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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (7 page)

El personal del hospital, sean médicos, enfermeras, asistentas sociales o capellanes, no saben lo que pierden cuando esquivan a estos pacientes. Si uno está interesado en la conducta humana, en las adaptaciones y defensas que tienen que usar los seres humanos para afrontar estas tensiones, aquí es donde se puede aprender. Si se sientan y escuchan, y repiten sus visitas aunque al paciente no le apetezca hablar en el primer o segundo encuentro, el paciente pronto empezará a sentirse confiado, porque hay una persona que se preocupa por él, que está disponible, que se queda por allí.

Cuando estén dispuestos a hablar, se abrirán y compartirán su soledad, unas veces con palabras, otras con pequeños gestos o comunicaciones no orales. En el caso de la señora K., nunca tratamos de romper su negación, nunca le llevamos la contraria cuando ella nos aseguraba que estaba bien. Sólo insistíamos en que tenía que tomar su medicación y perseverar en su dieta si quería volver a casa con sus hijos. Había días en que se atiborraba de alimentos prohibidos, sólo para sufrir el doble a continuación. Esto era intolerable, y nosotros se lo dijimos. Esto era una parte de la realidad que no podíamos negar con ella. O sea que, de algún modo, implícitamente, le decíamos que estaba gravemente enferma. Explícitamente no lo hacíamos porque era obvio que era incapaz de tolerar la verdad en aquella fase de su enfermedad. Fue mucho más tarde, después de haber pasado por fases de letargo semicomatoso y gran decaimiento, y por fases de confusión en las que se imaginaba un marido tierno y cariñoso que le mandaba flores, cuando adquirió la fortaleza necesaria para afrontar la realidad de su situación y pudo pedir una comida más apetitosa y una compañía final, que ella comprendía no podía venirle de la familia.

Recordando esta relación tan larga e interesante, estoy segura de que fue posible sólo porque ella notó que respetábamos su deseo de negar su enfermedad el mayor tiempo posible. Nunca parecíamos juzgarla, por muchos problemas que creara al personal del hospital. (Por supuesto, eso era mucho más fácil para nosotros, que éramos una especie de personal invitado, y no éramos responsables de su dieta ni estábamos con ella todo el día, experimentando una frustración tras otra.) Continuamos con nuestras visitas incluso en los momentos en que se encontraba en un estado de irracionalidad total y no podía recordar nuestras caras ni el papel profesional que representábamos. A la larga, es el cuidado persistente del terapista que ha afrontado lo suficiente su propio complejo con respecto a la muerte lo que ayuda al paciente a sobreponerse a la ansiedad y al miedo a su muerte inminente. La señora K. pidió que la acompañaran dos personas durante sus últimos días en el hospital; una fue la terapista, con la que no cruzó más que unas pocas palabras, a la que daba la mano de vez en cuando, manifestando cada vez menos preocupación por la comida, el dolor o la incomodidad. La otra fue la terapista ocupacional que la ayudó a olvidar la realidad en muchos momentos y le permitió funcionar como una mujer creativa y productiva, haciendo objetos que dejaría a su familia, quizá como pequeñas señales de inmortalidad.

Utilizo este ejemplo para mostrar que no siempre afirmamos explícitamente que el paciente en realidad está desahuciado. Primero intentamos averiguar sus necesidades, tratamos de conocer sus puntos débiles y fuertes y buscamos indicios visibles u ocultos para determinar hasta qué punto un paciente quiere afrontar la realidad en un momento dado. Esta paciente, excepcional en muchos aspectos, dejó bien claro desde el principio que la negación le era esencial para mantenerse cuerda. Aunque muchos miembros del personal la consideraran claramente psicótica, los tests demostraron que su sentido de la realidad estaba intacto a pesar de todas las manifestaciones de lo contrario. De ello dedujimos que no era capaz de aceptar la necesidad de su familia de verla muerta “cuanto antes mejor”, no era capaz de admitir su propio fin cuando acababa de empezar a disfrutar de sus hijos, y se asía desesperadamente al poder del santuario, que le garantizaba una excelente salud.

Sin embargo, otra parte de ella era plenamente consciente de su enfermedad. No trató de salir del hospital; de hecho, se instaló allí bastante cómodamente. Se rodeó de objetos familiares, como si fuera a pasar allí mucho tiempo. (Nunca salió del hospital.) Además, aceptó los límites que le fijamos. Comía lo que le decían que comiera, con algunas excepciones cuando lo tiraba todo por la borda. Más tarde, reconoció que era incapaz de vivir con tantas restricciones, y que el sufrimiento era peor que la propia muerte. Podemos considerar los episodios de ingestión excesiva de alimentos prohibidos como una forma de intento de suicidio, ya que habrían producido un fallecimiento rápido si las enfermeras no hubieran intervenido enérgicamente.

Así pues, en cierto modo, esta paciente mostraba una fluctuación entre la negación casi total de su enfermedad y el intento repetido de ocasionarse la muerte. Rechazada por su familia, a menudo descuidada o ignorada por el personal del hospital, se convirtió en una figura digna de lástima, una mujer joven, de aspecto abandonado, sentada al borde de la cama, en medio de una soledad desesperante, pegada al teléfono para oír un sonido. Encontraba un refugio provisional en sus fantasías de belleza, flores y cariño, que no podía obtener en la vida real. No tenía una formación religiosa profunda para ayudarla a pasar aquella crisis, y fueron necesarias semanas y meses de compañía, a menudo silenciosa, para ayudarle a aceptar su muerte, sin suicidio y sin psicosis.

Nuestras reacciones ante esta mujer joven fueron múltiples. Al principio hubo una incredulidad total. ¿Cómo podía pretender estar tan sana cuando le limitaban tanto la comida? ¿Cómo podía permanecer en el hospital y someterse a todos aquellos reconocimientos, si en realidad estaba convencida de que estaba bien? Pronto nos dimos cuenta de que era incapaz de oír aquellas preguntas y nos dedicamos a conocerla mejor a base de hablar de cosas menos dolorosas. El hecho de que fuera joven y jovial, de que tuviera niños pequeños y una familia que no la ayudaba, contribuyó mucho a nuestros intentos de ayudarla a pesar de su prolongada negación. Le permitimos negar todo lo que necesitara para su supervivencia y estuvimos a su disposición durante todo el tiempo que pasó en el hospital.

Cuando el personal contribuía a su aislamiento, solíamos enfadamos y adquirimos la costumbre de dejar la puerta abierta, sólo para encontrárnosla cerrada de nuevo en nuestra siguiente visita. A medida que nos íbamos familiarizando con sus peculiaridades, nos parecían menos extrañas y empezaron a tener más sentido, con lo que aumentaron nuestras dificultades a la hora de valorar la necesidad de evitarla que tenían las enfermeras. Hacia el final, se convirtió en una cuestión personal, en la sensación de compartir un idioma extranjero con alguien que no podía comunicarse con los demás.

Es indiscutible que llegamos a sentirnos profundamente unidos con esta paciente, más de lo que es habitual en el personal de un hospital. Al intentar entender las razones de este sentimiento, hemos de añadir también que en parte era una manifestación de nuestra frustración por no poder hacer que la familia ayudara más a aquella paciente tan patética. Nuestro enojo se manifiesta quizás en el hecho de asumir el papel del visitante consolador que esperábamos fuera el marido. Y —¡quién sabe!— quizás esta necesidad de volcarnos en tales circunstancias, fuera la expresión de nuestro deseo inconsciente de que no nos rechazaran algún día si el destino nos tuviera reservado algo parecido. Al fin y al cabo, era una mujer joven con dos niños pequeños. Mirándolo retrospectivamente, me pregunto si no estuve demasiado dispuesta a apoyar su negación.

Esto muestra la necesidad de examinar más de cerca nuestras reacciones cuando trabajamos con pacientes, ya que siempre se reflejarán en el comportamiento del paciente y pueden contribuir mucho para su bien o su daño. Si estamos dispuestos a mirarnos a nosotros mismos honradamente, puede ayudarnos a crecer y madurar. Y ningún trabajo mejor que el trato con pacientes muy enfermos, viejos o moribundos.

4. Segunda fase: ira

Interpretamos mal el mundo y decimos que nos defrauda.

Tagore,
Pájaros errantes
, LXXV

Si nuestra primera reacción ante una noticia terrible es: “No, no es verdad, no, no puede afectarme a mí”, tiene que dejar paso a una nueva reacción, cuando finalmente empezamos a comprender: “¡Oh, sí! Soy yo, no ha sido un error.” Por suerte o por desgracia, muy pocos pacientes pueden mantener un mundo de fantasía en el que tienen salud y se encuentran bien hasta que mueren.

Cuando no se puede seguir manteniendo la primera fase de negación, es sustituida por sentimientos de ira, rabia, envidia y resentimiento. Lógicamente, surge la siguiente pregunta: “¿Por qué yo?” Como dijo uno de nuestros pacientes, el doctor G.: “Supongo que casi todos los que se encuentran en mi situación deben de mirar a otro y decir: Bueno, ¿por qué no habría podido ser él? Y esta idea me ha pasado por la cabeza varias veces... Venía por la calle un viejo al que conozco desde que yo era niño. Tiene ochenta y dos años, y no sirve para nada, en la manera en que nosotros, los mortales, lo entendemos. Es reumático, cojo, sucio, justo el tipo de persona que a uno no le gustaría ser. Y me vino con fuerza la idea: ¿Por qué no podía haber sido el viejo George en vez de yo?” (extracto de la entrevista del doctor G.).

En contraste con la fase de negación, esta fase de ira es muy difícil de afrontar para la familia y el personal. Esto se debe a que la ira se desplaza en todas direcciones y se proyecta contra lo que les rodea, a veces casi al azar. Los doctores no son buenos, no saben qué pruebas hacer ni qué dieta prescribir. Tienen a los pacientes demasiado tiempo en el hospital o no respetan sus deseos de privilegios especiales. Permiten que les metan en la habitación un compañero lastimosamente enfermo cuando ellos pagan tanto dinero para tener un poco de soledad y descanso, etc. Las enfermeras se convierten en blanco de su disgusto aún más a menudo. En cuanto han salido de la habitación, tocan el timbre y se enciende la luz en el mismo minuto en que empiezan su informe para el siguiente turno de enfermeras. Si sacuden las almohadas y estiran las sábanas, les acusan de no dejar nunca en paz a los pacientes, y cuando los dejan solos vuelve a encenderse la luz para pedir que les arreglen mejor la cama. La familia que les visita es recibida con poco entusiasmo, con lo que el encuentro se convierte en algo violento. Luego responden con dolor y lágrimas, culpabilidad o vergüenza, o eluden futuras visitas, lo cual sólo sirve para aumentar la incomodidad y el disgusto del paciente.

El problema está en que pocas personas se ponen en el lugar del paciente y se preguntan de dónde puede venir su enojo. Tal vez nosotros también estaríamos disgustados si todas nuestras actividades se vieran interrumpidas tan prematuramente; si todos los proyectos que habíamos forjado fueran a quedarse sin acabar, o fuera a acabarlos otro; si hubiéramos ahorrado un dinero ganado duramente para disfrutar de unos cuantos años de descanso y solaz, para viajar y dedicarnos a nuestras aficiones, y nos encontráramos con que “esto no es para mí”. ¿Qué haríamos con nuestra rabia, sino descargarla sobre las personas que probablemente iban a disfrutar de todas aquellas cosas? Personas que corren a nuestro alrededor con aire de estar muy ocupadas sólo para recordarnos que ya ni siquiera podemos ponernos en pie. Personas que ordenan exámenes desagradables y hospitalización prolongada con todas sus limitaciones, restricciones y gastos, y que, al terminar el día, pueden irse a su casa y disfrutar de la vida. Personas que nos dicen que nos estemos quietos para que no haya que volver a empezar la infusión o la transfusión, cuando sentimos deseos de salir de nuestro pellejo y hacer algo para saber que todavía funcionamos a algún nivel.

A donde quiera que mire el paciente en esos momentos, encontrará motivos de queja. Tal vez ponga la televisión y se encuentre un grupo de alegres jóvenes que ejecutan un baile moderno, y eso le irrite, porque todos sus movimientos son dolorosos o están limitados. Tal vez vea una película del oeste en la que matan a la gente a sangre fría mientras los espectadores continúan bebiendo sus cervezas. Los comparará con su familia o con el personal que le atiende. Tal vez escuche las noticias, llenas de destrucción, guerra, incendios y tragedias, lejos de él, sin preocuparse por la lucha de un individuo que pronto será olvidado. O sea, que este paciente hace todo lo posible para que no se le olvide. Alzará la voz, pedirá cosas, se quejará y pedirá que se le atienda, quizá como un último grito: “Estoy vivo, no os olvidéis de eso. Podéis oír mi voz. ¡Todavía no estoy muerto!”

Un paciente al que se respete y se comprenda, al que se preste atención y se dedique un poco de tiempo, pronto bajará la voz y reducirá sus airadas peticiones. Se sentirá un ser humano valioso, del que se preocupan y al que permiten funcionar al nivel más alto posible, mientras pueda. Se le escuchará sin necesidad de que coja un berrinche, se le visitará sin que suene el timbre tan a menudo, porque hacerle una visita no es un deber, sino un placer.

La tragedia es quizá que no pensamos en las razones del enojo del paciente y lo tomamos como algo personal, cuando, el origen, no tiene nada que ver, o muy poco, con las personas que se convierten en blanco de sus iras. Sin embargo, cuando el personal o la familia se toman esta ira como algo personal y reaccionan en consecuencia, con más ira por su parte, no hacen más que fomentar la conducta hostil de paciente. Pueden esquivarlo y hacer más cortas las visitas o pueden dar argumentos innecesarios para justificar su visita, sin saber que, muy a menudo, aquello es totalmente irrelevante.

Un ejemplo de disgusto racional provocado por la reacción de una enfermera fue el caso del señor X. Llevaba varias meses tendido en cama, y acababan de permitirle prescindir del aparato de respiración artificial durante unas cuantas horas al día. Antes, había llevado una vida muy activa, y le había sido muy duro someterse a unas restricciones tan absolutas. Era plenamente consciente de que sus días estaban contados, y su mayor deseo era que le cambiaran de postura (estaba paralizado hasta el cuello). Pidió a la enfermera que nunca levantara las barandas laterales porque le hacían pensar que estaba en el ataúd. La enfermera, que no era muy amable con este paciente, convino en que las dejaría bajadas a todas horas. Esta enfermera, contratada sólo para él, se enfadaba mucho cuando interrumpían su lectura, y sabía que él estaría quieto mientras ella cumpliera su deseo.

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