E
l carbón abunda tanto como la tierra.
El carbón graso
viene de Petrovka. Está lleno de piedra gris, es pesado, húmedo, y pegajoso. Desprende un olor ácido a quemado, sus pedazos son laminados como el grafito. Cuando se muelen en la molina y se lavan en la moika, sobra mucha ganga.
El carbón sulfuroso
viene de Kramatorsk, casi siempre a mediodía. Debajo de la
yáma
está el silo del carbón, un gigantesco agujero subterráneo con una reja encima. Los vagones se sitúan uno a uno encima de la reja. Todos los vagones son modelo Pullman, pesan 60 toneladas y tienen cinco trampillas en su vientre. Cuando funciona a la primera, se abren con martillos, suena cinco veces como el gong del cine. En ese caso no hay que subir al vagón, el carbón cae ruidosamente de golpe. El polvo oscurece la vista; el sol, en el cielo gris, parece un plato de hojalata. Intentas respirar y tragas más polvo que aire, los dientes te chirrían. En un cuarto de hora se han descargado 60 toneladas. Sobre la
yáma
sólo quedan unos trozos demasiado gruesos. El carbón sulfuroso es ligero, quebradizo y seco. Desprende un brillo cristalino como la mica, se compone de fragmentos y polvo. No tiene grano. Su nombre proviene del azufre, pero no huele. El azufre del carbón se encuentra mucho más tarde, son los depósitos amarillos que hay en los charcos del patio de la fábrica. O de noche, en la zona de los bloques de escoria cuando la escombrera pone los ojos amarillos y brilla como si albergara en su interior la luna desmenuzada.
El carbón
marca K viene de la mina Rudnij, muy cerca de aquí. No es ni graso, ni seco, ni pedregoso, ni arenoso, ni con grano. Es todo y nada al mismo tiempo, y desde luego miserable. Es rico en antracita, seguro, pero carece de carácter. Se dice que es el carbón más valioso. El carbón de antracita nunca fue mi amigo, ni siquiera un amigo pelma. Era traicionero, difícil de descargar, como si tropezarás con la pala en trapos o raíces enmarañadas.
La
yáma
es una especie de estación, techada a medias y expuesta a las corrientes de aire. Viento cortante, hielo mordiente, días cortos, luz eléctrica desde mediodía. Polvo de carbón y de nieve mezclados. O viento de refilón y lluvia en la cara y gotas aún más gordas a través del tejado. O calor abrasador y largos días de sol y carbón hasta que te desplomas. El nombre de este carbón es tan difícil como su descarga. Carbón marca K sólo puede tartamudearse, no susurrarse como el nombré del carbón rico en gases:
asové
.
El carbón rico en gases
es ágil. Viene de Jasinovataia. El
nachálnik
llama al carbón rico en gases, casi en susurros,
asové
. Suena a
aymé
. Por eso me gusta. Cada vagón contiene nueces, avellanas, granos de maíz y guisantes. Las cinco trampillas se abren con facilidad, como un guante, por así decirlo, y funciona. El asové suelta cinco murmullos, suelto, gris apizarrado, únicamente él mismo, sin ganga. Miras y piensas: El asové tiene el corazón blando. El asové está descargado, la reja tan vacía como si no hubiera pasado nada a través de ella. Nosotros estamos encima de la reja. Abajo, en la panza de la
yáma
, tiene que haber cadenas montañosas y simas de carbón. Aquí también está el depósito del asové.
También en la cabeza hay un depósito. Por encima de la
yáma
, el aire de verano tiembla como en casa, y el cielo es sedoso igual que en casa. Pero allí nadie sabe que aún vivo. En casa, el abuelo estará comiendo ahora ensalada de pepino en la galería y creerá que estoy muerto. Y la abuela atraerá a las gallinas con sonidos cloqueantes hacia la sombra grande como una habitación, junto al cobertizo, esparcirá comida y pensará que estoy muerto. Y mi madre y mi padre quizás estén en el Wench. Mi madre yacerá entre la hierba alta del prado de montaña con el traje marinero que se confeccionó ella misma y creerá que ya estoy en el cielo. Y yo no puedo sacudirla y decirle: Me quieres, todavía vivo. Y mi padre, sentado a la mesa de la cocina, llenará despacio los cartuchos de perdigones, las bolitas de plomo templado para cazar liebres en el otoño que se avecina. ¡Ay, dolor,
aymé
!
S
alí de caza.
Kobelian
se había marchado, y yo maté con mi pala en la estepa, en el segundo cercano otoño, una ardilla de tierra, que soltó un silbido corto parecido al del tranvía. Cómo se alargan los segundos cuando la frente está hendida en diagonal por encima del hocico.
Aymé
.
Yo deseaba comérmela.
Aquí sólo hay hierba. Y con hierba no se puede clavar nada, ni se puede despellejar con la pala. No tenía herramienta, ni corazón. Ni tiempo,
Kobelian
había regresado y la vio. La dejé allí tirada, igual que se alargan los segundos cuando la frente está hendida en diagonal por encima del hocico.
Aymé
.
Padre, un día quisiste enseñarme cómo hay que silbar cuando alguien se pierde.
L
a arena amarilla puede tener todas las tonalidades: desde el rubio oxigenado hasta el amarillo canario, e incluso tender al rosado. Es delicada; cuando la mezclan con el cemento gris, te da pena.
Muy entrada la noche,
Kobelian
volvió a transportar con Karli Halmen y conmigo otro cargamento privado de arena amarilla. En esta ocasión dijo: Vamos a mi casa. No estoy construyendo nada, pero se aproxima el día de fiesta, al fin y al cabo uno tiene cultura.
Karli Halmen y yo entendimos que la arena amarilla era cultura. La arena amarilla también se esparcía sobre los caminos para embellecerlos después de la limpieza de primavera y de otoño en el patio del campo y en la fábrica. Era un ornato primaveral por el fin de la guerra y otoñal por la revolución de Octubre. El 9 de mayo se cumplió el primer aniversario de la paz. Mas tampoco nos sirvió de nada, fue nuestro segundo año en el campo de trabajo. Y llegó octubre. El ornato primaveral de arena amarilla había desaparecido hacía mucho, arrastrado por el viento de los días secos y las lluvias. Ahora la arena amarilla nueva, decoración otoñal del patio del campo, parecía azúcar granulada. Era una arena estética para el gran octubre, mas no una señal de que pudiéramos regresar a casa.
Tampoco nosotros la transportábamos por su belleza. Traíamos toneladas de arena amarilla para que las obras la devorasen. La cantera de donde procedía se llamaba
Caryér
. Era inagotable, como mínimo de 300 metros de longitud y entre 20 y 30 metros de profundidad, arena y sólo arena por doquier. Un ruedo de arena en una explotación a cielo abierto de arena. Capaz de abastecer a toda la región. Y cuanta más arena se extraía, más grandioso se tornaba el ruedo, más se hundía en el suelo.
Si uno era khítryi, astuto, dirigía el camión muy adentro de la pendiente de arena, para que no hubiera que palear hacia arriba, sino a la misma altura o incluso hacia abajo, con comodidad.
La
caryér
era fascinante como la huella de un dedo gordo del pie. Arena pura, sin un gramo de tierra. Estratos rectilíneos, horizontales, blancos como la cera, pálidos como la piel, amarillentos, amarillo fuerte, ocres y rosados. La arena se volvía escamosa al palearla, se secaba al volar por el aire. La pala entraba sola. El camión se llenaba deprisa. Y se descargaba automáticamente, era un volquete. Karli Halmen y yo esperábamos en la cantera el regreso de
Kobelian
.
Kobelian
se dejaba caer en la arena y esperaba tumbado mientras cargábamos. Cerraba los ojos, a lo mejor dormía. Cuando el camión estaba lleno, golpeábamos suavemente su zapato con la punta de la pala. Tras levantarse de un salto, se encaminaba hacia la cabina a grandes zancadas como un manojo de músculos. Y en la arena quedaba la impronta de su cuerpo, como si
Kobelian
estuviera presente dos veces, una tumbado en aquella huella cóncava y otra parado delante de la cabina con los fondillos del pantalón húmedos. Antes de montar, escupía dos veces en la arena, sujetaba el volante con una mano y con la otra se frotaba los ojos. Después arrancaba.
Entonces Karli y yo nos dejábamos caer en la arena y la oíamos deslizarse para adaptarse al cuerpo, no hacíamos nada más. Arriba se curvaba el cielo. Entre el cielo y la arena se extendía una cicatriz de hierba a modo de línea cero. El tiempo silencioso y liso, un centelleo microscópico alrededor. La lejanía se adentraba en tu cabeza, como si te hubieras largado y formases parte de la arena de cualquier lugar del mundo y no de los trabajos forzados de aquí. Era como huir tumbado. Yo giraba los ojos, había escapado bajo el horizonte, sin peligro ni consecuencias. La arena me sujetaba la espalda por debajo, y el cielo alzaba mi rostro hacia él. Pronto el cielo se quedó ciego, y mis ojos tiraron de él hacia abajo; los globos oculares y los senos frontales estaban repletos de cielo, completamente inmóviles y azules. Tapado por el cielo, nadie conocía mi paradero. Ni siquiera la nostalgia. En la arena, el cielo no ponía en marcha el tiempo, pero tampoco podía hacerlo retroceder, del mismo modo que la arena amarilla no podía cambiar la paz, ni la tercera, ni la cuarta. Tras la cuarta paz, continuábamos en el campo de trabajo.
Karli Halmen yacía boca abajo en su cóncava impronta. Las cicatrices curadas de su robo de pan relucían cual rasguños cerúleos a través de su pelo corto. En su pabellón auditivo brillaba la seda roja de las venitas. Recordé mi última cita en el Erlenpark y en los baños Neptuno con aquel rumano casado que me doblaba la edad. Cuánto tiempo me habría esperado la primera vez que no acudí. Y cuántas veces más hasta comprender que tampoco volvería en lo sucesivo.
Kobelian
tardaría en regresar al menos media hora.
Y mi mano se levantó de nuevo, con la intención de acariciar a Karli Halmen. Por fortuna, él me ayudó a vencer la tentación. Apartó la cara de la arena, había comido arena. La masticaba y chirriaba en su boca, y sollozaba. Me quedé paralizado, y él se llenó la boca por segunda vez. Los granos de arena se desprendían de sus mejillas al masticar y su huella era un cedazo sobre las mejillas, la nariz y la frente. Y las lágrimas en ambas mejillas, un cordón marrón claro.
De niño yo mordía los melocotones y los dejaba caer con el mordisco hacia abajo. Luego los recogía, mordía en el lugar manchado de arena y volvía a tirarlos. Hasta que sólo quedaba el hueso. Mi padre me llevó al médico, porque no era normal que me gustase la arena. Ahora tengo arena de sobra, pero he olvidado por completo el aspecto de un melocotón.
Dije: Amarillo, con una suave pelusilla y una pizca de seda roja alrededor del hueso.
Al oír la llegada del camión, nos levantamos.
Karli Halmen comenzó a palear. Llenó la pala mientras se deshacía en lágrimas. Cuando hizo volar la arena, las lágrimas se le metieron por el lado izquierdo en la boca y por el derecho en la oreja.
K
arli Halmen y yo volvimos a viajar en el Lancia por la estepa. Las ardillas de tierra corrían en todas direcciones. Por todas partes se veían huellas de ruedas, manojos de hierba aplastados y barnizados de marrón rojizo con sangre reseca. Por todas partes, una procesión de nubes de moscas sobre la piel reventada con los intestinos asomando. Muchos todavía despedían brillos muy frescos, blanco-azulados, enroscados como un montón de collares de nácar. Otros eran azul rojizo y estaban medio podridos, o ya agostados como flores secas. Y más allá de las huellas de las ruedas yacían las ardillas de tierra que habían sido lanzadas lejos, como si las ruedas no les hubieran hecho nada y estuvieran dormidas. Karli Halmen dijo: Muertas parecen planchas. Mira que pensar algo así, yo ya había olvidado esa palabra.
Había días en que a las ardillas de tierra les asustaban muy poco las ruedas. Quizá en esos días el rugido del viento se asemejaba al estruendo del camión y confundía sus instintos. Cuando las ruedas se acercaban a ellas, corrían, pero obnubiladas y en modo alguno para salvar su vida. Yo estaba seguro de que
Kobelian
jamás se molestaba en esquivar a una ardilla de tierra. Y también tenía la certeza de que todavía no había atropellado a ninguna, de que ninguna había chillado aún bajo sus ruedas. Su agudo silbido tampoco se habría oído, porque el Lancia era demasiado ruidoso.
A pesar de todo, sé cómo chilla una ardilla debajo de un automóvil, porque resuena en mi cabeza en cada viaje. Es un chillido breve, de una tristeza desgarradora, compuesto de dos sílabas sucesivas:
Aymé
. Como cuando la matas con la pala, igual, porque sucede con idéntica rapidez. Y sé también cómo en ese lugar se asusta la tierra y vibra en círculo, como cuando cae al agua una piedra grande. Sé también cómo te arde el labio justo después, porque te lo muerdes cuando la has alcanzado con un golpe asestado con toda tu fuerza.
Desde que la dejé tirada me he convencido de que las ardillas de tierra no se comen, aunque no se siente el menor asomo de compasión por las vivas ni de asco por las muertas. Si yo lo sintiera, la compasión y el asco no se preocuparían por las ardillas, sino por mí. Sólo me asquearía mi vacilación compasiva, no la ardilla de tierra.
Ojalá Karli y yo tuviéramos tiempo la próxima vez, ojalá pudiéramos bajar hasta que
Kobelian
hubiera llenado los tres o cuatro sacos de hierba tierna para sus cabras, ojalá dispusiéramos de ese tiempo. Creo que Karli Halmen no participaría, porque yo estoy presente. Tendría que perder el tiempo y tratar de persuadirle, y seguramente se haría demasiado tarde; ojalá tuviéramos tiempo la próxima vez. No hay que avergonzarse de una ardilla de tierra, me sentiría obligado a decir, ni tampoco de la estepa. Creo que él se avergonzaría más de sí mismo que yo de mí. Y más que yo de
Kobelian
. Probablemente tendría que preguntarle por qué convierte a
Kobelian
en norma. Estoy convencido de que si
Kobelian
estuviera tan lejos de casa como nosotros, comería ardillas de tierra, me sentiría obligado a decir.
Algunos días en la estepa, de la noche a la mañana, sólo se veían manojos de hierba aplastados y barnizados de marrón. Y de la noche a la mañana se habían derretido todas las nubes. Sólo quedaban las escuálidas grullas en lo alto del cielo y las salvajes y gordas moscardas a ras de tierra. Pero sobre la hierba no se veía ni una sola ardilla de tierra muerta.