—Tu padre sí sabrá.
—No cuenta mucho.
—¿Por qué? —Mostró su extrañeza.
Juanjo se encogió de hombros. Fue un gesto en parte natural y en parte fingido. Su padre formaba parte de esa historia, al menos de la española.
Aunque a veces el tiempo lo distorsione todo.
Un falso
feedback
.
—Supongo que todos los padres son iguales —reflexionó Valeria—. ¿Tocáis juntos?
—Sí, bastante.
—Eso debe de ser estupendo.
—Hay muy buen rollo en lo musical —concedió él.
—¿Y lo hacéis en directo?
—No, únicamente en casa. Ha estado años apartado del circuito, tocando esporádicamente aquí y allá, si lo llamaba un colega para un bolo o para una grabación.
Nada importante. Ahora quiere volver en serio, grabar un disco, presentarlo y montarse algunas actuaciones de cara al verano.
El autobús iba muy rápido, dando acelerones. Ya habían dejado atrás la primera parada y estaban a punto de alcanzar la segunda.
—¿Cómo es tu grupo? —preguntó Valeria.
—Somos tres. Bajo, batería y yo que me ocupo de la guitarra y la voz solista.
—¿Lleváis mucho tiempo juntos?
—Cristian y yo desde que éramos niños. Amalia se incorporó hace un año y pico.
Pero hasta ahora no hemos conseguido un local de ensayo y vamos a trabajar en serio.
—Una chica al bajo. —Se extrañó.
—No, a la batería.
La extrañeza fue aún mayor. Tuvo que sujetarse porque al arrancar el autobús desde la segunda parada lo hizo con un nuevo acelerón. Un señor mayor elevó su voz en una inútil protesta. Por si las moscas, Valeria recogió ya su violín del suelo y se preparó.
—Me gustaría escucharos —comentó dando por sentado que eso era imposible.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, ¿por qué?
—¿No lo dirás para quedar bien?
—¡No!
—¿Cuándo quieres venir?
—¿En serio? —Se le iluminaron los ojos.
—¿Te parece el sábado por la tarde? —propuso Juanjo.
—Vale.
—Entonces el sábado.
El autobús se detuvo y ella se puso en movimiento por detrás del hombre que había protestado. Justo cuando ponía un pie en la acera recordó algo.
—¡El viernes no voy a venir a clase porque tengo que estudiar para un examen!
¿Dónde…?
Las puertas se cerraron.
El intento de Juanjo por darle alguna información murió de raíz. Su gesto de pesar coincidió con la reacción de Valeria.
La chica se llevó la mano derecha al oído, con el pulgar y el meñique extendidos en señal de llamada telefónica. Luego, antes de que el vehículo arrancara de nuevo y se alejara, sacó un rotulador a toda velocidad y escribió algo en la marquesina de la parada.
Juanjo sonrió.
Se dijeron adiós mientras ella acababa de escribir su número de teléfono.
Llegaba cinco minutos antes de la hora prevista, pero al ir a abrir la puerta ya pudo escucharlos a los dos. El sonido, aunque amortiguado por la insonorización, fluía a través de cualquier rendija. Amalia y Cristian ensayaban una sección de ritmo del último tema que habían compuesto, una mezcla de rock con reggae al estilo de lo que Police había hecho a finales de los setenta y comienzos de los ochenta. Por eso su mano se detuvo sin girar el pomo.
—Suena potente —dijo Valeria.
—Pues no es de lo mejor que hemos compuesto —comentó Juanjo.
Esperó unos segundos más, hasta que la música del otro lado cesó. O por lo menos cesó su conjunción, porque Cristian mantuvo el galopar de su bajo en tanto que a Amalia le dio por golpear su batería sin más, hasta un redoble final impotente.
—Hola — saludó el recién llegado.
No les había avisado. Lo comprendió al momento. Los locales de ensayo solían ser sacrosantos templos de intimidad, y él estaba allí con una chica, una extraña. Y no precisamente una chica cualquiera. Cristian alzó las dos cejas, deslumbrado por lo exótico del rostro de Valeria y la luminosidad de su cabello. Amalia se quedó paralizada.
El silencio fue peculiar.
—Ésta es Valeria —la presentó Juanjo—. Estudia conmigo en el conservatorio.
El bajista. Se acercó a ella y le estampilló dos besos en las mejillas.
Amalia siguió en su sitio sin soltar siquiera las baquetas.
—Le he dicho que podía… —vaciló el guitarra.
—Ningún problema. —Cristian se adelantó, súbitamente animado y efusivo—. ¿Suelo o silla?
—Mejor la silla, gracias —escogió Valeria.
—Sonaba bien —dijo Juanjo refiriéndose a lo que acababa de escuchar a través de la puerta.
—A mí no me acaba de convencer. —Amalia hizo un gesto de desagrado—. Pienso que deberíamos ser más cañeros y pasar de las mariconadas que ya se hacían hace la tira.
—Ayer parecíamos convencidos —objetó Juanjo.
—Ayer era ayer —dijo Amalia.
—No le sale, eso es lo que le pasa —apuntó Cristian.
—No me sale porque no me enrolla —lo quiso dejar claro la batería—. El rock es el rock. Métele lo que quieras, pero no pretendas cambiarle la raíz.
—Era solo un tema —adujo Juanjo—. Por probar.
—Cristian ha traído algo que suena bastante bien —dijo Amalia—. Me lo ha tocado antes de que llegaras.
—Entonces vamos con eso —quiso ser contemporizador.
Se colocó la guitarra eléctrica y comprobó por mera inercia si estaba afinada. Hecho esto, miró a Cristian y esperó a que su amigo arrancara con el tema. Valeria dejó de existir. Sentada en su silla, se empequeñeció hasta casi desaparecer. Los tres músicos formaron los vértices de un triángulo equilátero imaginario.
El bajista arrancó con un fuerte pellizco de sus cuerdas. Más que tocarlas, las percutía.
Al tercer compás empezó a aparecer el ritmo y se definió la melodía. Juanjo la captó al momento. Vibrante y energética. Esperó a que Amalia se sumara a Cristian y, una vez establecida la base, entró con su guitarra en el mismo punto álgido que ya cimbreaba el tema. Un fraseo, dos, y finalmente los tres en bloque hasta que una nueva mirada, dejó a la guitarra como solista. Era una improvisación, sí, pero sobre un colchón armónico y una melodía persistente que se mantenía con el bajo al margen de lo que él hiciera. El resultado fue total, intenso. Tocaban volcados en sus respectivos instrumentos pero sus ojos se encontraban una y otra vez. Bastaba una inflexión, un guiño, cualquier señal, para que la responsabilidad pasara de uno a otro. Al solo de Juanjo siguió un profundo batir de la batería y después el cierre a cargo del bajo, que en todo momento había sido el eje sobre el cual pivotaba la canción. Si le añadían una letra, habría que hacer cambios mínimos, quizá permitir un espacio al comienzo, antes de los solos, y otro al final. El tema en vivo podía durar lo que quisieran.
Acabaron de tocar mezclando los tirones finales de cada instrumento hasta quedar en silencio.
Juanjo subió y bajó la cabeza un par de veces mirando al sonriente Cristian.
—Muy bueno.
—Es genial —lo amplió Amalia—. U2, Coldplay…
—Vamos a trabajarla un poco —asintió de nuevo el guitarra—. ¿Cómo…?
—Anoche estaba en casa escuchando una cosa llamada «Take five», de un tal Dave Brubeck que por lo visto fue un hito de su tiempo, y de pronto agarré el bajo, hice como que los acompañaba y salió esto.
—Si fueras menos gandul, cabroncete. —Juanjo le dio un puñetazo amistoso en el hombro.
—Si fuera menos gandul tocaría la guitarra y te echaría de MI grupo —se burló pasando de todo.
Se echaron a reír los dos.
Amalia miraba a Valeria. La tenía justo en frente.
En aquel breve espacio de tiempo, mientras tocaban, Juanjo se había olvidado de ella.
Ladeó la cabeza para verla y se encontró con su asombro y una lucecita de humedad titilando en sus ojos.
No le preguntó.
Llevarla al ensayo sin haber advertido a sus compañeros había sido un desafío, una temeridad y un acto de prepotencia que no casaba con él. Ahora tenía que pasar de ella.
—¿Otra vez?, a ver qué sale ahora —preguntó Cristian.
Antes de que Amalia o él le dieran una respuesta la puerta se abrió de nuevo y por el quicio asomó la cabeza de Lester.
—He oído algo interesante, parece.
—Menuda insonorización —protestó Amalia, peleona—. A este paso el dúo hará rock; nosotros, hip-hop, y los hip-hoperos, temas acústicos y baladas suaves.
—De acuerdo, he pegado el oído a la puerta —se excusó el dueño de los locales de ensayo—. ¿Puedo quedarme a oírlo?
—Vale —dijo Cristian.
—Pero no digas nada —le previno Juanjo—. Aún no estamos preparados para escuchar la opinión de un experto.
—¿Y si es buena?
—Peor.
Lester aplaudió su respuesta. Cerró la puerta y se sentó al lado de Valeria. Entonces se dio cuenta de su presencia y no ocultó el efecto que causó en sus viejas moléculas.
—Vaya por Dios —dijo sin cortarse un pelo—. Esto mejora a cada momento.
El ensayo había terminado hacía rato, alrededor de quince minutos. Cristian y Amalia se habían ido; el primero guiñándole un ojo a su camarada, ella seria y poco amigable, con inusitadas prisas. Al quedarse solos lo único que hizo Juanjo fue tomar la guitarra acústica.
—¿Quieres escuchar algunas canciones?
—Me gustaría mucho, sí —dijo Valeria.
Las canciones ya eran cuatro. Juanjo las enlazaba, una tras otra. Eran pequeños temas vocales en los que la letra cobraba tanta importancia como la melodía. Las interpretaba con voz queda, suave, sin pretender cantar, solo desgranarlas. La chica no abrió la boca hasta que, con la última, él dejó la guitarra a un lado y bebió un sorbo de agua.
—Podrías ir de cantautor —manifestó Valeria.
—No me veo en plan solitario. Al menos no ahora.
—¿En el grupo componéis los tres?
—Sí, aunque básicamente seamos Cristian y yo.
—Ha sido una tarde… increíble.
—¿De verdad te ha gustado?
—Sois muy buenos, y tú, extraordinario. —Sus mejillas se ruborizaron un poco—. Y
que conste que no te estoy dando coba. Reconozco que el rock no es lo mío. Por eso estoy más impresionada.
—¿Por qué no es lo tuyo? Cualquier música debería ser nuestra si somos músicos.
—Quiero decir que no estoy familiarizada con ello. No conozco apenas nada.
—¿Qué sentías al oírnos?
—Algo muy fuerte, muy intenso. Estar aquí es como ver el parto de un hijo. El sonido en estado puro. Me daban ganas de sumarme a vosotros.
—¿En serio?
—Sí. —Sonrió como reaccionando a sus propias palabras—. Sentía… un hormigueo en los dedos, en las manos, en la cabeza. Contagiáis.
—Pues espérate cuando demos con lo que buscamos.
—¿Y qué es?
—No lo sé —admitió Juanjo con un deje de desesperanza—. Si lo supiéramos ya estaríamos en camino. Supongo que lo descubriremos cuando lo encontremos. Hasta ese momento… Eso si damos con ello.
—Daréis.
—¿Sabes cuántos grupos hay ahora mismo ensayando como nosotros y buscando ese algo diferencial, su estilo, su técnica, su propio universo creativo?
—No creo que haya muchos solistas que toquen como tú, tengan tu capacidad o sean hijos de músicos como tus padres.
Estuvo a punto de decirle que había leído su biografía en Internet.
No llegó a traicionarse.
—¿Hay por aquí un lavabo? —preguntó de pronto.
—Saliendo a mano derecha —le indicó Juanjo—. Después del último local.
Valeria siguió sus indicaciones. Llegó hasta el servicio y nada más cerrar la puerta lo que hizo fue apoyarse en el lavamanos y mirarse al espejo, tan viejo y sucio que la imagen que le devolvió fue todavía más irreal de lo que se sentía ella.
Sostuvo su mirada unos segundos.
—Valeria… —Cerró los ojos.
¿Qué estaba haciendo allí, una estudiante de violín, carne de conservatorio? Era un antro desvencijado. Esos chicos eran como ella y ya peleaban por sus sueños, ¿por qué ese sentimiento tan fuerte por un desconocido? ¿Quizá por su manera de tocar el piano?
Esa fuerza que probablemente jamás experimentaría en sí misma. Aquel puñado de temas acústicos la acababan de rematar estremeciéndola hasta el tuétano. Juanjo era el auténtico poder de la música y un aprendiz de genio, el sonido desnudo de la verdad.
No había pensado en orinar, su escapada no era más que una excusa para estar unos segundos a solas. Pero ya que estaba allí, y pese a la suciedad de la propia taza, lo hizo, aunque procurando no rozarse la piel con el borde. Por lo menos había papel higiénico.
Se limpió y se lavó las manos. Secárselas fue más difícil, porque la toalla estaba empapada.
Se resignó.
La imagen del espejo se hizo más opresiva.
¿Y si nunca tenía esa luz, esa energía?
¿Y si no solo no encontraba el camino, sino que se perdía buscándolo?
Algo era cierto: que escuchando al trío había sentido un intenso hormigueo. Sus pies se movían solos. Su corazón latía. Su ánimo destiló música como pocas veces lo había hecho.
Regresó al local de ensayo y por la puerta abierta escuchó otra vez uno de aquellos temas acústicos. Cuando la cruzó se encontró con Lester sentado delante de Juanjo.
Ocupó la silla contigua y esperó a que terminara la canción.
—Eso suena muy bien —opinó el viejo rockero.
—Gracias.
—Eres un todoterreno, chico. Comprendo que tu padre te quiera a su lado.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí.
—¿Tiene que ver algo el alquiler de este local con eso?
—No, tranquilo.
—Pero ¿te ha pedido que me comas el tarro?
—Tampoco. Solo que le gustaría que estuvieras con él.
—A mí me gustan muchas cosas.
—Te necesita.
La expresión lo atravesó.
Continuaba con la guitarra acústica entre las manos, así que se apoyó en ella, con los dos brazos cruzados. La luz, cenital, le confería un aura mística.
—¿Sabes que quiere grabar un disco y pegarse unos cuantos bolos?
—Sí.
—¿Y qué opinas?
—La gente es libre de hacer lo que quiera, hijo —repuso Lester—. ¿Hay alguna ley no escrita que diga que un músico veterano no puede hacer lo que más le gusta?
—La gente los llama dinosaurios.
—La gente es idiota. —Fue categórico—. Cuando el rock nació todos éramos jóvenes.