Dónde se han metido, le preguntaría a Karli. Mira a los rusos, por qué van tantos a pie por la estepa, y se agachan. Se quedan sentados un rato. Crees que descansan, que todos están cansados. Ésos también tienen un nido en el cráneo como nosotros y la barriga tan vacía como la nuestra. Los rusos también tienen sus recursos. Y más tiempo que nosotros, están en su tierra, en la estepa.
Kobelian
no tiene nada que objetar. Por qué hay siempre en la cabina, junto al freno, una pala de mango corto, si él arranca la hierba con la mano. Cuando no estamos presentes, él no baja únicamente a recoger hierba para las cabras, le diría a Karli, y no necesitaría mentir, porque desconozco la verdad. Pero aunque la conociera, sólo sería una de las verdades, pues lo opuesto sería la otra. También tú y yo somos distintos con
Kobelian
que sin él, aduciría yo. Yo también soy distinto sin ti. Sólo tú te imaginas que nunca eres distinto. Pero cuando el robo del pan fuiste distinto y yo fui distinto y todos los demás también…, aunque esto yo nunca lo diría, porque sería un reproche.
La piel apesta al quemarse. Yo despellejo la carne, tú enciende deprisa el fuego, diría si Karli Halmen se decidiese finalmente a tomar parte.
Karli Halmen y yo viajábamos una y otra vez con
Kobelian
a través de la estepa. Una semana después también estábamos subidos al Lancia. El aire era pálido, la hierba naranja, el sol trastocaba la estepa a finales de otoño. La helada nocturna había espolvoreado de azúcar a las ardillas atropelladas. Pasamos ante un hombre viejo. Estaba en medio del remolino de polvo y nos saludó con una pala. De mango corto. De su hombro colgaba un saco, lleno en su cuarta parte y pesado. Karli dijo: Ese no está recogiendo hierba. Ojalá la próxima vez nos diera tiempo a bajar.
Kobelian
no tendría nada que objetar, pero tú quieres ser sensible y nunca participarás.
No en vano la llaman hambre ciega. Karli Halmen y yo no sabíamos mucho el uno del otro. Pasábamos demasiado tiempo juntos. Y
Kobelian
no sabía nada de nosotros ni nosotros de él. Todos éramos distintos de cómo somos.
P
oco antes de Navidad estaba sentado en la cabina con
Kobelian
. A pesar de que había oscurecido, emprendimos un viaje clandestino a casa de su hermano. Con un cargamento de carbón.
La estación en ruinas y el adoquinado de piedras abombadas nos indicó que comenzaba una pequeña ciudad. Doblamos para adentrarnos en una sinuosa calle periférica llena de baches. En el cielo aún persistía una franja de claridad, detrás de una valla de hierro fundido se veían abetos…, negros como la noche, esbeltos y puntiagudos, que crecían a gran altura, por encima de todo.
Kobelian
se detuvo tres casas más allá.
Cuando comencé a descargar, él agitó la mano con indolencia, lo que quería decir: No hace falta que os apresuréis, tenemos tiempo. Se dirigió a una casa probablemente blanca, pero amarilla a la luz de los faros.
Tras colocar el abrigo encima del techo de la cabina, paleé tan despacio como podía. Pero la pala era mi ama y determinaba el tiempo, yo tenía que continuar. Después ella se sentía orgullosa de mí. Desde hacía años, palear era lo único en lo que aún conservaba un vestigio de orgullo. Pronto el camión quedó vacío y
Kobelian
seguía en casa de su hermano.
En ocasiones un plan madura lentamente, pero cuando tomas una rápida decisión y, antes de confiar en ella, te ves arrastrado por su brusquedad, es electrizante. Yo ya me había puesto el abrigo. Cuando me decía que el robo lleva aparejada la pena de cárcel, mis pies se dirigían más deprisa aún hacia los abetos. La puerta de la reja no estaba cerrada. Debía de haber sido un parque descuidado o un cementerio. Partí todas las ramas inferiores, después me quité el abrigo y las envolví con él. Tras dejar la puerta abierta, me apresuré a retornar a la casa del hermano de
Kobelian
. Ahora estaba blanca y al acecho en la profunda oscuridad, los faros ya no estaban encendidos y
Kobelian
había cerrado también el portón de carga. Mi fardo desprendía un olor intenso a resina y otro acre a miedo cuando lo lancé al camión por encima de mi cabeza.
Kobelian
estaba en la cabina y apestaba a vodka. Esto lo digo hoy, pero entonces pensé que olía a vodka. No es un bebedor, sólo toma vodka con comidas grasientas, me dije. Él también podría haberse acordado un poco de mí.
Cuando se hace tan tarde, nunca sabes lo que pasará en la puerta del campo. Ladraron tres perros guardianes. El guardia, de un empujón, me quitó el fardo de los brazos con el cañón del fusil. Las ramas cayeron al suelo, sobre el abrigo de vestir con el ribete de terciopelo. Los perros olfatearon las ramas y después el abrigo. El más fuerte, quizás el macho dominante, se llevó el abrigo en el hocico como un cadáver a través de medio patio hasta el lugar del recuento. Corrí tras él y logré salvar el abrigo, pero sólo porque él lo soltó.
Dos días después el hombre del pan pasó a mi lado tirando de su carro. Sobre el paño blanco llevaba una escoba nueva, fabricada con un mango de pala y mis ramas de abeto. Faltaban tres días para Navidad, palabra que coloca abetos verdes en las habitaciones. Yo sólo guardaba en la maleta los guantes rotos de lana verde de mi tía Fini. El abogado Paul Gast trabajaba desde hacía dos semanas como mecánico en una fábrica. Le encargué alambre, y me trajo un manojo de trozos cortados de un palmo de largo, unidos en un extremo como una brocha. Construí un árbol de alambre, deshice los guantes y anudé a las ramas hilos de lana verde tan tupidos como la pinocha.
El árbol de Navidad estaba encima de la mesita situada debajo del reloj de cuco. El abogado Paul Gast colgó de él dos bolas pardas de pan. Yo no me pregunté entonces cómo le sobraba pan para adornar, porque estaba seguro de que él se comería las bolas al día siguiente, y porque al amasarlas me contó cosas de su casa.
Durante la época de Adviento, en nuestro instituto de Oberwischau, todas las mañanas antes de la primera clase se encendía la corona de adviento. Colgaba encima de la mesa del profesor. Nuestro profesor de geografía se llamaba Leonida y estaba calvo. Las velas ardían y nosotros cantábamos,
h, Tannenbaum, oh, Tannenbaum, wie grün sind deine Blätter…
Y dejamos de cantar en el acto, porque Leonida gritó
ay
. Le había goteado cera rosa en la calva. Leonida gritó: Apagad las velas. Saltó hacia el respaldo de la silla y sacó de la chaqueta un cuchillo plegable de hojalata, era un pez plateado. Ven, llamó Leonida, y abriendo el cuchillo se inclinó y le rasqué con él la cera de la calva. No le corté. Pero cuando volví a sentarme en mi sitio en el pupitre, él se me acercó con paso decidido y me soltó una bofetada. Cuando intenté limpiarme las lágrimas de los ojos, gritó: Las manos a la espalda.
B
ea Zakel me había proporcionado un própusk, un pase, de Tur Prikulitsch para el bazar. No hay que hablar a ningún hambriento de la perspectiva de dar un paseo al aire libre. No se lo dije a nadie. Cogí mi almohada y las polainas de cuero del señor Carp, se trataba como siempre de maniobras de distracción para las calorías. A las 11 horas me puse en camino, mejor dicho, nos pusimos en camino, mi hambre y yo.
Aún persistía la neblina ocasionada por la lluvia. En el barro había vendedores de tornillos oxidados y ruedas dentadas y mujeres arrugadas con cacharros de hojalata y montoncitos de pintura azul para las casas. Alrededor de la pintura, los charcos estaban azules. Y al lado había montones de azúcar y sal, ciruelas pasas, harina de maíz, mijo, cebada y guisantes. Incluso pastel de maíz con puré de remolacha sobre hojas verdes de rábanos picantes. Mujeres desdentadas con espesa leche agria en bidones de hojalata y un chico con una sola pierna, una muleta y un cubo lleno de aguardiente de frambuesa. Ágiles vagabundos deambulaban por allí con cuchillos doblados, tenedores y cañas de pescar. Pececitos plateados pasaban a toda velocidad en latas de conserva americanas como imperdibles vivientes.
Me metí entre el gentío con mis polainas de cuero al brazo. Delante de un viejo uniformado con calvas en el pelo y un coselete de docenas de condecoraciones de guerra se veían dos libros, uno sobre el Popocatépetl y otro con dos pulgas gordas en la tapa. Hojeé el libro de las pulgas porque tenía abundantes ilustraciones. Dos pulgas en un columpio, y al lado la mano del domador con un látigo diminuto; una pulga encima del respaldo de una mecedora; una pulga uncida a una carroza de boda hecha con una cáscara de nuez; el pecho de un chico con dos pulgas entre las tetillas, y bajando simétricamente hasta el ombligo, dos cadenas igual de largas de picaduras de pulga.
El uniformado me arrebató del brazo las polainas de cuero y las sostuvo delante de su pecho, luego se las puso al hombro. Le indiqué que eran para las piernas. Él soltó de la barriga una risa hueca parecida a los ladridos de los pavos grandes, como hacía a veces Tur Prikulitsch durante el recuento. Su labio superior se quedaba siempre enganchado en un raigón. El vendedor que estaba a su lado se acercó, frotando entre sus dedos los cordoncitos de cuero de las polainas. Después vino uno con cuchillos en la mano, guardó su mercancía en el bolsillo de la chaqueta y se puso las polainas de izquierda a derecha sobre las caderas, y luego en el trasero, mientras saltaba como un payaso. El uniformado del raigón lo secundaba simulando pedos con la boca. Luego llegó otro con el cuello muy abrigado y una muleta, cuyo brazo era una guadaña rota envuelta en trapos. Metió la muleta dentro de una polaina y la lanzó al aire. Corrí a recogerla. Un poco más allá vino volando mi segunda polaina. Y cuando me agachaba para recogerla, en el barro, junto a la polaina, yacía un billete arrugado.
Alguien lo ha perdido, pensé, ojalá no lo eche en falta. A lo mejor ya lo está buscando, a lo mejor alguno de esa chusma ha visto ya el billete mientras se burlaban, o precisamente ahora, al agacharme, y está esperando mi reacción. La chusma todavía se reía de mí y mis polainas, pero yo ya tenía el dinero dentro del puño.
Tenía que desaparecer a toda velocidad, me perdí en medio del gentío. Apreté las polainas debajo del brazo y alisé el billete, era de diez rublos.
Diez rublos era una fortuna. No hacer cálculos, sólo correr, pensé, y lo que no me pueda comer irá al almohadón. Ya no tenía tiempo para polainas de cuero, esa mercancía penosa de otro mundo sólo me hacía llamar la atención. Las dejé caer al suelo desde el sobaco y me largué a toda prisa en dirección contraria como un pececito plateado.
Tenía el corazón en la garganta, y, bañado en sudor por el miedo, adquirí por dos rublos dos vasos de aguardiente de frambuesa y me los bebí de un trago. Después compré dos pasteles de maíz con puré de remolacha, y me comí también las hojas de los rábanos picantes; amargaban, seguro que para el estómago eran tan sanas como una medicina. Luego compré cuatro creps rusos rellenos de queso. Dos para el almohadón, los otros me los comí. A continuación me tomé una jarrita de espesa leche cuajada. Además compré dos trozos de pastel de girasol y me los comí. Después volví a ver al chico con una sola pierna y me tomé otro vaso de rojo aguardiente de frambuesa. Conté mi dinero: 1 rublo y 6 copecs. Eso ya no alcanzaba para azúcar, ni siquiera para sal. Mientras contaba, la mujer de las ciruelas pasas me había mirado con un ojo pardo y otro muy blanco, sin pupila, como una alubia. Le mostré mi dinero en la mano. Ella lo apartó de un empujón, dijo que no y agitó los brazos como si espantara moscas. Yo me quedé clavado y seguí enseñándole mi dinero. Empecé a temblar y me santigüé y murmuré como si rezase: Padre nuestro, ayúdame ante esta horrorosa tortuga dejada de la mano de Dios. Hazla caer en la tentación, Señor, y líbrame del mal, murmuré, y pensé en la fría santidad de Fenja, pronunciando al final del murmullo un duro y claro
amén
, para dar forma a mis preces. La mujer se quedó conmovida y me miró fijamente con su ojo de alubia. Después tomó mi dinero y llenó de ciruelas pasas un viejo gorro cosaco de color verde. Vacié la mitad en mi almohadón, el resto en mi gorra de guata para comérmelas enseguida. Cuando se acabaron las ciruelas de la gorra, me comí los dos creps restantes. Aparte de las ciruelas pasas que habían sobrado, dentro de la funda de la almohada ya no quedaba nada.
El viento soplaba, cálido, entre las acacias, el barro se secaba y se descascarillaba en los charcos como si fueran tazas grises. En el sendero, junto a la carretera que conducía al campo de trabajo, una cabra se movía en círculos. Se había excoriado el cuello de tanto tirar de la cuerda. Ésta se había enrollado de tal manera al poste que el animal ya no llegaba a la hierba. Tenía la mirada huidiza, alargada y verdosa de Bea Zakel y el aire atormentado de Fenja. Quería seguirme. Recordé las cabras azules congeladas, partidas por la mitad, que quemamos en el vagón de ganado para calentarnos. Sólo había recorrido la mitad del camino de regreso, se había hecho muy tarde y además estaba a punto de aparecer con ciruelas pasas en la puerta del campo. Para ponerlas a salvo del centinela, metí la mano en el almohadón y comí. A través de los álamos de detrás del pueblo ruso se divisaba la torre de refrigeración de la fábrica. Por encima de su nube blanca, el sol se volvió cuadrado y se deslizó dentro de mi boca. Mi paladar estaba como tapiado, jadeaba. Sentía punzadas en el estómago, los intestinos daban sacudidas y giraban como cimitarras en mi barriga. Se me iba la vista, la torre de refrigeración comenzó a girar. Al apoyarme en una morera, el suelo a mis pies empezó a dar vueltas. Un camión se puso a traquetear por la carretera. En el sendero, tres perros vagabundos comenzaron a difuminarse. Vomité junto al árbol, y sentí tal pena por una comida tan cara que volví a vomitar y lloré.
Después todo yació allí, brillante, junto a la morera.
Todo, todo, todo.
Apoyé la cabeza en el tronco y miré el centelleo desmenuzado con los dientes como si pudiera volver a comerlo con los ojos. Luego pasé por debajo de la primera torreta de vigilancia con el almohadón y el estómago vacíos. Era el mismo de antes, sólo que sin polainas de cuero. Polainas de vida. Desde la torreta, el centinela escupía cáscaras de pipas que volaban por el aire como moscas. El vacío en mi interior era amargo como la hiel, me sentía fatal. Pero durante los primeros pasos por el patio del campo de trabajo pensaba de nuevo si quedaría aún sopa de col en la cantina. La cantina ya había cerrado. Al compás tableteante de mis zapatos de madera, me dije: Existe la matrona con su nube blanca. Mi pala existe, y un sitio en el barracón, y seguro que también hay un espacio intermedio entre estar hambriento y diñarla. Sólo tengo que encontrarlo, porque la comida es superior a mí. La fría santidad de la paralizante Fenja piensa correctamente. Ella es justa y me distribuye la comida. Para qué ir al bazar, el campo me tiene encerrado por mi bien, sólo pueden ponerme en ridículo en lugares que me resultan ajenos. En el campo estoy en casa, el centinela de la mañana me ha conocido, me ha hecho una seña para que entrase por la puerta. Y su perro guardián se ha quedado tumbado sobre el pavimento caliente, él también me conoce. Y el patio del recuento me conoce, encuentro el camino a mi barracón incluso con los ojos cerrados. No necesito ningún pase, tengo el campo y el campo me tiene a mí. Sólo necesito un catre y el pan de Fenja y mi escudilla de hojalata. No necesito siquiera a Leo Auberg.