, repite Albert Gion, tendrías que haber pensado en otra cosa. Hombre, Leo, podrías haberte largado.

Entregué 20 patatas a Trudi Pelikan, pagando con ellas el azúcar y la sal. Dos meses después, poco antes de Navidad, las 273 patatas se habían acabado. A las últimas les salieron unos ojos escurridizos azul verdoso exactamente iguales que los de Bea Zakel. Me pregunté si debería decírselo algún día.

Cielo abajo tierra arriba

E
n la casa de verano en el Wench, en pleno huerto, de frutales, había un banco de madera sin respaldo. Se llamaba tío Hermann. Le habíamos dado ese nombre porque no conocíamos a nadie que se llamara así. Tío Hermann tenía clavadas en el suelo dos patas redondas hechas de troncos de árbol. El asiento se componía de una superficie pulcramente aserrada; en la parte inferior, la madera conservaba la corteza. A pleno sol, tío Hermann sudaba gotas de resina. Si tirabas de ellas para despegarlas, al día siguiente reaparecían.

Más arriba, sobre la colina de hierba, estaba tía Luia: tenía respaldo y cuatro patas y era más pequeña y esbelta que tío Hermann, y más añosa. Tío Hermann había llegado más tarde. Yo me dejaba caer rodando por la colina delante de tía Luia. Cielo abajo, tierra arriba, y en medio, hierba. La hierba siempre me sujetaba por los pies para que no me cayera al cielo. Yo siempre veía el bajo vientre gris de tía Luia.

Una noche, mi madre estaba sentada sobre tía Luia y yo yacía a sus pies, de espaldas en la hierba. Mirábamos hacia arriba, todas las estrellas estaban allí. Mi madre se subió el cuello de la chaqueta de punto por encima de la barbilla hasta que el cuello de la chaqueta tuvo labios. Y entonces el cuello, no ella, dijo: El cielo y la tierra forman el mundo. El cielo es tan grande porque en él cuelga un abrigo para cada persona. Y la tierra es tan grande debido a las distancias hasta los dedos de los pies del mundo. Pero están tan lejos que hay que dejar de pensarlo, porque sientes las distancias como un malestar vacío en el estómago.

Dónde están los confines del mundo, pregunté.

Donde termina.

En los dedos de los pies.

Sí.

También son diez.

Creo que sí.

Sabes qué abrigo te pertenece.

Sólo cuando esté en el cielo.

Pero allí están los muertos.

Sí.

Cómo llegan allí.

Caminando con el alma.

El alma también tiene pies.

No, alas.

Los abrigos tienen mangas.

Sí.

Las mangas son sus alas.

Sí.

Tío Hermann y tía Luia son pareja.

Si la madera se casa, sí.

Entonces mamá se levantó y se dirigió a casa. Yo me acomodé en tía Luia, justo donde ella había estado sentada. En el huerto de frutales tiritaba el viento negro.

Sobre las variantes del tedio

H
oy no tengo turno de mañana, ni de tarde, ni de noche. Al último turno de noche le sucede siempre el largo miércoles. Es mi domingo y no finaliza hasta el jueves a las dos del mediodía. Hay demasiado aire libre a mi alrededor. Tendría que cortarme las uñas, pero la última vez pensé que, en mis dedos, se las cortaba a otra persona. No supe a quién.

Por la ventana del barracón se divisa la calle principal hasta la cantina. Por ella vienen las dos Siris con un cubo, debe de contener carbón, pesa mucho. Tras pasar ante el primer banco, se sientan en el segundo porque tiene respaldo. Podría abrir la ventana para saludarlas o salir. Comienzo a calzarme los chanclos y luego me quedo sentado en la cama con ellos puestos.

Existe el tedioso delirio de grandeza del gusano de goma del reloj de cuco, el codo negro en el tubo de la estufa. La sombra de la mesita de madera deteriorada yace en el suelo. A medida que el sol gira, su sombra se renueva. Existe el tedio del espejo del agua en el cubo de hojalata y el agua en mis piernas hinchadas; el tedio de la costura rasgada de mi camisa y de la aguja de coser prestada y el tembloroso tedio de coserla, en el que el cerebro resbala por encima de mis ojos, y el tedio de partir el hilo con los dientes.

Entre los hombres existe el tedio de las depresiones disimuladas en medio de sus gruñones juegos de naipes sin el menor asomo de pasión. Con buenas cartas, hay que desear ganar, pero los hombres interrumpen el juego antes de que haya un ganador o un perdedor. Y entre las mujeres existe el tedio del canto, sus canciones nostálgicas al despiojarse con las tediosas y sólidas lendreras de asta y baquelita. Y existe el tedio de los peines de hojalata mellados que no sirven para nada, y el tedio de cortar el pelo al cero, y el tedio de los cráneos como tarros de porcelana, decorados con florecillas de pus y guirnaldas de picaduras de piojos recientes que van difuminándose poco a poco. También existe el tedio mudo de Imaginaria-Kati. Imaginaria-Kati nunca canta. Kati, no sabes cantar, le pregunté. Ya me he peinado, me respondió. Ves, sin pelo, el peine araña.

El patio del campo es un pueblo vacío al sol, las puntas de las nubes son de fuego. Mi tía Fini, en un prado de la montaña, señaló el sol poniente. Un golpe de viento le había levantado el pelo, convirtiéndolo en un nido de pájaro y dividiendo la parte posterior de su cabeza con una blanca raya al medio. Y ella dijo: El Niño Jesús está horneando pastas. Ahora mismo, pregunté. Ahora mismo, repuso.

Existe el tedio de las conversaciones desperdiciadas, por no decir ocasiones. Por un deseo sencillo se gastan muchas palabras, y quizá ninguna perdure. A menudo evito las conversaciones, y cuando las busco me atemorizan, sobre todo las conversaciones con Bea Zakel. Tal vez no espere nada de Bea Zakel cuando hablo con ella. Quizá me sumerja en sus ojos rasgados movido por el deseo de mendigar clemencia de Tur. En el fondo hablo con todos más de lo que deseo, para mitigar mi soledad. Como si se pudiera estar solo en el campo. No se puede, ni siquiera cuando el campo es un pueblo vacío al sol.

Siempre ocurre lo mismo, me tumbo porque más tarde ya no disfrutaré de la misma tranquilidad que ahora, pues los demás regresarán del trabajo. Los del turno de noche no duermen mucho tiempo seguido, tras cuatro horas de sueño obligatorio me despierto. Podría calcular cuánto tiempo falta para que llegue al campo otra primavera tediosa, con la consiguiente paz absurda y el rumor de que pronto podremos volver a casa. Y yazgo en esa nueva paz en medio de la hierba nueva y cargo roda la tierra a la espalda. Pero nos van a trasladar a otro campo más al este, a un campo de leñadores. Y empaqueto mis objetos del sótano en la maleta del gramófono, empaqueto y empaqueto y no acabo. Los otros esperan ya. La locomotora pita, y salto al estribo en el último momento. Viajamos de un bosque de abetos a otro. Los árboles se apartan de un salto y esquivan las vías, y en cuanto ha pasado el tren, retornan a su lugar de otro salto. Y llegamos y nos apeamos, primero el comandante Schischtvanionov. Yo me tomo mi tiempo y confío en que nadie advierta que en la maleta del gramófono no llevo ni una sierra ni un hacha, sólo objetos del sótano y mi pañuelo blanco. El comandante se ha cambiado de ropa nada más bajar, su uniforme lleva botones de asta y hombreras con hojas de roble a pesar de que estamos en un bosque de abetos. Se impacienta, daváy, date prisa, me dice, sierras y hachas tenemos de sobra. Me apeo y él me entrega un saco de papel pardo. Otra vez cemento, me pasa por la mente. Pero el saco está roto en una esquina, y se derrama harina blanca. Doy las gracias por el regalo, cojo el saco bajo el brazo izquierdo y con el derecho me cuadro. Schischtvanionov dice: Descanse, en estas montañas también hay que hacer voladuras. Al instante comprendo: la harina blanca es dinamita.

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