No fue premeditado, no fue un desafío, un reto… Quería probar algo. Nada más.
La primera melodía que interpretó fue el solo de violín de
Scheherazade
, de Rimsky-Korsakov, su pieza favorita. Cerró los ojos y se aisló del tumulto que la rodeaba. La visión y el recuerdo de la historia, la voz de Scheherazade contándole al sultán los cuentos de las mil y una noches, la embrujaron como tantas veces lo había hecho y tantas veces lo haría. Que alguien hubiera sido capaz de crear tanta belleza con apenas un puñado de notas siempre la asombraba.
Dejó de estar en el metro.
Tampoco estaba en su cuarto, o en el aula del conservatorio.
Flotaba.
Al terminar el breve solo abrió los ojos y descubrió en la funda abierta del violín, que había dejado en su regazo, tres monedas. Una de diez céntimos, otra de cinco y la más generosa de veinte.
No reprimió una sonrisa.
Esta vez ya no cerró los ojos.
Tocó el segundo movimiento de la «Primavera», de Vivaldi, y miró la cara de los que pasaban por delante, ajenos a lo que no fuera el universo propio de cada cual.
Aunque no todos pasaban de ella.
Un cuarto donante le echó otra moneda de diez céntimos.
¡Y un quinto, medio euro!
Se animó. Para su tercera interpretación escogió algunos de los «Caprichos» de Paganini.
Por primera vez escuchó algún comentario disperso, voces capturadas al vuelo, tan fugaces como curiosas por sus muchas tonalidades argumentales.
—Toca bien.
—No parece una pordiosera, viste de marca.
—Hay gente para todo.
—¡Qué guapa!
—Estos inmigrantes lo llenan todo y se meten en cualquier parte… Mira esta china.
—Pobrecilla… tan joven y pidiendo limosna.
—Seguro que es parte de una mafia que controla a músicos jóvenes…
—¿Ves para qué sirve tocar un instrumento?
—Es muy buena.
—Ese sonido…
Dejó los clásicos y se puso a improvisar. Recordó lo que había sentido en el ensayo con Juanjo, Cristian y Amalia. Pura adrenalina. Un par de chicos jóvenes se paró delante de ella cuando el sonido de su violín abarcó la nueva dimensión de su horizonte. Uno de ellos miraba sus manos; el otro, su rostro.
—Me acabo de enamorar —dijo en voz lo suficientemente alta como para que ella lo escuchara.
—Si le das pasta se va contigo seguro —le respondió el otro.
Pasó de ellos y siguió concentrada.
Cuando terminó de improvisar recordó el maldito movimiento de Bach con el que tropezaba siempre.
La «Sonata número 8 para violín y piano, opus 30 número 3».
Cerró de nuevo los ojos, se concentró y la abordó con una determinación feroz.
Y le salió a la primera.
Ahora sí.
Su mano izquierda continuó pinzando y acariciando las cuerdas, deslizando los dedos arriba y abajo mientras la derecha pasaba el arco por ellas. Se había quitado un tapón. Su mente había sido una botella cerrada hasta que ese tapón fue descorchado.
¡Tap! Casi estuvo a punto de gritar.
No lo hizo porque alguien la golpeó levemente en el hombro.
Abrió los ojos y se encontró con el tipo del uniforme.
La ley.
Dejó de tocar.
—¿Tienes permiso para estar aquí con eso? —le preguntó señalando el violín.
En la comisaría de los
mossos
las miradas iban y venían como ríos sin control. Los hombres uniformados depositaban sus ojos alternativamente en Valeria y en su madre, saltando de una a otra según sus gustos, de la juventud radiante de la joven a la espléndida madurez de la mayor, un poco asombrados por la distante belleza de las dos mujeres, los rasgos, las intensas cabelleras rubias. Lo único que trataban de evitar era detenerse en la ausencia de aquella mano izquierda, el muñón romo que delataba un violento trauma. Natacha Petroniskaya ni siquiera lo disimulaba con una prótesis, un guante o una manga más larga. Mientras firmaba con la derecha, una agente le sujetó la hoja de papel con apuro.
—¿Ya está? —la desafió ella al terminar.
—Sí, señora.
—¿Noventa euros de multa más ciento ochenta y tres con treinta y cinco —remarcó la cifra, sobre todo los céntimos— por retirar el instrumento?
—Las ordenanzas municipales… —comenzó a decir la agente, dispuesta a repetírselas una a una.
—Espero que asfalten mi calle con todo ese dinero. —La detuvo—. Tiene baches como cuevas.
—Señora…
—Vámonos. —La mirada que lanzó a su hija habría refrigerado toda Barcelona un día de verano, porque fue un puro hielo.
Valeria cogió su violín.
Lo peor había sido aquello, no la multa o que hubiera cometido un delito por ignorancia. Lo peor era que le habían confiscado su instrumento.
A la salida de la comisaría, por fin libres, Valeria esperó la tormenta.
Ni siquiera se demoró media docena de pasos.
—¡Por todos los…! ¡Valeria!, ¿se puede saber en qué pensabas? —tronó la voz de su madre.
No quería hablar, le parecía absurdo. Ni ella misma se explicaba lo sucedido.
—¿Quieres contestar? —Se lo exigió sujetándola por un brazo con fuerza.
—Mamá… —Se liberó de su zarpa de acero y continuó caminando con ella al lado.
—¡Ni mamá ni porras! ¿Qué hacías tocando en el metro como una idiota?
—Solo me he sentado y…
—¿Lo has hecho más veces?
—¡No!
—¿Te falta dinero? ¿Es por eso?
—¡No!
—¿Estás metida en algún lío, tomas drogas…?
Su tercera negativa fue visceral.
—¡No!
—Entonces ya me dirás…
—¡No sabía que fuera ilegal, que dieran permisos para esas cosas, ni que los músicos ambulantes pasaran exámenes! —Mientras lo decía en voz alta todavía se le antojaba más absurdo—. ¡No he hecho más que sentarme y tocar!
—¿Y con la de lugares que hay tenías que hacerlo en el metro? ¡Por todos los santos, te estaban dando limosnas!
—Me ha hecho gracia. No era mi intención.
—¿Y si te hubiera visto algún conocido? —Su madre se estremeció.
—¿Es eso, la vergüenza?
—¡A ti se te debería caer la cara de vergüenza! ¿Vas a decirme por qué lo has hecho?
—¡Si es que no lo sé!
—¡Una no se pone a tocar en el metro porque sí, mientras la gente te echa monedas!
¡Esas cosas no se hacen sin más! ¡Dímelo o te juro que, tengas la edad que tengas, te castigo un mes sin salir de casa!
¿Qué podía decirle?
—Quería ver cómo reaccionaba la gente.
—¿Cómo quieres que reaccione la gente ante una mendiga que toca en el metro?
—Mamá, no lo entiendes… —Se sintió súbitamente agotada por la discusión, que no menguaba en intensidad a pesar de hallarse las dos en plena calle despertando la curiosidad de los transeúntes—. Estos días me están pasando cosas… ¡A veces ni siquiera sé quién soy!
—¿Qué tonterías estás diciendo?
—Lo que oyes.
—¡Tú siempre has sido muy madura para tu edad, jamás te he visto como a la típica adolescente con crisis de identidad o angustias estúpidas!
—Las angustias de los catorce o quince años no son estúpidas, mamá. Ni las de los dieciséis, diecisiete o dieciocho. —Le recriminó su postura—. Que no quieras enterarte no significa que no estén ahí.
—¿Así que ahora es culpa mía?
—Yo no he dicho eso.
—Has dicho que estos días te están pasando cosas. ¿Qué clase de cosas?
Estalló.
—¡He tocado con un grupo de rock y me gusta! ¡Me han pedido que haga una prueba para la Joven Sinfónica de la Paz! ¡Y papá tiene una novia con la que va en serio!
De una en una, eran tres grandes noticias, en todos los sentidos, para su madre.
Dichas en bloque suponían un alud, un terremoto de imprevisibles consecuencias.
Natacha Petroniskaya no supo por dónde empezar.
—Valeria… —Se detuvo para respirar, como si le faltara el aire.
Pensó que había metido la pata.
—Lo siento. —Se le vino el mundo encima.
—¿Qué es… eso de la Joven…? —Buscó, sin duda, la mejor de las tres cosas.
—En el conservatorio creen que estoy preparada.
—¿Cuándo… te lo dijeron? —continuó vacilando la mujer.
—Hace unos días.
—¿Por qué no me lo comentaste?
—¡Para que no echaras las campanas al vuelo! ¡Solo es una prueba, y habrá más candidatas! ¡No quería que me presionaras! ¡Por eso creo que he tocado en el metro, para ver la reacción de la gente! ¡Incluso he conseguido tocar bien la «Sonata número 8»
de Bach, sin el control del conservatorio ni el hecho de que tú estés siempre en casa escuchándome!
—Cariño, yo… —El tono era mucho más amable, casi triste.
—Y lo del grupo es cierto. Jamás me he sentido más libre y vital. La música fluía de mí, ¿entiendes? No la ejecutaba, no la interpretaba: me salía a mí de dentro. Fue una revelación.
—¿Y por qué no me lo decías?
—Porque temo que me oigas pero no me escuches.
Captó la diferencia.
Quedaba la tercera cuestión, y sabía que su madre no la pasaría por alto. Así que antes le hizo aquella pregunta:
—Mamá, si no hubieras perdido la mano, ¿crees que las cosas habrían sido diferentes para ti?
Había un banco. Pasaban junto a un parquecito y había un banco libre. Natacha Petroniskaya se sentó en él, incapaz de dar un paso más. Valeria lo hizo a su lado.
Le cogió el muñón.
Durante mucho tiempo, eso había sido imposible.
—No lo sé —musitó con resignación la mujer.
—Papá dice que te amargaste hasta el punto de que con los años ya no pudiste encerrarte más en ti misma, y que dejaste de amar, como si el mundo te debiera algo.
—¿Qué más dice tu padre?
—Solo eso.
—Es muy cómodo hablar así. —Bajó la mirada y la puso en aquel contacto—. Y
además no es cierto. A ti siempre te he querido más que a nada.
—Soy tu hija.
Le pasó la mano por encima de los hombros, la atrajo hacia sí y le dio un beso en la frente. La calma era aparente. La serenidad, la justa. Quedaba la tercera gran cuestión.
Valeria se arrepintió de haberla mencionado, aunque tarde o temprano…
—¿Tu padre…?
—Sí.
—¿Joven?
—Treintañera —redondeó.
—Podía haber sido peor y liarse con una de veinte.
—Sigue enamorado de ti.
—No es cierto.
—El odio final fue una consecuencia de la ruptura, no la causa de ella.
Su madre sonrió.
—¿Ves como eres demasiado madura para tu edad?
—Entonces déjame que te pida algo.
—¿Qué?
—Déjame escoger a mí, ¿vale?
—¿Escoger qué?
—Todo, no sé, las cosas, como vengan, cuando vengan… —Se encogió de hombros—.
Siento haber metido la pata con lo del metro, pero creo que no me arrepiento de haberlo hecho salvo por la pasta que te ha costado. Ha sido como debutar en público, pero en público de verdad, no en una fiesta, un cumpleaños o en el festival de fin de curso. Sé que soy violinista, pero necesito saber quién soy yo: Valeria, la persona que toca el violín.
Natacha volvió a besarle la frente.
No dijo nada.
Ya no.
Un puñado de niños jugaban en los jardines bajo la atenta mirada de sus jóvenes madres o las abuelas que cuidaban de ellos.
Cuando llamó a la puerta del piso de Lester, la que le abrió fue Valeria.
—Hola —lo saludó jovial—. Acabo de llegar.
Se besaron en la mejilla. Al hacerlo, Juanjo cerró un momento los ojos, para absorber profundamente aquel aroma fresco y limpio, y el contacto se prolongó más allá de la leve fracción de segundo habitual. Embebido por él recuperó la normalidad y la siguió hasta el sofá que ya era su emplazamiento durante las «clases» del viejo rockero.
—¡Folk! —gritó Lester—. ¡Folk y Dylan!
Se frotó las manos.
—Eres la leche —comentó Juanjo.
—Ya lo sé, pardillo. Pero algún día me lo agradecerás y me echarás de menos.
—Eso seguro.
—Pues venga, no sea que me dé un infarto en cinco minutos. Como dicen los ingleses,
«el que no
run, fly
». —Y se rió de su mal chiste.
Valeria lo hizo cuando lo pilló, un par de segundos después.
—El folk, querido par de dos —inició su buen rollo Lester—, es el pionero de los géneros musicales, porque cada país, cada zona, cada tribu tiene su música popular heredada del pasado. Un pasado que se remonta a los orígenes. Con la música se pedía lluvia, se ensalzaba a los dioses, se celebraban las cosechas o la llegada de la primavera…
Así que imaginaos a Estados Unidos en el siglo XIX o comienzos del XX, con miles de inmigrantes dispuestos a empezar allí una nueva vida. Los había italianos, chinos, españoles, alemanes, polacos, irlandeses, franceses, holandeses, rusos… qué se yo, todos con su propia herencia musical. Además, allí ya estaban los negros, hijos de los esclavos africanos, con sus ritmos, su tamtan, y su evolución propia. De esa amalgama nacería el folk norteamericano. Con la música se bailaba, pero también se loaban las andanzas de los pistoleros o se repetían historias populares. Pronto las canciones sirvieron para algo más: para denunciar las cosas. El primer mártir de la música estadounidense fue Joe Hill.
—Ni idea —reconoció Juanjo.
—Joe Hill, el primer folk singer de la historia. —Se tomó su tiempo para que el dramatismo del momento calara en ellos—. Era sueco y había llegado a América en 1901. Sus canciones pronto se convirtieron en banderas contra la opresión, y de ahí a convertirse en un líder medió un paso. Siempre que hay follón, a los primeros que se mata es a los escritores, los cantantes, los intelectuales… Pinochet se cargó a Víctor Jara en Chile en 1973 por lo mismo. Fueron a por Joe Hill porque era el más peligroso y le mataron «legalmente» en 1915.
—¿Cómo que legalmente?
—Como se mata siempre a los desgraciados por parte de la autoridad competente.
Sus canciones eran subversivas, así que le detuvieron, le juzgaron, le hallaron culpable y le colgaron. Todo legal, faltaría más.
—Qué hijos de puta —musitó Juanjo.
—Pero se puede matar la voz, no el espíritu. Al entierro de Joe Hill acudieron treinta mil personas, una cifra asombrosa para la época. A Hill seguirían una pléyade de cantautores que culminarían en los sesenta con la aparición de Bob Dylan. Un fuerte clima reivindicativo, sobre todo en favor de los negros, hizo que aparecieran muchas agrupaciones que contaron con el soporte de los cantantes de folk como Dylan o Joan Baez. En 1963 nada menos que doscientas cincuenta mil personas protagonizaron la gran marcha sobre Washington, con Martin Luther King, Dylan, Baez y Peter, Paul & Mary a la cabeza. Se le llamó
protest song
, canción protesta. Pero vayamos a Dylan.