—Sí. Pero hubo otros dos factores que cambiaron el panorama. Uno, la fuga de cerebros de Inglaterra; otro, la pérdida del poder del single como referencia.
—¿Fuga de cerebros? No había oído hablar de eso —se extrañó Juanjo.
—¿Para qué te crees que te estoy soltando esos rollos, chaval? ¡Para culturizarte! ¡Ya sé que nunca habías oído hablar de ello! —se jactó Lester—. Muchos músicos ingleses estaban literalmente impresionados por el poder de San Francisco-Los Ángeles, el buen rollo hippy, el calorcito californiano… y encima, lo de siempre: vender en Estados Unidos era multiplicar por diez un éxito. Y desde siempre los famosos han buscado vivir en paraísos fiscales. Nos queda hablar de la pérdida de poder del single.
—¿Se vendieron más elepés?
—Con
Sgt. Pepper’s
nace el álbum-concepto, y todo el mundo se puso a hacer discos así. Los Who lanzaron
Tommy
y, en apenas un año, un grupo como Iron Butterfly editaría un elepé con una sola canción en una cara, el emblemático
In-a-gadda-da-vida
.
—¿Y eso del melotrón? —preguntó Valeria.
—Eso del melotrón, eso del melotrón —le puso sonsoniquete Lester—. Un respeto para la nueva «herramienta» del universo sonoro, niña. El impulsor del melotrón fue un ingeniero llamado Robert Moog, pero los inventores fueron dos ingenieros de la RCA, Olson y Belar, que ya lo desarrollaron en 1955. Los Beatles habían llegado a tocar una lata de Coca-Cola en el estudio de grabación, pero no se trataba de buscarle efectos a una lata, sino de profundizar más en las fronteras sonoras. El melotrón se programaba con cintas. El sintetizador fue más allá casi de inmediato. En 1969, la mayoría de las nuevas bandas lo incorporaba a su sonido: King Crimson, Emerson, Lake & Palmer, Pink Floyd, Yes… En síntesis no es más que un órgano con un número infinito de combinaciones electrónicas y sonidos artificiales manejados por un panel de mandos. La caja de ritmos fue ya lo más pequeño que se podía fabricar.
—Los Queen se negaron a usar sintetizadores. Lo ponían en sus elepés: «No usamos sintetizadores» —dijo Juanjo.
—Tenían su idiosincrasia. Pero anda que no falta nada para Queen. De momento estamos en 1968, camino del vanguardismo. En esa transición lo que imperó fue el rock, llamados por unos hard, duro, y por otros heavy, pesado. Led Zeppelin se llamaron primero Lead Zeppelin.
Lead
equivale a plomo, pesadez. Algunos de los grandes grupos norteamericanos de rock, primerizos, o fronterizos con el fin del pop, fueron Steppenwolf, Iron Butterfly, The Band y muy especialmente Creedence Clearwater Revival, con John Fogerty al frente.
—En 1968 volvió Elvis a actuar en vivo, ¿por qué?
—Había perdido ocho años y era una caricatura de sí mismo haciendo tres películas infumables por año en Hollywood. El anuncio de su vuelta en la NBC fue una apoteosis.
El Rey estaba vivo. Por desgracia volvería a caricaturizarse a sí mismo actuando en Las Vegas con espantosos trajes y, como sabéis, murió en 1977 luchando contra la obesidad a base de pastillas.
—¿Y en Inglaterra? No todos los buenos músicos se irían a Estados Unidos.
—No. Y hubo una buena cosecha. La explosión del rock y el blues gestada a través de Cream o Ten Years After llevó sus semillas muy lejos. Fletwood Mac, Free, Jethro Tull…
—A veces me dan ganas de oír a todos de golpe —suspiró Valeria.
—Que Juanjo te pase los compactos que le grabo, o te vas a su casa o vienes aquí cuando quieras —la invitó Lester.
—No sé si podré digerirlo de golpe —confesó ella.
—El rock es un veneno. Cuando se apodera de ti, ya no te suelta. Lo que yo te estoy contado es solo un resumen.
—Me encanta cómo lo cuentas. —Valeria puso cara de fan.
El viejo rockero pareció emocionarse, como si le hubieran tocado una fibra sensible.
Retomó su narración.
—El mejor cantante de rock y blues surgido en 1968 fue Joe Cocker, una de las estelas de Woodstock. Luego estaban Status Quo, puro rock sin artificios, y un sinfín de bandas más.
—¿Y el nuevo folk inglés? —intervino Juanjo—. Fairport Convention, Fotheringway…
—¿De qué conoces tú a Fotheringway? —se sorprendió Lester.
—Descubrí a Sandy Denny hace tiempo, me gustó la línea folkie de los Fairport, y cuando ella formó Fotheringway, aunque solo grabaran un elepé en aquel tiempo…
—Bueno, matrícula para ti, enterado. Y alabo tu buen gusto al margen del rock —le aplaudió el narrador de la historia—. Sí, el nuevo folk inglés es de este tiempo, y dejó una huella profunda. El folk-rock norteamericano se basó en la electrificación mientras que el inglés era más purista, con instrumentos tales como violines, violas, flautas, arpas, dulzaina… A veces la historia tiene contrasentidos: mientras en Inglaterra existía un movimiento tan purista como ése, en Estados Unidos triunfaba algo tan curioso como la
bubblegum sound
.
—¿El «sonido chicle»? —se asombró Valeria, demostrando que sabía inglés.
—Fue una moda pasajera, canciones ligeras, chispeantes, bailables y con un par de detalles que las hacían características: rítmicamente las sostenía el bajo, y vocalmente se cantaban con entonación nasal y muy aguda. Los impulsores fueron dos productores: Jerry Kasenetz y Jeff Kats.
—Eso demuestra que un buen productor es esencial. —comentó Juanjo.
—Exactamente, chaval —se lo confirmó Lester—, pero siempre es mejor que por delante y dando la cara haya un artista de verdad, buen intérprete y, a ser posible, buen autor. Uno de los éxitos del momento del que os hablo, espejo de la cultura hippy, se debió a dos oscuros autores y actores que fueron capaces de dar forma al musical, ópera rock o como queráis llamarlo, más importante de su tiempo:
Hair
.
—He oído hablar mucho de esa obra —reconoció Juanjo.
— Hair
puso música a la Era de Acuario y revolucionó la escena y el teatro musical.
Lo fundamental es que cambió o modificó conceptos ancestrales, revisando la moral, la ética y la sociedad de su tiempo. Ahí se mezclaron rock, cultura, protesta contra la guerra de Vietnam… Sus impulsores fueron Gerome Ragni y James Rado.
Hair
batió récords de permanencia en escena y se reestrena en todo el mundo periódicamente. —
Lester cogió las baquetas de Amalia y se marcó un redoble de tambor—. Y ahora sí que tengo la garganta seca y creo que por hoy ya-es-tá-bien. Por lo que me pagáis…
¿Tocamos algo para poner punto final a la tarde?
—¿Tocas bien? —vaciló Juanjo.
—¿Quieres verlo, listillo? No soy Ginger Baker ni John Bonham, pero… —comenzó a marcar un sostenido ritmo a la espera de que Juanjo tomara su guitarra.
Luego gritó con un marcado acento inglés:
—¡Rock and roll!
Algunas clases eran monótonas; otras, brillantes; las menos, curiosas. Roberta Martí, pese a su entusiasmo, podía irse de un lado a otro, hacerlos trabajar duro, implacable, ensayando, o soltarles algunos buenos rollazos teóricos. Cuando se ponía en plan cerebrito, a Valeria le recordaba un poco a Lester.
Quizá fuera bueno presentarlos.
Sonrió ante la idea.
Sonó el timbre del final de la clase, y los primeros se levantaron sin esperar la despedida de la profesora, siempre disgustada en momentos así, de tan baja sensibilidad. Algunos salían zumbados. Otros no.
Valeria estaba entre las últimas.
La seña de Roberta Martí acabó de frenarla.
Un simple gesto de sus cejas levantadas.
Esperó a que la última de sus compañeras hubiera salido. En aquella clase no estaba Juanjo, pero sí sus amigas, que al ver que no salía se alejaron para aguardarla abajo o marcharse sin ella. Valeria se acercó a la profesora.
Le vio el brillo en la mirada y supo de qué iba la cosa aun antes de que se lo dijera.
—Pasado mañana —le anunció.
La prueba.
Un paso adelante en su incipiente carrera.
No sintió frío ni calor, ningún sentimiento capaz de atenazarla o hacerla estallar.
Recibió la noticia con una extraña normalidad que no fue ajena al entusiasmo de la maestra.
—Bien, ¿no?
—Sí, claro. —Tuvo que reaccionar.
—Prepárate a fondo, ensaya, pero también duerme y… tranquila, ¿eh? Todo saldrá bien.
Todo iba a salir bien.
—Gracias —le dijo.
Roberta Martí extendió un poco más su sonrisa hasta hacerse casi maternal.
Eso fue todo.
Valeria salió del aula envuelta en sus pensamientos.
Ninguno formaba parte de lo que acababa de decirle su profesora.
Su padre le sorprendió cuando leía los créditos de uno de los álbumes de Crosby, Stills & Nash, con el resto de su discografía, diseminados por encima del piano del estudio.
—¿Qué haces? —Le extrañó el material que inspeccionaba, no que estuviera allí.
—Busco unas canciones. —Juanjo fue parco.
Había más elepés ya separados, y la mezcla no podía ser más heterogénea. Agustín les echó un vistazo.
—Jackson Browne, Judy Collins, Leonard Cohen, Joni Mitchell, Bob Dylan, Rufus Wainwright… ¿Fairport Convention? —Su cara llegó a reflejar angustia—. Hijo, ¿qué es esto?
—¿Qué pasa?
—Vena intimista, solistas, música acústica, folk…
—Quiero volver a oír algo de eso.
—¿Fotheringway también? —Se quedó con él en la mano.
—Ese disco es único —le hizo notar Juanjo mientras recordaba que Lester casi había puesto la misma cara que su padre al hablarle de ellos—. Lo grabaron y se separaron, aunque casi cuarenta años después editaron las canciones que se les quedaron fuera. Es una joya del folk británico.
—¿Me lo dices o me lo cuentas? ¡Ya lo sé, por eso lo tengo! ¿Tiene que ver con lo que te está contando Lester?
—No.
—¿Entonces?
—Papá, según mamá a ti te encantaban Crosby, Stills & Nash.
—Y me encantan. Pero me extraña que tú…
—Sabes que también tengo canciones para cantar acompañado solo por la guitarra.
—¿Te vas a volver cantautor?
—¡Pero bueno! —Dejó los discos porque ya le era imposible concentrarse en lo que estaba haciendo—. ¿Es que solo puedo hacer rock o qué?
—Tu grupo no es precisamente acústico. Me han contado que disteis mucha caña la otra noche en la discoteca.
—Ya te dije que estuvimos bien, sí.
—Una cosa es lo que diga uno y otra que el personal haya flipado, y por lo visto fliparon. Quieren volver a llamaros y, como corra la voz, podéis tocar bien todo el verano. No sabía que tuvieras una versión de «Gimme some lovin’».
—¿A que te grabaron una cinta?
—No, hombre, no. Pero me han dicho que hiciste una versión memorable. Los elogios son para ti, que si muy buen guitarra, que si muy buena voz…
Tenía que decírselo o no pararía de buscarle bolos y demás historias. Su padre parecía contento, feliz. Era el momento apropiado.
—Papá, creo que el grupo se ha roto.
—¡No fastidies!
—Lo que oyes.
—¿Por qué?
—Hubo una pelea.
—¡Ah, bueno! —Se mostró aliviado—. Eso es normal. Anda que no me he peleado yo con gente.
—Fue una pelea fuerte.
—Yo le rompí una pierna a uno y a los tres días tocábamos otra vez, como si tal cosa.
Él sentado, claro. ¿Cuál ha sido el problema?
—No quiero hablar de eso. —Recogió los discos para escucharlos en su habitación, donde también tenía tocadiscos, precisamente, para aprovechar el tesoro musical de su padre.
—Juanjo…
—¿Qué, papá?
—¿Fue entre Cristian y tú, entre Cristian y la chica o entre la chica y tú?
—Cristian se puso borde.
—¿Por qué?
—Cristian se puso borde y Amalia quería algo más que música. —Intentó no decirle la causa de la pelea con su amigo.
—Ya.
—Pues eso.
—Volveréis.
—Con ella, lo dudo. Con Cristian, no sé.
—Entonces ¿qué harás?
—Aún no lo tengo claro. Quizá probar solo, quizá buscar otra gente…
—¿Solo? —Su cara reflejó susto.
—¿Algún problema?
—¡Ya tendrás tiempo de cantar solo cuando seas mayor y estés cansado de grupos!
¡Ahora disfruta, comparte la energía con los colegas, toca con otros! Es así como se aprende.
—Ya te he dicho que no lo tengo claro. Acaba de suceder, estoy un poco… perdido.
—Yo solo te digo…
—Papá —le frenó—, no seas plasta.
Se mordió el labio inferior para no seguir hablando. Sin embargo no dejó que su hijo abandonara el estudio con su carga de vinilos.
—Quería hablar contigo. —Su tono fue mucho más suave y conciliador.
—¿De qué?
—Grabo este fin de semana en el estudio de Paco Armangué.
—Bien.
—Ya tengo a los colegas, hemos ensayado…
—¿Y?
—Me gustaría que tocaras en dos temas. Quizá tres —dejó ir.
Juanjo sostuvo su mirada en silencio.
—Por favor… —se lo suplicó.
—¿Qué canciones?
—Ya las conoces. «Vuelo nocturno» y «Bárbara». Y, si te animas, también «Las colinas del Mediterráneo».
«Vuelo nocturno» era un rock furibundo que requería tres guitarras, una al ritmo y dos enfrentadas como solistas. «Bárbara» estaba dedicada a su madre y era una balada de tiempo medio, con un precioso solo en la parte central. «Las colinas del Mediterráneo» era más difícil porque se trataba de una pequeña suite rockera de casi diez minutos de duración, con muchos cambios y sonoridades. Las conocía bien.
No podía estar toda la vida eludiéndole.
Y grabar un disco no era igual que tocar en vivo con los cincuentones y sesentones amigos de su padre.
Se rindió.
—Vale —fue lo único que dijo.
Salió del estudio, así que no vio la lucecita en los ojos de Agustín
Angus
Rosell.
Lester les había dicho que llegaba lo mejor de la historia del rock, el período 1969—
1973. La reunión parecía una especie de
grand premiere
, un estreno. El viejo rockero vestía una camiseta del Che, roja, con la imagen del guerrillero grabada en negro. Por detrás podía leerse «World Tour 1928—1967», el año de su nacimiento y el de su muerte.
—Estás combativo —le hizo notar Juanjo.
—¿Yo? —Se hizo el indiferente—. Para nada.