—¿El rhythm & blues inglés también se nutrió de los discos que llegaban al puerto de Liverpool?
—Fueron los grandes intérpretes del blues y el rhythm & blues los que cruzaron el Atlántico para tocar en Londres: John Lee Hooker, Muddy Waters, Big Bill Broonzy, Sonny Terry y otros. Los trajo Chris Barber, un músico británico que sin saberlo estaba creando una corriente alternativa en su país.
—Así que los Beatles y los Rolling Stones lideraron dos corrientes.
—Al final todo fue rock, se llamase pop o rhythm & blues. No tenían nada que ver, incluso los peludos Beatles fueron asociados a las buenas formas y se asentaron como modelo mientras que a los más peludos Stones se los trató de escoria. Había frases tipo
«¿Dejarías que tu hija se casara con un Rolling Stone?». Ellos también contribuyeron a su mala fama. —Bebió otro sorbo de agua muy rápidamente y se arrellanó de nuevo—. Si los Beatles tuvieron a Lennon y a McCartney como tándem compositor, los Stones tuvieron a Jagger y a Richards. Pero eran de procedencia tan vulgar como ellos. El nombre del grupo lo sacaron de una canción de Muddy Waters, ¡cómo no! Andrew Loog Oldham, su mánager de diecinueve años, pidió dinero a un magnate para financiar al grupo, y cuando el tipo los vio pronunció una de las frases más memorables de la historia del rock. Dijo: «No están mal, pero convendría cambiar al cantante porque la BBC no lo dejará pasar». El cantante era Mick Jagger. Decca Records, la compañía que había rechazado a los Beatles, se apresuró a contratarlos cuando George Harrison se lo recomendó. Los Rolling editaron un primer single que no pasó del Top—10, y, para el segundo, Lennon y McCartney les dieron una canción a su medida. Ese apoyo fue crucial. Así que eso de la competencia y la guerra fue mentira. Cada grupo editaba su disco justo cuando el del otro perdía ímpetu en las listas. Incluso se llamaban para no pisarse el uno al otro y repartirse el mercado.
—¿Y eso de los enemigos públicos número uno?
—Lo fueron, lo fueron. En Estados Unidos se las tuvieron con el tótem de Dean Martin, en Europa había peleas en sus conciertos, los fans arrasaron el Olimpia de París, y la retransmisión de un show suyo en el London Palladium desencadenó un escándalo mayúsculo. También hubo protestas en su aparición en el
Ed Sullivan Show
. Pero en medio de todo esto hicieron el himno de los sesenta, «Satisfaction». ¿Quién podía decir algo ante eso? Los encerraron en 1967 por consumo de drogas y fueron los cabezas de turco perfectos para limpiar el patio del rock. Hoy son la única banda que resiste el paso del tiempo. Son eternos.
—¿Y los que siguieron?
—Los Beatles marcaron el paso de todo un ejército de grupos. Pero más allá de ellos están los nombres: Eric Clapton, Jeff Beck, Jimmy Page, los tres guitarristas salidos de los Yarbirds, Brian Auger, Rod Steward, Keith Emerson, Gary Brooker, Eric Burdon… En Spencer Davis Group apareció un chaval de dieciséis años llamado Stevie Winwood.
John Mayall grababa cada disco con gente distinta y por su banda pasaron más de treinta músicos enormes. Los tíos se atrevían con todo. —Miró a Juanjo—. Tranquilo, que te he grabado o te grabaré un montón de cosas de todos ellos.
—Gracias.
—¿Qué hora es?
—Ahora sí hemos de marcharnos —dijo él.
—Entonces para el próximo día empezaré con el folk y su historia, que también es apasionante.
Se levantaron y se despidieron de su anfitrión, que carraspeaba con la garganta seca después de su entusiasmo narrador. Mientras bajaban la escalerita, Valeria se lo dijo:
—Hoy no puedo quedarme al ensayo.
—¿Por qué?
—Te juro que no es por lo que me propusiste. He de irme, eso es todo. Mi madre me espera para que la acompañe a ver a una prima. No he podido decirle que no.
—Está bien —se resignó.
—Nos vemos, ¿eh?
Se dieron un beso en la mejilla.
Luego él se metió en el local de ensayo y ella se encaminó a la puerta.
Fue Cristian el que se lo hizo notar.
—He visto a Valeria corriendo hacia la parada del autobús.
—Sí, la espera su madre.
—¿Pasa algo?
—No, ¿por qué?
—Creía que ya se había apalancado contigo.
— Apalancar
no es la palabra más apropiada —resopló Juanjo.
—Sea como sea, si empezamos a traer a las novias por aquí, esto parecerá un gallinero
—intervino Amalia en tono ácido.
—No-es-mi-no-via —se lo deletreó él.
—Po’vale. —Fingió que pasaba de todo.
Juanjo la miró con fijeza mientras ella despistaba consciente o inconscientemente. La inspección no se prolongó más allá de unos segundos. Tenía dos noticias que darles, una buena y la otra… No estaba seguro de cómo se la tomarían.
Decidió empezar por la buena.
—Antes de ensayar tengo un par de cosas que deciros.
Amalia paró en seco. Se cruzó de brazos y se apoyó en la pared. A la defensiva.
Cristian acabó de colgarse el bajo y se sentó en una de las sillas.
—Se te ha ocurrido el nombre —dijo.
—No, pero tendremos que buscarlo, aunque sea provisional.
—¿Por qué?
—Tenemos un bolo.
La noticia logró impactarlos. Cristian levantó las cejas. Amalia deshizo todo el rictus compacto de su expresión. Cuando estaba seria, impresionaba. En cambio, cuando sonreía lo dulcificaba todo.
—¿Un… bolo?
—Mi padre tiene un amigo que tiene otro amigo… La historia de siempre. Nos quieren para hacer bulto y darle un poco de color a un rollo, tocar en la inauguración de una discoteca de pueblo, sin muchos alardes.
—¿Mientras la gente toma copas y habla y pasa de nosotros?
—Más o menos.
Se miraron entre sí, sobre todo Amalia y Cristian.
—Nunca he tocado en directo —suspiró ella—. Quiero decir en un local y todo eso, con gente que no me conozca de nada, no en el instituto o en fiestas.
—¿Te apetece?
—¿A mí? ¡Pues claro!
Juanjo tenía un poco más de experiencia. Él sí había hecho más de un directo, con su padre y con sus amigos, desde los quince años.
Hasta que se cansó, le dio corte, qué más daba.
—Pagan seiscientos euros. Ni uno más. Con eso hemos de llevar el instrumental, cenar… Tocaremos tres pases de unos tres cuartos de hora cada uno.
—Ah, ah —cantó Cristian.
—Sé que no tenemos tanto material. —Juanjo lo captó—. Pero podemos montárnoslo con algún rock clásico de apoyo y esa noche soltándonos un poco el pelo, enrollándonos, haciendo solos…
—¿Rezando para que haya algún productor en la disco? —bromeó Cristian.
—Las ganas —rezongó Amalia.
—¿Le digo que sí?
—Claro —dijo el bajo—. Un poco de pasta y probarnos en vivo… Cojonudo.
Ella asintió con la cabeza.
—Yo puedo pedirle la camioneta a mi cuñado y nos ahorramos alquilarla.
—¿Sabes conducir? —se extrañó Cristian.
—Sí. Fue mi regalo de cumpleaños.
Toda una sorpresa.
—Bien —manifestó Juanjo—. Todavía no sé cuándo será pero ya podemos empezar ahora mismo.
Cristian se puso a tocar el bajo. Amalia se separó de la pared y fue a sentarse a la batería. Juanjo se mordió el labio inferior.
—Hay algo más —se lanzó.
Ahora sí miró directamente a la chica.
—Quiero a Valeria en el grupo.
Acababa de soltar una bomba, y lo sabía. Lo habían hablado, más instrumentos, un cuarto miembro. Pero se trataba de una violinista.
Y de Valeria.
—Te ha dado fuerte. —Amalia no se mordió la lengua.
—No es eso.
—Te ha dado fuerte y quieres meterla en el grupo, así que no nos vengas con rollos.
—Sabes que para mí la música es lo primero. —Intentó detenerla—. Nunca haría nada que fuera en nuestra contra. Valeria y yo somos amigos, nada más. Pero vosotros mismos visteis lo que pasó el otro día cuando tocamos juntos. Conseguimos algo extraordinario, ese sonido…
—Lo conseguiste tú, jugando a hacer solos y tal.
—¡Lo conseguimos todos! ¡Fue… diferente! ¿No es lo que buscamos? ¿Algo con identidad propia?
—Te gusta la tía esa y quieres que traguemos —insistió Amalia.
—¡Tocamos de fábula!
Amalia miró a Cristian. El bajo no había abierto todavía la boca, testigo impasible del debate entre Juanjo y ella. Cristian era el amigo de Juanjo, y la batería, la última en llegar, pero con pleno derecho, y aunque no lo tuviera no era de las que se callaba. El chico no rehuyó la intensidad de ambas miradas.
—Me gusta lo que hicimos el otro día, y mucho —asintió Cristian—. Estoy de acuerdo con Juanjo en que conseguimos una sonoridad diferente, y que el violín de Valeria le aportó color y un plus diferencial a lo que hacemos. Por ese lado, por mí puede quedarse. Pero —ahora sí miró fijamente a Juanjo— está claro que te has colado por ella, tío.
—No me he…
—Pues vas en camino —quiso dejarlo claro—, y no digo nada, joder, es guapa de narices, y exótica, y está buenísima… Te entiendo, pero estoy de acuerdo con Amalia en que eso también puede cegarte a la hora de hacer las cosas. El grupo, con cuatro, ya no será una democracia impar, y ella y tú siempre estaréis juntos en las decisiones.
—Cristian —quiso insistir—, la conozco de hace apenas nada.
—¿Y qué? Mis padres se conocieron a las cinco de la tarde y a las nueve ya estaban en la cama follando como locos. Se fueron a vivir juntos a la semana. Desde que ha aparecido Valeria parecéis pegados. ¿Qué hacéis tanto rato con Lester?
—Nos está contando la historia de la música.
—¿En serio?
—Sí.
—Pero, ¿así, en plan rollo y tal?
—Es interesante. Salió de forma natural y… bueno, creo que vale la pena. También me pasa grabaciones.
Amalia cortó en seco el desvío del tema que los estaba haciendo discutir.
—¿Así que estás con él? —se dirigió a Cristian.
—Podemos probar. Si lo del otro día solo fue… un flipe momentáneo, se va y seguimos los tres —reflexionó el bajo.
—Tíos… —lo dijo como si desfalleciera.
No supieron si su expresión se refería a ellos dos como colegas o si más bien era un
«hombres…» global. Tanto daba. Amalia apretó las mandíbulas. Parecía a punto de llorar.
Ella, la dura.
—¿Preparamos el bolo? —dijo Juanjo.
—¿Con tu Valeria?
—No, lo tres. No hay tiempo. Y no es mi Valeria.
No supo descifrar la última mirada de Amalia. Le fue imposible. Rabia, tristeza, desesperanza, furia, todo se mezcló en ella.
Juanjo cogió su guitarra.
—Vamos a proponer temas entre los tres —dio por terminada la discusión.
Era temprano y el metro estaba abarrotado de personas que iban y venían envueltas en sus vidas, como abrigos, chaquetas o camisas que protegían los pensamientos de sus cerebros. A algunas se les notaba en la cara, con su seriedad, su mirada perdida, su paso maquinal y autómata, el mismo que seguían cada día a la misma hora. A otras todavía se les perfilaba el sueño en la cara. Pocas iban en pareja, hablando. No muchas leían el periódico o libros. Se entremezclaban como hormigas sin reconocerse, pendientes o ausentes de sí mismas, subían y bajaban de los vagones, subían y bajaban por las escaleras automáticas aunque las más valientes lo hacían a pie y las menos en los ascensores, caminaban por los largos pasillos que intercomunicaban estaciones para enlazar con otra línea o buscar una salida más próxima, como si deslizarse por el subsuelo fuera mejor que hacerlo por la calle, a la luz de la mañana. Eran hormigas, voluntarias o a la fuerza. Hormigas en el gran hormiguero global que las aunaba y las convertía en una masa única, aunque cada una de aquellas personas tuviera una vida, un cuerpo, una existencia propia.
Los pensamientos de Valeria la convertían en una más de los que se movían por allí con el piloto automático puesto. Sujetaba el violín a la espalda, como una mochila, y caminaba con paso firme sin darse cuenta de que lo hacía eludiendo a los que pudieran tropezar o siquiera rozarse con ella, como si sus antenitas los detectaran. Después de una noche irregular, encima, la mañana se presentaba tan extraña como lo habían sido sus sueños o pesadillas. Allí estaban mezclados Juanjo, su madre, su padre, la novia de su padre, Amalia, Cristian, África, Jara, Dunia… Incluso Fernando, uno que había intentado ligar con ella el verano anterior. Un chico sin chispa pero guapo.
Le dijo que estaban hechos para enrollarse.
—Tú eres demasiado especial para acabar con un palurdo del montón o con un músico de esos que parece que llevan un palo detrás.
Especial.
Todos la consideraban especial por sus rasgos, su belleza eslava, no por ser una buena violinista.
Tenía que luchar contra eso: su propia imagen.
Por eso Juanjo la hacía sentir diferente.
Tan diferente.
Se detuvo de pronto al percibir aquel estremecimiento. No era el primero, ni sería el último, pero ése fue distinto, por el lugar, por la hora, por la noche pasada, por el efecto de retroalimentación mental que la hizo activar toda su energía y despertar de golpe.
Miró arriba y abajo del largo pasillo.
Y se apoyó en la pared.
Transcurrieron unos segundos. Respiró con fuerza el contaminado aire del metro y se preguntó qué le sucedía, por qué su corazón latía desbocado justo en ese momento, por qué tenía tantas ganas de reír como de llorar, de gritar como de cerrar los ojos y serenarse.
Antes su vida se movía en dos direcciones: su padre y su madre. Era una línea recta.
Oscilaba de un lado a otro. Sus amigas eran importantes pero no decisivas. Ahora, inesperadamente, la línea se había convertido en un triángulo equilátero, con tres vértices: su padre, su madre… y Juanjo. Él sí era decisivo. Primero porque la atracción crecía y era innata, segundo porque hablaba su mismo idioma, tercero porque la estaba haciendo enfrentarse a sus miedos, cuarto porque la forzaba a tomar decisiones, quinto…
Con Juanjo, toda su inseguridad se desvanecía.
Pero allí, en el metro, en ese preciso momento, estaba sola.
Sola.
Se quitó el violín de la espalda, se deslizó hacia el suelo hasta quedar sentada en cuclillas y, tras abrir la funda, extrajo su preciado instrumento.
Lo acarició.
Contó hasta tres y se puso a tocarlo.