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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon (33 page)

—¡Sí!

—¿En serio?

—Bueno, no estoy muy segura de si funciona pero…

—Vamos, toca. —Juanjo se sentó en una de las sillas, venciendo la tentación de volver a besarla.

—Si te pones en plan líder, esto no va a funcionar —bromeó Valeria.

—Tranquila, no soy mi padre —le juró él.

—Más te vale.

—¿Cuál has musicado?

—«Tren de invierno.»

—¿Lenta o rápida?

—Cállate, ¿quieres? Ahora lo verás.

—De acuerdo.

Ya tenía el violín en la mano, y la letra de la canción sobre el piano eléctrico. Intentó concentrarse en lo que iba a hacer pero no lo consiguió. Juanjo se levantó para besarla de nuevo.

—Tendremos que dictar… algunas normas… —consiguió articular Valeria por encima del beso.

Capítulo 62

A pesar de que el autobús, como siempre, iba medio vacío, no se sentaron. Prefirieron quedarse de pie en la plataforma central, frente a la puerta, para poder abrazarse hasta el último segundo. Por respeto, aunque también por timidez, no se besaron en la boca.

Juanjo rozaba con sus labios la frente de Valeria. Ella lo que buscaba eran sus manos, tocarle los dedos, acariciarle con los suyos.

Volvía a ser tarde, aunque esta vez los dos habían avisado a sus respectivas y sufrientes madres.

—No te dije una cosa —le susurró ella al oído.

—¿Cuándo?

—Cuando me besaste.

—Y ¿qué era?

—Que si no lo hubieras hecho tú, lo habría hecho yo hoy, o mañana.

—¿En serio?

—No sé cuál de los tenía más miedo.

—Pensaba que tú no…

—Yo también.

Dejaron atrás la segunda parada. Valeria bajaba en la siguiente. El último diálogo lo trenzaron con los ojos, llenándose el uno del otro, comiéndose con ellos. En el momento de iniciar el autobús la frenada, ella se separó de Juanjo.

—Te acompaño a casa —se ofreció de pronto.

—No seas tonto —lo frenó Valeria.

—¿Por qué?

—Es tarde, empezaremos a besarnos y no habrá forma de separarnos. Luego has de volver a la parada y a lo peor esperar quince o veinte minutos.

—Es que…

—Hoy no. Otro día salimos antes.

El autobús se detuvo. Las puertas se abrieron. Juanjo ya no hizo nada. El beso final fue rápido, apenas un roce.

Una vez en la acera, Valeria levantó la mano para decirle adiós y esperarse a que el vehículo desapareciera en la distancia. Cuando se quedó sola suspiró, feliz, e inició el camino en dirección a su casa.

Tenía la cabeza llena de él, de música, de todo lo que la desarbolaba y convertía su mente y su cuerpo en un nervio al desnudo.

La felicidad era eso.

No había nadie por la calle. Su barrio siempre había sido bastante solitario, y más a medida que transcurrían las horas. Pero aunque una multitud hubiera poblado los alrededores, ella se habría sentido igual. Flotaba aislada del resto del mundo.

Por esta razón no escuchó el rumor.

No vio las sombras.

No fue consciente de nada hasta que el primero apareció por delante cortándole el paso y, al tratar de reaccionar y echar a correr, se dio cuenta de que otros dos la interceptaban por detrás.

Lo único que pudo hacer fue aplastarse contra la pared.

—Hola —la saludó el primero.

No eran mayores, más bien jóvenes, entre los diecisiete y los veinte. Ni siquiera se cubrían la cara. Actuaban con el desparpajo de quien se siente seguro.

—A ver qué llevas aquí…

No pudo evitarlo. Forcejeó apenas dos segundos. Al chico le bastó un tirón para arrancarle el violín de las manos. Abrió la funda y se encontró con el instrumento.

—Vaya —ponderó—. Mírala a ella.

—Se la ve culta —habló el segundo.

—Está de puta madre y encima eso —dijo el tercero.

—Lucas —lo reprendió el que parecía el jefe al tiempo que le pasaba el violín—. No me seas grosero, tío.

—Entonces ¿qué digo?

—Dile que es guapa.

—Eres guapa.

Valeria no respondió. Miraba más allá de ellos, a las solitarias calles, a las ventanas.

Ningún coche, ninguna persona asomada. Estaba sola. Podían robarla, violarla…

Tuvo ganas de llorar.

Pero se mantuvo en pie, con los músculos en tensión, comprendiendo que el menor atisbo de salvación dependía de ella.

—¿Llevas dinero?

Intentó abrir la boca y se sintió bloqueada.

—¡¿Llevas dinero?!

—S-sí, un… poco. —Introdujo la mano en el bolsillo de su cazadora y les pasó el monedero.

El chico comprobó su contenido.

—¿Quince euros? —Se dirigió a ella con desprecio—. Cagüen la puta, ¿sólo quince euros?

—Eso vale una pasta, seguro —mencionó el que ahora tenía el violín.

—No es… muy bueno…

—¿Y tú? ¿Eres buena?

El que hablaba era el mayor, unos veinte años, cabeza rapada, rostro tallado en piedra, brazos musculosos, camiseta holgada y pantalones tres tallas mayores que la suya. Los otros dos andaban entre los diecisiete de uno y los dieciocho o diecinueve del otro, el primero con cara de estúpido y el segundo más regordete, con aspecto de baboso. La miraban como si fuera la primera chica que veían en la vida.

—Hostia, aquí hay una tapia rota y un descampado —hizo notar el de la cara de baboso.

—¿Qué quieres, una mamada? —le preguntó con un deje de ironía el mayor.

Al chico se le hizo la boca agua.

—¿Crees que esta monada va a mamártela, so burro? —se burló el más joven.

—Somos tres.

—Mira qué boquita. —El jefe le cogió la cara con la mano y le apretó ambas mejillas—

. A mí sí que me lo haría, y sin forzarla, pero a ti…

—Por favor… —suplicó Valeria.

—¿Qué? —La presión en sus mejillas aumentó—. ¿Por favor, qué, nena?

—Dejadme ir.

—¿No te gustamos?

No quería llorar, pero estaba al límite.

El que llevaba la voz cantante de pronto le cogió una mano.

La izquierda.

Se la retorció.

—Te hace falta para tocar esa mierda de cosa, ¿verdad?

Valeria se dobló hacia delante.

—¡Me haces… daño!

—¿Por qué todas las tías buenas os creéis intocables, eh? Rubia, china, guapa… En tu puta vida vas a probar un tío de verdad a no ser que te hagamos un favor.

Los huesos crujieron.

No solo los de la mano, sino también la muñeca, el brazo.

Ahora sí brotaron las lágrimas de sus ojos.

—Solo queríamos un poco de pasta. —El aliento de su agresor le golpeó la cara, porque era como si le escupiera cada palabra desde muy cerca—. Pero ahora pienso que aquí mi primo tiene razón y vamos a aprovecharlo un ratito. ¿Tú qué dices?

Gimió.

El dolor le llegó a la cabeza, explotó allí. Los huesos crujieron un poco más, hasta producirse un chasquido en alguna parte.

Y de pronto todo cesó.

La presión, la presencia de los tres chicos, todo.

Cayó al suelo al tiempo que lo hacía el violín, rebotando sobre las baldosas, y una luz azulada iluminaba su horizonte quebrando las sombras de la calle. A duras penas vio cómo ellos tres corrían y el coche de la guardia urbana se detenía casi sobre la acera.

Supo que estaba a salvo.

Los nervios acabaron de aflorar entonces y se puso a llorar, más y más, dolorida, asustada y al borde de la histeria.

Capítulo 63

Juanjo llegó al hospital y apenas si pudo detenerse ante el mostrador de recepción.

—Por favor…

—Un momento.

—Oiga, es que…

La mirada de la mujer fue fulminante. Ojos afilados como cuchillos, semblante de piedra, rasgos herméticos. Un sargento vestido de blanco. La mantuvo tres segundos y luego volvió a lo que estaba haciendo, es decir, a escribir algo con toda su parsimonia y buena letra en un papel.

Juanjo se acodó en el mostrador.

La enfermera tardó casi un minuto en volver a depositar su mirada en él.

—¿Sí?

—Valeria Fernández Petroniskaya.

—¿Eres familiar?

—Me han llamado por teléfono…

—¿Quién te ha llamado por teléfono?

—Su madre, Natacha Petroniskaya.

Comprobó algo. Tan despacio como lo era su escritura o su actitud en el fiel cumplimiento de su deber, fuera cual fuera además de sacar de quicio a los que acudían ante su mostrador.

—Habitación 207 —dijo por fin.

No quería correr, pero tampoco podía caminar muy despacio. Se orientó y pasó de los ascensores. Subió los escalones hasta el segundo piso saltándolos de tres en tres. La escalera desembocada justo frente a la sala de espera.

No la conocía, pero tampoco era necesario preguntar.

Alta, rubia, una mujer sin duda hermosa.

A la que faltaba una mano.

Ella también se adelantó al verle. Dejó la compañía de un hombre que estaba sentado a su lado y se plantó delante de él escrutándolo con ojo crítico.

El recién llegado esperó a que concluyera el examen.

—Juanjo, supongo. —La madre de Valeria rompió el hielo.

—Sí.

Se estrecharon la mano.

—¿Cómo está? —No pudo contenerse por más tiempo.

—Bien. Van a ponerle un vendaje duro o a enyesarle la mano en unos minutos.

—Entonces… —Se asustó.

—No es grave. Pudo haberlo sido pero no es grave. Una pequeña luxación, aunque es mejor prevenir. Nos iremos a casa de inmediato. Lo peor ha sido el shock.

—Me ha dicho que la han robado.

—La aparición de la urbana ha evitado algo más —suspiró ella.

Juanjo se puso pálido.

—Iba a acompañarla a casa y me dijo que no. —Apretó las mandíbulas con rabia.

Volvió a encontrarse con aquella mirada tan fija por parte de la mujer.

—¿Cuánto hace que conoces a Valeria?

—Somos compañeros en el conservatorio.

—A esa hora en que estabais juntos no hay clases.

—No.

Valeria le había pedido a su madre que le llamara. Hasta ese momento, Natacha ignoraba su existencia. Cuando le dijo a su hija que lo haría más tarde, ella le suplicó que no esperara, que quería verle.

Que le necesitaba.

Histérica o no, asustada o no, comprendió que no podía negarse.

Un chico.

Ahora lo tenía delante.

—Entiendo. —Volvió a suspirar.

El hombre que estaba sentado en la sala acabó levantándose para acudir junto a ellos.

Juanjo también supo de quién se trataba.

Se estrecharon la mano.

—Así que tú eres Juanjo

—Sí.

—Me alegro de conocerte.

—¿Tú sabías…? —frunció el ceño su exesposa.

—No te hagas mala sangre, mujer —dijo Eliseo Fernández.

No era la mejor de las preguntas, pero ella la hizo.

—¿Sois novios?

—Ya salió la mentalidad rusa —bromeó el hombre.

Juanjo vaciló.

—Supongo que sí.

—¿Solo lo supones?

La aparición de un médico lo salvó. Su aspecto era relajado y feliz. Debía de haber hablado antes con ellos porque no se presentó ni hubo otros saludos.

—Bien, ya está, vendada y más tranquila. Podrán irse en quince minutos, aunque antes tendrán que prestar declaración, para la denuncia.

—De acuerdo —siguió llevando la voz cantante la madre de Valeria.

El médico miró al recién llegado.

—¿Tú eres Juanjo?

—Sí.

—Quiere verte.

Juanjo vaciló. Dirigió una mirada insegura a los padres de Valeria, sobre todo a ella.

La mujer plegó los labios.

—Anda ve. —Le dio permiso.

El chico no se lo pensó dos veces. Caminó pasillo arriba hasta llegar a la puerta de la habitación 207. Estaba entornada. Solo tuvo que empujarla un poco y meter la cabeza por el hueco.

Valeria estaba sentada en la cama, embutida en una bata verde, mirándose su muñeca aprisionada por un fuerte vendaje que se la inmovilizaba. Su rostro era una máscara pálida, con los ojos todavía enrojecidos.

Al verle cambió.

Sonrió, alargó su brazo derecho y se puso a llorar.

Los dos se abrazaron en la calma de aquel entorno aséptico.

Dejaron transcurrir unos segundos.

—Ya pasó. —Juanjo fue el primero en hablar.

—Creía que… iban…

—Sssh…

—Perdona por haberte asustado.

—Bueno, imagínate la llamada de tu madre.

—¿La has visto?

—Claro, y a tu padre también. Menudo repaso me ha dado ella.

—Quería verte. No podía esperar a mañana…

—Ya estoy aquí. Y si te hubiera acompañado a casa esto no habría sucedido —

lamentó.

—Eran tres. También podían haberte hecho daño a ti.

—La próxima vez no te desharás de mí tan fácilmente.

—Juanjo.

—¿Sí?

—Te quiero.

—Yo también.

—Te quiero mucho.

Todo era muy reciente, apenas un soplo de tiempo, pero los dos sabían que era cierto.

No tenían mucho margen, su madre entraría en la habitación de un momento a otro, medio preocupada, medio curiosa, así que se besaron en busca de una paz que poco a poco fue apoderándose de ellos.

Capítulo 64

Cómo está? —Fue lo primero que quiso saber Lester.

—Bien, mucho mejor. Fue el susto, pero de momento pasará dos o tres días en casa.

Cuestión psicológica.

El rockero suspiró.

Luego le abrazó, fuerte. Aún estaban en la puerta de su casa.

—Cuídala, ¿vale?

—Sí —consiguió articular Juanjo, aplastado por aquel inesperado abrazo.

—Puede que la música sea lo mejor de tu vida, pero alguien como Valeria tampoco aparece todos los días.

—Vale. —Se puso rojo.

—Vamos, pasa. —Le soltó y le precedió por el lugar. Los nuevos discos que solía grabarle para que escuchara y aprendiera esperaban en un estante—. ¿Quieres tomar algo?

—Hoy sí. Una cerveza.

—De acuerdo.

Juanjo se sentó en el sofá. Tantas y tantas tardes escuchando a Lester juntos habían creado un hábito. Miró el espacio vacío que solía ocupar Valeria.

—Hijos de puta… —rezongó el rockero mientras regresaba con la cerveza.

No hacía falta preguntar de quién hablaba.

Se sentó en la butaca y esperó a que su invitado se sirviera la cerveza.

Juanjo comprendió que el amor era como un grito.

De pronto todos lo sabían.

—¿Quieres que te cuente el final de la historia o esperamos a Valeria?

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