—Sí —consiguió articular él.
La chica llegó a la puerta y pulsó el botón rojo solicitando que el vehículo se detuviera. Sentía los ojos de Juanjo fijos en su perfil, pero no quiso volver la cabeza.
Cuando el autobús frenó y las puertas se abrieron, bajó de la plataforma y entonces sí miró a su compañero, sonrió y levantó una mano para despedirse.
Juanjo estaba muy serio.
Valeria dio apenas cinco pasos. Por detrás de ella escuchó como el autobús cerraba sus puertas y arrancaba de nuevo.
Otro paso más.
Y de pronto un frenazo.
Una voz.
Ella también se detuvo, volvió la cabeza y lo que vio la dejó paralizada.
Juanjo bajaba del transporte público.
Corría hacia ella.
No hubo ninguna palabra. No eran necesarias. Valeria lo supo al instante. Cuando él la abrazó y la besó ya vibraba, estremecida. Y cuando el beso los aisló de la noche, del mundo entero, y los transportó a un paraíso privado que los hizo su prisionero, sus labios, sus manos, sus cuerpos y sus corazones eran uno.
Llegó a su casa mucho más tarde de lo que solía, así que se encontró a su madre con la cara más larga de lo normal.
—¿Qué?
—Lo siento —dijo él.
—¿Para qué tienes el móvil?
—Ya sabes que no lo uso demasiado.
—Dímelo a mí. Podrías haber llamado, ¿no?
—No he podido.
—Claro, al señor se le va la cabeza cuando toca —se enfurruñó aún más—. ¡Ya me sé el cuento, amigo! ¡Tu padre y yo hemos cenado hace rato!
—¿Ha sobrado algo?
—¿Ha sobrado algo? ¿Ha sobrado algo? —Ella lo entonó en falsete—. ¡Pues claro que te he guardado lo tuyo, aunque recalentado…!
—Voy a lavarme las manos.
—Espera.
Esperó.
—¿Lo haces por él, para seguir fingiendo que no existís?
—No.
—Pues lo disimulas bien.
—Me he liado en el local de ensayo, te lo juro.
—Juanjo. —Volvió a detenerle—. ¿Hasta cuándo durará esto?
No le respondió. Se metió en el cuarto de baño y abrió el grifo del lavamanos. El frescor fue grato. Dejó que se las vivificara y se miró al espejo.
Era él.
Juanjo.
Estaba en una nube.
Temía que se le notara tanto que su madre, nada más verle, le preguntara.
La había besado.
Y ella a él.
Después, el asombro, el temblor, el largo abrazo de aquel despertar lleno de luces, las caricias de su nueva realidad y el siguiente beso.
Detenidos en el tiempo.
Era demasiado feliz para…
«No te enfrentes a tus padres. Yo ya lo hice cuando la separación y fue horrible.»
La voz de Valeria en el local de ensayo atravesó las paredes de su nirvana.
—De acuerdo —dijo a su otro yo del espejo.
Cerró el grifo, se secó las manos y salió del cuarto de baño. Cuando pasó por delante de la cocina metió la cabeza para decirle a su madre:
—Voy a hablar con papá.
Ella se quedó en suspenso.
—No grites diciendo que la cena está en la mesa, por favor. Ya saldré, ¿vale?
—Vale. —Sonrió.
Dejó la cocina y alcanzó la puerta del estudio. Ningún sonido al otro lado. La abrió y se encontró a su padre con los auriculares puestos, escuchando la grabación de su disco.
Angus se sorprendió al verle.
Y más cuando su hijo cerró la puerta y se sentó delante de él.
Se quitó los auriculares y apagó el reproductor.
Las dos miradas fueron rápidas.
—Lo siento —dijo Juanjo.
El hombre pareció desinflarse.
Soltó una ráfaga de aire por la nariz.
—No —suspiró—. Es culpa mía.
—De los dos —tanteó él.
—Culpa mía —insistió su padre—. Sé cómo soy, y más en un escenario, y peor en un estudio de grabación. Cuando tocamos aquí y nos enrollamos es distinto, pero fuera…
—¿Tan mal lo hacía?
—No. —Forzó una sonrisa—. No tenía que habértelo pedido. O sí, sí tenía, y podía, y debía, pero… Soy yo. Maldita sea, siempre soy yo. Tú eres muy bueno, Juanjo. Mucho.
Lo malo es que un padre siempre exige más, piensa que su hijo puede dar más, y a veces empujar y empujar no sirve de nada, al contrario.
—Estás nervioso por el disco y por las actuaciones.
—Sí —admitió.
—Papá, el disco es bueno, y tú estás como nunca.
—Gracias.
—Nadie dirá que vuelves con lo que hacías antes, ni que seas un dinosaurio. Estás en la onda.
—Siento que no tocaras en «Las colinas del Mediterráneo».
—Yo también.
—Pero vamos a usar dos de las tomas de «Vuelo nocturno», la décima y la sexta, así que por lo menos sí sonarás en ella además de en «Bárbara».
—¿Cómo…?
—Paco es bueno. Se coge tu parte, se mezcla…
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Era una sorpresa. Y estábamos de morros, ¿no?
—Vale. —Se levantó—. La que está de morros ahora es mamá porque no he avisado de que llegaría tarde. Voy a cenar.
—Eh.
Su padre le tendía la mano derecha.
Aquello ya no era un abrazo de padre a hijo, sino respeto de hombre a hombre.
Se la estrechó.
—Ya hay fecha de presentación en Razzmatazz —dijo Angus.
—Bien.
Quería cenar y meterse en la cama para aislarse con el recuerdo de aquellos besos, el olor de Valeria, la promesa de sus ojos…
A veces la vida era como una canción.
Durante tres minutos, perfecta.
Esperó a que Roberta Martí acabara de hablar con otro de los profesores, revoloteando a su alrededor para hacerse notar, y, cuando la mujer se dio cuenta de ello, la interpeló.
—¿Quieres algo, Valeria?
—Hablar con usted.
—Oh, de acuerdo. Ya termino.
Se apartó un poco y trató de buscar las palabras adecuadas para lo que tenía que decirle. Por más que las preparaba o ensayaba se le antojaban insuficientes, así que llegó a la conclusión de que lo más natural era soltárselo sin más. La profesora daba la impresión de discutir con su interlocutor. Movía los brazos con energía.
Era una buena maestra, sin duda.
Vehemente y apasionada.
Por nada del mundo quería defraudarla.
Pero era su vida.
Cada decisión comportaba un riesgo, un acierto o un error.
Roberta Martí se despidió del profesor con una sonrisa y acudió a su lado. La sonrisa aumentó al aproximarse, y fue de oreja a oreja al detenerse frente a ella.
—¿Qué hay, querida?
Valeria tuvo que reunir todo su valor.
—¿Qué te dijo tu madre de la noticia? Estará orgullosa, ¿no? —habló de nuevo la profesora.
—No se lo he dicho —reveló Valeria.
—¿Cómo que no se lo has dicho? ¿Te lo reservas para un día especial o algo así? ¿Es su cumpleaños?
—Verá, yo… —Sintió un nudo en la garganta.
—¿Algún problema? —La sonrisa se borró de la faz de la mujer.
—No voy a tocar con la Joven Sinfónica. —Soltó sus demonios.
—¿Que no…? —La noticia la penetró de forma lenta pero fulminante.
—No se enfade, por favor. —Valeria unió sus dos manos a la altura del pecho—. Sé lo que ha hecho por mí, y no quiero que piense que no se lo agradezco. Es lo más importante que… Pero ahora no puedo aceptar.
—¿Por qué? —preguntó la profesora.
—Quiero esperar.
—Valeria, tocar allí representa…
—Sé lo que representa. Sin embargo, no es el momento. Me he demostrado a mí misma que puedo, que valgo, y eso ha sido fundamental, pero quiero explorar nuevos caminos, aprender más, no precipitarme. No quiero ser una más en una orquesta sin antes descubrir hasta dónde puedo llegar. Y para eso necesito mi tiempo, mi espacio.
—¿De qué nuevos caminos hablas? Eres una violinista excelente. —La desilusión tintaba sus facciones—. Tu puesto está en una orquesta, quién sabe si hasta llegar a primer violín, dar conciertos…
—Hay muchas músicas —manifestó más serena.
—No, solo hay una música, la gran música —insistió ella.
No podía decirle que se había enamorado, ni que iba a tocar rock, o lo que fuera que decidieran hacer Juanjo y ella, solos o con más elementos hasta formar de nuevo un grupo. No podía porque jamás lo entendería.
Y era lógico.
Quizá la absurda fuera ella.
Con todo el derecho a equivocarse y meter la pata.
—No se enfade conmigo, por favor.
—¿Enfadarme? No. Pero sí que estoy disgustada.
—Siento haberla defraudado.
—Supongo que tendrás tus razones, por mucho que yo no las entienda.
—Las tengo.
—¿Es miedo?
—¡No, al contrario! Ahora mismo me siento capaz de todo.
—¿Has pensado en tu madre? —Intentó poner el dedo en la llaga.
—Claro.
—¿Y?
—Es mi madre, y lo será siempre —repuso Valeria—. Sea hoy o mañana, lo entenderá.
Roberta Martí buscó más allá de sus ojos. Lo único que encontró fue paz y serenidad.
Eso la rindió.
—¿Vas a dejar de venir al conservatorio?
—No.
—Bien —suspiró largamente—. Supongo que es tu vida.
Valeria la abrazó y le dio un beso en la mejilla.
La mujer se estremeció.
—Gracias —le susurró al oído antes de apartarse de su lado.
De pronto, todo era distinto.
Juanjo y ella.
Valeria y él.
Hasta Lester lo notó, aunque no dijo nada. Solo estudió sus rostros, su llegada juntos, la manera en que, de repente, se miraban y se hablaban. A ellos les parecía que actuaban con absoluta normalidad, pero era como si gritaran en silencio.
—Nos quedan un par de sesiones —quiso ponerles a prueba el rockero.
—¿Solo? —Valeria abrió los ojos.
—Pues sí.
—Vaya. —Se puso triste.
—Si queréis os cuento mi vida.
—¡No, gracias! —exclamó Juanjo.
—Desagradecido —espetó Lester—. Que sepas que me han propuesto más de una vez escribirla.
—Sería interesante —dijo Valeria.
—No, en serio —se distendió—. Tenéis mucho trabajo por hacer: ensayar, reformar el grupo o buscar algo propio… Sea como sea me habrá encantado ser vuestro guía.
—Todo un gurú.
—Tengo una docena de hijos repartidos por los cinco continentes, así que por lo menos lo que sé no se irá conmigo. —Se sentó en su butaca.
—¿Tienes…? —Valeria vaciló.
Lester le guiñó un ojo y eso fue todo.
—Vamos a hablar de dos cosas que cambiaron la música en la primera mitad de los años ochenta. El vídeo y el CD, el
compact disc
.
—¿Son de ese tiempo? —Juanjo frunció el ceño.
—Mismamente —bromeó su anfitrión—. Bueno, entendámonos: el vídeo llevaba años funcionando, todos los grupos grababan sus canciones en vídeos promocionales,
peeero
—alargó la e—, en 1981 nació la MTV, una cadena de televisión dedicada exclusivamente a emitirlos. ¿Sabéis lo que representó eso? Fue una conmoción.
Veinticuatro horas al día de vídeos. Con la MTV la industria del videoclip se disparó del todo, y fue Michael Jackson con
Thriller
en 1983 el que la convirtió en básica y la situó como referencia del rock desde entonces. Antes las canciones «se escuchaban». Ahora ya
«se veían». ¿Sabéis lo que representó este paso para los fans o el público en general?
—¿Quiénes fueron los primeros en hacer vídeos?
—Pues que yo recuerde los Beatles. En 1966 rodaron dos peliculitas promocionales de
«Strawberry Fields Forever» y «Penny Lane». Luego, en los años setenta, Blondie hizo un elepé entero, con un vídeo de cada canción. Al comenzar los ochenta era fundamental editar un single con su correspondiente vídeo. Muchos grandes directores de cine trabajaron en ello. Era un campo nuevo e inexplorado. Y con dinero. Era un material de promoción de primera. Había incluso peleas por estrenar los vídeos de las estrellas. Por eso nació la MTV. Había demanda y la abastecieron. Todo gratis. Por mucho que costara el rodaje, ayudaba a la venta de discos. Eso derivó en algo paralelo: la necesidad de una imagen. Fue como gritar «fuera los feos».
—¡Anda ya!
—¿Que no? El caso más famoso fue el de Milli Vanilli. Frank Farian, el que creó a los Boney M., se encontró con un tipo que componía de fábula, cantaba de maravilla y era todo un artista. Pero, ¡ay!, era bajito, feo, mayor, negro… Nada resultón para un vídeo.
Así que contrató a dos modelos altos, guapos, jóvenes y menos negros y grabó los vídeos con ellos. En unos meses el disco vendió ocho millones de copias y le llovieron los premios. ¿Para cuándo una gira del dúo? Excusas, excusas, hasta que no pudieron más y ellos mismos cantaron, o sea, dijeron que no cantaban nada, nada, nada. Saltó el escándalo. Devolvieron incluso los Grammy Awards. Mea culpa. A continuación, el verdadero Milli Vanilli grabó un segundo disco… y no se comió ni una rosca. Imagen, imagen. Ahora los fans se enamoraban de la estrella. Las que no tenían esa imagen acabaron camufladas a veces en vídeos en los que apenas se los veía. No es broma. El vídeo cambió la industria, como cantaron los Buggles, y Michael Jackson la elevó a categoría de arte. El resto lo hizo el CD.
—Yo creía que el CD había sido un invento de los años noventa —comentó Juanjo.
—Digamos que en los noventa se adueñó del mercado desplazando al elepé como referencia, pero es un hallazgo de los años ochenta. Se presentó en 1982, arrancó en 1983
y el último año en el que se vendieron más vinilos fue 1991. A partir de 1992 el CD se convirtió en el amo. En un elepé podían caber como mucho entre veinte y veintitrés minutos de música por cara. En un CD cabían ochenta minutos de música, el equivalente a un doble elepé. El CD era indestructible, no se gastaba porque la lectura era mediante láser, era más pequeño. Una maravilla. Y sin embargo en la actualidad todo se comprime todavía más, hay archivos MP3, se descargan del ordenador, van al iPod y ni siquiera existe, pues, un disco físico. Pero hablamos de los ochenta. —Hizo un gesto resignado—. En un
compact disc
cabía tanta información que resultaba alucinante.
¡Una biblioteca entera! A nivel discográfico era como tener el máster de la grabación.
—Por eso la piratería cambió —dijo Juanjo.
—Lo que se hacía en los setenta u ochenta era grabar en casetes los elepés que comprábamos. Comparado con las máquinas que actualmente «tuestan» en plan industrial un CD y hacen cien copias por hora, en aquellos días la cosa era artesanal. La verdad es que, aparte de esto, en los últimos años todo ha cambiado mucho y muy rápido. Yo sigo echando de menos «tocar» los discos, ver esas hermosas cubiertas de los elepés, diseñadas por grandes creadores. Pero el futuro es el futuro, no hay nada que hacer.