Después, el agotamiento se apodera de nosotros, como un golpe en la cabeza. El orgullo cansado entristece. Se ha cepillado hasta encogerse, hasta la próxima vez. Conscientes de la inutilidad, volvemos a meter en los barracones las camas sin chinches. Con una modestia piojosa, en el sentido más literal del término, decimos: Ya puede caer la noche.
Sesenta años después sueño que me han deportado por segunda, por tercera, e incluso por séptima vez. Coloco mi maleta del gramófono junto a la fuente y vago de un lado a otro por la plaza del recuento. Aquí no hay ninguna brigada, ningún
nachálnik
. No tengo trabajo. Estoy olvidado del mundo y de la nueva dirección del campo. Apelo a mi experiencia como veterano. A fin de cuentas, tengo mi pala del corazón; mi turno de día y mi turno de noche fueron siempre una obra de arte, explico. Yo no soy un paria, algo sé. Soy experto en sótano y escoria. Desde mi primera deportación llevo un trozo de escoria azabache del tamaño de un escarabajo incrustado en la espinilla. Señalo el lugar de la espinilla como si fuese una condecoración al valor. No sé dónde debo dormir, aquí todo es nuevo. Dónde están los barracones, pregunto. Dónde está Bea Zakel, dónde está Tur Prikulitsch. La coja Fenja viste en cada sueño una rebeca de ganchillo diferente, y encima siempre el mismo chal de paño blanco del pan. Ella dice que en el campo no hay dirección. Me siento desamparado. Aquí nadie quiere acogerme, y no puedo marcharme en ningún caso.
A qué campo ha ido a parar el sueño. Le interesa siquiera al sueño la existencia real de la pala del corazón y del sótano de la escoria. Que me basten los cinco años preso. Quiere el sueño deportarme eternamente para luego no dejarme siquiera trabajar en el séptimo campo. Eso es una verdadera ofensa. Nunca puedo objetar nada al sueño, da igual cuántas veces me deporte y en qué campo esté en ese momento.
En caso de que tuviera que ser deportado de nuevo en esta vida, lo sabría: hay cosas esenciales que quieren algo accidental, aunque uno no lo desee en absoluto. Qué me impulsa a ese apego. Por qué de noche quiero tener derecho a mi desgracia. Por qué no puedo ser libre. Por qué obligo al campo a pertenecerme. Nostalgia. Como si la necesitase.
U
na tarde Imaginaria-Kati estaba sentada, quién sabe desde cuándo, ante la mesita de madera del barracón. Seguramente a causa del reloj de cuco. Cuando entré, me preguntó: Vives aquí.
Le dije: Sí.
Yo también, repuso ella, pero detrás de la iglesia. En primavera nos mudamos a la casa nueva. Entonces se murió mi hermano pequeño. Era viejo.
Pero si era más joven que tú, repliqué.
Estaba enfermo, y si estás enfermo eres viejo, adujo ella. Entonces me puse sus zapatos de gamuza y me fui a la casa vieja. Había un hombre en el patio que me preguntó por qué había ido allí. Le enseñé los zapatos de gamuza. Entonces él dijo: La próxima vez, ven con la cabeza.
Qué hiciste entonces, inquirí.
Irme a la iglesia, contestó.
Yo le pregunté: Cómo se llamaba tu hermano pequeño.
Piold, igual que tú, contestó.
Yo me llamo Leo, precisé.
A lo mejor en vuestra casa, pero aquí te llamas Piold, insistió ella.
Qué momento de lucidez, pensé, dentro de ese nombre hay un piojo. Piold se parece a Leopold.
Imaginaria-Kati se levantó, se encorvó y, antes de alcanzar la puerta, echó otro vistazo al reloj de cuco. Pero su ojo derecho me observaba de reojo, como cuando se da la vuelta a la seda vieja. Y, levantando el índice, advirtió: Sabes una cosa, no me vuelvas a saludar en la iglesia agitando la mano.
E
n verano nos dejaban bailar fuera, en el patio del recuento. Las golondrinas volaban en pos de su hambre, poco antes de caer la noche, los árboles festoneados ya de oscuro, las nubes inyectadas en rojo. Más tarde, encima de la cantina colgaba una luna delgada corno un dedo. El tamborileo de Kowatsch Anton atravesaba el viento, las parejas de bailarines se balanceaban cual arbustos en la plaza del recuento. La campanita de baterías de coque repiqueteaba a intervalos. Inmediatamente después, desde el terreno de la fábrica de enfrente llegaba el resplandor del fuego y relumbraba en el cielo hasta aquí. Y hasta que se extinguía el brillo, podían verse la cabeza temblorosa de Loni cantando y los ojos pesados del acordeonista Konrad Fonn, siempre desviados hacia un lado, donde no había nada ni nadie.
Había algo animal en la forma en que Konrad Fonn abría y cerraba el acordeón estirando y apretando sus costillas. Sus párpados habrían sido lo bastante pesados para la lascivia, pero el vacío en sus ojos era demasiado frío. A él la música no le llegaba al alma, pues ahuyentaba de su propio ser las canciones, que se deslizaban dentro de nosotros. Su acordeón sonaba bronco y forzado. Desde que Cítara-Lommer, según se decía, había sido embarcado en Odessa en dirección a casa, a la orquesta le faltaban los tonos cálidos y claros. A lo mejor el acordeón estaba tan desafinado como el músico, y se preguntaba si el balanceo de las parejas de deportados que se movían como matorrales en el patio del recuento era baile.
Imaginaria-Kati, sentada en el banco, balanceaba los pies siguiendo el compás. Si un hombre quería bailar con ella, salía corriendo hacia la oscuridad. De vez en cuando bailaba con una de las mujeres, estirando el cuello y mirando hacia el cielo. Al cambiar de paso no perdía el compás, lo que indicaba que antes debía de haber bailado con frecuencia. Cuando estaba sentada en el banco y notaba que las parejas se acercaban demasiado, les tiraba guijarros. No era un juego, lo hacía con expresión seria. Albert Gion decía que la mayoría olvida el patio del recuento y hasta dicen que bailamos en la glorieta. Él no volvería a bailar con Siri Wandschneider, porque se pegaba como una lapa y estaba empeñada en liarse con él. Pero que era la música la que seducía allí, en la oscuridad, no él. En la Paloma invernal los sentimientos permanecían plegados como las costillas del acordeón, encerrados en la cantina. El baile veraniego agitaba por encima de la tristeza una ligereza de heno. Las ventanas del barracón relucían tenues; más que ver a los demás, los presentías. Trudi Pelikan opinaba que en la plaza la nostalgia goteaba desde la cabeza a la tripa. El tipo de parejas variaba cada hora, eran parejas de nostalgia.
Creo que las diferentes mezclas de bondad y perfidia que denotaban los emparejamientos eran probablemente tan distintas y acaso tan miserables como las mezclas de carbón. Pero sólo se podía mezclar lo que se tenía. No se podía, se debía. De la misma manera que yo debía mantenerme fuera de todas las mezclas y vigilar para que nadie sospechase el motivo.
El acordeonista probablemente lo sospechaba, y manifestaba un cierto recelo. Eso me ofendía, aunque yo le encontraba repelente. Tenía que mirarle a la cara siempre, tanto tiempo y con tanta frecuencia como el resplandor del fuego de la fábrica pasaba por el cielo. Cada cuarto de hora veía, por encima del acordeón, su cuello con la cabeza de perro y los pavorosos ojos blancos de piedra desviados. Luego, el cielo volvía a convertirse en una noche negra. Yo esperaba un cuarto de hora hasta que la cabeza de perro se afeaba nuevamente a la luz. Sucedía siempre lo mismo en la Paloma de verano en el patio del recuento. Sólo a finales de septiembre, en una de las últimas noches de baile al aire libre, ocurrió algo diferente.
Yo estaba sentado, como tantas veces, con los pies encima del banco de madera y ambas rodillas encogidas bajo la barbilla. El abogado Paul Gast hizo una pausa en el baile y se sentó cerca de las puntas de mis pies sin decir palabra. A lo mejor todavía recordaba de vez en cuando a su mujer muerta, a Heidrun Gast. Pero en el momento en que apoyó la espalda, cayó una estrella encima del pueblo ruso.
Leo, tienes que desear algo deprisa, dijo.
El pueblo ruso se tragó la estrella, mientras todas las demás titilaban como sal gorda.
No se me ha ocurrido nada, añadió, y a ti.
Que vivamos, le dije.
Fue una mentira ligera como el heno. Yo había pedido que mi hermano sustituto no viviera. Deseaba hacer daño a mi madre, a él no lo conocía.
L
a suerte es algo súbito.
Conozco la suerte de la boca y la suerte de la cabeza.
La suerte de la boca acontece al comer y es más breve que la boca, incluso que la palabra boca. Cuando se pronuncia no tiene tiempo de subir a la cabeza. La suerte de la boca no quiere que se hable de ella. Al hablar de la suerte de la boca tendría que decir
súbitamente
delante de cada frase. Y después de cada frase:
No se lo dices a nadie, porque todos tienen hambre
.
Lo diré sólo una vez: súbitamente, tiras de la rama hacia abajo, coges flores de acacia y te las comes. No se lo dices a nadie, porque todos tienen hambre. Coges acederas al borde del camino y te las comes. Coges tomillo silvestre entre los tubos y te lo comes. Coges manzanilla al lado de la puerta del sótano y te la comes. Coges ajo silvestre junto a la valla y te lo comes. Tiras de la rama hacia abajo, coges moras negras y te las comes. Coges avena silvestre en la tierra baldía y te la comes. No encuentras ni una sola monda de patata detrás de la cantina, pero sí un troncho de col, y te lo comes.
En invierno no coges nada. Recorres desde el tajo el trayecto de vuelta al barracón y no sabes en qué lugar sabrá mejor la nieve. Debes coger ahora mismo un puñado en la escalera del sótano o en el montón de carbón cubierto de nieve o en la puerta del campo. Sin decidirte, coges un puñado del copete blanco que cubre el poste de la valla y te refrescas el pulso y la boca y el cuello hasta bajar al corazón. Súbitamente, ya no sientes el cansancio. No se lo dices a nadie, porque todos están cansados.
Si nadie se desploma, un día es igual a otro. Deseas que un día sea como el otro. El quinto viene después del noveno, dice el barbero Oswald Enyeter; según sus normas, tener suerte es un poco
balamuk
. Yo tengo que tener suerte, porque mi abuela dijo: Sé que volverás. Tampoco eso se lo cuento a nadie, porque todos ansían el regreso. Para tener suerte hace falta un objetivo. Tengo que buscar un objetivo, aunque sólo sea la nieve sobre el poste de la valla.
De la suerte de la cabeza puede hablarse mejor que de la suerte de la boca.
La suerte de la boca desea estar sola, es muda y echa raíces por dentro. Pero la suerte de la cabeza es sociable y anhela a otras personas. Es una suerte errabunda, también rezagada. Dura más de lo que tú eres capaz de resistir. La suerte de la cabeza está despedazada y es difícil de clasificar, se mezcla como quiere y pasa deprisa de suerte clara a
oscura
borrosa
ciega
envidiosa
oculta
revoloteante
titubeante
impetuosa
impertinente
vacilante
caída
dejada caer
apilada
engarzada
engañada
deshilachada
desmigajada
enrevesada
acechante
espinosa
sospechosa
regresada
descarada
robada
tirada
sobrante
fallida por un pelo.
La suerte de la cabeza puede tener los ojos húmedos, el cuello torcido o los dedos temblorosos. Pero todas ellas alborotan dentro de la frente como una rana en una lata.
El último golpedesuerte es unagotadesuertedemás. Sucede al morir. Todavía recuerdo que, cuando Irma Pfeifer falleció en la fosa del mortero, Trudi Pelikan chasqueó la boca poniendo los labios como un cero enorme y dijo en una palabra: Unagotadesuertedemás.
Yo le di la razón, porque al retirar a los muertos se les veía aliviados de que en la cabeza se hubiera calmado al fin el nido rígido, en el aliento el columpio mareante, en el pecho la bomba obsesionada por el compás, en la barriga la sala de espera vacía.
La pura suerte de la cabeza nunca existió, porque en la boca de todos habitaba el hambre.
Para mí la comida, incluso sesenta años después del campo de trabajo, conlleva una gran excitación. Yo como con todos los poros. Cuando como con otras personas, me pongo desagradable. Como con tenacidad. Los demás no conocen la suerte de la boca, comen de manera sociable y educada. Pero a mí, precisamente al comer me pasa por la cabeza unagotadesuertedemás, que tarde o temprano nos alcanzará a todos, tal como estamos aquí sentados, y habrá que devolver el nido a la cabeza, el columpio al aliento, la bomba al pecho, la sala de espera a la tripa. Me gusta tanto comer que no quiero morir, porque entonces ya no podré comer. Desde hace sesenta años sé que mi regreso no podía refrenar la suerte del campo. Ésta, con su hambre, arranca todavía hoy de un mordisco la mitad de cualquier otro sentimiento. En el centro de mí hay un vacío.
Desde mi regreso, todo sentimiento trae cada día su propia hambre y plantea pretensiones de reciprocidad que no satisfago. A mí ya no puede agarrarse nadie más. He sido aleccionado por el hambre y soy inalcanzable por humildad, no por orgullo.
E
n la época de
pielyhuesos
yo no tenía otra cosa en la cabeza que la eterna cantilena machacona que repetía día y noche: el frío corta, el hambre engaña, el cansancio pesa, la nostalgia consume, las chinches y los piojos pican. Yo quería negociar un trueque con las cosas que, sin vivir, no estaban muertas. Quería negociar un intercambio de salvación entre mi cuerpo y la línea del horizonte arriba en el aire, y las carreteras polvorientas abajo, en la tierra. Quería tomar prestado su tesón y existir sin mi cuerpo, y cuando hubiese transcurrido lo más grave, volver a meterme dentro de mi cuerpo y aparecer con el traje de guata. No tenía nada que ver con la muerte, era lo contrario.
El punto cero es lo indecible. El punto cero y yo estamos de acuerdo en que no se puede hablar sobre él mismo, sino a lo sumo divagar. Las fauces abiertas del cero pueden comer, no hablar. El cero te encierra en su asfixiante ternura. El intercambio de salvación no tolera comparaciones. Es coactivo y directo como: 1 palada = 1 gramo de pan.
En la época de
pielyhuesos
el cambio de salvación debió de salirme bien. De vez en cuando tuve que tener la tenacidad de la línea del horizonte y las carreteras polvorientas. Con piel y huesos dentro del traje de guata únicamente, no habría podido mantenerme con vida.