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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon (11 page)

La batería emitió un gruñido que tanto podía ser una cosa como otra. Luego hizo un barrido por todos los tambores de su sistema de percusión como para poner punto final a los saludos de bienvenida. Juanjo cogió su guitarra mientras Valeria dejaba el violín en el suelo y se sentaba en silencio.

—¿Pulimos lo del último día? —propuso el recién llegado.

De nuevo fue Amalia la que, sin esperar, empezó a marcar el ritmo del tema, con su habitual contundencia y un plus de energía que hizo que Juanjo y Cristian intercambiaran una mirada precavida.

El bajista deslizó sus ojos en dirección a Valeria y luego siguió a su compañera cerrándolos para concentrarse.

La guitarra fue la última en incorporarse.

Ensayaron tres veces la canción. En la primera cortaron casi a la mitad para discutir el cambio de tempo. En la segunda se equivocó Juanjo. La tercera fue la completa, incluyendo la parte vocal. La letra hablaba de una alfombra mágica hecha por unos niños esclavos de Pakistán.

Al concluir el ensamblaje de todas las partes, más de una hora después, y antes de que uno u otra dijera nada, soltó la pequeña bomba.

—Le he pedido a Valeria que trajera el violín para probar algo nuevo. —Juanjo había decidido no mentir y ser legal con ellos.

La chica enderezó la espalda al oír su nombre.

—¿Algo nuevo? —se extrañó Cristian.

—Lo hemos hablado varias veces —le recordó con naturalidad—. Para eso quiero mejorar al piano o explorar mis posibilidades. Pero aunque yo toque más instrumentos, en directo siempre estaremos limitados.

—No sé qué tiene de malo el sonido clásico de un trío —objetó Amalia.

—No tiene nada de malo, pero seguiremos buscando ese algo más, ese plus que nos haga diferentes hoy por hoy.

—¿Y después del violín probaremos con un saxo, y luego con una flauta, y después con un virtuoso del sintetizador? —mantuvo su tono crítico la batería.

—No conozco a ningún saxo, ni a ningún flautista ni a ningún teclista que nos convenga —le replicó Juanjo con la misma serenidad con la que había empezado a hablar—. Conozco a Valeria, ella está aquí, toca bien el violín… Somos músicos, ¿no?

¿Desde cuándo no nos gusta enrollarnos con quien sea por probar y ver qué sale? Solo os digo que exploremos a ver qué pasa.

Hablaban de ella, pero sin contar con ella. Valeria se sintió más y más incómoda.

Ninguno de ellos se dio cuenta de que parecía a punto de levantarse.

—Por mí bien —dijo Cristian.

Dos contra uno. No era la primera vez.

Amalia hizo otra batida con sus tambores, muy rápida, sin dejar de mirarlos.

—Rock con violín —manifestó sin mucho convencimiento.

—Flock, Mahavishnu Orchestra… —dijo el guitarra—. Hay muchos antecedentes.

—¿Y qué tocamos? —preguntó el bajista.

—Improvisemos —propuso Juanjo. Y por fin miró a Valeria para decirle—: Nosotros haremos una base rítmica y yo entraré con la guitarra. Luego, cuando te lo indique, tú me tomas el relevo, ¿de acuerdo?

No lo estaba, pero ya era tarde para echarse atrás.

Sentía una opresión en el pecho. Un tapón.

—Bien —apenas si pudo desgranar con un soplo de voz.

Amalia ni siquiera la dejó sacar el violín del estuche. Golpeó su batería y marcó un ritmo muy intenso desde el primer compás. Cristian expandió una sonrisa cómplice en su rostro y la secundó percutiendo las cuerdas. Fue igual que si las sacudiera con una baqueta. Valeria, ya con el violín en la mano y de pie, quedó impresionada por la fuerza tanto como por lo alto de toda aquella intensidad sónica. Era evidente que Amalia no estaba dispuesta a ponerle el listón bajo. Todo lo contrario. Cuando el cuatro por cuatro formó el colchón básico, Juanjo se sumó a la primera catarsis con una nota muy aguda que mantuvo varios segundos hasta que la hizo derivar hacia un fraseo previo a un solo de alto voltaje. Durante un minuto o más en el local de ensayo estalló una pequeña bomba nuclear en forma de desmadrada aunque medida improvisación. Amalia acababa de arrastrarlos a ambos.

En el momento de culminar su desgarradora intervención a la guitarra, Juanjo miró a Valeria.

Lo esperaba, lo esperaba, pero aun así sintió el colapso.

Primero porque estaba alucinada con lo que escuchaba, y a continuación porque, a pesar de que toda ella se movía y sentía la onda expansiva de aquel sonido, tenía los músculos tan agarrotados como bloqueada la mente.

Durante unos segundos batería y bajo mantuvieron el ritmo.

—Ahora —le dijo Juanjo a Valeria.

Se llevó el violín a la barbilla y colocó el arco encima de las cuerdas, pero fue incapaz de emitir una sola nota.

Juanjo tocó de nuevo.

Volvió el fraseo, el solo, la conexión total con Amalia y Cristian. Se prolongó unos segundos.

Pero ahora miraba fijamente a Valeria.

Y su mirada era un grito.

«¡Ahora!»

Dejó de tocar la guitarra y por fin ella empezó a deslizar el arco por encima de las cuerdas, insegura. Apenas unos toques, un compás, otro.

Como en sueños escuchó la voz de Juanjo diciéndole:

—¡Cierra los ojos, siéntela!

La música.

Sentirla.

No tenía un pentagrama delante, no ejecutaba a Bach ni a ningún otro, Paganini nunca supo lo que era el rock. Estaba ella, sola, con tres músicos, escuchando un feroz ritmo que la envolvía y la empujaba.

La empujaba.

Entonces se dejó llevar.

Arrastrar.

Cerró los ojos y arañó con rabia, casi con ferocidad, las cuerdas del violín. La disonancia fue hiriente. Un gato maullando. Lo hizo una, dos, tres veces antes de que de pronto su mano izquierda comenzara a buscar y atrapar las notas que escapaban de su furia. Una profunda subida dio paso a una serie de frases cortas que culminaron con un solo profundo y rabioso. El ritmo creció, y ella con él. Tocó y tocó, hasta que en su interior sintió el volcán, el fuego, el magma que corría por sus venas y estallaba en cada uno de sus dedos, de sus terminaciones nerviosas. Jamás había hecho nada parecido.

Jamás había sentido nada igual. Se dio cuenta de que se movía como una posesa cuando de pronto su arco tropezó con la pared.

No dejó de tocar.

Abrió los ojos.

Juanjo la miraba boquiabierto.

Cristian saltaba arriba y abajo con su bajo.

Amalia la provocaba, jugaba con ella, aceleraba, frenaba, aceleraba, pero no conseguía ya descentrarla ni confundirla. Los cuatro habían logrado la fusión, el ideal perfecto de todo grupo y más aún en una
jam session
, una improvisación. En la cúspide de la última subida, marcando una nota aguda al límite, Juanjo le tomó el relevo con la guitarra, pero no para hacer un solo, sino para darle un respiro. Apenas si fueron diez segundos.

Volvió a darle pie.

Valeria le devolvió las mismas notas del solo con el violín.

De nuevo Juanjo.

Otra vez ella.

Los intercambios fueron cada vez más breves, un partido de tenis en el que la pelota pasaba de uno a otro lado de la red a mayor velocidad, hasta que se detuvo en el centro.

Entonces los dos culminaron el tema fundiéndose a través de un único sonido con el acompañamiento del bajo y la batería en un clímax brutal, prolongado y feroz.

Y como si hubieran hecho lo mismo toda la vida, de pronto cortaron en seco, los cuatro.

Mientras el silencio los envolvía y los devolvía al planeta del cual habían salido unos minutos antes, jadeando, sudorosos, se miraron entre sí, medio sorprendidos, medio sonrientes, medio alucinados.

—¡Joder, qué pasada! — resumió Amalia gráficamente.

Capítulo 20

No se quedaron a solas hasta después del ensayo, así que no habían comentado nada.

Tocaron casi una hora los cuatro, improvisando y también pidiéndole a Valeria que aportara detalles a piezas ya compuestas para ver cómo sonaban con un instrumento más. Finalmente, el trío volvió a lo que tenía programado para ese día y Cristian fue el primero en dejar su bajo para irse puntual porque tenía prisa. Nadie le preguntó la causa. Había traído la moto de su hermano y se llevó a Amalia puesto que vivían relativamente cerca el uno del otro. Las despedidas fueron rápidas, silenciosa la de Amalia, más cordial la de Cristian.

—¡Ha sido genial, tía!

Juanjo y Valeria echaron a andar en dirección a la parada del autobús pero, en cuanto la moto se perdió a lo lejos, ella se detuvo y se apoyó en un árbol.

Juanjo se dio cuenta de que le temblaban las piernas.

—¿Qué te pasa? —La miró abortando su sonrisa.

—No lo sé.

—Sí lo sabes. —La sonrisa reapareció en su rostro.

—¿Qué ha pasado ahí dentro hace un rato?

—Pues que ha habido una explosión —expuso con toda naturalidad.

Valeria estaba seria, algo pálida, alucinada. Se había contenido durante un buen rato, tras guardar su violín, pero ahora los nervios afloraban en su cuerpo y se expandían libremente a través de todo su ser.

—Era como… como sí… —Tardó en encontrar las palabras precisas—. ¡Era como si algo desconocido me controlara y me empujara!

—Solo te diré una cosa: has estado genial. Y si te digo que lo intuía me llamarás loco, pero lo intuía.

—Juanjo, yo nunca había tocado… mejor dicho, nunca había sentido nada así. ¿Cómo imaginar que tuviera todo eso dentro?

—Te lo dije. Necesitabas soltarte, nada más. Dejarte llevar y arrastrar por la música, y la música tanto da el nombre que tenga, clásica, rock… ¿Cómo te sientes?

—No lo sé. —Le taladró con sus enormes ojos grises.

—Estás radiante.

—Es probable.

—Y cagadita de miedo.

—También. —Logró hacerle reír.

—No te preocupes. Hablaré con Cristian y con Amalia.

—¿Para qué?

—Te quiero en el grupo.

Las piernas de Valeria volvieron a doblarse.

—Espera, espera… —Levantó una mano y la puso a modo de pantalla entre ambos—.

¿Qué estás diciendo?

—Valeria, por Dios, ya has visto cómo hemos sonado contigo. Y sólo ha sido una improvisación y luego un par de cosillas más. Ha sido brutal. ¡Había tanta energía ahí adentro como para dar luz a toda la ciudad!

—Juanjo, no corras.

—¡No corro! ¡Las oportunidades hay que cogerlas al vuelo! ¡Es lo que necesitábamos!

—Eso lo dirás tú. ¿Y ellos?

—Mira, estamos empezando, probando cosas. Les he dicho muchas veces a Cristian y a Amalia que necesitábamos algo más, otros instrumentos para dotar de mayor profundidad nuestra música. Pensaba en otro guitarra, o un teclista, pero después de escuchar lo que hemos hecho…

—Tú lo has dicho: pensabas en un teclista o un segundo guitarra. De pronto aparezco yo y todo es distinto.

—¡Es distinto! ¿No has oído lo que hemos hecho?

—Juanjo, no, por favor. —Abandonó la protección del árbol y echó a andar de nuevo.

—¿Qué te pasa? —él la siguió.

—Nada.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

Fue una respuesta seca y contundente, hecha con la vista fija en el suelo. Sus pasos ahora eran zancadas vigorosas.

—¿Es porque tu madre espera que seas concertista? ¿Porque crees que ése es tu destino y que bajar un peldaño y hacer música popular es contrario a la ética clásica?

—No seas simple.

—¡Puedes seguir yendo al conservatorio, como iré yo, estudiar, ser la primera violinista de la sinfónica de Berlín, pero mientras…!

—Juanjo… no se trata de mi madre ni de mí, ni de que pueda o no hacerlo todo, clásica de día rockera de noche, una especia de Jeckyll y Hyde de la música. Se trata de ti y de tus amigos.

—Les hablaré, ya te lo he dicho.

—¿Has visto cómo me miraba Amalia?

—Alucinaba.

—Soy una intrusa.

—¡Tiene carácter, sí, pero es buena tía! ¡La aceptamos en el grupo y hará lo mejor para todos!

—¡No se trata únicamente de eso! ¿Recuerdas lo que te dije? ¡Tú le gustas! ¡Mete a otra chica con la que se sienta amenazada y será vuestro fin!

—Amalia no…

—¡Está enamorada de ti, so… mendrugo! —No encontró otra palabra mejor para llamarle.

—¡Anda ya! —Movió su brazo derecho de abajo arriba.

—Juanjo —Valeria se detuvo y se puso delante de él, pasando de si un autobús llegaba a la parada que ya no les quedaba lejos—, no te das cuenta porque estás ciego por la música y vas a mil con todo lo que tienes aquí dentro. —Le puso el dedo índice de su mano derecha en el pecho—. Encima eres demasiado buen tío.

Sostuvo la mirada de la chica.

Era la primera vez que la sentía tan cerca. Sentir, no estar.

—¿Habéis salido juntos alguna vez?

—¡No!

—No te ciegues por lo que ha pasado esta tarde, por favor —casi le suplicó ella.

—Lo que ha pasado esta tarde ha sido genial y sería de burros no entenderlo y aceptarlo. Tú también sabes lo que tienes aquí dentro desde ahora. —Imitó su gesto y puso su dedo sobre el pecho de ella, aunque en su caso un poco más arriba.

—Déjame que lo asimile. Aún estoy conmocionada. Es como descubrir que eres blanco cuando creías ser negro.

—Piénsatelo.

—Vale.

—Pero mientras… sigue tocando con nosotros.

Valeria reemprendió la marcha. Juanjo trotó a su lado.

—¡No seas cabezota! —le suplicó.

—¡Déjame respirar!, ¿quieres?

—¡Aunque sea de vez en cuando! De todas maneras tienes que venir a oír a Lester,

¿no? ¡Él nos espera a los dos! ¿No irás a dejarlo ahora? ¡Sería un palo! ¡Con lo que le encanta tenerte de público!

—Mira que eres liante, ¿eh?

—No voy a dejarte escapar.

Valeria volvió la cabeza. Sus ojos destilaron algo más que un brillo o una luz.

Destilaron interrogantes y sorpresas, desconciertos y emociones. Se encontró con los de Juanjo y el efecto fue fulminante. No hubo choque, ni rebote. Las dos miradas se fusionaron, una con otra, hasta convertirse en un nuevo sentimiento que se desvaneció tan rápido como había aparecido al asomar el autobús por la esquina.

Capítulo 21

Su madre estaba leyendo un libro en la sala, casi en la penumbra. La luz de la lamparita incidía directamente sobre las páginas de la novela. Cuando apareció ante ella, a Juanjo se le antojó que tenía un deje espectral. Llevaba un vestido rojo, largo hasta los tobillos y muy holgado. Las gafas, caladas hasta la mitad de la nariz, le conferían un aspecto de gran dama. Los pies desnudos cabalgaban sobre un pequeño reposapiés con el mismo tapizado de la butaca.

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