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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (4 page)

Cuando yo no tenía nada para cocinar, el humo serpenteaba por mi boca. Encogía la lengua y masticaba el vacío. Comía saliva con humo nocturno imaginando que eran salchichas. Cuando no tenía nada para cocinar, me acercaba a las cazuelas y fingía que iba a lavarme los dientes en la fuente antes de acostarme. Pero antes de meterme en la boca el cepillo de dientes comía dos veces: con el hambre del ojo engullía el fuego amarillo, y con el hambre del paladar, el humo. Mientras comía, todo a mi alrededor permanecía en silencio, y desde la zona fabril del otro lado llegaba atravesando la penumbra el traqueteo de las baterías de coque. Cuanto más deprisa deseaba alejarme de la fuente, más lento me volvía. Tenía que apartarme de las hogueritas. En medio del traqueteo de las baterías de coque escuchaba el gruñido de mi estómago, todo el panorama nocturno estaba hambriento. El cielo se inclinaba, negro, sobre la tierra, y yo caminaba con paso inseguro hacia el barracón a la luz amarillenta y reglamentaria de la bombilla.

También era posible lavarse los dientes sin pasta de dientes. La que había traído de casa se había terminado hacía tiempo. Y la sal era demasiado valiosa, no la habría escupido, valía una fortuna. De la sal y su valor me acuerdo; del cepillito de dientes no. Llevaba uno en el neceser, pero es imposible que durase cuatro años. Y no compré un cepillo nuevo, si es que lo hice, hasta el quinto y último año, cuando nos daban dinero en mano, en efectivo, por nuestro trabajo. Pero tampoco consigo acordarme de mi cepillo de dientes nuevo, si es que lo tuve. A lo mejor con el dinero en efectivo preferí comprar ropa nueva en lugar de un cepillo de dientes. Mi primera pasta de dientes la traje de casa y se llamaba
clorodont
. Este nombre se acuerda de mí. Los cepillos de dientes, tanto el seguro primero como el hipotético segundo, me han olvidado. Lo mismo sucede con el peine. Debí de tener uno. Recuerdo la palabra
baquelita
. Hacia el final de la guerra, en nuestra casa todos los peines eran de baquelita.

Es posible que haya olvidado antes las cosas que traje de casa que las que adquirí en el campo de trabajo. Si es así, se debe a que las traje conmigo. A que las poseía y las seguí utilizando hasta que se deterioraron y aún más, como si no hubiera estado con ellas en otro lugar, sino en casa. Quizá consiga recordar los objetos de los demás porque tenía que pedirlos prestados.

Recuerdo bien los peines de chapa del campo. Aparecían en la temporada de los piojos. Los hacían los torneros y cerrajeros en la fábrica y se los regalaban a las mujeres. Eran de chapa de aluminio con dientes mellados, y se notaba su humedad en la mano y en la piel de la cabeza, pues tenían un hálito frío. Cuando los manipulabas, captaban enseguida el calor corporal; entonces emanaban un olor amargo a rábano, un olor que permanecía en la mano mucho después de haber dejado el peine. Con los peines de chapa, los pelos formaban gurruños, había que arrancar y estirar. En los peines quedaban más cabellos que piojos.

Para despiojarse también había unos peines de asta cuadrados, con dientes a ambos lados. Las chicas de pueblo los habían traído de casa. Por un lado, dientes gruesos para hacer la raya y dividir el pelo; por el otro muy finos, para eliminar las liendres. Los peines de asta eran muy sólidos y pesaban en la mano. Los cabellos se podían desenredar y quedaban lisos. Esos peines se podían pedir prestados a las chicas de pueblo.

Desde hace sesenta años intento recordar por las noches los objetos del campo de trabajo. Son el contenido de mi maleta nocturna. Desde el regreso del campo, la noche insomne es una maleta de piel negra. Y esa maleta está dentro de mi frente. Sólo que desde hace sesenta años no sé si no logro conciliar el sueño porque quiero recordar los objetos, o viceversa; si me peleo con ellos porque de todos modos no puedo dormir. Sea como fuere, la noche empaqueta su maleta negra contra mi voluntad, esto debo resaltarlo. He de recordar contra mi voluntad. Pero incluso cuando no es una obligación sino un deseo, preferiría no tener que desearlo.

A veces los objetos del campo no me asaltan de manera sucesiva, sino en tropel. Por eso sé que los objetos que me visitan no pretenden, al menos en exclusiva, que los recuerde, sino atribularme. Nada más pensar que llevaba útiles de costura en el neceser, se inmiscuye el pañuelo cuyo aspecto ignoro. A ello se añade un cepillo de uñas, que no sé si tuve, un espejo de bolsillo que pudo existir o no y un reloj de bolsillo cuyo paradero desconozco, suponiendo que lo llevase conmigo. Objetos que quizá no tuvieron nada que ver conmigo me buscan. Quieren deportarme durante la noche, devolverme al campo de trabajo, eso es lo que quieren. Acuden en tropel, y por eso no permanecen únicamente en la cabeza. Siento una pesadez, de estómago que me sube hasta el paladar. El columpio del aliento hace una pirueta, obligándome a jadear. Semejante
cepillodedientespeineagujatijeraespejo
es un monstruo, y el hambre es otro monstruo. Y no existiría el azote de los objetos sin la existencia del hambre como objeto.

Cuando los objetos me agobian por la noche y estrangulan mi garganta cortándome la respiración, abro la ventana de golpe y saco la cabeza fuera. En el cielo, una luna como un vaso de leche fría me lava los ojos. Mi aliento recupera su ritmo. Trago el aire frío hasta que ya no estoy en el campo. Después cierro la ventana y me acuesto de nuevo. La ropa de cama no sabe nada y abriga. El aire de la habitación me mira y huele a harina caliente.

Cemento

E
l cemento nunca bastaba. Carbón había de sobra. También había bloques de escoria, cascajo y arena suficientes. Pero el cemento siempre se terminaba. Disminuía espontáneamente. Había que andarse con cuidado con el cemento, podía convertirse en una pesadilla. El cemento no sólo podía desaparecer por sí mismo, sino incluso en sí mismo. Entonces todo quedaba lleno de cemento, y ya no había cemento alguno.

El brigadier gritaba: Hay que tener cuidado con el cemento.
El capataz vociferaba: Hay que ahorrar cemento.
Y cuando corría viento: No dejéis que se vuele el cemento.
Y cuando llovía o nevaba: Que no se moje el cemento
.

Los sacos de cemento son de papel. El papel del saco es demasiado frágil para un saco lleno. Ya acarree el saco una persona sola o entre dos, cogido por la panza o por sus cuatro esquinas…, se rompe. Con un saco roto es imposible ahorrar cemento. Cuando un saco de cemento seco se rompe, la mitad se cae al suelo. Cuando un saco de cemento mojado se rompe, la mitad se queda pegada al papel. No se puede evitar: cuanto más cemento se ahorra, más cemento se gasta. El cemento es un engaño como el polvo de la carretera, la niebla y el humo; vuela por el aire, se arrastra por el suelo, se adhiere a la piel. Se ve por todas partes y en ninguna se puede coger.

Hay que ahorrar cemento, pero con el cemento hay que vigilarse uno mismo. Transportas el saco con la sensación de que, a pesar de todo, el cemento disminuye poco a poco. Te reprenden tildándote de parásito de la economía, de fascista, saboteador y ladrón de cemento. Tropiezas con los gritos y te haces el sordo. Hay que empujar la carretilla de mortero andamio arriba, por una tabla inclinada, hasta los albañiles. La tabla oscila, te agarras a la carretilla. Y con la oscilación podrías volar al cielo, porque el estómago vacío se te sube a la cabeza.

Qué pretenderán los vigilantes del cemento difundiendo esas sospechas. Como trabajador forzoso, uno sólo posee una
fufáika
, un traje de algodón, en el cuerpo, y una maleta y un catre en el barracón. Para qué ibas a robar cemento. No te lo puedes llevar como mercancía robada, sólo como una incómoda suciedad. Todos los días padeces un hambre ciega, pero el cemento no es comestible. Tienes frío o sudas, pero el cemento no calienta ni refresca. El cemento atiza las sospechas porque vuela y se desliza y se adhiere, porque, gris liebre, aterciopelado y amorfo, desaparece sin motivo.

La obra estaba detrás del campo, junto a las caballerizas en las que sólo había pesebres y desde hacía mucho ni un solo caballo. Se construyeron seis viviendas para rusos, seis casas para dos familias cada una. Cada vivienda disponía de tres habitaciones. Pero en cada una de ellas vivirían al menos cinco familias, pensábamos nosotros, porque al buhonear veíamos la pobreza de la gente y a numerosos escolares flacos. Todas las niñas con el pelo rapado al cero, igual que los niños, todas con vestiditos ligeros azul claro. Siempre de dos en dos, cogidas de la mano, caminando en fila por el barro, junto a la obra, mientras entonaban canciones heroicas. Por detrás y por delante marchaba con paso firme una madame oronda y silenciosa, de mirada agria, que balanceaba la popa como un barco.

En la obra había ocho brigadas. Éstas cavaban cimientos, arrastraban bloques de escoria y sacos de cemento, removían la lechada y la mezcla de hormigón, rellenaban los cimientos, preparaban el mortero para los albañiles, lo transportaban en angarillas, lo empujaban con la carretilla hasta el andamio y hacían el enfoscado para las paredes. Las seis casas se construyeron al mismo tiempo, corriendo de acá para allá, menudo trajín, sin que se notase apenas. Veías a los albañiles, el mortero y las tejas encima del andamio, pero no veías crecer los muros. Es lo malo de la construcción: si te pasas todo el día mirando, no ves cómo crecen los muros. Al cabo de tres semanas de repente están altos, por tanto tienen que haber crecido. A lo mejor durante la noche, a su aire, como la luna. De la misma forma incomprensible en que desaparece el cemento, crecen también los muros. Te dan órdenes, empiezas a hacer algo y te echan de allí. Te abofetean y patean. Por dentro te vuelves terco y triste y por fuera servil y cobarde. El cemento corroe las encías. Cuando abres la boca, los labios se rajan como el papel del saco de cemento. Mantienes la boca cerrada y obedeces.

La desconfianza crece más que cualquier muro. En esta pesadumbre de la obra, todos sospechan que el otro agarra el saco de cemento por el extremo más ligero, que se aprovecha de ti y se da la gran vida. Todos son humillados por los gritos, burlados por el cemento, engañados por la obra. A lo sumo, cuando alguno muere dice el capataz: Zhálko, ochen zhálko, qué lástima. Acto seguido, cambiando de tono, añade: Vnimanie, atención.

Trabajas como una bestia y oyes los latidos de tu corazón y: hay que ahorrar cemento, hay que tener cuidado con el cemento, el cemento no puede mojarse, que no se vuele el cemento. Pero el cemento se dispersa, es un derrochador, y con nosotros avaricioso hasta decir basta. Vivimos tal como quiere el cemento. Es un ladrón, es él el que nos ha robado, no nosotros a él. Pero, además, el cemento te vuelve odioso. El cemento siembra la desconfianza al dispersarse, el cemento es un conspirador.

Cada tarde durante el regreso a casa, a la necesaria distancia del cemento, dando la espalda a la obra, yo sabía que nosotros no nos engañábamos mutuamente, sino que eran los rusos y su cemento los que nos engañaban. Pero al día siguiente retornaba la sospecha, contra mi convicción y contra todos. Y todos se daban cuenta. Y todos contra mí. Y yo me daba cuenta. El cemento y el ángel del hambre son cómplices. El hambre te abre bruscamente los poros y se desliza en tu interior. Cuando está dentro, el cemento los cierra, te quedas encementado.

En la torre del cemento, el cemento puede ser mortal. Tiene 40 metros de altura, carece de ventanas, está vacía. Bueno, casi, pero dentro te puedes ahogar. Considerando la altura de la torre, son restos pequeños, pero están diseminados, no envasados en sacos. Los raspamos con las manos desnudas para echarlos en cubos. Es cemento viejo, pero asqueroso y alerta. Está vivito y coleando y nos acecha, se precipita hacia nosotros, gris y mudo, antes de que demos un respingo y escapemos corriendo. El cemento puede fluir, y entonces corre más deprisa que el agua, y más liso. El cemento puede apoderarse de ti y ahogarte.

Yo caí enfermo por el cemento. Durante semanas estuve viendo cemento por doquier: el cielo claro era cemento alisado, el cielo nublado estaba lleno de montones de cemento. La lluvia anudaba sus cuerdas de cemento del cielo a la tierra. Mi escudilla de hojalata moteada de gris era de cemento. Los perros guardianes tenían el pelo de cemento, al igual que las ratas entre los desperdicios de la cocina detrás de la cantina. Los luciones se arrastraban entre los barracones en un calcetín de cemento. Las moreras, entretejidas de nidos de orugas, eran embudos de seda y cemento. Cuando lucía un sol deslumbrante, yo quería quitármelas de los ojos, pero no estaban allí. Y en el patio donde se hacía el recuento, al borde de la fuente, se posaba de noche un pájaro de cemento. Su canto era rasposo, una canción de cemento. El abogado Paul Gast ya conocía al pájaro en su tierra, una calandria. Las nuestras también son de cemento, pregunté. Él vaciló antes de responder: Las nuestras proceden del sur.

Lo otro no lo preguntaba porque se veía en las fotos colgadas en las oficinas y se oía por el altavoz: los pómulos de Stalin y su voz eran de hierro fundido, pero su bigote era de cemento puro. En el campo siempre estabas sucio debido al trabajo. Pero ninguna suciedad era tan pegajosa como la del cemento. El cemento es inevitable como el polvo de la tierra, no se ve de dónde viene porque ya está ahí. Aparte del hambre, en la mente de las personas sólo la nostalgia es tan veloz como el cemento. Y también te roba de la misma manera, y en ella también puedes ahogarte de la misma manera. Creo que en la mente de las personas sólo hay una cosa más rápida que el cemento: el miedo. Sólo así acierto a explicarme por qué a comienzos del verano, en la obra, anoté a escondidas sobre un trozo del delgado papel pardo de los sacos de cemento:

Sol alto velado

maíz amarillo, no hay tiempo.

No escribí más, porque hay que ahorrar cemento. En el fondo me apetecía anotar algo muy distinto:

Acechando, baja, oblicua y rojiza,
está la media luna en el cielo
ya poniéndose
.

Eso me lo regalé luego, lo pronuncié en silencio en mi boca. Se rompió enseguida, el cemento me chirrió entre los dientes. Después enmudecí.

También hay que ahorrar papel. Y esconderlo bien. Si te sorprenden con papeles escritos vas a parar al calabozo, un pozo de hormigón once escalones por debajo del suelo, tan estrecho que sólo permite estar de pie. Apesta a excrementos y está repleto de insectos. Cerrado por arriba con una reja de hierro.

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