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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon (24 page)

—¿Como miembro fijo?

—Hasta más o menos los veintiuno, sí.

—Eso es genial.

—No tanto si solo puedo tocar con ellos.

—Entre sus ensayos, los conciertos, los viajes y las clases en el conservatorio no creo que te quede mucho tiempo para nada más. —Juanjo había puesto el dedo en la llaga.

—No quiero dejarte en la estacada ahora.

—Eh, eh. —Se inclinó hacia delante y casi le rozó las manos con las suyas. Su mirada era dulce—. Me gusta cómo sonamos. Lo que hicimos aquel día los cuatro fue…

alucinante. Pero estaría loco y sería un egoísta si te dejara renunciar a algo como eso solo porque pienso que tenemos un camino a seguir.

—Un bonito camino.

—¡Entrar en una sinfónica debería ser un sueño para ti!

—¡Y lo es! ¡Pero si paso la prueba, significará que podré conseguirlo otras veces!

—O no. Las oportunidades se dan muy de tarde en tarde en la vida y en tu caso depende de la competencia que tengas en cada instante. ¿Qué dice tu madre?

—Ya me ve en el Metropolitan de Nueva York o en la Ópera de Berlín o, mejor aún, en la Juilliard School.

—Un sueño para ella.

—Su sueño, pero no sé si es el mío.

—¿Qué estás diciendo? Si no me hubieras conocido ni hubieras tocado el violín con nosotros estarías dando saltos de alegría.

—Pero te he conocido y he tocado el violín con vosotros. Y lo que sentí fue lo más hermoso de mi vida. Es como… como si desde ese momento me creyera casi capaz de todo.

—¿Cuándo te propusieron hacer esa prueba?

—Hace unos días. —Se puso un poco roja.

—¿Por qué no me lo contaste?

—No lo sé. —Bajó los ojos.

—Sí lo sabes.

—Tal vez, pero no estoy segura.

Repitieron las sensaciones de unos minutos antes. Por segunda vez. Miradas prendidas, un leve desasosiego hermoseado por la calma, el grito silencioso de una voz interior desconocida que pugnaba por emerger, el cosquilleo en sus estómagos con el vello erizado…

Valeria tomó el estuche de su violín.

—Canta una canción —le propuso—. Intentaré seguirte.

—De acuerdo. —Hizo ademán de sentarse al piano eléctrico.

—No, acompañado de la guitarra, por favor.

Juanjo cambió de dirección. Agarró su guitarra acústica y la asentó sobre sus piernas.

Solo tuvo que decirle:

—¿Recuerdas «Palabras»?

—Sí.

Comenzó a tocar. Hizo la introducción, desparramando lo más cristalino de sus notas por el local de ensayo, se preparó para entrar con la voz y así, muy suavemente, desgranó la letra de la canción ensamblándola perfectamente con la música: Todas las palabras son de cristal,

tiemblan al susurrarlas.

Todas las palabras son de cristal,

se rompen al gritarlas.

Dame una canción de amor.

Dame un lamento profundo,

guardado en mi corazón,

que me arranque de este mundo.

Si gritara tu nombre en voz baja,

parecería una oración.

Quiero gritarlo en alto,

para que sea mi mortaja.

Mi guitarra suena por ti.

Mi voz te arrulla entera.

Haz lo que quieras de mí,

pero déjame la razón.

Todas las palabras son de cristal,

tiemblan al susurrarlas.

Todas las palabras son de cristal,

se rompen al gritarlas.

Valeria se unió a él después de la primera estrofa.

Lánguida.

Un dibujo sónico lejano que se fue acercando hasta hacerse intenso y apoderarse de la melodía. Guitarra y violín jugaron unos segundos con ella, mientras la voz desgranaba las estrofas del tema hasta entonar de nuevo el estribillo.

Luego el violín volvió a alejarse y la voz retomó la letra.

Palabras, palabras al viento,

como estelas en el cielo.

Palabras, palabras que siento,

como fuegos en la noche.

El amor es una extraña sensación.

No te deja vivir,

pero te impide morir.

El amor es emoción.

Todas las palabras son de cristal,

tiemblan al susurrarlas.

Todas las palabras son de cristal,

se rompen al gritarlas.

Justo en el tramo final, Valeria regresó repitiendo el
leit motiv
central pero actuando como telón de fondo, para no molestar a la voz y a la guitarra, que despidió el tema justo después de que el violín se perdiera en un murmullo casi imperceptible.

Se hizo el silencio.

Y esta vez sus ojos hicieron algo más que mirarse.

Se besaron.

Sus cuerpos continuaron quietos, sus miradas no. El roce se hizo casi embriagador.

Los envolvió de una forma sutil que los llevó al límite de su resistencia.

Valeria se aproximó unos milímetros a él, inclinándose hacia delante en su silla.

Y Juanjo supo cuánto deseaba que ese beso fuese real.

Vaciló.

No tenía más que alargar la mano, tocarla, acariciarle la mejilla, atraerla hacia sí.

Sin saber cómo ni por qué recordó a Amalia.

Música y amor, la extraña y difícil pareja.

El choque emocional lo desconcertó.

Acabó con todas sus fuerzas

Así que dejó la guitarra a un lado, se levantó y, sintiéndose tan culpable como infantil, dijo:

—¿Nos vamos? Hoy no creo que pueda tocar nada.

Capítulo 45

No pudo ni tan solo cruzar la puerta. Bastó con el simple ruido de su llave en la cerradura para que su madre se plantara ante ella emergiendo de las profundidades del pasillo, a la carrera. Su cara reflejó toda la tensión que la dominaba.

—¿Qué tal?

—Mamá…

—¡No me vengas con mamá o con lo que no sabrás el veredicto hasta dentro de unos días! —Levantó la voz, nerviosa—. ¿Cómo lo has hecho?

—Diría que bien.

—¿Dirías que bien? —La miró sospechosamente.

—Muy bien. —Sonrió casi al borde de la resignación.

—Entonces…

—Habrá que esperar, ya lo sabes.

—Pero ¿les habrás visto la cara a los que te examinaban?

—En primer lugar, no era un examen, solo una prueba. Y en segundo lugar, un árbol es más expresivo que ellos. No sé si estaban dormidos y tenían pupilas pintadas sobre los párpados o si es que se lo toman con una calma que para qué.

—¿Qué querías, que se pusieran a dar saltos de alegría o hacer palmas?

—Yo creo que si sonríen se les desencaja la mandíbula.

Seguían en el recibidor, con su madre bloqueándole el paso. Así que tomó la iniciativa, pasó por su lado y caminó hasta su cuarto, donde dejó el violín y la cazadora.

Sabía que ella no la soltaría hasta exprimirla como un limón, por lo tanto no se quedó en su habitación ni pretendió cerrar la puerta. Aunque fuera al servicio, su madre la perseguiría.

—¿Cuánto ha durado la prueba?

—Unos veinte o treinta minutos.

—¿No lo sabes?

—Bastante nerviosa estaba como para encima andar pendiente del reloj. Antes de hacerla me he concentrado, no he parado de digitar, y durante la intervención he hecho lo que me dijiste —le hizo la concesión—: aislarme.

—¿Qué te han hecho tocar?

—Mi dichoso Bach. —Sonrió.

—¡No!

—Sí, mamá. Sí. Justo la «Sonata número 8». Ésa.

—¿Y no has tropezado en tu movimiento maldito?

—No. Lo superé.

—Fantástico —exhaló emocionada—. Eso es una señal, seguro.

—Tú y tus señales…

Natacha Petroniskaya le echó un vistazo al reloj. Se le hacía tarde. Valeria lo entendió al ver que ya estaba arreglada para salir.

Su madre puso cara de fastidio.

—¿Te vas? —le preguntó.

—Un hora como mucho.

—Tranquila, que ya me preparo yo algo.

—¡Maldita sea! —se quejó en perfecto castellano.

Raramente se le notaba el acento ruso, pero prácticamente nunca con las expresiones más o menos malsonantes.

—La de gente que iría a Siberia antes por cosas así —le dio por bromear a Valeria.

—¡No seas imperialista! —Le salió un brote filocomunista de lo más profundo de su ser—. ¡Come algo!, ¿eh?

—Sí, mamá.

Se alegró de que se marchara. De hecho no se sentía con ánimos de soportar muchas más preguntas ni el nerviosismo materno. La «broma» siberiana había sido únicamente una defensa, una barrera cortafuegos. Lo que más quería era estar sola.

Encerrarse en su habitación y tirar la llave.

¿Había estado tan serena y tranquila en la prueba porque no le importaba lo que fuera a suceder en ella?

¿Era así?

Su madre le lanzó un último «¡adiós!» desde la puerta. Volvería a la carga a su regreso. Pero no sería antes de una hora, como mucho, según sus propias palabras.

Una hora.

Primero fue al teléfono, el de su casa, pasando de gastar una llamada con su móvil.

Con el inalámbrico en la mano, camino de su habitación, marcó el número de memoria y luego esperó. Al otro lado una voz femenina irrumpió en la línea. Pronunció el nombre de la empresa con disciplente y cantarina armonía.

—Soy Valeria, Petra. ¿Me pones con mi padre?

—Enseguida. ¿Qué tal va todo?

—Bien, muy bien.

Esperó cinco segundos. En otro tiempo su padre podía estar reunido y ella debía colgar, intentarlo más tarde o aguardar a que la llamara él. En otro tiempo. Tras la separación, Eliseo Fernández siempre estaba disponible para su hija.

—¿Valeria?

—Hola, papá.

—¿Qué tal la prueba?

—Bien, muy bien, aunque no sabré nada hasta dentro de unos días, ya te lo dije.

—Si dices que te ha ido bien es que te ha ido muy bien —aseguró el hombre—.

Menuda eres.

—Papá, no quiero entretenerte mucho. —De nuevo se sintió incómoda al hablar de la dichosa prueba—. Y sé que tendría que ir a verte para pedirte esto pero…

—¿De qué se trata?

—De dinero. —Se mordió el labio inferior.

Aunque otra de las «ventajas» de la separación era que ya nunca le negaba nada.

—¿Qué necesitas?

—Tengo un local de ensayo, es perfecto y lo pagamos entre varios. —Mintió a medias—. Pero con lo que me da mamá no tengo para tanto. ¿Tú podrías…?

—De cuánto hablamos.

Le dijo el importe mordiéndose de nuevo el labio inferior. Con más fuerza.

—¿Y para qué quieres un local de ensayo? —preguntó de pronto su padre—. ¿No tocas en el conservatorio y en casa?

—En casa está mamá, que es algo así como… bueno, ya sabes. —Buscó su apoyo—.

No me siento precisamente libre. Y en el conservatorio no es lo mismo. Además, ya te hablé de ello. Son los del grupo de rock. Tú mismo dijiste que era una buena escuela.

—¡Ah, sí! —Lo recordó—. Pero entonces ¿va en serio?

—No lo sé. Es un camino que quiero explorar, nada más. Hacer algo alternativo.

—Cuando me lo contaste te pregunté si lo habías hablado con tu madre y me dijiste que no.

—Sigo sin decírselo.

—¿Por qué?

—Todo a su tiempo. —Otra mordida de labio—. ¿Me ayudarás?

—Ya sabes que sí, aunque…

—¿Qué?

—Si te aceptan en esa orquesta no te va a quedar mucho tiempo para «músicas alternativas» —enunció en un tono diferente, recuperando la palabra empleada por ella unos segundos antes.

Valeria pensó en Juanjo.

Le había dicho lo mismo.

—Ya veremos —suspiró—. Cuando vaya a verte concretamos, ¿vale?

—De acuerdo.

—Chao, papá.

—Te quiero, hija.

Estuvo a punto de decir «Y yo a ti», pero no le salió.

No pudo.

Con las peleas de los días finales era como si, de pronto, su padre y su madre fueran dos extraños, dos personas imperfectas llenas de culpas.

Cortó la línea y se tendió en su cama sin ánimo de regresar a la sala y dejar el inalámbrico en su soporte.

Sus pensamientos, convulsos y caóticos a la búsqueda de la paz, fueron de su padre a su madre, luego al recuerdo de su «actuación» en el metro, y finalmente la condujeron hasta Juanjo, primero recuperó las sensaciones del extraordinario día en que su violín había descubierto aquel nuevo horizonte cuando tocó con Amalia, Cristian y él, después, y como remate, volvió al intenso dúo del día anterior.

Aquel momento en que pareció que él iba a besarla.

Se le aceleró el corazón.

¿Por qué no había dado ella el paso?

¿Por qué… si lo deseaba tanto…?

Juanjo no era un rockero clásico, ligón, loco, ansioso por convertirse en una estrella, dispuesto a vivir por el lado peligroso de la vida. Era un músico, de los pies a la cabeza.

Un músico con la carga del pasado de sus padres. Quizá pensaba que ella era diferente.

Quizá tuviera miedo.

Desde que entró en su vida, nada era igual.

Ni para ella ni para él.

Se levantó de la cama, víctima de una intensa zozobra, y únicamente halló refugio en su violín. Lo extrajo de la funda y lo abrazó, acarició la madera. Era cálida. El violín formaba parte de sí misma, una prolongación de su alma y de su espíritu. Los que no amaban la música eran incapaces de entenderlo. Los que no sentían el arte, los que no se emocionaban leyendo un libro o lloraban ante una obra de arte, estaban muertos.

Se llevó el instrumento a la barbilla.

Cogió el arco.

Cerró los ojos y se puso a tocar.

Oía la guitarra de Juanjo en su mente, sentía su punteo en el corazón. Tocaba sobre aquella melodía, fuerte, vibrante. Amaba la música clásica pero despertaba como cualquier chica joven ante la música que formaba la banda sonora de su tiempo. Quería gritar, desgarrarse, volver a sentir la emoción de aquella tarde con Cristian y Amalia o sumirse en la placidez acústica de la anterior a solas con Juanjo.

Tocó dos, tres minutos, sintiendo cómo la música brotaba de sí misma.

Hasta que sonó el móvil, su teléfono, y al asomarse a la pantallita reconoció el número de Dunia.

Capítulo 46

Juanjo tocaba la guitarra en su habitación. Se suponía que tenía que estar practicando sus intervenciones en la grabación de su padre, pero lo que hacía, incapaz de concentrarse en otra cosa, era ajustar una nueva letra a una melodía con la que trataba de arroparla.

Ya no podía quitarse a Valeria de la cabeza.

Todo había empezado el primer día, la primera vez, al entrar en el aula del conservatorio, pero estaba cobrando forma y fuerza en las últimas horas, tras la explosión de Amalia, con la certeza de que se estaba enamorando en serio.

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