Yo no quería salir de la caja con el sarcófago de varios pisos. Cuando uno quiere domeñar su miedo a la muerte pero no puede librarse de él, lo truca en aturdimiento. También el frío del hielo, que te impide moverte, mitiga las cavilaciones sobre el horror. En el trance de la congelación me resigné al fusilamiento.
Pero en ese momento dos rusos embozados nos tiraron a los pies unas palas desde el remolque del camión. Tur Prikulitsch y uno de los embozados tendieron entre la oscuridad y la claridad de la nieve cuatro sogas anudadas en paralelo al muro de la fábrica. El comandante Schischtvanionov se había quedado dormido sentado en la cabina. A lo mejor estaba borracho. Dormía con la barbilla apoyada en el pecho, como un viajero olvidado en el compartimiento del tren en la última estación. Dormía mientras nosotros paleábamos. No, nosotros paleábamos mientras él dormía, porque Tur Prikulitsch tenía que esperar sus indicaciones. Él dormía mientras nosotros limpiábamos de nieve entre las cuerdas dos corredores para nuestro fusilamiento. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que el cielo se puso gris. Y mientras tanto el ritmo de la pala me repetía: Sé que volverás. Palear me había devuelto la serenidad y prefería seguir pasando hambre, frío, y matarme a trabajar para los rusos antes que ser fusilado. Le di la razón a la abuela: Volveré, aunque maticé: Sí, pero ya sabes lo difícil que es.
Después Schischtvanionov salió de la cabina frotándose el mentón y sacudió las piernas, quizá porque se le habían entumecido. Hizo una seña para que se acercasen los embozados. Éstos abrieron el portón trasero del camión y arrojaron al sucio picos y barretas. Schischtvanionov, gesticulando con el índice, hablaba de manera inusualmente escueta y baja. Volvió a subir a la cabina y el camión vacío se alejó con él.
Tur tuvo que imprimir un tono de mando al murmullo y gritó: A cavar agujeros para árboles.
Buscamos las herramientas entre la nieve como si fueran regalos. La tierra helada tenía la dureza del hueso. Los picos rebotaban, las barretas resonaban como si golpeasen sobre hierro. Terrones del tamaño de una nuez nos saltaron a la cara. Yo sudaba en medio de la helada y al sudar me helaba. Me dividí en una mitad ardiente y una mitad helada. El tronco estaba consumido, se agachaba mecánicamente y ardía por miedo a la norma. Tenía el abdomen congelado, las piernas se encogían muertas de frío hasta los intestinos.
Por la tarde las manos nos sangraban, pero los agujeros de los árboles apenas alcanzaban un palmo de profundidad. Así se quedaron.
Terminamos de cavar los agujeros a finales de la primavera, y plantaron dos largas filas de árboles. La alameda creció deprisa. Esos árboles no existían ni en la estepa, ni en el pueblo ruso, ni en ninguna localidad de los alrededores. Durante todos esos años, nadie en el campo supo cómo se llamaban. Cuanto más crecían, más blanquecinos se tornaban el tronco y las ramas. No poseían la transparencia de la filigrana, eran de un blanco cerúleo como los abedules, un porte imponente y corteza áspera como pasta de yeso.
El primer verano en casa después de salir del campo, vi esos árboles del campo de trabajo blancos como el yeso en el Erlenpark, añosos y gigantescos. En la guía de árboles de mi tío Edwin se leía: Este árbol de crecimiento rápido se dispara hasta los 35 metros de altura. El árbol, con un tronco que puede alcanzar los 2 metros de grosor y una edad de 200 años, testimonia firmeza.
Mi tío Edwin no imaginaba qué cierta, mejor dicho, qué certera era la descripción cuando leyó en alto la palabra DISPARA. El dijo: Es un árbol modesto y muy bello. Pero es un majestuoso embustero. A quién se le ocurre llamar álamo negro a un árbol de tronco blanco.
Yo no le contradije. Sólo pensé para mí: Cuando has esperado la mitad de la noche a que te fusilen bajo un cielo lacado en negro, el nombre ya no es embustero.
E
n el campo de trabajo abundaban los paños. La vida iba de paño en paño. Del paño para envolverse los pies a la toalla, al paño del pan, al paño de la almohada de armuelle, al paño para buhonear y pedir limosna e incluso al pañuelo, si es que lo tenías.
Los rusos del campo no necesitaban pañuelo. Se apretaban una de las fosas nasales con el índice y expulsaban los mocos al suelo por la otra como una masa. Luego, se apretaban la fosa nasal limpia y los mocos brotaban por la otra. Practiqué, pero mis mocos no salían proyectados. Nadie en el campo utilizaba pañuelo para limpiarse la nariz. El que disponía de él lo usaba como bolsa para el azúcar y la sal. Cuando estaba completamente roto, como papel higiénico. En cierta ocasión una rusa me regaló un pañuelo. Hacía mucho frío. Me impulsaba el hambre. Después de trabajar volví a buhonear al pueblo ruso con un trozo de carbón de antracita que en esa época se utilizaba para calentar. Llamé a una puerta. Me abrió una rusa vieja, que aceptó el carbón y me dejó entrar. La habitación era baja, en la pared la ventana quedaba a la altura de mi rodilla. Encima de un taburete se veían dos gallinas flacas, con plumas a manchas grises y blancas. A una de ellas le colgaba la cresta por encima de los ojos, sacudía la cabeza igual que una persona sin manos cuyo pelo le cae sobre la cara.
La anciana llevaba un rato hablando. Yo sólo entendía alguna palabra suelta, pero sabía a qué se refería. A que tenía miedo de los vecinos, a que hacía mucho que estaba sola con las gallinas, pero que prefería hablar con las gallinas antes que con los vecinos. A que tiene un hijo de mi edad llamado Boris y que está tan lejos de casa como yo, en la otra dirección, en un campo de trabajo en Siberia, en un batallón de castigo, porque lo denunció un vecino. A lo mejor tenéis suerte, tú y mi hijo Boris, dijo, y podéis regresar pronto a casa. Señaló la silla, y me senté en una esquina de la mesa. Ella me quitó el gorro de la cabeza y lo depositó sobre la mesa. Colocó una cuchara de madera al lado del gorro. Después, acercándose al fogón, sacó de la cazuela una sopa de patatas en un cuenco de hojalata. Era de cierto un litro de sopa. La comía a cucharadas, mientras ella, de pie junto a mi hombro, me observaba. La sopa estaba caliente, yo sorbía y la miraba de reojo. Ella asentía. Me apetecía comer despacio, porque deseaba disfrutar más tiempo de la sopa. Sin embargo, mi hambre, sentada como un perro delante del plato, era voraz. Las dos gallinas habían recogido las patas, y dormían sentadas sobre la tripa. La sopa me calentó hasta los dedos de los pies. Me goteaba la nariz. Obozhdí, espera, dijo la rusa, y trajo de la habitación contigua un pañuelo blanco como la nieve. Me lo puso en la mano y me apretó los dedos, como señal de que debía conservarlo. Ella me lo regaló. Y yo no me atrevía a sonarme. Lo que sucedió allí trascendía con creces el aspecto comercial del buhonear, y a mí y a ella y al pañuelo. Concernía a su hijo. Y a mí me hacía bien y no me lo hacía, ella o yo o ambos habíamos ido demasiado lejos. Ella tenía que hacer algo por su hijo, porque yo estaba allí y él se encontraba tan lejos de casa como yo. A mí me resultaba penoso estar allí y no ser él y que ella se diese cuenta y tuviese que sobreponerse, porque ya no soportaba más tantas preocupaciones por él. Pero yo tampoco lo soportaba más, ser dos personas, dos deportados, me sobrepasaba, no era tan sencillo como dos gallinas juntas encima de un taburete. Porque yo me había convertido ya en una carga para mí mismo.
Más tarde usé como pañuelo, fuera, en la calle, mi paño del carbón, basto y sucio. Después de sonarme me lo puse alrededor del cuello, y me sirvió de bufanda. Me limpié los ojos brevemente con los extremos en numerosas ocasiones mientras caminaba, para no llamar la atención. Aunque nadie me observaba, yo no quería darme por enterado. Sabía de sobra que existe una ley interna según la cual no se debe llorar nunca si tienes demasiados motivos. Me convencí de que las lágrimas se debían al frío, y me lo creí.
El pañuelo blanco como la nieve, de una batista finísima, era antiguo, una pieza espléndida de la época zarista. Tenía un borde de encaje de aguja hecho a mano, festones de hilo de seda. Los huecos entre los festones estaban cosidos con esmero, y en las esquinas había pequeñas rosetas de seda. Hacía tiempo que no veía nada tan hermoso. En mi tierra la belleza de los objetos de uso corriente era un detalle insignificante. En el campo de trabajo es mejor olvidarla. En el pañuelo, me atrapó. Esa belleza me hacía daño. Volvería alguna vez a casa el hijo de la vieja rusa, que era él y yo en uno. Empecé a cantar para refrenar mis pensamientos. Canté por ambos el blues del vagón de ganado:
En el bosque florece el torvisco
La zanja aún tiene nieve
Y la cartita que me has escrito
Esa cartita, mucho me duele
.
El cielo corría, nubes con sus almohadas atiborradas. Después la temprana luna miró con la cara de mi madre. Las nubes le pusieron una almohada bajo la barbilla y otra detrás de la mejilla derecha. Y la almohada volvió a salir a través de la mejilla izquierda. Y pregunté a la luna: Está tan débil mi madre. Está enferma. Existe todavía nuestra casa. Sigue viviendo allí o está también en un campo. Vive aún. Sabe que todavía estoy vivo, o llora por un muerto cuando piensa en mí.
Transcurría el segundo invierno en el campo, pero no podíamos escribir cartas a casa, ni dar señales de vida. En el pueblo ruso los abedules se habían quedado desnudos; debajo, techos nevados como camas torcidas en barracones de aire. En ese temprano anochecer la corteza de los abedules mostraba una palidez distinta a la del día y una blancura diferente a la de la nieve. Vi nadar al viento flexible entre las ramas. Por el camino trillado, junto a las vallas de mimbre entrelazado, se me acercó un perrito de color madera. Tenía una cabeza triangular, patas largas y delgadas como palillos de tambor. Un aliento blanco le salía del morro, como si estuviera comiéndose mi pañuelo mientras tamborileaba con las patas. El perrito pasó a mi lado como si yo fuera la sombra de la valla. Tenía razón, durante el camino de regreso al campo yo no era más que un objeto corriente ruso en medio de la penumbra.
Nadie había utilizado todavía el pañuelo blanco de batista. Tampoco yo lo utilicé nunca, pero lo guardé en la maleta hasta el último día como una especie de reliquia de una madre y un hijo. Y acabé trayéndolo a casa.
En el campo un pañuelo así sobraba. Habría podido cambiarlo todos esos años en el bazar por algo comestible. Habría obtenido azúcar o sal por él, incluso mijo. La tentación estaba ahí, el hambre era tan ciega… Pero algo me detuvo: yo creía que el pañuelo era mi destino. Y cuando te desprendes de tu destino, estás perdido. Estaba seguro de que la frase de despedida de mi abuela,
sé que volverás
, se había transformado en un pañuelo. No me avergüenzo al decir que el pañuelo fue la única persona que se ocupó de mí en el campo de trabajo. Estoy seguro, y lo sigo estando todavía hoy.
A veces los objetos adquieren una suerte de delicadeza monstruosa que no se espera de ellos.
La maleta está en la cabecera, detrás de la almohada, y debajo de ésta, dentro del paño, el pan de valor incalculable que he ahorrado quitándomelo de la boca. Y en el lugar donde reposa la oreja sobre la almohada, una mañana se oye piar. Levantas la cabeza y te asombras, entre el paño del pan y la almohada se agita una maraña de color rosa pálido, del tamaño de tu propia oreja. Seis ratones sin ojos, cada uno más pequeño que el dedo de un niño. Y piel como medias de seda, que se estremecen porque son de carne. Ratones nacidos de la nada, un regalo inmotivado. Entonces, de pronto, me sentí orgulloso de ellos, como si ellos también estuvieran orgullosos de mí. Orgulloso porque mi oreja había tenido hijos, porque a pesar de que en el barracón había 68 camas, habían nacido en la mía y quisieron tenerme por padre precisamente a mí. Estaban allí solos, nunca vi a su madre. Yo me avergonzaba en su presencia, por la enorme confianza que depositaban en mí. Me di cuenta en el acto de que los amaba y tenía que librarme de ellos, y además sin tardanza, antes de que se comieran el pan y de que los demás se despertasen y vieran algo.
Levanté el ovillo de ratones sobre el paño del pan, coloqué los dedos a modo de nido para no hacerles daño. Salí del barracón, trasladé el nido a través del patio, con los pies temblorosos por la prisa, no fuera a verme algún centinela o a olerme algún perro guardián. Mis ojos, sin embargo, no se apartaban del paño, por miedo a que se cayera algún ratón al andar. Cuando llegué a la letrina, sacudí el paño en el agujero. Los ratones cayeron al hoyo. No se oyó ni pío. Respiré hondo una sola vez, hecho.
Cuando contaba nueve años, encontré en el último rincón del lavadero, encima de una vieja alfombra, un gatito recién nacido gris verdoso con los ojos cerrados. Lo cogí y acaricié su tripa. Él bufó y me mordió el dedo meñique, no me soltaba. Entonces vi sangre y apreté con el índice y el pulgar…, creo que con toda mi fuerza, y además en el cuello. Me latía el corazón como después de un duelo. El gatito me había sorprendido matando, porque estaba muerto. Que no hubiera sido intencionado sólo empeoró las cosas. La ternura monstruosa incurre en otra culpa distinta a la crueldad deliberada. Más profunda. Y más duradera.
Lo que tiene en común el gatito con los ratones:
No decir ni pío.
Y lo que diferencia al gatito de los ratones:
En el caso de los ratones fue un acto deliberado de compasión. En el del gatito, el enfado de que intentes acariciar y te muerdan. Eso es una cosa. Obligación, la otra. Cuando empiezas a apretar, ya no te puedes volver atrás.
H
ay muchas palas. Pero mi preferida es la pala del corazón. Sólo a ella le he dado nombre. Con la pala del corazón sólo se puede cargar o descargar carbón, y únicamente carbón suelto.
La pala del corazón tiene una hoja del tamaño de dos cabezas juntas, tiene forma de corazón y está muy abombada, en ella cabrían casi cinco kilos de carbón o el trasero entero del ángel del hambre. La hoja de la pala tiene un cuello largo con una soldadura. En comparación con esta hoja grande, la pala del corazón tiene un mango corto terminado en una traviesa.
Con una mano agarras el cuello y con la otra la traviesa de arriba, del mango. Pero yo diría de abajo del mango. Porque para mí la pala del corazón está arriba, y el mango es lo secundario, es decir está a un lado o abajo. Así que agarro la hoja del corazón por arriba, por el cuello, y la traviesa por abajo, por el mango. Guardo el equilibrio, la pala del corazón se convierte en mi mano en un columpio, como el columpio del aliento dentro del pecho.