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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (16 page)

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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Cargarlas era un lento acto de equilibrio, 40 metros de trayecto desde la prensa a la zona de secado. Como cada cual mantenía el equilibrio a su modo, las hileras se torcían, entre otras razones porque el camino cambiaba con cada bloque depositado, desplazándose hacia delante, hacia atrás o hacia el centro de la hilera, o porque había que sustituir un bloque malogrado o no se había aprovechado bien el sitio en la hilera de secado del día anterior.

Un bloque recién prensado pesaba 10 kilos y se deshacía como arena mojada. Había que llevar la tablita bailoteando delante de la barriga, coordinando lengua, hombros, codos, caderas, abdomen y rodillas con la flexión de los dedos de los pies. Los 10 kilos aún no se habían endurecido, no debían notar que estaban siendo trasladados. Había que engañarlos, mecerlos con movimientos regulares, sin que se bamboleasen, y depositarlos en la zona de secado dando un empujón a la tablita, con un gesto rápido y regular, para que cayeran al suelo con un suave sobresalto, sin sacudidas. Había que ponerse en cuclillas, manteniendo las rodillas dobladas hasta que la tablita llegaba debajo de la barbilla, abrir luego los codos como si fuesen alas y dejar que el bloque resbalase con precisión. Era la única manera de emplazarlo junto a otro sin dañar sus bordes ni los del bloque colindante. Un movimiento equivocado durante el bailoteo y el bloque se deshacía como si fuera barro.

La cara se contraía al cargarlos, y sobre todo al depositarlos. Había que mantener la lengua recta y los ojos fijos. Cuando salía mal, ni siquiera podías maldecir de furia. Tras cada turno con los bloques de escoria, nuestros ojos y labios acababan tan cuadrados como ellos de tanto mantenerlos inmóviles. Además, aquí también entraba en juego el cemento: se escapaba volando por el aire. Había más cemento adherido a nosotros, a la hormigonera y a la prensa que en los ladrillos. Al prensar cada bloque, lo primero que se introducía en el molde era la tablita. Después se vertía la mezcla con la pala, y se prensaba con la palanca hasta que el bloque junto con la tablita presionaba hacia arriba en el molde. Entonces había que coger la tablita por los dos lados y transportarla, contoneándose y manteniendo el equilibrio, hasta la zona de secado.

Se fabricaban bloques de escoria día y noche. En las horas matinales el molde de prensado aún estaba frío y empañado, los pies ligeros, y sobre la zona aún no caía el sol, que ya ardía sobre las cimas de las escombreras. A mediodía el calor era insoportable. Los pies perdían el paso acompasado, en las pantorrillas cada nervio se cocía a fuego lento, las rodillas temblaban. Los dedos perdían la sensibilidad. Ya no podías mantener la lengua derecha al depositar los bloques. Se estropeaban muchos y recibías muchos palos en la espalda. Por la noche el loco proyectaba un cono de luz sobre el escenario. A la luz deslumbrante, la hormigonera y la prensa se semejaban a máquinas peludas mientras las mariposas nocturnas revoloteaban a su alrededor. No sólo buscaban la luz, el olor húmedo de la mezcla las atraía como flores nocturnas. Se posaban y tocaban ligeramente los bloques con sus trompas y sus patas de alambre, a pesar de que la zona de secado estaba medio a oscuras. También se posaban sobre el bloque que transportabas y te distraían a la hora de mantener el equilibrio. Veías sus pelitos en la cabeza, los anillos que adornaban su abdomen, y oías el crujir de sus alas, como si el bloque estuviera vivo. A veces llegaban dos, tres a la vez, y permanecían allí como si hubieran salido del interior del bloque. Como si la mezcla húmeda encima de la tablita no fuera escoria, cemento y lechada de cal, sino un pedazo cuadrado de larvas prensadas del que surgían mariposas nocturnas. Ellas se dejaban llevar desde la prensa hasta el área de secado, desde la luz del foco hasta las sombras desiguales. Esas sombras, irregulares y peligrosas, deformaban los contornos de los bloques y descentraban las proporciones de las hileras. El propio bloque sobre la tablita dejaba de saber qué aspecto tenía. Te volvías inseguro, no podías confundir sus bordes con los bordes de las sombras. También de las escombreras de enfrente llegaban sacudidas desordenadas y engañosas. Ardían en innumerables puntos y exhibían sus ojos amarillos, como animales nocturnos que generan su propia luz e iluminan o queman su falta de sueño. Los ojos ardientes de las escombreras olían intensamente a azufre.

Al amanecer refrescaba, un cielo de vidrio opalino. Los pies mostraban mayor ligereza, al menos en la imaginación, porque se acercaba el cambio de turno y deseabas olvidar tu cansancio. Hasta el loco estaba cansado, deslucido por la luz del día y pálido. Sobre nuestro irreal cementerio militar se depositaba el aire azul, idéntico sobre todas las hileras, sobre todas las lápidas. Se extendía una callada justicia, la única que había allí.

El bloque de escoria estaba contento, nuestros muertos no tenían ni hileras ni lápidas. No había que pensar en eso, o los días y noches posteriores no habrías podido contonearte y guardar el equilibrio. Cuando pensabas un poco en ello, contabilizabas muchos desechos y recibías muchos palos en la espalda.

El frasco crédulo y el frasco escéptico

E
ra la época de
pielyhuesos
, de la eterna sopa de col.
Kapústa
por la mañana al levantarse,
Kapústa
por la noche después del recuento.
Kapústa
significa col en ruso, y la sopa de col rusa implica que a menudo no haya ni una gota de col.
Kapústa
sin ruso y sin sopa es una palabra formada por dos cosas que no tienen nada en común salvo esa palabra.
Cap
es la cabeza rumana,
Pusta
la llanura húngara. Uno se imagina esto en alemán, y el campo de trabajo es ruso como la sopa de col. Con semejantes insensateces pretendes dártelas de listo. Pero la palabra fraccionada
kapústa
no sirve como palabra del hambre. El vocabulario del hambre es un mapa, en lugar de nombres de países uno enumera en su mente nombres de platos. Sopa de bodas, chuletas, codillo, asado de liebre, albóndigas de hígado, pierna de corzo, liebre agria, etc.

Cada palabra del hambre es una palabra de comida, tienes la imagen de la comida ante los ojos y el sabor en el paladar. Las palabras de hambre de comida alimentan la fantasía. Se comen a sí mismas, y les gusta. Uno no se sacia, pero al menos está presente mientras comen. Todo hambriento crónico tiene sus propias preferencias, palabras de comida raras, frecuentes y continuas. A cada uno le gusta más una palabra que otra. Al igual que
Kapústa
, tampoco armuelle era una palabra de comida, porque se comía de verdad. O porque había que comérselo.

Yo creo que, en el hambre, ceguera y visión son la misma cosa: el hambre ciega es la que mejor ve la comida. Hay palabras de hambre mudas y ruidosas, al igual que en la propia hambre existe lo secreto y lo público. Las palabras de hambre, es decir, las palabras de comida, dominan las conversaciones, y sin embargo uno continúa solo. Cada uno se come sus propias palabras. Los demás, que participan en la comida, también hacen lo mismo. La participación en el hambre ajena es nula, no se puede participar en el hambre. Como comida principal, la sopa de col era la causa de perder la carne en el cuerpo y la razón en la mente. El ángel del hambre corría histéricamente de un lado a otro. El perdía toda medida, crecía en un día más que cualquier planta en todo el verano, más que la nieve en todo el invierno. A lo mejor lo que un árbol alto y esbelto crece en toda su vida. Creo que el ángel del hambre no sólo aumentaba, también se multiplicaba. Proporcionaba a cada uno su tormento particular, a pesar de que todos nosotros nos parecíamos. Porque en la trinidad de piel, huesos y agua distrófica no se pueden diferenciar hombres y mujeres, ya que se mantienen sexualmente inactivos. Aunque se siga diciendo
él
o
ella
, como se dice peine o barracón. Y al igual que éstos, tampoco los medio muertos de hambre son masculinos o femeninos, sino objetivamente neutrales en cuanto objetos…, seguramente neutros.

Daba igual donde estuviera yo, en mi catre, entre los barracones, en el turno diurno o nocturno en la
yáma
, con
Kobelian
en la estepa, junto a la torre de refrigeración o después del turno en la
bánya
o buhoneando, todo lo que hacía tema hambre. Cada objeto se asemejaba en longitud, anchura, altura y color a la medida de mi hambre. Entre el techo del cielo arriba y el polvo de la tierra, cualquier lugar olía a un plato diferente. El paseo principal del campo de concentración olía a caramelo, la entrada del campo a pan recién horneado, el cruce entre la carretera del campo y la fábrica a albaricoques calientes, la valla de madera de la fábrica a nueces garrapiñadas, la entrada de la fábrica a huevos revueltos, la
yáma
a pimientos estofados, la escoria de las escombreras a sopa de tomate, la torre de refrigeración a berenjenas asadas, el laberinto de tubos humeantes a pastel de hojaldre relleno de crema. Los trozos de alquitrán en medio de la maleza olían a compota de membrillo, y las baterías de coque, a melones. Era magia y tormento. Hasta el viento alimentaba el hambre, mecía la comida visible, en modo alguno de manera abstracta.

Desde que en calidad de hombrecillos de huesos y mujercillas de huesos éramos asexuados unos para otros, el ángel del hambre se apareaba con cualquiera, él también engañaba a la carne que ya nos había robado, y arrastraba cada vez más piojos y chinches a nuestras camas. La época de
pielyhuesos
era la temporada de las grandes inspecciones semanales de despiojamiento en el patio del campo después del trabajo. Había que sacar todos, absolutamente todos nuestros objetos para ser despiojados, las maletas, las ropas, los catres y nosotros.

Corría el tercer verano, las acacias estaban en flor, el viento nocturno olía a café con leche caliente. Yo había colocado todo fuera. Entonces llegó Tur Prikulitsch con el Tovarisch Schischtvanionov de dientes verdes. Llevaba una varita de mimbre recién descortezada, el doble de larga que una flauta, lo suficientemente flexible para golpear y afilada en el extremo para registrar. Asqueado por nuestra miseria, ensartaba con su palito los objetos de la maleta y los arrojaba al suelo.

Me situé lo mejor que pude en el centro de la inspección de despiojamiento, porque al principio y al final los registros eran implacables. Pero esta vez a Schischtvanionov le entraron ganas de mostrarse minucioso en el centro de la formación. Su varita sondeó mi gramófono maleta y, entre las ropas, topó con mi neceser. Entonces dejó la varita, abrió el neceser y descubrió mi sopa de col secreta. Desde hacía tres semanas guardaba sopa de col en dos bonitos frascos que no podía tirar únicamente porque estuvieran vacíos. Como lo estaban, los llené de sopa de col. Uno era de cristal estriado, con la tripa redonda y un cierre de rosca; para el otro, plano y de cuello más ancho, había tallado incluso un ajustado tapón de madera. Para que la sopa de col no se echase a perder, la sellé herméticamente como hacían en casa con las conservas de fruta. Vertí estearina gota a gota alrededor del tapón; Trudi Pelikan me había prestado una vela del barracón de los enfermos.

Shtó eto
, preguntó Schischtvanionov.

Sopa de col.

Para qué.

Agitó los frascos hasta que la sopa hizo espuma.

Pámyat
, contesté.

Recuerdo, había aprendido el término de
Kobelian
, era una buena palabra entre los rusos, por eso la pronuncié. Pero seguramente Schischtvanionov se preguntaba para quién guardaba yo ese recuerdo. Quién podía ser tan tonto como para guardar sopa de col en frascos para acordarse de la sopa de col, aquí, donde te daban sopa de col dos veces al día. Para casa, me preguntó.

Asentí. Eso fue lo peor, que quisiera llevarme a casa sopa de col en frascos. Los golpes no me habrían importado, pero él se encontraba a la mitad de la inspección y no perdió el tiempo en golpearme. Confiscó mis frascos y me ordenó presentarme ante él.

A la mañana siguiente, Tur Prikulitsch me condujo desde la cantina a la sala de oficiales. Tur caminaba frenético por el paseo y yo tras él como un condenado. Le pregunté qué debía decir. Sin volverse, hizo un ademán desdeñoso, no pienso inmiscuirme en eso. Schischtvanionov vociferaba. Tur podría haberse ahorrado la traducción, todo eso ya me lo sabía de memoria: yo era un fascista, un espía, un saboteador y un parásito, un inculto que, al robar sopa de col, estaba traicionando al campo, al poder soviético y al pueblo soviético.

La sopa de col del campo estaba aguada, pero la de los frascos, con un cuello tan estrecho, era un aguachirle. El par de hebras de col dentro de los frascos constituía para Schischtvanionov una clara denuncia. Me encontraba en una situación precaria. En ese momento Tur estiró su dedo meñique y se le ocurrió una idea: Medicina. Medicina sólo era una palabra medio buena entre los rusos. Tur, al darse cuenta a tiempo, giró el dedo índice sobre su sien, como si quisiera perforar un agujero, y dijo con malicia: Obskurantizm.

Era convincente. Yo sólo llevaba tres años en el campo y aún no estaba reeducado, aún creía en bebedizos contra las enfermedades. Tur explicó que el frasco con el tapón de rosca era para combatir la diarrea y el del tapón de madera para el estreñimiento. Schischtvanionov, meditabundo, no sólo creyó la explicación de Tur, también admitió que el obskurantizm en el campo no era bueno, aunque en la vida tampoco fuera tan malo. Tras observar de nuevo ambos frascos, los sacudió hasta que la espuma llegó al cuello, después deslizó hacia la derecha el de cierre de rosca y hacia la izquierda el del tapón de madera, de forma que los frascos quedaron muy cerca y se rozaban. Schischtvanionov, de tanto mirar los frascos, tenía los labios temblorosos y la mirada tierna. Tur volvió a sentir un pálpito y me espetó: Ahora vete, lárgate.

Seguramente Schischtvanionov no tiró después los frascos por motivos inexplicables o incluso explicables.

Qué son motivos. Ni siquiera hoy sé por qué llené los frascos con sopa de col. Me pregunté si guardaría relación con la frase de la abuela: Sé que volverás. Fui realmente tan cándido como para creer que regresaba y ofrecía a la familia mi sopa de col como dos frasquitos de vida en el campo traídos por mí, o, a pesar del ángel del hambre, aún tenía metida en la cabeza la idea de que uno vuelve con un souvenir de un viaje. De su único viaje en barco desde Constantinopla, mi abuela me trajo una babucha turca de color celeste y del tamaño de un pulgar. Pero ésa fue la otra abuela, que no dijo nada de volver, vivía en otra casa y ni siquiera estuvo presente en la despedida. Serían los frascos mis testigos en casa. Ya poseía un frasco crédulo y otro escéptico. A lo mejor bajo el cierre de rosca había embotellado el viaje de regreso a casa, y bajo el tapón de madera sellado herméticamente, el permanecer aquí para siempre. Sería quizá la misma antinomia que diarrea y estreñimiento… Sabría Tur Prikulitsch demasiado sobre mí. Fue útil haber entablado conversaciones con Bea Zakel.

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