Padre e hijo se miraron.
El primero, emocionado. El segundo, orgulloso.
—Cojonudo. —El rockero expresó lo que sentía.
—No ha estado mal. —Juanjo quiso quitarle importancia.
—¿Lo ves? —dejó la guitarra a un lado—. Lo que no te enseñe tocar cada día, y hacer música en directo…
—Papá…
—Vale, vale. Solo te lo recuerdo.
—Ya lo hablamos. Déjame que lo intente.
—No digo nada. —Puso las dos manos abiertas a la altura de su rostro y con las palmas por delante.
—No, que va.
—¿Listo para la buena noticia? —Se cruzó de brazos y se dejó caer hacia atrás.
—¿Hay una buena noticia?
—Te he encontrado un local de ensayo para tu grupo.
Más que una buena noticia era un notición.
—¿En serio?
—Ajá.
—¿Es caro?
—He hablado con el dueño y no habrá ningún problema. Lo conozco de hace años. Es de la vieja escuela. La buena escuela. Lester
Rock
Rollester.
—¿
Rock
?
—¿Te imaginas? —Se echó a reír—. Con un apellido así, Rollester, Roll, y encima músico. El apodo era casi obligado. ¡Rock and Roll… ester!
—¿Cuándo podré verlo?
—Mañana o pasado. Tiene que quitar unos trastos. Es una pequeña nave que alquila por piezas. Un lugar ideal. Puedes meterle caña sin que aparezcan vecinos quejándose.
—Miró hacia el techo como si el suyo fuera a sacar la cabeza en plan fantasma de un momento a otro.
Juanjo se sintió feliz.
Desde que había cumplido los diecisiete las cosas parecían ir encajando, encontrando su lugar. Faltaba mucho, demasiado, pero empezaba a darse cuenta de que las prisas y la música solían chocar. No podían acelerarse ambos mundos porque entonces el vértigo los hacía tropezar. La música necesitaba su tiempo para crecer, sus manos lo requerían para conseguir extraer todas las posibilidades de una guitarra o un teclado, y su cabeza lo precisaba para absorber con intensidad la vida y convertirla en armonía, en fuerza sónica.
Miró el pequeño estudio que su padre tenía montado en casa. Apenas si cabían tres personas. Las guitarras colgando de sus soportes, los dos teclados, el piano eléctrico y el órgano, la caja de ritmos, los altavoces, los equipos de grabación y reproducción. Lo necesario para ensayar, probar, hacer maquetas y pasarlo bien.
Otra dimensión.
—¿Nos montamos una más? —Agustín
Angus
Rosell se animó.
—Tengo que estudiar. —Juanjo se levantó.
—Vaya por Dios.
El chico abrió la puerta. No llegó a cruzarla.
—Ha sido una buena
jam
—afirmó su padre.
—Ha estado bien, sí —reconoció él.
—Cada día estás más fino. Dile a tu madre que me traiga una cerveza, por favor.
Pensó en decirle que ya llevaba seis, y que ni siquiera era la hora de la cena, pero no tuvo valor. Se calló y, antes de cerrar la puerta, dijo:
—De acuerdo, papá.
Valeria, Jara, África y Dunia guardaban sus respectivos violines cuando le vieron pasar. La casualidad fue que, encima, él se detuviera casi delante de su aula para hablar con otro de los estudiantes.
—Ése es el chico del que os he hablado —les hizo notar Valeria.
Sus tres amigas observaron detenidamente al aparecido.
Su valoración fue rápida.
—Es mono —dijo Jara.
—Desde luego —ponderó África.
—Ya te digo —asintió Dunia.
—Psé —se limitó a manifestar Valeria.
Ninguna de ellas apartó la mirada de Juanjo, que, ajeno a todo, continuaba hablando a unos metros de la entrada del aula.
Incluso Valeria tardó en reaccionar.
—¿Queréis dejar de mirarle el culo?
—Me gusta su culo. —África movió la cabeza de arriba abajo.
—Y a mí, su expresión. Parece dulce —valoró Jara.
—¿Qué quieres que miremos? —Dunia se enfrentó a su compañera.
—Si es que sois…
—No habernos hablado tanto de él. —África se defendió.
—¿Tanto?
—No has parado. —Jara quiso dejarlo claro.
—¿Tan bueno es? —preguntó Dunia.
Valeria recordó la extraordinaria impresión que les había dejado el nuevo estudiante al piano con su brillante y feroz improvisación del día anterior.
—Bueno es poco. Yo no había visto nada igual —reconoció—. Fue asombroso. Sobre todo para no haber estudiado nada.
—Igual va de fantasmilla —vaciló Dunia.
—No me lo parece. —África continuó observándolo.
—Es mono —suspiró Jara.
—Eso ya lo has dicho antes —le replicaron las otras tres casi al unísono.
—No sois nada sensibles. —Jara se hizo la ofendida.
—Y a ti todos los chicos te parecen «monos». —Dunia acentuó el énfasis en la última palabra.
—Es que éste lo es, ¿no? —Jara buscó el apoyo de Valeria.
La chica obvió la respuesta.
—Dijo que su padre era músico, y su madre, cantante —recordó Valeria—. Estaban en un grupo de rock o algo así. Los… Vengadores… No, Los Renegados de la Vía Apia, eso es.
—¿Se llamaban así? —África abrió los ojos.
—Hace veinticinco o treinta años todos tenían nombres raros, creo —mencionó Dunia, insegura.
—¿Has mirado en Internet? —inquirió África.
—No, no se me ha ocurrido.
—¿Irás a por él? —preguntó Jara.
—¡Jo, tía, cómo vas! —resopló Valeria ante la forma directa de plantear las cosas de su compañera.
—Si es que es muy mono —reiteró ella por tercera vez.
—¡Vale, pesada! —Dunia casi le dio con la funda del violín.
Juanjo ya no estaba allí. Su sombra se alejaba por el pasillo en dirección a la calle. Las cuatro salieron también del aula. Justo a tiempo de verle desaparecer por la escalinata que conducía a la planta baja. Ninguna de ellas aceleró el paso.
—¿Y para qué querrá estudiar si es tan bueno? —África expresó su inquietud en voz alta.
—Puede ser un genio, pero hasta los genios necesitan ir a clase para pulirse —opinó Jara.
Descendieron por la escalinata, cruzaron el
hall
del conservatorio y salieron a la calle.
Juanjo caminaba a buen paso por su izquierda, a unos treinta metros de distancia, en la misma dirección que debía tomar Valeria. Las otras tres enfilaban su derecha, en busca del metro. Se separaban siempre allí.
—¡Hasta mañana!
—¡Chao!
—¡Mira que si coge también el autobús!
Valeria echó a andar a su ritmo, viendo a lo lejos la silueta de Juanjo. Las palabras de Dunia resultaron proféticas porque el chico se detuvo al llegar a la parada del autobús, a unos doscientos metros del conservatorio y, por lo tanto, apartado de miradas suspicaces. Salvo una señora anciana, no había nadie más bajo la marquesina.
Era imposible disimular.
Más aún, era estúpido disimular.
Tenían clases comunes.
—Juanjo, ¿verdad?
—Sí.
—Yo soy Valeria.
Pareció que él iba a besarla y ella a darle la mano. Cuando quisieron cambiar fue al revés, la mano uno y el beso otra. Acabaron haciéndose un lío mezclando intenciones, todo ello en un segundo, y optaron por lo más sencillo: besarse en las mejillas.
Juanjo aspiró su aroma.
Valeria sintió un cosquilleo en la nuca.
Se miraron brevemente, con la anciana sentada de manera seráfica y ausente en el banquito amarillo bajo la marquesina. Sus ojos perdidos navegaban por un océano de silencios. Los de ellos habían llegado a puerto.
—Nos dejaste impresionados con lo de anteayer. —Pensó que para romper el hielo era lo más usual.
—Gracias.
—Eres bueno.
Juanjo se encogió de hombros.
—Supongo que para ti es algo natural, ¿no?
—Un poco —admitió él.
—¿Te enseñó tu padre?
—No.
—Dijiste que era músico.
—Guitarra.
—Ya, pero…
—Fue más mi madre que mi padre.
—¿Por qué no tocas la guitarra?
—La toco. De hecho, es mi instrumento.
—¿También tocas la guitarra? —Se sintió impresionada—. Entonces lo del piano…
—Me gusta. Ojalá pudiera tocar de todo. —No quiso seguir hablando de sí mismo y cambió de interrogado a interrogador—. ¿Tú eres violinista?
—Lo intento.
—¿Lo intentas?
—Es una larga historia y solo tengo tres paradas de autobús hasta llegar a casa. —
Sonrió señalando al bus que ya se acercaba a ellos reduciendo la velocidad.
—Para mí son cinco paradas —dijo Juanjo—. Y también cojo éste.
La anciana ya estaba a su lado, dispuesta a subir la primera.
El autobús frenó suavemente a su altura. Se abrieron las puertas y la anciana asaltó la plataforma llevando su pase en la mano. Ellos lo hicieron a continuación, insertaron su tiquete en el cajetín y caminaron hasta encontrar un hueco en la parte intermedia. Había asientos libres pero ni uno ni otra hicieron ademán de ir a sentarse.
Ahora la iniciativa la tomó Juanjo.
—Me gustaría oírte —dijo.
—No creo que valga la pena. —Valeria buscó un atisbo de sinceridad.
—¿Por qué? No me digas que estudias por obligación.
—No. Me encanta la música. Y me encanta el violín. En ocasiones creo que solo soy feliz tocándolo, porque entonces no hay nada más. Lo que pasa es que a veces… —vaciló un instante—. Hay algo ahí, estás cerca, lo intuyes, esa nota, esa melodía… Y cuando ves que no puedes conseguirlo, que se escapa…
—Te entiendo —asintió él, serio y grave.
—¿De verdad? —Valeria pareció sorprendida.
No tuvo que repetírselo con palabras. Le bastó con ver sus ojos, la sinceridad de su mirada, el tono abierto de su expresión.
Fue suficiente.
Durante el siguiente minuto, hasta la nueva parada, hablaron más sin decirse nada que expresándolo todo de viva voz.
Valeria bajó en la tercera parada, y una vez en la calle se volvió para levantar la mano y decirle adiós con ella. Juanjo correspondió a su gesto.
Mientras el autobús arrancaba, la vio caminar.
Resuelta y decidida, con el violín a la espalda.
—Es muy guapa —oyó una voz casi a su lado.
Era la anciana.
—Oh, sí —fue lo único que acertó a decir.
La mujer era un pergamino. Su rostro, impasible. Sin embargo estaba viva.
Sorprendentemente viva.
—Yo me casé más o menos a su edad con mi Roberto.
Juanjo imaginó la Prehistoria. Diplodocus y todo eso. Al momento se arrepintió de su maldad. Por suerte los pensamientos no se convertían en imágenes ni en palabras. Le dirigió una sonrisa cómplice a la señora.
Ya no hubo más conversación.
Dos paradas después, le tocó su turno.
Así que Valeria y él no vivían muy lejos el uno del otro.
Mientras caminaba en dirección a su casa continuó pensando en su compañera. Ya se habían intercambiado miradas la primera tarde, de manera rápida pero intencionada.
Miradas de búsqueda y reclamo, descubrimiento y certeza. Llevaba algunos meses ajeno a las chicas, concentrado en la música. Incluso se sentía tímido e inseguro con ellas. Por su cabeza repiqueteaba la vieja teoría: «Las chicas lo complican todo cuando eres músico». Y sin embargo todos los músicos acababan siendo ludópatas del amor, o del sexo. Una ansiedad vital que disparaba la adrenalina en todas las direcciones.
Tenía suficiente con la historia de su padre.
Sin apartar su pensamiento de la belleza medio eslava con un toque ligeramente asiático de Valeria, aquellos ojos grises y algo rasgados, el cabello intensamente rubio, el cuerpo delicado y esbelto, caminó hasta que en la penúltima esquina y antes de llegar a su calle enfiló a la izquierda para desviarse no más de cien metros. El bar La Candelaria se encontraba en el siguiente cruce, en un amplio chaflán, por lo cual disponía de algunas mesas en el exterior. Dada la hora, lejos todavía de la noche y sus cenas relajadas o sus cervecitas plácidas, la afluencia de parroquianos era exigua.
Amalia y Cristian estaban ya esperándole.
Se sentó a su lado dejándose caer sobre la silla metálica, como si estuviera cansado o acabase de hacer una maratón. Los saludos fueron rápidos, del estilo de siempre.
Apenas una declaración de intenciones.
—¿Cómo lo llevas?
Apartó a Valeria de su mente para concentrarse en ellos, sus amigos, su grupo.
—¿Hace mucho que esperáis?
—No, nada.
—Yo he llegado hace diez minutos —dijo Amalia pasando de la indiferencia de Cristian—, pero es que estaba un poco impaciente. ¿De verdad tenemos local de ensayo?
—Ya os lo dije por teléfono —manifestó Juanjo.
—Jo, vale, es que… —La chica hizo un gesto de no creérselo con la mano—. Me parece una pasada.
—Tu padre es genial —convino Cristian.
—Aún tiene contactos —reconoció Juanjo.
—Ahora sí que tendrás que tocar con él.
La expresión del chico cambió de forma imperceptible.
—No —respondió, lacónico.
—Vamos, tío —dijo Amalia—. Aparte de que sea tu padre y te apoye, también lo hace para enrollarte, y lo veo lógico.
—¿Y qué?
—Pues que ojalá mi padre fuera músico y me pidiera que tocara con él.
—Mi padre no es músico —objetó Juanjo—. Es una leyenda del rock patrio.
—Mejor.
—No. Un ladrillo. —Fue tajante—. Un marrón de aquí te espero. No quiero ser otro
«hijo de» usando el buen o mal nombre de su papá para que hablen de él. Y además hay otras cosas.
—¿Cuáles? —inquirió Cristian.
—Personales.
—Cuando te pones borde…
—Vale, no discutáis. —Amalia puso paz—. Solo digo que para ti sería una oportunidad.
—No quiero esas oportunidades.
—Dile que no lo pregone.
—¿Tú crees que, si grabara algo o si saliera a escena con él, no lo pregonaría a los cuatro vientos?
—Pasemos del tema. —Cristian hizo ver que echaba la llave a una cerradura imaginaria situada frente a su cara, en mitad de ninguna parte—. ¿Qué tal el conservatorio?
El camarero llegó hasta ellos y eso impidió la respuesta de Juanjo. Amalia ya se había bebido su cerveza. La de Cristian estaba a la mitad. Como no andaban sobrados de dinero, ellos dos pasaron. El recién llegado pidió una limonada.
—¿Limonada? —Su compañero frunció el ceño.
—No quiero que mi madre me huela el aliento cuando llegue.