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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon (27 page)

Hasta el técnico de sonido, Paco Armangué, el mismo dueño del estudio de grabación, aplaudió su trabajo.

—Genial, tío. —Unió el pulgar y el índice de su mano derecha al otro lado del cristal que separaba la sala de grabación de la de control y movió la cabeza de arriba abajo.

Su padre también había aplaudido.

Eso había sido una hora antes.

Desde ese momento…

«Vuelo nocturno» no estaba saliendo tan bien. Llevaban ya nueve tomas. Tratándose de un tema rápido, absolutamente desmelenado, las tres guitarras se grababan al unísono, no por separado. Lo habían discutido antes y la opinión del padre de Juanjo era la que había prevalecido. El guitarra rítmico era Sebastián Auladell, un veterano de mil batallas que en alguna ocasión incluso había sido miembro de Los Renegados de la Vía Apia. Los dos solistas, ellos. Angus con una Fender Stratocaster y Juanjo con una vieja Ibanez Artist.

Después de la tercera toma, su padre le había dicho:

—Te aceleras, controla más, ¿quieres? Hazlo como en casa, joder.

Después de la quinta el comentario fue:

—No digitas bien la crecida, tardas una fracción de segundo y eso hace que yo entre a destiempo. Concéntrate, ¿en qué estás pensando?

Con la octava, Juanjo empezaba a sentir la cabeza embotada y los dedos anquilosados.

—¡No, coño! ¿Qué haces? ¡No sostengas la nota, repítela!

Las voces y los coros eran lo último, así que su madre no estaba allí. Pasaban de las cuatro de la madrugada y quedaba mucho por hacer, sobre todo con «Las colinas del Mediterráneo», el espectacular corte de casi diez minutos que iba a requerir lo máximo de todos ellos.

—Yo creo que ésta estaba siendo muy buena —opinó Sebastián Auladell.

—¡Tú no te metas! —le previno Agustín—. ¡Siempre has pasado de sonar bien! ¡Éste

—señaló a su hijo— puede dar más y lo dará! Panda de cabrones… ¡Éste es mi disco!

¡Venga, otra!

Era la décima toma.

Juanjo apretó las mandíbulas.

Por los auriculares escucharon la base rítmica, bajo, batería y teclado. Luego entró la tercera guitarra y dejó el colchón para el intenso trabajo de las dos solistas. Primero atacó su padre, un
riff
machacón que cimbreó en lo alto para darle paso a él con un sonido subterráneo, grave, deslizado hacia un punteo agudo en la parte final. Vuelta al primero, respuesta del segundo. El duelo se enzarzaba hasta una primera explosión y vuelta a empezar repitiendo el esquema con una mayor virulencia.

Juanjo se zambulló en aquella catarsis sónica.

Cerró los ojos.

Punteó y punteó sintiéndose expansivo…

La toma buena, la toma buena, la…

—¡No, no, joder, no!

Dejaron de tocar y abrió los ojos para ver cómo su padre casi estrellaba la guitarra contra los altavoces. Detuvo su gesto en el último momento. Estaba congestionado, rojo, fuera de sí.

—Y ahora ¿qué? —lamentó Paco Armangué—. ¡Era genial, tío! ¡La mejor!

—¿Genial?
¡Cagüen
todo, genial! ¿Se puede saber qué hacías? —Fulminó a su hijo con una mirada cargada de ira.

—¿Yo?

—¡Sí, tú, el niño! ¡Ese punteo lo hacías mejor con quince años, mierda!

—Papá…

—¡Ni papá ni hostias! ¡Joder, Juanjo! ¡Te lo he dicho, concéntrate!

—¡Quizá no sea tan rápido como tú, pero sé que lo hacía bien!

—¡Sí lo eres, y no lo hacías bien!

No quiso estallar.

Respiró.

—Estaba tocando como lo ensayamos, ni más ni menos.

—¡Y un huevo como lo ensayamos! ¡Si lo hubieras hecho así en los ensayos no estarías aquí! ¿Qué pasa, te acojona grabar un disco?

Le miró a los ojos.

Su madre se lo había dicho, le previno, y, o no quiso creerle o jamás pensó que sería tanto.

Y lo era.

Su padre desencajado, nervioso, como si el mundo entero dependiera de esa grabación y de su solo.

Sebastián Auladell callaba, cabizbajo.

—¿Otra? —preguntó Paco Armangué desde el control con cierta desgana.

—¿A ti qué te parece?

—¿A mí? —Pasó de su mal humor—. La segunda era estupenda, y la sexta, o sea las que hemos acabado. Y esta última habría sido aún mejor si no hubieras cortado al chaval.

—¡Paco, no me jodas!

—¡Grabando! —Hizo el gesto imaginario que se hacía antaño, cuando no había equipos digitales, moviendo un dedo y trazando un círculo horizontal por encima de su cabeza, igual que si las bobinas estuvieran ya rodando y con ellas la cinta magnetofónica.

Juanjo sintió los ojos de su padre fijos en él.

Era en ese momento cuando tendría que haberse detenido para pedir un descanso, o aparcar el tema para después, refrescarse mentalmente y, mientras tanto, atacar ya «Las colinas del Mediterráneo».

No lo hizo.

Y lo lamentó.

En esta oportunidad el fallo fue clamoroso, impropio de un músico por novato que fuese. Ni siquiera pasó del primero solo. Simplemente sus manos se le dispararon sin rumbo, se atropellaron de forma lamentable.

Antes de que su padre pudiera reaccionar o gritarle, le apuntó con un dedo.

Solo eso.

Un dedo inflexible, acompañado por una mirada cargada de desesperada furia.

Luego se quitó la guitarra, la dejó sobre una de las sillas y se fue de allí.

—¡Juanjo!

Ni siquiera se dio la vuelta.

Capítulo 50

Fue África la que le hizo la pregunta que más podía odiar responder.

—¿Qué te pasa?

Intentaba que su rostro no transmitiera emoción alguna, pero ellas la conocían demasiado bien. Su seriedad no era habitual. Aquella máscara gobernada por sus ojos mortecinos la delataba.

—Nada.

—No has dejado de mirar la puerta. ¿Era por él? —aventuró Dunia.

—¡No!

—Vamos, tía. Somos nosotras. Llevas unos días…

—Unos días ¿cómo?

—Extraña. —África fue terminante.

—Oye, que nos encantaría que… bueno, ya sabes —dijo Jara.

—¿Os encantaría qué? —Las desafió.

—¡Que os enrollarais! —Su amiga se desesperó.

—¿Y por qué íbamos a enrollarnos?

—¡Porque se os caen los ojos y hoy no ha venido y has estado en el limbo, por eso! —

Dunia se enfadó.

—¡Mira que os van los culebrones! —Intentó bromear.

—¡Y a ti los misterios! ¡Menuda amiga!

—¡Ni siquiera nos cuentas de qué habláis cuando cogéis juntos el autobús!

¿Por qué no les había contado lo del ensayo con el violín, lo de las «clases» de historia del rock de Lester, los planes de Juanjo de formar un grupo con ella o sus escarceos con el mundo de la música actual? ¿Por qué?

¿Intimidad? ¿Derecho a la privacidad?

¿Miedo de que ellas no lo entendieran o…?

—A mí me parece un chico especial —suspiró Dunia.

—Interesante —apostilló África.

—Y superguapo —concluyó Jara.

No hubiera sabido qué decir de no haber sido por Roberta Martí.

—¡Valeria!

Volvió la cabeza y la encontró asomada a la ventana del primer piso. Ellas ya estaban en la calle. Su profesora sonreía de oreja a oreja, así que se le paró el corazón.

—¡Sube!

—¿Qué querrá ésa ahora? —murmuró Dunia por lo bajo.

—¡Jo! —protestó Jara—. ¿Por qué no te decía lo que fuera antes de que llegáramos a la calle?

Valeria se despidió de ellas.

—Lo siento —dijo—. Hasta mañana.

—No creas que hemos acabado —la previno África.

Deshizo el camino que había seguido desde el aula hasta la calle. Subió la escalinata y se dirigió al despacho de la maestra. No tuvo que llegar hasta él porque Roberta Martí la esperaba ya en la puerta, con la misma sonrisa de oreja a oreja y la misma emoción orlando su rostro espectacularmente feliz.

Valeria se estremeció.

Creía que era pronto, que los resultados tardarían un poco más en llegar, que…

A menos de tres metros de la mujer se detuvo.

Su profesora hizo el resto.

—¡Lo has conseguido! —estalló—. ¡Te han aceptado en la Joven Sinfónica de la Paz!

¡Oh, Valeria, Valeria, esto es algo… maravilloso!, ¿no crees? ¡Maravilloso y grandioso!

Su abrazo la dejó sin aliento.

Capítulo 51

Juanjo era consciente de que nunca había pasado por nada como aquello.

Su padre no le hablaba y su madre actuaba como una diletante, moviéndose entre dos aguas, cauta y llena de formas contemporizadoras, como si la marea resultante de su pelea pudiera llegar a superar los límites y ahogarlos.

El disco, las actuaciones inminentes… Quizá fuera demasiado para el equilibrio emocional de todos. Una prueba que llegaba demasiado tarde.

Y luego estaba él, sin grupo, solo, navegando entre las dudas, con Valeria metida en su cabeza.

Tiempo de decisiones.

Sonó el teléfono en alguna parte de la casa y solo entonces, a modo de acto reflejo, se dio cuenta de que tenía su móvil apagado.

Su madre no tardó en aparecer.

—Juanjo.

—¿Quién es?

—Cristian.

No lo esperaba. O tal vez sí.

Se sintió sobrepasado.

—Dile que no…

—Díselo tú. —Ella fue tajante mientras ya se alejaba por el pasillo.

Salió de su habitación. Su padre no estaba. Ensayaba con los músicos la primera de las actuaciones programadas, en la que iba a presentar su disco y hacer un primer rodaje de cara al público, para ver cómo eran recibidas las canciones.

Llegó a la sala y cogió el auricular del viejo teléfono, todavía con un cordón uniéndolo a la base. Se quedó unos segundos en suspenso y finalmente aceptó el reto de hablar con su amigo.

—¿Sí? —Soltó el aire que había retenido en sus pulmones.

—Soy yo —se anunció Cristian.

—Ya, ¿qué quieres?

—Estoy abajo. No sabía si te encontraría. Tienes el móvil apagado o desconectado.

—Sube.

—No, baja tú, por favor.

—¿Por qué?

—Tomamos algo, venga.

—Estaba…

—Por favor —se lo repitió.

—Vale, espera.

Colgó el auricular en la horquilla y regresó a su habitación. Se puso una camiseta limpia y se calzó. Después volvió a salir.

—Mamá, salgo un momento.

—¡Cenamos en media hora!

—¡Oído!

Bajó la escalera con la mente en blanco. No pensaba en nada. No se hacía idea de nada. Cristian era su colega, su amigo. Algo se había roto, pero no los años de tocar juntos y soñar con ser los más grandes.

Le echaba de menos.

Se asomó a la calle y le localizó a unos diez metros, por la izquierda, apoyado en uno de los árboles. Cristian enderezó la espalda cuando caminó hacia él. Los dos se reencontraron por primera vez desde la pelea.

Las miradas eran cálidas pero el saludo fue distante, sobre todo por parte de Juanjo.

—Qué hay.

—Nada. —Su amigo se encogió de hombros—. Es que… bueno. —Repitió el gesto—.

Me estaba volviendo loco.

—¿Por qué?

—¿Tomamos algo? Yo invito.

—He de cenar en media hora.

—Venga, hombre. —Inició la marcha obligándole a seguirle.

Cruzaron la calle y caminaron bajo un extraño silencio hasta la esquina donde la terraza de La Candelaria mostraba el mejor de sus aspectos dada la hora. Quedaban dos mesas libres y Cristian escogió la más cercana. Mientras se instalaban en las sillas apareció el camarero.

—Los músicos —dijo a modo de saludo.

Juanjo pidió limonada. Cristian, cerveza. Cuando el camarero los dejó solos reapareció el silencio.

—Venga, ¿qué quieres? —disparó Juanjo.

—Hombre, tío…

—La cagaste.

—Lo sé —alargó la segunda vocal en un acto de contrición.

—¿Lo sabes? Pues menos mal.

—He venido a decirte que lo siento.

—Cristian…

—¡Te lo juro! ¡No sé qué me dio! ¡Alguien me pasó esa papelina y pensé…!

—Pensaste «voy a ver cómo toco colocado».

—Pues sí.

—Y si llegas a tocar de puta madre, ¿qué? ¿Más colocones?

—Reconoce que tú eres un poco raro, ¿eh?

—Nunca le has visto las orejas al lobo, ¿verdad?

—No. —Bajó la mirada.

—Mira, yo no tengo ni idea, pero de tanto oírselo decir a mi madre, a mi padre cuando… Nunca hay una primera vez, nunca se deja cuando se quiere, nunca es «por probar», nunca «se controla»… Tomas un chute y se acabó, ya estás metido, otro músico gilipollas, otra leyenda al carajo.

—Ya te he dicho que lo siento. ¿Qué más quieres?

—Ya sé que lo sientes.

—Entonces…

—Nunca nos habíamos peleado.

—Tampoco estuvo tan mal —bromeó sin muchas ganas.

—Perdí la cabeza —reconoció Juanjo—. Me sentí muy… frustrado, no sé si me explico.

—Eres mi colega, tío.

—Y tú, un mamón.

—Vaaale…

Llegaban la cerveza y la limonada. Cristian se llevó una mano al bolsillo y abonó la consumición directamente, para no tener que volver a llamar al camarero. El chico se alejó con el importe exacto repartiendo miradas por las mesas en las que había chicas, que eran muchas. La primavera y el intenso calor preveraniego hacían que la carne mostrada fuera más abundante que la cubierta. Un enjambre de cabellos cuidados o desordenados, pieles suaves y cuerpos esbeltos se diseminaban por la ciudad, y buena parte parecía concentrarse en La Candelaria.

Por una vez, Cristian no era de los mirones.

Brindaron en silencio, levantando sus vasos levemente.

—¿Sabes que Amalia se ha unido a un grupo heavy?

Juanjo sonrió.

—No, no lo sabía.

—Es buena —reconoció el bajista.

—Mucho.

—¿Por qué se fue, por nuestra pelea? Dijo que ya venía…

—Lo intentó conmigo.

—¿De veras? —Cristian abrió los ojos—. Qué fuerte. ¿Y tú…?

—Pasé.

—¿No te apetecía?

—No.

—¿Valeria?

—Sí.

—¿Ya has…?

—No, nada.

—¿Por qué?

—Música y tías, ¿recuerdas? Nunca van bien.

—Tu padre y tu madre han resistido tiros y tormentas.

—Porque ella siempre le ha querido más, por encima de las putadas de mi padre. Ha aguantado y está feliz. Ésa ha sido la clave. Yo no soy mi padre, ni quiero serlo. Pero no tengo ni idea de la clase de tía que es Valeria.

—Sí lo sabes.

—Ah, ¿sí?

—Es como tu madre.

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