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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (2 page)

Después el hatillo: 1 colcha del diván (de lana, a cuadros azul claro y blancos, un envoltorio gigantesco, pero que no abrigaba). Y enrollado dentro: 1 guardapolvo (cheviot blanco y negro, ya muy usado) y 1 par de polainas de cuero (antiquísimas, de la Primera Guerra Mundial, de color amarillo melón con pequeñas correas).

Después la bolsa de comida con: 1 lata de jamón en conserva marca Scandia, 4 bocadillos, unas galletas que habían sobrado de Navidad, 1 cantimplora con vaso llena de agua.

Después mi abuela colocó cerca de la puerta la maleta del gramófono, el hatillo y la bolsa con la comida. Los dos policías habían comunicado que vendrían a buscarme a medianoche. El equipaje estaba preparado junto a la puerta.

Después me vestí: 1 calzoncillo largo, 1 camisa de franela (a cuadros beige y verdes), 1 pantalón bombacho (gris, del tío Edwin, como ya he dicho), 1 chaleco de paño con mangas de punto, 1 par de calcetines cortos de lana y 1 par de bokantschen, fuertes botas de invierno. Tenía a mano los calcetines verdes de la tía Fini, encima de la mesa. Me até las botas, y mientras lo hacía caí en la cuenta de que años atrás, durante las vacaciones de verano en el Wench, mi madre se puso un traje marinero confeccionado por ella misma. En mitad del paseo por un prado se dejó caer entre la hierba alta y se hizo la muerta. Yo tenía entonces ocho años. Qué susto, el cielo cayó sobre la hierba. Cerré los ojos para no ver cómo se me tragaba. Mi madre se levantó de un salto, me sacudió y dijo: Cuánto me quieres, aún estoy viva.

Ya me había atado las botas. Me senté a la mesa y esperé la medianoche. Y la medianoche llegó, pero la patrulla se retrasaba. Transcurrieron tres horas más, eso era casi imposible de aguantar. Por fin llegaron. Mi madre me sostuvo el abrigo con el ribete de terciopelo en el cuello. Me lo puse. Ella lloraba. Me enfundé los guantes verdes. En el pasillo de madera, justo al lado del contador del gas, la abuela dijo:
sé que volverás
.

No retuve esa frase en la memoria deliberadamente. Me la llevé al campo de trabajo sin darme cuenta. No tenía ni idea de que me acompañaba. Pero una frase así es libre. Ella actuó en mi interior más que todos los libros que me llevé.
sé que volverás
se convirtió en cómplice de la pala del corazón y en adversario del ángel del hambre. Yo, que he regresado, puedo decirlo: Una frase así te mantiene con vida.

Eran las tres de la madrugada del 15 de enero de 1945 cuando la patrulla vino a por mí. El frío encogía, estábamos a -15 °C. Atravesamos la ciudad vacía en el camión con toldo hacia el pabellón. Era el salón de celebraciones de los sajones. Y ahora el campo de agrupamiento. En el pabellón se apiñaban unas trescientas personas. Sobre el suelo se veían colchones y sacos de paja. Durante toda la noche llegaron coches, también de los pueblos circundantes, y descargaron a la gente recogida. Al amanecer eran casi quinientos. Esa noche fue imposible contar, no se tenía una visión de conjunto. La luz del pabellón permaneció encendida todo el tiempo. La gente iba de un lado a otro en busca de conocidos. Decían que en la estación habían reclutado a carpinteros que ahora se dedicaban a clavetear catres de madera verde en vagones de ganado. Otros artesanos montaban estufas de hierro en los trenes. Otros serraban agujeros en el suelo para que sirvieran de retrete. Se hablaba bajo y mucho con los ojos abiertos como platos, y se lloraba bajo y mucho con los ojos cerrados. El aire olía a lana vieja, al sudor del miedo y a carne grasienta asada, a pastas de vainilla y aguardiente. Una mujer se quitó el pañuelo. Seguro que era de pueblo, llevaba la trenza doblada dos veces en la parte posterior de la cabeza y prendida en medio de ésta con una peineta semicircular de asta. Los dientes de la peineta desaparecían en el pelo, de su borde arqueado sólo asomaban dos esquinas como orejitas puntiagudas. Con las orejas y la gruesa trenza, la cabeza parecía por detrás un gato sentado. Yo estaba sentado como un espectador entre gente de pie y montones de equipaje. Durante unos minutos se apoderó de mí el sueño y soñé:

Mi madre y yo estamos en el cementerio ante una tumba reciente. Encima de ella, en el centro, la mitad de alta que yo, crece una planta de hojas peludas. En su tallo hay un folículo con un asa de cuero, una maleta pequeña. El folículo está abierto un dedo, acolchado por dentro con terciopelo rojizo. No sabemos quién ha muerto. Mi madre dice: Coge la tiza del bolsillo del abrigo. Pero si no tengo ninguna. Cuando meto la mano en el bolsillo, encuentro un trozo de jaboncillo de sastre. Mi madre dice: Tenemos que escribir un nombre corto en la maleta. Escribamos
ceya
, nadie que conozcamos se llama así. Yo escribo
yace
.

En el sueño comprendí con claridad que estaba muerto, pero no me apetecía decírselo a mi madre. Me desperté sobresaltado, porque un hombre mayor con un paraguas se sentó a mi lado en el saco de paja y dijo muy cerca de mi oído: Mi cuñado quiere venir, pero el pabellón está vigilado por los cuatro costados y no le dejan pasar. Todavía estamos en la ciudad y él no puede venir aquí ni yo ir a casa. En cada botón de plata de su chaqueta volaba un pájaro, un pato salvaje o más bien un albatros. Porque, cuando me incliné hacia delante, la cruz del escudo que llevaba en el pecho se transformó en un ancla. El paraguas estaba como un bastón entre él y yo. ¿Lo llevará con usted?, pregunté. Allí nieva todavía más que aquí, contestó.

No nos habían dicho cuándo y cómo teníamos que salir del pabellón hacia la estación. Cuándo podríamos, diría yo, porque quería partir de una vez hacia Rusia aunque fuera en el vagón de ganado con la caja del gramófono y el ribete de terciopelo en el cuello. Ya no sé cómo llegamos a la estación. Los vagones de ganado eran altos. También he olvidado el proceso de la subida, porque viajamos tantos días y tantas noches en el vagón de ganado que parecía que siempre habíamos estado dentro. Tampoco sé ya durante cuánto tiempo viajamos. Yo pensaba que viajar mucho tiempo significaba viajar lejos. Mientras viajemos, no puede pasarnos nada. Mientras viajemos, todo irá bien.

Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con el equipaje en la cabecera del catre. Hablar y callar, comer y dormir. Circulaban las botellas de aguardiente. Cuando viajar se había convertido ya en una costumbre, comenzaron aquí y allá los intentos de caricias. Uno miraba con un ojo y apartaba el otro.

Yo iba sentado al lado de Trudi Pelikan y dije: Me siento igual que en la excursión a los Cárpatos para esquiar en la cabaña del lago Balea, donde un alud se tragó a media clase del instituto. A nosotros no puede sucedemos eso, repuso ella, no hemos traído equipo de esquí. Con una caja de gramófono se puede cabalgar, cabalgar, a través del día a través de la noche a través del día, conocerás a Rilke, dijo Trudi Pelikan con su abrigo de corte acampanado con puños de piel hasta los codos. Puños de piel marrón como dos medios perritos. A veces Trudi Pelikan se metía las manos cruzadas en las mangas, y los dos medios perritos se convertían en un perrito entero. Por aquel entonces yo todavía no había visto la estepa, pues de lo contrario habría pensado en ardillas de tierra. Trudi Pelikan olía todavía a melocotones calientes, incluso su boca, incluso el tercer y el cuarto día en el vagón de ganado. Estaba sentada con su abrigo igual que una dama en el tranvía de camino a la oficina y me contó que durante cuatro días se había ocultado en un agujero excavado en el suelo del jardín vecino, detrás del cobertizo. Pero nevó, y las pisadas entre la casa, el cobertizo y el agujero en el suelo quedaron a la vista. Su madre ya no podía llevarle la comida a escondidas. Se veían las huellas por todo el jardín. La nieve la delató, tuvo que abandonar voluntariamente su escondrijo, voluntariamente obligada por la nieve. Nunca se lo perdonaré a la nieve, dijo. No se puede imitar la nieve recién caída, no se puede arreglar la nieve para que parezca intacta. Se puede arreglar la tierra, dijo, y la arena, e incluso la hierba, si uno se esfuerza. Y el agua se arregla por sí sola, porque se lo traga todo y se vuelve a cerrar enseguida una vez que ha tragado. Y el aire siempre está arreglado porque es invisible. Todos, salvo la nieve, habrían callado, dijo Trudi Pelikan. Añadió que una buena nevada era la principal culpable. Que cayó precisamente en la ciudad, como si supiera dónde estaba, como si estuviera en su casa. Pero que se puso inmediatamente al servicio de los rusos. Estoy aquí porque me ha delatado la nieve, concluyó Trudi Pelikan.

El tren viajó doce días o catorce, incontables horas, sin detenerse. Después se detuvo incontables horas, sin viajar. No sabíamos dónde nos encontrábamos en ese momento. Excepto cuando uno de las literas de arriba logró leer el letrero de una estación a través de la ranura de la ventanilla abatible:
Buzau
. La estufa de hierro retumbaba en el centro del vagón. Las botellas de aguardiente pasaban de mano en mano. Todos estaban achispados, algunos por la bebida, otros por la incertidumbre. O por ambas cosas a la vez.

Te pasaba por la cabeza lo que podían entrañar las palabras
deportado por los rusos
, pero eso no afectaba a tu estado de ánimo. Sólo pueden llevarnos al paredón cuando lleguemos, aún estamos de viaje. Que no nos hubieran llevado al paredón y fusilado hacía mucho, tal como sabíamos por la propaganda nazi de nuestra tierra, nos volvía casi despreocupados. En el vagón de ganado los hombres aprendieron a beber al buen tuntún. Las mujeres aprendieron a cantar al buen tuntún:

En el bosque florece el torvisco
La zanja aún tiene nieve
Y la cartita que me has escrito
Esa cartita, mucho me duele
.

Siempre la misma canción, hasta que ya no sabías si de verdad cantaban o no, porque cantaba el aire. La canción se agitaba en tu mente y se adaptaba a la marcha: un blues de vagón de ganado y una canción kilométrica del tiempo puesto en marcha. Fue la canción más larga de mi vida, las mujeres la cantaron durante cinco años, contagiándole la nostalgia que todos nosotros padecíamos. La puerta del vagón estaba precintada por fuera. Fue abierta cuatro veces, una puerta corrediza sobre ruedas. Todavía estábamos en territorio rumano cuando en dos ocasiones arrojaron al interior del vagón media cabra despellejada serrada a lo largo. Estaba congelada y cayó al suelo con estrépito. La primera cabra la utilizamos como combustible. Tras trocearla, la quemamos. Estaba tan flaca que ni siquiera apestó, ardió bien. Con la segunda circuló la palabra
pastrami
, carne secada al aire. También quemamos nuestra segunda cabra y reímos. Estaba tan tiesa y lívida como la primera, una osamenta espantosa. Reímos demasiado pronto, fuimos tan arrogantes como para despreciar a las dos caritativas cabras rumanas.

La familiaridad creció conforme transcurría el tiempo. En ese espacio reducido sucedían acontecimientos banales, sentarse, levantarse. Rebuscar en la maleta, vaciar, llenar. Ir al agujero del retrete, detrás de dos mantas colgadas. Cada banalidad acarreaba otra. En un vagón de ganado toda individualidad se atrofia. Uno está más entre otros que consigo mismo. No eran necesarias las deferencias. Había un apoyo mutuo, como en casa. A lo mejor sólo hablo de mí cuando hoy relato esto. A lo mejor ni siquiera de mí. A lo mejor la estrechez del vagón de ganado me amansaba, porque de todos modos deseaba marcharme y aún conservaba bastante comida en la maleta. No intuíamos con qué rapidez se abatiría sobre nosotros el hambre salvaje. Con cuánta frecuencia, en los cinco años venideros, nos asemejaríamos, cuando nos visitara el ángel del hambre, a esas tiesas y lívidas cabras. Y con cuánta frecuencia las lloraríamos.

La noche rusa se abatió sobre nosotros, Rumanía había quedado atrás. Durante una parada de horas sentimos fuertes sacudidas. En los ejes de los vagones adaptaban las ruedas al mayor ancho de vía ruso, al ancho de la estepa. En el exterior, tanta nieve iluminaba la noche. Esa noche hicimos la tercera parada en campo abierto. Los centinelas rusos gritaron
ubórnaya
. Todas las puertas de los vagones se abrieron. Caímos dando traspiés unos detrás de otros al terreno nevado situado a un nivel inferior y nos hundimos hasta las rodillas. Comprendimos, sin entender, que
ubórnaya
significaba hacer nuestras necesidades todos juntos. Arriba, muy arriba, la luna redonda. Ante nuestros rostros, el aliento volaba blanco y brillante como la nieve bajo los pies. A nuestro alrededor, las ametralladoras listas para disparar. Y ahora: abajo los pantalones.

Qué situación tan embarazosa, tan vergonzosa para todo el mundo. Por suerte, ese territorio nevado estaba tan sólo con nosotros, nadie miraba cuando nos obligaron a hacer lo mismo tan cerca unos de otros. Yo no necesitaba ir al baño, pero me bajé los pantalones y me puse en cuclillas. Qué malvado y silencioso era ese territorio nocturno, cómo nos ridiculizaba al hacer nuestras necesidades. A mi izquierda, Trudi Pelikan se remangó el abrigo acampanado hasta los sobacos y se bajó los pantalones hasta los tobillos, se oyó el siseo entre sus zapatos. A mis espaldas Paul Gast, el abogado, gemía al apretar, y cómo gruñían los intestinos de su mujer, la señora Heidrun Gast, a causa de la diarrea. A nuestro alrededor el cálido vapor pestilente se congeló al instante brillando en el aire. Ese territorio nevado nos propinó, una cura de caballo haciendo que nos sintiéramos solos con nuestros culos al aire en medio de los ruidos del bajo vientre. Qué mezquinos se tornaron nuestros intestinos en esa situación solidaria.

A lo mejor esa noche no crecí yo de repente, sino el miedo, en mi interior. A lo mejor la solidaridad sólo cobra realidad de ese modo. Porque todos, todos sin excepción, nos situamos para hacer nuestras necesidades automáticamente con la cara hacia el terraplén de la vía. Todos teníamos la luna a la espalda, ya no apartamos los ojos de la puerta abierta del vagón de ganado, dependíamos de ella como si fuese la puerta de una habitación. Nos embargaba ya el miedo loco a que la puerta se cerrase y el tren partiese sin nosotros.

Uno gritó en medio de la vasta noche: He aquí al pueblo sajón cagando, todos juntos. Cuando todo hace aguas, no son sólo aguas menores. A todos vosotros os gusta vivir, ¿verdad? Soltó una risa hueca, metálica. Todos se apartaron un poco de él. Entonces tuvo sitio, se inclinó ante nosotros como un actor y repitió con tono alto y solemne: A todos vosotros os gusta vivir, ¿verdad?

En su voz resonó un eco. Algunos empezaron a llorar, el aire estaba vidrioso. Su rostro se había sumergido en la locura. La saliva había cristalizado en su chaqueta. Entonces vi el emblema en el pecho, era el hombre de los botones de albatros. Estaba completamente solo y sollozaba con voz infantil. Junto a él sólo había quedado la nieve emporcada. Y detrás de él, el mundo helado con la luna como una radiografía.

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