Y cuando la mezcla es catastrófica, el horno sufre una diarrea galopante. La diarrea de escoria no espera a que la trampilla esté abierta, fluye por la trampilla entreabierta como si cagara granos de maíz. Es roja e incandescente, pero uno preferiría no mirar. Es peligrosa, se te puede meter en cualquier agujero de la ropa. Como es imposible detenerla, la vagoneta se desborda y queda enterrada bajo la escoria. Hay que cerrar la trampilla, el diablo sabrá cómo, proteger las piernas, los chanclos y los paños de los pies de la inundación de brasas, apagar éstas con la manguera de agua, liberar con la pala la vagoneta, subirla monte arriba y limpiar el lugar del desaguisado, todo ello a la vez. Cuando además esto sucede hacia el final del turno, es el peor de los desastres. Hay que perder un tiempo interminable, y los otros cuatro hornos no esperan, tendrían que haber sido vaciados hace tiempo. El trajín aumenta de forma vertiginosa, los ojos nadan, las manos vuelan, los pies se tambalean. Todavía hoy odio la diarrea de escoria.
Sin embargo, amo la escoria fría, la escoria-de-una-vez-por-turno. Es decente con uno, paciente y previsible. Albert Gion y yo sólo nos necesitábamos mutuamente para la escoria caliente. La fría preferíamos disfrutarla a solas. La escoria fría es dócil y confiada, casi necesitada de cercanía, un polvo arenoso de color violeta con el que puedes estar solo con absoluta tranquilidad. Estaba en la fila de hornos del fondo del sótano, tenía sus propias trampillas y sus propias vagonetas con panza de hojalata, sin reja.
El ángel del hambre sabía que me encantaba estar a solas con la escoria fría. Que no estaba nada fría, sino templada, y desprendía un leve olor a lilas o a melocotones de secano con pelusilla y a albaricoques de verano tardíos. Pero la escoria fría olía sobre todo a fin del trabajo, porque faltaba un cuarto de hora para terminar el turno y cualquier desastre era ya imposible. Olía a regreso desde el sótano, a sopa en la cantina y a descanso. Incluso a vida civil, y me ponía loco de alegría. Me imaginaba que no salía del sótano con el traje de guata para ir al barracón, sino que iba hecho un pincel con un sombrero borsalino, un abrigo de pelo de camello y una bufanda de seda color burdeos hacia un café de Bucarest o de Viena, donde me sentaba ante una mesita de mármol. Así de desprendida era la escoria fría, te regalaba el autoengaño gracias al cual podías regresar en secreto a la vida. Borracho de veneno, uno podía sentirse feliz con la escoria fría, plenamente feliz.
Tur Prikulitsch esperaba que yo me quejase, pero en vano. Únicamente por eso preguntaba cada pocos días en la barbería: Qué tal en el sótano.
Cómo va el sótano.
Qué hace el sótano.
Todo bien en el sótano.
O simplemente: Y en el sótano.
Y como yo quería desanimarlo, siempre le daba la misma respuesta: Cada turno es una obra de arte.
Si él hubiera tenido una idea, por vaga que fuera, de la mezcla de gases de carbón y hambre, habría preguntado dónde me metía yo en el sótano. Y yo le habría contestado que en la ceniza volante. Porque también la ceniza volante es una especie de escoria fría, deambula por doquier y recubre todo el sótano de piel. Con la ceniza volante también puedes sentirte feliz. No es venenosa y hace malabarismos. Es de color ceniciento, aterciopelada e inodora, se compone de laminillas, de escamas diminutas. Va sin cesar de un lado a otro con agilidad y se adhiere a todo como cristales de escarcha. Forra de piel cualquier superficie. A la luz, la ceniza volante convierte el protector metálico de la bombilla en una jaula de circo llena de piojos, chinches, pulgas y termitas. Las termitas tienen alas nupciales, lo aprendí en la escuela. Me enseñaron incluso que las termitas viven en campos de trabajo. Tienen un rey, una reina y soldados. Y los soldados poseen grandes cabezas. Hay soldados con poderosas mandíbulas, soldados nariz y soldados secretores. Todos son alimentados por los obreros. La reina es treinta veces mayor que los obreros. Creo que ésta es también la diferencia entre el ángel del hambre y yo, o entre Bea Zakel y yo. O entre Tur Prikulitsch y yo.
En combinación con el agua, no es el agua la que fluye, sino la ceniza volante, puesto que bebe agua. Se hincha hasta crear estalactitas y estalagmitas y mucho más, hasta formar niños de hormigón que comen manzanas grises. En colaboración con el agua, la ceniza volante puede convertirse en una maga.
Sin luz y sin agua se deposita, muerta, por doquier. En las paredes del sótano como genuina piel, sobre el gorro de guata como piel sintética, en las fosas nasales como tapones de goma. El rostro de Albert Gion, tan negro como el sótano, no se ve, sólo el blanco de sus ojos y sus dientes flota en el aire. En el caso de Albert Gion nunca sé si está huraño o triste. Cuando le pregunto, contesta: Eso nunca lo pienso. Somos dos cochinillas de sótano, lo digo en serio.
Cuando termina el turno vamos a ducharnos a la
bánya
, junto a la puerta de la fábrica. Enjabonamos tres veces cabeza, cuello y manos, pero la ceniza volante sigue gris y la escoria fría, violeta. Los colores del sótano se quedan incrustados en la piel. A mí no me molestaba, incluso me sentía un poco orgulloso, pues también eran los colores del autoengaño.
Bea Zakel me compadecía, meditó un instante antes de formularlo sin ser desconsiderada, pero supo que me ofendía cuando comentó: Pareces salido de una película muda, te pareces a Valentino.
Ella se acababa de lavar el pelo, su trenza de seda estaba apretada, todavía húmeda. Sus mejillas, bien alimentadas, enrojecieron como fresas.
De pequeño, mientras mi madre y tía Fini tomaban café, yo correteaba por el jardín. Al ver por primera vez en mi vida una gruesa fresa madura, grité: Venid, aquí hay una rana ardiendo y brilla.
Del campo de trabajo me llevé a casa un trocito de escoria abrasadora del sótano, en la espinilla derecha. Se enfrió en mí convirtiéndose en escoria fría. Brilla a través de la piel como un tatuaje.
M
i compañero del sótano, Albert Gion, había dicho al regresar del turno de noche: Ahora que hace calor, si no tienes nada que comer, al menos puedes calentar el hambre al sol. Yo no tenía nada que comer, de modo que me fui al patio del campo a calentar mi hambre. La hierba aún estaba parda, aplastada y quemada por la helada. El sol de marzo mostraba franjas pálidas. Por encima del pueblo ruso, el cielo era de agua ondulada, y el sol se dejaba arrastrar. A mí el ángel del hambre me arrastró hasta los desperdicios de detrás de la cantina. Allí seguramente habría mondas de patata si no había pasado alguien antes que yo, la mayoría seguía trabajando. Cuando divisé a Fenja conversando con Bea Zakel junto a la cantina, me saqué las manos de los bolsillos y aminoré el paso. Ahora no podía ir hasta los desperdicios. En esta ocasión Fenja vestía su rebeca de ganchillo lila, y recordé mi bufanda de seda color burdeos. Después del fiasco de las polainas ya no me apetecía volver al bazar. Quien era capaz de hablar tan bien como Bea Zakel también podría negociar bien y cambiar mi bufanda por azúcar y sal. Fenja, cojeando con gesto atormentado, se dirigió a la cantina a recoger su pan. Apenas llegué junto a Bea, pregunté: Cuándo irás al bazar. Ella respondió: Mañana tal vez.
Bea podía salir cuando se le antojaba, porque los pases, suponiendo que los necesitase, se los proporcionaba Tur. Aguardó en el banco del paseo principal del campo y yo fui a buscar la bufanda. Estaba en el fondo de la maleta, al lado de mi pañuelo blanco de batista. Llevaba meses sin tocarla, tenía la delicadeza de la piel. Me sentí molesto, me avergonzaba de sus cuadros difusos, porque yo estaba totalmente abandonado y ella seguía suavemente adaptable con sus dados mates y brillantes alternando. Ella no había cambiado en el campo, su dibujo a cuadros conservaba el tranquilo orden de antes. Ya no era para mí, por tanto yo tampoco era para ella.
Cuando se la entregué a Bea, sus ojos evidenciaron de nuevo ese giro titubeante que era una suerte de bizqueo. Sus ojos eran enigmáticos, lo único hermoso en ella. Se ciñó la bufanda alrededor del cuello y no pudo evitar cruzar los brazos y acariciarla con ambas manos. Sus hombros eran estrechos, sus brazos delgadas varillas. Pero poseía unas caderas y un trasero poderosos, unos cimientos de huesos fuertes. Con un tronco grácil y un vientre macizo, Bea Zakel se componía de dos figuras.
Bea se llevó la bufanda burdeos para cambiarla. Pero al día siguiente, en el recuento, rodeaba el cuello de Tur Prikulitsch. Y toda la semana siguiente. Había convertido mi bufanda de seda burdeos en un harapo de recuento. Desde entonces, cada recuento incluyó la pantomima de mi bufanda. Y le sentaba bien. Los huesos me pesaban como el plomo; inspirar y expirar continuamente, girar los ojos hacia arriba y encontrar un gancho al borde de una nube no funcionaba. Mi bufanda rodeando el cuello de Tur Prikulitsch lo impedía.
Haciendo de tripas corazón, después del recuento pregunté a Tur Prikulitsch dónde había conseguido la bufanda. Él respondió sin vacilar: Estaba en casa, siempre la he tenido.
No mencionó a Bea, habían transcurrido dos semanas. Yo aún no había recibido de Bea Zakel ni una migaja de azúcar o de sal. Sabrían esos dos hartos de comida el grave engaño que habían infligido a mi hambre. No me habrían empobrecido hasta el punto de que mi propia bufanda ya no me servía. No sabrían que mientras no me dieran algo por ella seguía siendo mía. Transcurrió un mes entero, el sol no calentaba poco. Volvieron a crecer el armuelle verde plateado y el eneldo silvestre con sus hojas pinnadas. Al salir del sótano, llenaba el almohadón. Al agacharme, la luz desaparecía con un vuelco, ya sólo veía un sol negro ante mis ojos. Cocía mi armuelle, que sabía a barro, pero seguía sin disponer de sal. Tur Prikulitsch, sin embargo, continuaba llevando mi bufanda, y yo continuaba en el turno de noche en el sótano y después, durante las tardes vacías, detrás de la cantina, en los desperdicios, que sabían mejor que mis espinacas falsas sin sal o la insípida sopa de armuelle.
De camino hacia los desperdicios volví a encontrarme con Bea Zakel, y en esta ocasión también comenzó a hablar sin más de los Beskides, que desembocan en los Cárpatos Selváticos. Y cuando había llegado a Praga desde Lugi, su pequeño pueblo, y Tur había cambiado las misiones por el comercio, la interrumpí y pregunté: Bea, le regalaste a Tur mi bufanda.
Ella contestó: La cogió por las buenas. Así es él.
Cómo, le pregunté.
Pues así, repuso. Seguro que te dará algo a cambio, a lo mejor un día libre.
En sus ojos no brillaba el sol, sino el miedo. Pero no de mí, sino de Tur.
Bea, de qué me sirve a mí un día libre, repliqué. Lo que necesito es azúcar y sal.
C
on las sustancias químicas sucede lo mismo que con la escoria. Quién sabe lo que exhalan las escombreras, la madera podrida, la herrumbre y los cascotes de ladrillo. No me refiero sólo a los olores. Cuando llegamos al campo, nuestros ojos se quedaron horrorizados, la planta de coque estaba destruida por completo. No nos cabía en la cabeza que semejante destrucción hubiera sido causada exclusivamente por la guerra. La putrefacción, el óxido, el moho, el desmoronamiento eran más antiguos que la guerra. Tan antiguos como la indiferencia de las personas y el veneno de las sustancias químicas. Se veía que eran las propias sustancias químicas las que habían contribuido a provocar la ruina de la fábrica. Debían de haberse desencadenado averías y explosiones en los tubos de hierro y en las máquinas. La fábrica fue muy moderna en su día, el último grito de la técnica de los años veinte y treinta, industria alemana. En los restos de chatarra aún se leían nombres como
Foerster y Mannesmann
.
Había que buscar nombres en la chatarra, y hallar en la mente palabras agradables contra el veneno, porque sentías que esas sustancias proseguían sus ataques y dirigían su complot también contra nosotros, los internos. Y contra nuestro trabajo forzado. Para el trabajo forzado, los rusos y los rumanos también habían encontrado en su patria una palabra agradable de la lista:
reconstrucción
. Esa palabra estaba limpia de veneno. Puesto que era
construcción
, entonces debería llamarse
construcción forzada
.
Dado que no podía eludir las sustancias químicas, que estaba a su merced —corroían nuestros zapatos, nuestras ropas, nuestras manos y nuestras mucosas—, decidí reinterpretar en mi favor los olores de la fábrica. Fabriqué en mi mente calles de aromas y me acostumbré a inventar una tentación para cada camino de la zona: naftalina, betún, cera para muebles, crisantemos, jabón de glicerina, alcanfor, resina de abeto, alumbre, flores de limonero. Me creé una agradable adicción negándome a permitir a las sustancias que dispusieran letalmente de mí. Eso no significa que me reconciliase con ellas. Al igual que existía un vocabulario del hambre y de la comida, era agradable que también existieran palabras para huir de las sustancias químicas. Y esas palabras me eran esenciales y necesarias. Necesarias y torturadoras, porque creía en ellas, a pesar de saber para qué las necesitaba.
De camino a la
yáma
, el agua corría por el exterior de la cuadrada torre de refrigeración, era una torre-cascada. La bauticé como
pagoda
. Abajo había un depósito que incluso en verano olía a abrigos de invierno, a naftalina. Un olor blanco y redondo como las bolas antipolillas del armario de mi casa. En la pagoda, la naftalina desprendía un olor negro y anguloso que, cuando había pasado ante ella, se tornaba de nuevo redondo y blanco. Recordé mi niñez. Íbamos en tren a pasar las vacaciones de verano en el Wench. En Kleinkopisch, veo por la ventanilla del tren la sonda de gas natural ardiendo. Desprende una llama de color cobrizo, y me asombro de su pequeñez y de que, a pesar de ello, marchite en todo el valle los campos de maíz, grises como la ceniza, igual que en las postrimerías del otoño. Eran campos ancianos en pleno verano. Se sabía por la prensa: era la sonda. Una palabra mala, significaba que la sonda volvía a arder y nadie conseguía apagarla. Mi madre asegura que ahora pretenden traer sangre de búfalo del matadero, cinco mil litros. Confían en que se coagule deprisa y lo tapone. La sonda huele como nuestros abrigos de invierno en el armario, preciso. Y mi madre lo corrobora: Sí, sí, a naftalina.
Grasa de la tierra, los rusos lo llaman
neft
. A veces se puede leer la palabra en los vagones cisterna. Es petróleo, y yo pienso inmediatamente en la naftalina. En ninguna parte abrasa el sol tanto como aquí, en el rincón de la moika, en la ruina de ocho pisos del lavadero de carbón. El sol absorbe la grasa de la tierra del asfalto, flota en el ambiente un olor punzante y grasiento, amargo y salado, como una gigantesca caja de crema de zapatos. En las horas calurosas del mediodía, mi padre se tumbaba a dormir la siesta en el diván, y mientras tanto mi madre le limpiaba los zapatos. En la ruina de ocho pisos de la moika, todos los días, siempre que paso por delante, es precisamente mediodía en casa.