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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (6 page)

La ropa interior era de lienzo crudo: 1 calzoncillo largo, con cordones en los tobillos y delante, en la tripa, 1 calzoncillo corto con cordones, 1 camiseta con cordones, y todo junto era
camisetacamisadedíaydenochedeveranoydeinvierno
.

El traje de algodón se llamaba
fufáika
, un traje guateado con abombamientos longitudinales. El pantalón
fufáika
tenía un corte en cuña para barrigas gordas, y estrechas trabas con cuerdas en los tobillos. En la tripa llevaba un botón y a derecha e izquierda dos bolsillos. La chaqueta
fufáika
, en forma de saco, tenía un cuello alto llamado cuello rubáshka y puños con un botón en el brazo, una hilera de botones delante, y a los lados dos bolsillos de plastrón cuadrados. Como tocado, hombres y mujeres llevaban gorros
fufáika
con orejeras, y en ellas, cordones.

Los colores
fufáika
eran azul grisáceo o verde grisáceo, según el resultado del tinte. De todos modos, al cabo de una semana el traje estaba tieso por la mugre y marrón por el trabajo. Las
fufáika
s eran una buena cosa, la ropa más abrigada para la intemperie durante el seco invierno, cuando brillaba la helada y el aliento se te congelaba en la cara. Y en el ardiente verano las
fufáika
s eran lo bastante anchas como para permitir que el aire circulara y se secara el sudor. Sin embargo, en tiempo lluvioso las
fufáika
s eran un tormento. El algodón se empapaba de lluvia y nieve y se mantenía mojado semanas enteras. Te castañeteaban los dientes, te quedabas helado hasta la noche. En el barracón, con los 68 catres y 68 internos con sus 68 uniformes de algodón, 68 gorros, 68 pares de trapos para los pies y 68 pares de zapatos, el aire viciado humeaba. Y nosotros yacíamos despiertos contemplando la luz amarilla reglamentaria, como si llevara en su seno el deshielo. Y en el deshielo el hedor de la noche, que nos cubría con tierra del bosque y hojas podridas.

Tiempos emocionantes

D
espués de trabajar, en lugar de mendigar por el campo de trabajo, me fui al pueblo ruso. La puerta del almacén
univermag
estaba abierta y la tienda, vacía. La vendedora, inclinada sobre un espejo para el afeitado colocado sobre el mostrador, se examinaba la cabeza en busca de piojos. Al lado del espejo para el afeitado estaba en marcha el tocadiscos, tatatataaa. Eso lo conocía de casa, de la radio, Beethoven y los partes bélicos extraordinarios.

En 1936, mi padre había comprado para los juegos olímpicos de Berlín el Blaupunkt con el reflector verde. En estos tiempos emocionantes, dijo. El Blaupunkt salió rentable, más tarde los tiempos se volverían más emocionantes todavía. Ocurrió tres años después, a comienzos de septiembre, de nuevo en la época de la ensalada fría de pepinos en la galería. El Blaupunkt reposaba sobre la mesita del rincón; al lado, en la pared, colgaba el gran mapa de Europa. Del Blaupunkt salió el tatatataaa, parte extraordinario. Mi padre echó hacia atrás la silla, hasta que su brazo llegó al botón de la radio, y subió el volumen. Todos dejaron de hablar y de hacer ruido con los cubiertos. Hasta el viento escuchaba por la ventana de la galería. Mi padre denominó guerra relámpago lo que había comenzado el 1 de septiembre. Mi madre, campaña de Polonia. Mi abuelo, que en su día había dado la vuelta al mundo desde Pula como grumete, era un escéptico. A él le interesaba siempre lo que decían los ingleses al respecto. Con Polonia prefirió servirse una cucharada más de ensalada de pepinos y callar. Mi abuela dijo que la comida era un asunto familiar y que no pegaba ni con cola con la política de la radio.

En el cenicero situado junto al Blaupunkt, mi padre, profesor de dibujo, había dejado alfileres con cabezas de colores en los que había colocado banderines triangulares rojos de victoria. Durante dieciocho días movió hacia el este sus banderines en el mapa. Después, dijo el abuelo, se acabó Polonia. Y los banderines. Y el verano. La abuela retiró las banderitas del mapa de Europa y de los alfileres, que volvió a guardar en su costurero. El Blaupunkt fue trasladado al dormitorio de mis padres. A través de tres paredes, yo oía muy temprano la señal de despertar de Radio Múnich. El programa se llamaba Gimnasia matinal, y el suelo comenzaba a vibrar rítmicamente. Mis padres hacían gimnasia dirigidos por el profesor del Blaupunkt. Y a mí, por ser demasiado regordete y porque tenía que volverme más marcial, me mandaban una vez por semana a clases particulares de gimnasia, la gimnasia para lisiados.

Ayer, un oficial venido ex profeso, con una gorra verde grande como un plato de servir tartas, pronunció un discurso en la plaza del recuento. Fue un discurso sobre la paz y la educación
del pie
. Tur Prikulitsch no pudo interrumpirle, se mantenía a su lado con la devoción de un monaguillo y resumió después el contenido: La educación
piédica
fortalece nuestros corazones. Y en nuestros corazones late el corazón de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. La educación piédica robustece la fuerza de la clase obrera. Con la
educación piédica
, la Unión Soviética florece gracias a la fuerza del Partido Comunista, a la felicidad del pueblo y a la paz. Konrad Fonn, el acordeonista, compatriota de Tur Prikulitsch, me explicó que el alfabeto ruso era diferente y que en cirílico se refería a la
educación física
. Y que el oficial debió de utilizar erróneamente la palabra y Tur no se atrevió a corregirle.

Yo conocía la
educación piédica
por la gimnasia para lisiados y los jueves patrióticos en el colegio. Como estudiantes de segunda enseñanza teníamos que presentarnos todos los jueves a la tarde patriótica. En el patio del colegio nos hacían sudar la gota gorda: cuerpo a tierra, en pie, trepar a la valla, agacharse, cuerpo a tierra, flexión de brazos, en pie. Izquierda, derecha, marchen, cantar canciones. Odín, vikingos, baladas germánicas. Los sábados o los domingos salíamos de la ciudad en columna a paso de marcha. Entre la maleza de las colinas aprendíamos a camuflarnos con ramas en la cabeza, a orientarnos imitando al mochuelo y al perro, y a jugar a la guerra con hilos de lana rojos y azules en el brazo. Quien arrancaba el hilo al enemigo lo había matado. El que conseguía más hilos era condecorado como héroe con un escaramujo rojo sangre.

Un día, sencillamente no asistí al jueves patriótico. Sencillo no fue. La noche antes se desencadenó un gran terremoto. En Bucarest se había derrumbado un edificio enterrando a numerosos vecinos. En nuestra ciudad sólo se habían desplomado chimeneas, y en nuestra casa únicamente cayeron al suelo dos tubos de estufa. Utilicé ese pretexto. El profesor de gimnasia no preguntó, pero en mi mente la gimnasia para lisiados ya había surtido efecto. Esa insumisión me demostró que era realmente un lisiado.

En aquellos tiempos emocionantes mi padre fotografiaba a niñas vestidas con el traje regional sajón y a gimnastas sajonas. Para ello se compró una Leica y se convirtió en cazador dominguero. Los lunes lo miraba despellejar a las liebres abatidas. Tan desnudas y desolladas, azuladas, tiesas y estiradas, las liebres se parecían a las gimnastas sajonas en la barra. Las liebres se comían. Las pieles colgaban en la pared del cobertizo, y una vez secas se depositaban en un arcón metálico del desván. El señor Fränkel venía a buscarlas cada medio año. Un buen día ya no volvió. Nadie quiso saber nada. Era judío, rubicundo, alto, casi tan delgado como una liebre. También el pequeño Ferdi Reich y su madre, que vivían en nuestro edificio, abajo en el patio, desaparecieron. Nadie quiso saber nada.

Era fácil no saber nada. Venían refugiados de Besarabia y Transnistria, se los alojaba, se quedaban una temporada y volvían a irse. Venían soldados alemanes del Reich, se los alojaba, se quedaban una temporada y volvían a irse. Y vecinos y parientes y maestros marchaban a la guerra con los fascistas rumanos o con Hitler. Algunos venían de permiso del frente y otros no. Y había provocadores que rehuían el frente, pero en casa azuzaban y acudían de uniforme al baile y al café.

También el profesor de ciencias naturales llevaba botas y uniforme cuando nos explicó que el zapatito de Venus dorado era una especie de musgo. Y el edelweiss. El edelweiss, más que una planta, era una moda. Todos llevaban emblemas e insignias con distintos tipos de aviones y de tanques, armas, edelweiss y genciana como talismán. Yo coleccionaba insignias, las cambiaba y me aprendí de memoria la jerarquía. Mis favoritas eran las de cabo y cabo primero. Yo creía que los cabos eran pretendientes, galanes inferiores y superiores. Porque en nuestra casa se alojaba Dietrich, cabo primero del Reich. Mi madre tomaba baños de sol en el tejado del cobertizo, y Dietrich la contemplaba con los prismáticos desde la claraboya del tejado. Mi padre, al darse cuenta desde la galería, lo arrastró al patio y destrozó sus prismáticos a martillazos sobre los adoquines, junto al cobertizo. Mi madre se trasladó dos días a casa de mi tía Fini con una bolsa de ropa bajo el brazo. Una semana antes, Dietrich le había regalado dos tazas de café por su cumpleaños. Fue culpa mía, yo le conté que ella coleccionaba tazas de café y lo acompañé a la tienda de porcelanas. Allí le recomendé a Dietrich dos tacitas que con toda seguridad gustarían a mi madre. Eran rosa pálido como la ternilla más delicada, tenían el borde plateado y una lágrima de plata en el asa. Mi segunda insignia favorita era de baquelita, un edelweiss con fósforo que de noche brillaba igual que el despertador.

El profesor de ciencias naturales se marchó a la guerra y no regresó. El profesor de latín volvió del frente con un permiso y se pasó por el colegio a vernos. Tras sentarse en su cátedra, impartió una clase de latín. Ésta terminó pronto y fue muy diferente a como él pensaba. Un alumno que había sido condecorado con frecuencia con escaramujos dijo nada más empezar: Señor profesor, cuéntenos cómo es el frente. El profesor se mordió los labios y contestó: No es como vosotros creéis. Y en su rostro se dibujó tal expresión de terror, y las manos le temblaban tanto que nos resultaba desconocido. No es como creéis, repitió. Y a continuación colocó la cabeza sobre la mesa, dejó los brazos colgando de la silla como un muñeco de trapo y se echó a llorar.

El pueblo ruso es pequeño. Cuando vas a pedir limosna, esperas no encontrarte con otro mendigo del campo de trabajo. Todos mendigan con carbón. Cuando uno es un auténtico mendigo, esconde sus manos. Llevas tu trozo de carbón envuelto en harapos como un niño dormido en brazos. Llamas a una puerta, y cuando se abre, levantas ligeramente el andrajo y muestras lo que llevas. A partir de mayo y hasta septiembre, un trozo de carbón no ofrece buenas perspectivas. Pero sólo tenemos carbón.

Vi petunias en el jardín de una casa, una vitrina entera llena de tacitas de color rosa pálido con el borde plateado. Al continuar mi camino cerré los ojos y murmuré
taza de café
, y conté mentalmente las letras: diez. A continuación conté diez pasos, luego veinte por las dos tazas. Pero donde me detuve no había ninguna casa. Conté hasta cien por las diez tazas de café que mi madre guardaba en la vitrina del hogar, y había avanzado tres casas. En el jardín no había petunias. Llamé a la primera puerta.

Sobre los viajes

V
iajar siempre era una suerte.

Primero: mientras viajas, aún no has llegado. Y si no has llegado, no tienes que trabajar. Viajar es tiempo de veda.

Segundo: cuando viajas, llegas a una región a la que no le importas nada. No puedes recibir gritos ni golpes de un árbol. Debajo de un árbol sí, pero él no tiene la culpa.

El único dato que conocimos al llegar al campo de trabajo fue
Novo-Gorlovka
. Eso podía ser el nombre del campo o de una ciudad, o quizá de la región. No podía ser el nombre de la fábrica, porque ésta se llamaba
Koksokhim Zavod
. Y en el patio del campo de trabajo, junto al grifo de agua, había una tapa de alcantarilla de hierro fundido con letras cirílicas. Recurriendo a mi griego del colegio descifré
Dniepropetrovsk
, y eso podía ser una ciudad cercana o una simple fundición en la otra punta de Rusia. Cuando salías del campo de trabajo, en vez de letras divisabas la vasta estepa y localidades habitadas en ella. También por eso era una suerte viajar.

El personal del transporte era asignado todas las mañanas, casi siempre de dos en dos, a los vehículos del garaje situado detrás del campo de trabajo. A Karli Halmen y a mí nos destinaron a un
Lancia
de cuatro toneladas, un modelo de los años treinta. Nosotros conocíamos los cinco vehículos del garaje, sus ventajas e inconvenientes. El Lancia era bueno, no muy alto y todo de chapa, ni pizca de madera. Peor era el
Man
de cinco toneladas, cuyas ruedas te llegaban al pecho. Y al mejor Lancia estaba también asignado el chófer
Kobelian
, de boca torcida. Era bondadoso.

Cuando
Kobelian
decía
Kirpích
, nosotros entendíamos: Hoy iremos a buscar ladrillos rojos y viajaremos por la estepa sin fin. Si había llovido durante la noche, los restos de coches quemados y la chatarra de los tanques se reflejaban en las hondonadas. Las ardillas de tierra huían de las ruedas. Karli Halmen se sentaba en la cabina junto a
Kobelian
. Yo prefería ir arriba, en la caja, sujetándome al techo de la cabina. De lejos se veía un edificio de siete pisos de ladrillo rojo con los agujeros vacíos de las ventanas y sin tejado. Una media ruina, completamente sola en el paraje pero muy moderna. A lo mejor era el primer bloque de viviendas de una colonia de nueva construcción que se había paralizado de la noche a la mañana. A lo mejor la guerra llegó antes que el tejado.

La carretera estaba llena de baches, el Lancia traqueteaba al pasar frente a las granjas diseminadas. En algunas crecían ortigas hasta la cadera, y había catres de hierro sobre los que se posaban gallinas blancas, flacas como jirones de nubes. Las ortigas sólo crecen donde habitan personas, decía mi abuela, y la bardana, donde hay ovejas.

Jamás vi gente en las granjas. Yo quería ver gente que no viviese en el campo, que tuviera un hogar, una valla, un patio, una habitación con una alfombra, tal vez incluso un sacudidor de alfombras. Donde se sacuden alfombras, me decía, se puede confiar en la paz, allí la vida es cívica, allí dejan en paz a la gente.

En el primer viaje con
Kobelian
había visto en una granja una barra para sacudir alfombras. Tenía un rodillo con el que se podía tirar de la alfombra de un lado a otro al sacudirla. Y al lado de la barra para sacudir alfombras había una enorme jarra de agua, esmaltada en blanco. Parecía un cisne con su pico, su cuello esbelto y su pesada barriga. Tan bonita que en cada viaje, incluso en el viento vacío en mitad de la estepa, yo buscaba una barra para sacudir alfombras. Nunca más vi una barra para sacudir alfombras ni un cisne.

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