La locomotora soltó un pitido ahogado. El
uuuh
más bajo que he oído jamás. Todos nos apresuramos hacia la puerta. Subimos y continuamos el viaje.
Al hombre también lo habría reconocido sin el emblema. Nunca lo vi en el campo de trabajo.
N
ada de lo que nos proporcionaron en el campo de trabajo tenía botones. Las camisetas, los calzoncillos largos tenían dos cintitas para anudarlos. La almohada, cuatro. Por la noche la almohada era una almohada. De día se convertía en un saco de tela que llevabas contigo para cualquier eventualidad, es decir para robar y mendigar.
Robábamos antes del trabajo, durante el trabajo y después del trabajo, excepto durante el limosneo, que nosotros denominábamos buhonear, pero nunca robábamos al vecino de barracón. Tampoco se consideraba robar cuando después del trabajo, en el trayecto de regreso, acudíamos a las escombreras a recoger hierbas hasta que el almohadón estaba repleto. Ya en marzo las mujeres del pueblo habían averiguado que la mala hierba de hojas dentadas se llamaba
lebedá
; que en primavera también se comía en casa como espinaca silvestre, que se llamaba
armuelle
. También recolectábamos una planta de hojas plumadas, eneldo silvestre. La condición era disponer de sal, había que procurársela en el bazar mediante trueque. Era gris y basta como el cascajo, por lo que había que triturarla. La sal valía una fortuna. Teníamos dos recetas de cocina para el armuelle:
Las hojas de armuelle, saladas como es natural, podían comerse crudas, igual que una ensalada. Se desmenuzaba finamente el eneldo silvestre y se esparcía por encima. O se cocían en agua salada tallos enteros de armuelle. Al pescarlos del agua con la cuchara, salían convertidos en unas exquisitas espinacas falsas. El caldo también se bebe, es una especie de sopa clara o té verde.
En primavera el armuelle es tierno, la planta entera sólo alcanza la altura de un dedo y es de color verde plateado. A principios del verano te llega por la rodilla, sus hojas parecen tener dedos. Cada hoja puede ofrecer un aspecto diferente, como guantes distintos, y abajo del todo siempre hay un pulgar. El armuelle verde plateado es una planta fresca, un alimento de primavera. En verano había que prescindir de ella, pues en esa época el armuelle crece muy deprisa, se ramifica densamente y sus tallos se vuelven duros y leñosos. Amarga como la arcilla. La planta crece hasta la altura de la cadera, y alrededor de su grueso tallo central se forma una mata suelta. En pleno verano, las hojas y los tallos se colorean, empiezan a ponerse rosados, después rojo sangre, más tarde azul rojizo, hasta que en otoño se oscurecen hasta el índigo intenso. En todas las puntas de las ramas brotan cadenas de flores en espiga formadas por bolitas, igual que en las ortigas. Sólo que las flores en espiga del armuelle, en lugar de colgar, se yerguen oblicuas hacia arriba. También atraviesan una gama cromática que va del rosa al índigo.
Curiosamente, cuando el armuelle comienza a colorearse y ya no se puede comer es cuando está bonito de verdad. Entonces permanece al borde del camino protegido por su belleza. La época de comer armuelle ha pasado. Pero no el hambre, que siempre es superior a ti.
Qué decir del hambre crónica… Se puede afirmar que existe un hambre que te hace enfermar de hambre. Que añade más hambre a la que ya padeces. El hambre siempre renovada que crece insaciable y salta al interior del hambre eternamente vieja, reprimida con esfuerzo. Cómo vas a correr mundo cuando lo único que sabes decir de ti mismo es que tienes hambre. Cuando no puedes pensar en nada más. El paladar es más grande que la cabeza, una cúpula alta y permeable al ruido que llega hasta el cráneo. Cuando el hambre se te antoja insoportable, sientes tirones en el paladar, como si hubieran tensado una piel de conejo fresca para secarla detrás de tu cara. Las mejillas se marchitan y se cubren de una pelusilla pálida.
Yo nunca supe si hay que reprochar al armuelle amargo que ya no se pueda comer, porque se vuelve leñoso y levantisco. El armuelle sabe que ya no nos sirve a nosotros y al hambre, sino al ángel del hambre. Las cadenas de flores rojas en espiga son joyas que adornan el cuello del ángel del hambre. A partir de comienzos de otoño, cuando llegó la primera helada, el armuelle fue engalanándose cada día más, hasta que se heló. Sus colores, de una belleza letal, herían el globo ocular. Las espigas, incontables hileras de collares rojos a lo largo de todo el camino, embellecían al ángel del hambre. Él llevaba su adorno, y nosotros, un paladar tan alto que, al caminar, el eco de los pasos se encabritaba en la boca. Una transparencia en el cráneo, como si te hubieras empachado de una luz deslumbrante. Una luz tal que se contempla ella misma en la boca y se desliza dulzona hacia la campanilla, hasta que se hincha e invade tu cerebro. Hasta que en la cabeza ya no tienes cerebro, sino únicamente el eco del hambre. No existen palabras adecuadas para describir el hambre. Todavía hoy tengo que demostrarle al hambre que me he librado de ella. Desde que ya no tengo que pasar hambre, me como literalmente la vida misma. Cuando como, me encierro en el placer de la comida. Desde mi regreso del campo de trabajo, hace sesenta años, como para combatir la muerte por inanición.
Al ver el armuelle, ya incomestible, intenté pensar en otra cosa. En los últimos calores cansinos de las postrimerías del verano, antes de la llegada del gélido invierno. Pero en lugar de eso pensé en las patatas que brillaban por su ausencia. Y en las mujeres que vivían en el
koljós
y que seguramente ya tomarían patatas nuevas en la sopa cotidiana de col. Por lo demás, no se las envidiaba: vivían en agujeros en el suelo y tenían que trabajar mucho todos los días, desde las primeras luces del alba hasta el ocaso.
En el campo de trabajo la primavera significaba para nosotros, los buscadores de armuelle de las escombreras, cocer armuelle. El nombre
armuelle
te sobrepasa y en sí nada dice. Para nosotros AR era una palabra sin matices, una palabra que nos dejaba en paz. Porque AR no era una hierba de pasar revista, sino una palabra del borde del camino. En cualquier caso era una palabra
posrecuentonocturno…
, una hierba
posrevista
, en modo alguno una hierba de revista. A menudo esperabas con impaciencia a cocer el armuelle porque el recuento era inminente y duraba una eternidad porque no cuadraba.
En nuestro campo había cinco
RB, rabóchiy batalión
, cinco batallones de trabajo. Cada uno de ellos se llamaba
ORB
,
Otdelnýi Rabóchiy Batalión
, y constaba de 500 a 800 internos. Mi batallón era el 1009; mi número el 756.
Nos colocábamos en fila, qué expresión para esos cinco regimientos de miserables de ojos hinchados, narices enormes, mejillas hundidas. Barrigas y piernas estaban hinchadas por el agua distrófica. Hiciera un frío de muerte o un calor abrasador, pasábamos tardes enteras en posición de firmes. Sólo los piojos podían moverse sobre nosotros. Durante el interminable recuento podían chupar hasta reventar y desfilar por nuestra carne miserable, arrastrarse durante horas desde nuestra cabeza hasta el vello púbico. Los piojos casi siempre se saciaban y se echaban a dormir en los pespuntes de los trajes de algodón mientras nosotros aún continuábamos en posición de firmes. El comandante del campo, Schischtvanionov, seguía voceando. No conocíamos su nombre. Él sólo se llamaba Tovarisch Schischtvanionov. Era lo bastante largo como para tartamudear de miedo al pronunciarlo. El nombre de Tovarisch Schischtvanionov evocaba siempre en mí el ruido de la locomotora de la deportación. Y la hornacina de la iglesia, en casa,
El cielo pone en marcha el tiempo
. A lo mejor nos obligaban a formar durante horas frente a la hornacina blanca. Los huesos se abultaban como hierros. Cuando la carne ha desaparecido del cuerpo, arrastrar tus huesos se convierte en una carga, te empuja hacia el interior del suelo.
Durante el recuento, mientras permanecíamos en posición de firmes, yo me ejercitaba en el olvido y en no diferenciar el aliento entre inspiración y expiración. Y en girar los ojos hacia arriba sin levantar la cabeza. Y en buscar en el cielo la esquina de una nube de la que poder colgar mis huesos. Cuando lograba olvidar y encontraba el gancho celestial, éste me sujetaba. Muchas veces no había nube alguna, sólo el azul uniforme del mar abierto.
Muchas veces no había más que un techo cerrado de nubes, de un gris uniforme.
Muchas veces las nubes corrían y no había gancho que se quedase quieto.
Muchas veces la lluvia escocía en los ojos y pegaba la ropa a mi piel.
Muchas veces el frío me rompía las entrañas a dentelladas.
En días así, el cielo tiraba de mis ojos hacia arriba y el recuento los arrastraba hacia abajo; los huesos colgaban sin asidero de mi soledad.
El kapo Tur Prikulitsch caminaba a grandes zancadas entre nosotros y el comandante Schischtvanionov, las listas resbalaban entre sus dedos, arrugadas de tanto hojearlas. Cada vez que gritaba un número, su pecho oscilaba igual que el de un gallo. Aún tenía manos infantiles. Las mías habían crecido en el campo, cuadradas, duras y planas como dos tablas.
Si después de la revista alguien, haciendo acopio de todo su valor, preguntaba a uno de los
nachálniks
o incluso a Schischtvanionov, el comandante del campo, cuándo podríamos regresar a casa, nos daban esta escueta respuesta:
skóro domóy
, o lo que es lo mismo: Iréis pronto.
Ese
pronto
ruso nos robaba el tiempo más largo del mundo. Tur Prikulitsch también se cortaba los pelos de la nariz y las uñas con el barbero Oswald Enyeter. El barbero y Tur Prikulitsch eran paisanos del rincón de los tres países de los Cárpatos ucranianos. Pregunté si en esa región de los Cárpatos donde confluían Rumanía, Hungría y Rusia era habitual que a los mejores clientes les cortaran las uñas en la barbería. El barbero respondió: No, en el rincón de los tres países no es así. Eso es cosa de Tur, no de mi casa. De casa viene el quinto después del noveno. Qué significa eso, pregunté. El barbero respondió: Un poco de
balamuk
. Qué significa eso, pregunté. Un poco de barullo, me contestó.
Tur Prikulitsch no era ruso como Schischtvanionov. Hablaba alemán y ruso, pero era uno de los rusos, no de los nuestros. Aunque interno, era ayudante de la dirección del campo. Él nos dividía sobre el papel en escuadrones de trabajo y traducía las órdenes rusas. Y añadía las suyas en alemán. Adscribía al número de escuadrón nuestros nombres y números para el recuento general. Cada uno tenía que recordar su número día y noche y saber que éramos un simple número y no personas con nombres y apellidos.
Tur Prikulitsch escribía junto a nuestros nombres, formando columnas,
koljós
, fábrica, escombreras, transporte de arena, línea férrea, obra, transporte de carbón, cochera, batería de coque, escorias, sótano. De lo que figurara junto al nombre dependía que acabásemos cansados, muy cansados o extenuados; que después de trabajar nos quedaran tiempo y fuerzas para buhonear; o que pudiéramos rebuscar sin ser vistos entre los desperdicios de la cocina detrás de la cantina.
Tur Prikulitsch no trabaja, en ningún escuadrón, en ninguna brigada, en ningún turno. Él manda, por eso es ágil y despectivo. Su sonrisa es una asechanza. Si se la devuelves, gesto obligado, te expones al ridículo. Él sonríe, porque junto al nombre ha anotado en la columna algo nuevo, aún peor. En la calle principal del campo le evito entre los barracones, prefiero mantenerme a una distancia que impida la conversación. Él camina levantando mucho sus zapatos, que brillan como dos bolsitas de charol, como si el tiempo vacío saliera de él a través de las suelas. Nada se le pasa por alto. Se dice que incluso lo que olvida se convierte en una orden.
En la barbería, Tur Prikulitsch es superior a mí. Dice lo que le da la gana, no corre ningún riesgo. Incluso es mejor si nos ofende. Sabe que tiene que humillarnos para seguir así. Estira el cuello y habla siempre hacia abajo. Tiene todo el día para gustarse. A mí también me gusta. Es de constitución atlética, con ojos de color amarillo latón y mirada untuosa, dos pequeñas orejas pegadas como dos broches, mentón de porcelana, aletas de la nariz rosadas como flores de tabaco y cuello cual cera de vela. Su suerte es que nunca se mancha. Su suerte lo hace más guapo de lo que se merece. Quien no conoce al ángel del hambre puede dar órdenes en el patio del recuento, recorrer a grandes zancadas la calle principal del campo, esbozar una sonrisa furtiva en la barbería. Pero no puede tomar parte en la conversación. Sé de Tur Prikulitsch más de lo que a él le gustaría, porque conozco bien a Bea Zakel, que es su amante.
Las órdenes rusas sonaban como el nombre del comandante del campo, Tovarisch Schischtvanionov, un chirrido y graznido compuesto de ch, sch, tsch, schtsch. De todos modos no entendíamos el contenido de la orden, pero sí el desprecio que encerraba. Uno se acostumbra al desprecio. Con el tiempo las órdenes parecían un constante carraspear, toser, estornudar, sonarse los mocos, escupir…, expulsar mucosidades. Trudi Pelikan decía: El ruso es un idioma acatarrado.
Mientras todos los demás sufrían en posición de firmes durante el recuento vespertino, los que trabajaban por turnos, exentos del recuento, habían encendido ya su hoguerita en el rincón del campo situado detrás de la fuente. Ya tenían encima la cazuela con armuelle u otras cosas extrañas que precisaban tapa para no ser vistas. Zanahorias, patatas, incluso mijo, si se había sabido aprovechar un astuto trueque: diez pequeñas zanahorias por una chaqueta, tres medidas de mijo por un jersey, media medida de azúcar o sal por un par de calcetines de lana de oveja.
Para preparar la comida extra, la cazuela requería un utensilio imprescindible: la tapa. Pero no había tapas. Quizá un trozo de chapa, y eso a lo mejor sólo en la imaginación. No importaba cómo, en cada ocasión se inventaba la tapa de la cazuela con algo. Y se decía con obstinación: Hace falta una tapa. A pesar de que nunca había tapa, sino una frase sobre la tapa. Puede que el recuerdo se desvanezca si uno no sabe ya de qué material era la tapa y si hubo o no hubo tapa, fuese de lo que fuese.
En cualquier caso, al anochecer, en el rincón del campo situado detrás de la fuente, llameaban unas quince o veinte hogueritas entre dos ladrillos. Los demás no tenían nada para cocinar en privado aparte de la bazofia de la cantina. El carbón producía humo, los propietarios de las cazuelas vigilaban cuchara en mano. El carbón no escaseaba. Las cazuelas eran de la cantina, míseros cacharros de cocina de la industria local. Recipientes de hojalata esmaltados en un pardo grisáceo llenos de costras y abolladuras. En el fuego del patio se utilizaban como cazuelas, en la mesa de la cantina eran platos. Cuando unos terminaban de preparar su comida, otra gente con platos esperaba a tomar posesión del fuego.