Detrás de las granjas de las afueras comenzaba una ciudad pequeña de casas de color amarillo ocre con el estuco desmoronado y tejados de chapa herrumbrosos. Entre los restos de asfalto se ocultaban algunas vías de tranvía. De vez en cuando, los caballos arrastraban carretas de dos ruedas de la panificadora por encima de las vías. Todas iban cubiertas con un lienzo blanco, como el carro de mano del campo de trabajo. Pero los caballos medio muertos de hambre me obligaban a preguntarme si debajo de los lienzos había pan y no muertos de hambre.
Kobelian
dijo: La ciudad se llama Novo-Gorlovka. La ciudad se llama como el campo de trabajo, pregunté. No, es el campo el que se llama como la ciudad. No había un solo cartel con el nombre de la localidad. El que viajaba y llegaba, es decir,
Kobelian
y el Lancia, conocía el nombre del lugar. Y los forasteros, como Karli Halmen y yo, preguntaban. Y el que no tenía a quien preguntar no encontraba nada, y tampoco se le había perdido nada allí.
Recogíamos los ladrillos cocidos detrás de la ciudad. La carga, cuando éramos dos y podíamos acercarnos bastante a los ladrillos con el Lancia, duraba hora y media. Cogías cuatro a la vez, los llevabas apretados como un acordeón. Tres eran pocos y cinco demasiados. Se podían llevar cinco, pero entonces se te resbalaba el del medio. Se habría necesitado una mano adicional para sujetarlo. Los ladrillos se apilan muy juntos unos al lado de otros sobre la caja, a tres o cuatro alturas. Tienen una resonancia clara, cada uno suena ligeramente distinto. El polvo rojo siempre es igual y se deposita sobre la ropa, pero seco. El polvo de ladrillo no te envuelve como el polvo de cemento, ni se adhiere, grasiento, como el polvo de carbón. El polvo de ladrillo evocaba en mí el pimentón dulce, a pesar de que no huele.
Durante el viaje de regreso el Lancia no traqueteaba, pesaba demasiado. Volvíamos a cruzar la pequeña ciudad de Novo-Gorlovka por la vía del tranvía, pasábamos de nuevo ante las granjas de las afueras, y regresábamos por la carretera bajo los jirones de nubes de la estepa hasta el campo de trabajo. Luego, pasábamos por delante de él hasta llegar a la obra.
La descarga era más rápida que la carga. Aunque había que apilar los ladrillos, no hacía falta ser muy minucioso, porque en muchas ocasiones serían transportados al andamio al día siguiente para que los utilizaran los albañiles.
Contando la ida y la vuelta, la carga y la descarga, hacíamos dos transportes al día. Después caía la noche. A veces
Kobelian
salía nuevamente de viaje, sin decir nada. Karli y yo sabíamos que se trataba de un viaje privado. Cargábamos sólo una capa de ladrillos sobre la mitad de la caja. Y en el camino de regreso torcíamos por detrás del edificio de siete pisos en ruinas hacia una hondonada. Allí crecían filas de álamos alrededor de las casas. A esa hora también las nubes presentaban la tonalidad rojo ladrillo del atardecer. Pasábamos entre la valla y el cobertizo de madera y entrábamos en la granja de
Kobelian
. El auto se detenía con una sacudida, y yo me encontraba sumergido hasta las caderas en un frutal desnudo, seguramente seco, lleno de bolas arrugadas del último o del penúltimo verano. Karli trepaba hasta mí. Esa última luz diurna nos colgaba fruta delante de la cara, y
Kobelian
nos permitía cogerla antes de descargar.
Las bolas estaban secas como madera, había que chuparlas y absorberlas hasta que sabían a guindas. Si masticabas bien, el hueso se quedaba muy liso y caliente en la lengua. Esas guindas nocturnas eran una suerte, pero únicamente aumentaban el hambre.
En el viaje de regreso la noche era de tinta. Llegar tarde al campo de trabajo era bueno. Había terminado el recuento, la cena había comenzado hacía rato. De la perola ya se habían repartido las primeras raciones de la sopa aguada. La posibilidad de que te tocase una más espesa del fondo aumentaba.
Pero llegar al campo de trabajo demasiado tarde era malo, porque se había acabado la sopa y ya no te quedaba nada salvo esa gran noche vacía en compañía de los piojos.
B
ea Zakel se ha lavado las manos en la fuente y ahora viene por la calle principal. Se sienta a mi lado en el banco con respaldo. Sus ojos miran de soslayo y revelan un asomo de estrabismo. Pero no es bizca, ella incorpora a su giro de ojos una cierta demora porque sabe que eso la convierte en especial. Tan especial que me siento confundido. Ella empieza a hablar, eso es todo. Y lo hace a la misma velocidad que Tur Prikulitsch, aunque no tan caprichosamente. Tuerce su mirada huidiza hacia la fábrica, sigue con la vista la nube de la torre de refrigeración y habla de las montañas del rincón de los tres países, donde confluyen Ucrania, Besarabia y Eslovaquia.
Enumera más despacio las montañas de su tierra, el Bajo Tatra, los Beskides que desembocan en la Selva de los Cárpatos, en el curso superior del Theiss. Mi pueblo se llama Lugi, refiere, un pueblo pobre y escondido cerca de Kaschau. Allí las montañas nos miran desde arriba a través de la cabeza, hasta que morimos. El que se queda allí se vuelve melancólico, muchos se marchan. Por eso yo también me fui a Praga, al conservatorio.
La gran torre de refrigeración es una matrona, lleva su oscuro revestimiento de madera sobre las caderas, a modo de corsé. Así apretada, por la boca de la matrona brotan día y noche nubes blancas. Y éstas también se van, como la gente de las montañas de Bea Zakel.
Le hablo a Bea de las montañas de Siebenbürgen, todavía Cárpatos, preciso. Sólo que en mi tierra las montañas albergan lagos redondos y profundos. Se dice que son los ojos del mar, tan hondos que por el fondo se comunican con el Mar Negro. Cuando contemplas un lago de montaña, estás con las plantas de los pies sobre la montaña y con los ojos junto al mar. Mi abuelo afirma que los Cárpatos llevan al Mar Negro en sus brazos subterráneos.
Entonces Bea habla de Artur Prikulitsch, dice que forma parte de su infancia. Que es de su mismo pueblo y que vivía en la misma calle, incluso que se sentó con ella en el mismo banco de la escuela. Cuando jugaba con Tur, ella tenía que ser el caballo y Tur iba en coche. Cuando ella se cayó y se rompió el pie, cosa que sólo se averiguó más tarde, Tur la zurró con el látigo aduciendo que fingía porque ya no quería ser el caballo. La calle era empinada, rememora, cuando jugaba con Tur, él siempre era un sádico. Yo le hablo del juego del ciempiés. Los niños se dividen en dos ciempiés. Uno tiene que arrastrar al otro a su zona por encima de una línea de tiza, porque quiere comérselo. Los niños de cada uno de los dos ciempiés tienen que agarrarse por la cintura y tirar con toda su fuerza. Casi te despedazan, yo sufrí contusiones en las caderas y una luxación en el hombro.
Ni yo soy un caballo ni tú eres un ciempiés, dice Bea. Si eres aquello a lo que juegas, te castigan por ello como por ley. Y de la ley no te escapas aunque te traslades a Praga. O al campo de trabajo, puntualizo. Sí, porque Tur va contigo, afirma Bea. Él también fue a estudiar, quería hacerse misionero y no lo consiguió. Pero se quedó en Praga, se pasó al comercio. Ya sabes, las leyes del pueblo pequeño e incluso las de Praga son severas, dice Bea, por eso no puedes escapar de ellas, están hechas por personas severas.
Entonces Bea vuelve a mostrar cierta demora en la mirada huidiza y dice: A mí me gustan las personas severas.
Te gusta una, pienso yo, y tengo que contenerme, porque ella vive de esa severidad y tiene un buen puesto en el lavadero gracias a su única persona severa, a diferencia de mí. Ella se queja de Tur Prikulitsch, quiere ser de los nuestros pero vivir como él. Cuando habla deprisa, a veces está a punto de negar la diferencia entre nosotros y ella. Pero poco antes de que suceda, se refugia de nuevo en su seguridad. Puede que sus ojos se vuelvan tan alargados por la seguridad de su mirada huidiza. Puede que mientras habla conmigo le preocupe el provecho que saca. Y que hable tanto porque, aparte de su persona severa, quiere tener un poco de libertad de la que él nada sepa. Puede ser que intente arrancarme de mi reserva, que le confiese todo lo que habla con nosotros.
Bea, le digo, la canción de mi infancia dice así:
Sol alto velado,
maíz amarillo,
no hay tiempo
.
Porque el olor más poderoso de mi infancia es el hedor a podrido de los granos de maíz germinando. Nos fuimos de vacaciones al Wench y permanecimos allí ocho semanas. A nuestro regreso, el maíz había germinado en el montón de arena del patio. Cuando lo arranqué de la arena, había hilos de raíces blancas con el apestoso y viejo grano amarillo colgando a un lado.
Bea repite: Maíz amarillo, no hay tiempo. Después se chupa el dedo y añade: Es bueno crecer.
Bea Zskel me pasa media cabeza. Se enrolla las trenzas alrededor de la cabeza, una soga de seda del grosor de un brazo. A lo mejor su cabeza tiene un aire tan orgulloso no sólo por estar en el lavadero, sino por tener que sostener esos pesados cabellos. Seguramente ya de niña tenía esos cabellos tan pesados, para que en el pobre pueblo escondido las montañas no la mirasen desde arriba a través de la cabeza hasta su muerte.
Pero aquí, en el campo de trabajo, no morirá. Tur Prikulitsch se encargará de eso.
A
finales de octubre llovían clavos de hielo. El guardia de escolta y el supervisor nos dieron instrucciones y regresaron enseguida a sus despachos calientes del campo de trabajo. En la obra comenzó un día tranquilo sin miedo a los gritos de los mandos.
Pero en medio de ese día tranquilo, Irma Pfeifer gritó. A lo mejor
socorrosocorro
o
yanopuedomás
, no lo escuchamos con claridad. Corrimos con palas y tablas de madera hacia la fosa del mortero, no con la suficiente rapidez, el jefe de obra ya estaba allí. Tuvimos que dejar caer todo lo que llevábamos en las manos. Ruki nazád, manos atrás: con la pala levantada, nos obligó a contemplar inmóviles el mortero.
Irma Pfeifer yacía boca abajo, el mortero burbujeaba y se tragó primero sus brazos, después la manta gris trepó por encima de las corvas. Durante unos segundos que se nos hicieron eternos, el mortero esperó con volantes rizados. Después, de repente, con un chapoteo, ascendió hasta la cadera. La masa se bamboleaba entre la cabeza y el gorro. La cabeza se hundió y el gorro ascendió. Con las orejeras abiertas, fue arrastrado despacio hasta el borde como una paloma hinchada. La parte posterior de la cabeza, rapada y llena de costras de las picaduras de los piojos, se mantuvo en la superficie como medio melón. Cuando también fue engullida y sólo asomaba la espalda, el jefe de obra dijo: Zhálko, óchen zhálko.
Después nos empujó con la pala hasta el borde de la obra, hacia las mujeres de la cal, y cuando nos juntamos gritó: Vnimanie liudéy. El acordeonista Konrad Fonn tuvo que traducir: Atención, si un saboteador quiere morir, que muera. Ella saltó dentro. Los albañiles lo han presenciado desde el andamio.
Tuvimos que formar y marchar al patio del campo. Aquella mañana temprano hubo recuento. Aún llovían clavos de hielo, y nosotros estábamos por fuera y por dentro monstruosamente serenos en nuestro horror. Schischtvanionov vino corriendo desde su despacho y empezó a vociferar. Echaba espumarajos por la boca como un caballo acalorado. Arrojó sus guantes de cuero entre nosotros. Cuando caían, alguien tenía que agacharse y devolvérselos. Así una y otra vez. Después nos dejó a cargo de Tur Prikulitsch. Éste vestía un impermeable y botas de goma. Mandó contar, avanzar, retroceder, contar, avanzar, retroceder, hasta la hora del crepúsculo.
Nadie sabe cuándo sacaron a Irma Pfeifer de la fosa del mortero ni dónde la enterraron. A la mañana siguiente el sol brillaba, frío y desnudo. Había mortero fresco en la fosa, como siempre. Nadie mencionó lo sucedido el día anterior. Seguro que algunos pensaron en Irma Pfeifer, en su buen gorro y en el estupendo traje de algodón, porque probablemente Irma Pfeifer fue a parar vestida bajo tierra, y los muertos no necesitan ropa cuando los vivos se mueren de frío.
Irma Pfeifer quiso tomar un atajo y, cargada con el saco de cemento delante de la barriga, no vio dónde pisaba. El saco, empapado por la lluvia helada, se hundió primero. Por eso no pudimos verlo cuando llegamos a la fosa del mortero. Eso opinó el acordeonista Konrad Fonn. Se puede opinar lo que se quiera, saberlo con certeza no.
E
ra la noche del 31 de diciembre al 1 de enero, la noche de San Silvestre, del segundo año. A medianoche, el altavoz nos ordenó presentarnos en el patio del recuento. Flanqueados por ocho soldados de guardia con sus fusiles y sus perros, nos condujeron por la calle del campo. Un camión circulaba detrás. En la nieve alta de la parte trasera de la fábrica, donde empezaba la tierra yerma, tuvimos que colocarnos en filas delante de la tapia y esperar. Es la noche de nuestro fusilamiento, pensamos.
Yo me abrí paso hasta la primera fila, para estar entre los primeros y no tener encima que cargar cadáveres, porque el camión aguardaba al borde de la carretera. Schischtvanionov y Tur Prikulitsch se habían metido en la cabina con el motor encendido para no pasar frío. Los centinelas caminaban de un lado a otro. Los perros se mantenían juntos, el hielo los obligaba a cerrar los ojos. De vez en cuando levantaban las patas para no congelarse.
Allí estábamos, con los rostros envejecidos y cejas de escarcha. A algunas mujeres les temblaban los labios de frío, murmuraban plegarias. Se acabó lo que se daba, me dije. La despedida de mi abuela fue: Sé que volverás. Eso ciertamente también había acontecido en plena noche, pero en el centro del mundo. Ahora en casa habrán celebrado el año nuevo, a medianoche quizá hayan brindado por mí, para que viva. Ojalá hayan pensado en mí durante las primeras horas del nuevo año y se hayan acostado luego en la cama caliente. Sobre la mesilla de la abuela reposará ya su alianza, que se quita todas las noches porque le aprieta. Y yo estoy aquí, esperando a que me fusilen. Nos veía a todos nosotros de pie en una caja gigantesca. Su tapa de cielo estaba lacada en negro y adornada con estrellas nítidamente talladas. El suelo de la caja estaba cubierto de algodón hasta la altura de la rodilla, para que cayéramos en blando. Y las paredes de la caja estaban drapeadas con un tieso brocado de hielo, una maraña infinita de encajes y flecos. Enfrente, sobre el muro del campo, entre las torres de vigilancia, la nieve era un catafalco. Encima, una litera se alzaba hacia el cielo, alta como una torre, un sarcófago de varios pisos en el que cabíamos todos, superpuestos de cuerpo presente como en los catres de los barracones. Sobre el piso superior, la tapa lacada en negro. En las torres de vigilancia, a la cabecera y a los pies del catafalco, dos miembros de la guardia de honor vestidos de negro velaban a los muertos. En la cabecera, orientada hacia la puerta del campo, la luz de vigilancia del patio brillaba a modo de candelabros. A los pies, más en la oscuridad, se erguía la copa de la morera cubierta de nieve, como un espléndido ramo de flores con todos los nombres escritos en innumerables cintas de papel. La nieve amortigua, pensé, apenas se oirán los disparos. Nuestros deudos duermen en el centro del mundo achispados, sin recelos y cansados de la fiesta de nochevieja. Quizá sueñan con nuestro entierro encantado de año nuevo.