Read Sobre la muerte y los moribundos Online

Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (3 page)

Este cambio de enfoque, del individuo a las masas, ha sido más dramático en otras áreas de la relación humana. Si examinamos los cambios que han tenido lugar en las últimas décadas, podemos percibirlo en todas partes. Antiguamente, un hombre podía mirar a los ojos a su enemigo. Tenía su oportunidad en un encuentro personal con un enemigo visible. Ahora, tanto el militar como el simple ciudadano tienen que hacer frente a armas de destrucción masiva que no ofrecen ni una sola oportunidad razonable, y que a menudo caen sin que ellos se den cuenta siquiera. La destrucción puede venir del cielo azul y destruir a millares, como la bomba de Hiroshima; puede venir en forma de gases u otras armas de la guerra química: invisibles, asoladoras, mortíferas. Ya no es el hombre quien lucha por sus derechos, sus convicciones, o por la seguridad o el honor de su familia, es todo el país el que está en guerra, incluidos mujeres y niños, que se ven afectados directa o indirectamente sin posibilidad de supervivencia. Así es como la ciencia y la tecnología han contribuido a un miedo cada vez mayor a la destrucción y, por lo tanto, al miedo a la muerte.

No es sorprendente, entonces, que el hombre tenga que defenderse más. Si su capacidad para defenderse físicamente es cada vez menor, sus defensas psicológicas tienen que multiplicarse. No puede seguir siempre negándose a la evidencia. No puede pretender continuamente que está seguro. Si no podemos negar la muerte, podemos intentar dominarla. Podemos sumarnos a la competición en las carreteras y luego leer el número de víctimas de accidentes de los días festivos y estremecemos, pero también alegrarnos: “Fue el otro, no yo.”

Grupos de personas, desde las bandas callejeras hasta las naciones, pueden usar su identidad de grupo para expresar su miedo a que les destruyan, atacando y destruyendo a otros. Quizá la guerra no sea más que una necesidad de enfrentarse a la muerte, de conquistarla y dominarla, de salir de ella con vida: una forma peculiar de negar nuestra propia mortalidad. Uno de nuestros pacientes, que moría de leucemia, decía sin podérselo creer: “Es imposible que yo muera ahora. No puede ser la voluntad de Dios, porque me dejó sobrevivir cuando me caían las balas a muy poca distancia durante la Segunda Guerra Mundial.”

Otra mujer expresó su sorpresa y su sensación de incredulidad al calificar de “injusta” la muerte de un joven que estaba de permiso: había venido del Vietnam, y encontró la muerte en un accidente de automóvil, como si su supervivencia en el campo de batalla tuviera que haberle garantizado la inmunidad a la muerte en su patria.

Así pues, tal vez pueda encontrarse una posibilidad de paz estudiando las actitudes que tienen respecto a la muerte los dirigentes de los países, los que toman las decisiones últimas de guerra y paz entre naciones. Si todos nosotros hiciéramos un sincero esfuerzo para reflexionar sobre nuestra propia muerte, para afrontar las inquietudes que rodean la idea de nuestra muerte, y para ayudar a otros a familiarizarse con estos pensamientos, quizá se lograra una tendencia menor a la destrucción a nuestro alrededor.

Las agencias de noticias podrían aportar su grano de arena a la tarea de hacer afrontar a la gente la realidad de la guerra, evitando términos tan despersonalizados como la “solución de la cuestión judía” para hablar del asesinato de millones de hombres, mujeres y niños; o, para utilizar un tema más reciente, la recuperación de una colina en Vietnam mediante la eliminación de un nido de ametralladoras, una fuerte pérdida de VC (vietcongs) podría describirse en términos de tragedias humanas y pérdidas de seres humanos por ambos lados. Hay tantos ejemplos en todos los periódicos y en otros medios informativos que es innecesario añadir más aquí.

En resumen, pues, vemos que con el rápido avance técnico y los nuevos logros científicos los hombres han podido desarrollar no sólo nuevas habilidades sino también nuevas armas de destrucción masiva que aumentan el miedo a una muerte violenta y catastrófica. El hombre tiene que defenderse psicológicamente contra este mayor miedo a la muerte por la mayor incapacidad de preverla y protegerse contra ella. Psicológicamente, puede negar la realidad de su propia muerte durante un tiempo. Como en nuestro inconsciente no podemos percibir nuestra propia muerte y creemos en nuestra inmortalidad, pero podemos concebir la muerte de nuestro vecino, las noticias de muertes en combate, en las guerras o en la carretera, sólo sirven para reforzar la creencia inconsciente en nuestra propia inmortalidad y nos permiten —en la intimidad y el secreto de nuestro inconsciente— alegrarnos de que “le ha tocado al vecino, y no a mí”.

Si ya no es posible la negación, podemos intentar dominar a la muerte desafiándola. Si podemos conducir por una carretera a gran velocidad, si podemos regresar de Vietnam, en realidad debemos tener la impresión de ser inmunes a la muerte. Hemos matado diez veces más enemigos que bajas hemos tenido nosotros: lo oímos en los boletines de noticias casi a diario. ¿No es esto lo que queremos pensar, no es ésta la proyección de nuestro deseo infantil de omnipotencia e inmortalidad? Si un país, una sociedad entera experimenta este miedo y esta negación de la muerte, tiene que usar defensas que sólo pueden ser destructivas. Las guerras, los tumultos, y el número cada vez mayor de asesinatos y otros crímenes pueden ser los indicadores de nuestra capacidad cada vez menor para afrontar la muerte con una digna aceptación. Quizá tengamos que volver al ser humano individual y empezar desde el principio: intentar concebir nuestra propia muerte y aprender a afrontar este acontecimiento trágico pero inevitable, con menos irracionalidad y menos miedo.

¿Qué papel ha tenido la religión en estos tiempos cambiantes? En las épocas antiguas había más gente que, al parecer, creía en Dios de forma incuestionable; creía en otra vida, que liberaría a las personas de sus sufrimientos y su dolor. Había una recompensa en el cielo, y el que hubiera sufrido mucho aquí en la tierra sería recompensado después de la muerte según el valor y la gracia, la paciencia y la dignidad con que hubiera llevado su carga. El sufrimiento era más corriente, así como el nacimiento de un niño era un hecho más natural, largo y doloroso, pero la madre estaba despierta cuando nacía el niño. Había un sentido y una recompensa futura en el sufrimiento. Ahora damos sedantes a las madres, tratamos de evitar el dolor y la angustia; incluso podemos provocar el parto para que el niño nazca el día del cumpleaños de un pariente o para evitar que interfiera con otro acontecimiento importante. Muchas madres no se despiertan hasta horas después de nacer sus niños, y están demasiado drogadas y soñolientas para alegrarse del nacimiento de sus hijos. El sufrimiento no tiene mucho sentido, ya que pueden administrarse drogas para el dolor, la comezón y otras molestias. Hace tiempo que ha desaparecido la creencia de que el sufrimiento en la tierra será recompensado en el cielo. El sufrimiento ha perdido su significado.

Pero además de este cambio, cada vez menos gente cree realmente en una vida después de la muerte, lo cual quizá fuera una negación de nuestra mortalidad. Pero, si no podemos esperar una vida después de la muerte, entonces tenemos que pensar en la muerte. Si ya no recibimos una recompensa a nuestros sufrimientos en el cielo, entonces el sufrimiento se convierte en algo sin sentido. Aunque tomemos parte en actividades parroquiales para asistir a reuniones o a bailes, nos vemos privados del antiguo objetivo de la iglesia, a saber: dar esperanza, un sentido a las tragedias de la tierra, intentar comprender y dar un significado a los hechos dolorosos de nuestra vida, que de otro modo serían inaceptables.

Por paradójico que pueda parecer, mientras la sociedad ha contribuido a la negación de la muerte, la religión ha perdido muchos de sus creyentes en una vida después de la muerte, esto es, en la inmortalidad, con lo que ha disminuido la negación de la muerte a este respecto. En lo que al paciente se refiere, éste ha sido un triste cambio. Así como la negativa religiosa, es decir, la creencia en el significado del sufrimiento aquí en la tierra y en la recompensa en el cielo después de la muerte, ofrecía una esperanza y una finalidad, la negativa de la sociedad no ofrece una ni otra sino que sólo sirve para aumentar nuestra ansiedad y contribuye a la destructividad y agresividad: nos hace matar para eludir la realidad y enfrentarnos con nuestra propia muerte.

Una mirada al futuro nos muestra una sociedad en la que cada vez se “mantendrá en vida” a más y más gente, con máquinas que sustituirán a órganos vitales y con computadoras que comprobarán de vez en cuando el funcionamiento fisiológico de la persona para ver si hay que reemplazar algo por equipo electrónico. Puede que se creen cada vez más centros de recopilación de datos técnicos en los que tal vez se encenderá una luz cuando expire un paciente para detener la maquinaria automáticamente.

Puede que se hagan cada vez más populares otros centros donde los muertos sean congelados rápidamente y colocados en un edificio especial, mantenido a baja temperatura, en espera del día en que la ciencia y la tecnología hayan avanzado lo suficiente para descongelarlos, volverlos a la vida y a la sociedad, que puede estar tan terriblemente superpoblada que se necesitarán comités especiales para decidir a cuántos se puede descongelar, igual que ahora hay comités para decidir quién va a ser el receptor de un órgano disponible y quién va a morir.

Todo esto puede parecer horrible e increíble. La triste verdad, sin embargo, es que ya está ocurriendo. En este país no hay ninguna ley que impida a los aficionados a los negocios especular con el miedo a la muerte, que niegue a los oportunistas el derecho a anunciar y vender a alto precio la promesa de una vida posible después de años de congelación. Estas organizaciones ya existen, y aunque podemos reírnos de la gente que pregunta si la viuda de una persona congelada tiene derecho a recibir los beneficios de la seguridad social o a volverse a casar, los hechos son demasiado serios para ser ignorados. En realidad, muestran el grado fantástico de negación que necesitan algunas personas para evitar el enfrentarse a la muerte como a una realidad, y parece que ya va siendo hora de que los miembros de todas las profesiones y ambientes religiosos sigan una línea de actuación conjunta, antes de que nuestra sociedad se vuelva tan petrificada que tenga que autodestruirse.

Ahora que hemos echado una ojeada al pasado, a la capacidad que tenía el hombre de enfrentarse a la muerte con ecuanimidad, y un vistazo algo aterrador al futuro, volvamos al presente y preguntémonos muy seriamente qué podemos hacer nosotros, como individuos, ante la situación actual. Está claro que no podemos evitar la tendencia a la masificación completamente. Vivimos en la sociedad de la masa más que del individuo. Las clases en las facultades de medicina se harán mayores, tanto si nos gusta como si no. Aumentará el número de coches en las carreteras. Aumentará el número de personas a las que se mantendrá con vida: pensemos sólo en los avances de la cardiología y de la cirugía cardíaca.

Además, no es posible retroceder a épocas pasadas. No podemos proporcionar a todos los niños la instructiva experiencia de la vida sencilla de una granja, con su intimidad con la naturaleza, y la experiencia del nacimiento y la muerte en el ambiente natural del niño. Puede que los hombres de iglesia no consigan hacer volver a mucha más gente a la creencia en otra vida después de la muerte, lo cual haría ésta más llevadera, aunque en cierto modo sea una forma de negar la mortalidad.

No podemos evitar la existencia de armas de destrucción masiva ni podemos retroceder en ningún sentido. La ciencia y la tecnología nos permitirán reemplazar más órganos vitales, y la responsabilidad en las cuestiones referentes a la vida y la muerte, a los donantes y receptores, se multiplicará. Se plantearán problemas legales, morales, éticos y psicológicos a la generación actual y a las futuras, que habrán de decidir en cuestiones de vida y muerte cada vez más, hasta que, más tarde, probablemente sean las computadoras las que tomen estas decisiones por nosotros.

Aunque cada hombre intentará, a su modo, posponer estas preguntas y cuestiones hasta que se vea obligado a afrontarlas, sólo podrá cambiar las cosas si es capaz de concebir su propia muerte. Esto no puede hacerse a nivel masivo. Esto no puede hacerse con computadoras. Esto tiene que hacerlo cada ser humano solo. Cada uno de nosotros siente la necesidad de eludir este tema, y no obstante cada uno de nosotros tendrá que afrontarlo tarde o temprano. Si todos nosotros pudiéramos empezar a considerar la posibilidad de nuestra propia muerte, podríamos conseguir muchas cosas, la más importante de las cuales sería el bienestar de nuestros pacientes, de nuestras familias, y por último, quizá de nuestro país.

Si pudiéramos enseñar a nuestros estudiantes el valor de la ciencia y de la tecnología al mismo tiempo que el arte y la ciencia de las relaciones interhumanas, del cuidado humano y total del paciente, éste sería un verdadero progreso. Si la ciencia y la tecnología no fueran mal utilizadas para aumentar la destrucción, para prolongar la vida en vez de hacerla más humana, si pudieran hacerse compatibles con la utilización del tiempo necesario para los contactos interpersonales a nivel individual, entonces podríamos crear verdaderamente una gran sociedad.

Finalmente, lograríamos alcanzar la paz —nuestra paz interior y la paz entre las naciones— si nos enfrentáramos a la realidad de la muerte y la aceptáramos.

En el caso del señor P., que cito a continuación, tenemos el ejemplo de un logro en el que se combinó lo médico y científico y lo humano:

El señor P. era un paciente de cincuenta y un años que fue hospitalizado con una esclerosis lateral amiotrófica rápidamente progresiva, con complicaciones bulbares. Era incapaz de respirar sin un aparato de respiración artificial, tenía dificultades para expectorar, y se le declaró una neumonía y una infección en la zona de la traqueotomía. Además, debido a esta última, no podía hablar, de manera que estaba echado en cama, escuchando el sonido escalofriante del aparato de respiración artificial, sin poder comunicar a nadie sus necesidades, pensamientos y sentimientos. Tal vez nunca habríamos ido a ver a este paciente si no hubiera sido por uno de los médicos, que tuvo el valor de pedir ayuda para sí mismo. Un viernes a última hora de la tarde vino a vemos y simplemente nos pidió ayuda, no para el paciente en primer lugar, sino para él. Mientras estábamos sentados atendiéndole escuchamos la confesión de unos sentimientos de los que no se suele hablar a menudo. El doctor había sido asignado a este paciente desde su ingreso y estaba obviamente impresionado ante el sufrimiento de aquel hombre. Su paciente era relativamente joven y tenía un trastorno neurológico que requería una atención inmensa de médicos y enfermeras para alargar su vida sólo un poco. La esposa del paciente tenía esclerosis múltiple y llevaba tres años con todos los miembros paralizados. El paciente esperaba morir en el hospital, pues le resultaba insoportable la idea de tener dos personas paralizadas en casa, mirándose una a otra y sin poder cuidarse mutuamente.

Esta doble tragedia dio como resultado la inquietud del médico y sus enérgicos esfuerzos para salvar la vida de aquel hombre “en las condiciones que fuera”. El doctor era plenamente consciente de que esto era contrario a los deseos del paciente. Sus esfuerzos continuaron con éxito, incluso después de una oclusión coronaria que complicó el cuadro. La combatió con tanto éxito como a la neumonía y a las infecciones. Cuando el paciente empezó a recuperarse de todas las complicaciones, surgió la pregunta: “¿Y ahora qué?” Sólo podía vivir con el aparato de respiración artificial y una enfermera las veinticuatro horas del día, sin poder hablar ni mover un dedo, intelectualmente vivo y plenamente, consciente de su desgraciada situación, pero incapaz de funcionar fuera de eso. El doctor percibía la crítica implícita de sus intentos para salvar a aquel hombre. También despertaba la ira del paciente y su desengaño respecto a él. ¿Qué tenía que hacer? Además, era demasiado tarde para cambiar las cosas. Había deseado hacer lo mejor posible como médico para prolongarle la vida, y ahora que lo había conseguido, no suscitaba más que crítica (real o irreal) y disgusto por parte del paciente.

Decidimos tratar de solucionar el conflicto en presencia del paciente, ya que constituía una parte importante del mismo. Pareció interesado cuando le explicamos la razón de nuestra visita. Estaba obviamente satisfecho de que le hubiéramos tenido en cuenta, considerándole y tratándole como a una persona a pesar de su incapacidad para comunicarse. Al exponer el problema le pedí que inclinara la cabeza o nos diera otra señal si no quería hablar del asunto. Sus ojos hablaban más que las palabras. Evidentemente, se esforzaba por decir más y nos pusimos a buscar medios para permitirle tomar parte. El médico, aliviado al compartir su carga, ideó algo más y desinfló el tubo del aparato de respiración artificial unos minutos, lo cual permitió al paciente decir unas pocas palabras al exhalar. En estas entrevistas manifestó un raudal de sentimientos. Él insistía en que no temía morir, sino vivir. Así se lo dijo al médico, pero le pidió que “me ayude a vivir ahora, ya que ha tratado de sacarme de ésta con tanto empeño”. El paciente sonrió, y el médico también.

Cuando los dos pudieron hablarse, se produjo un gran alivio de la tensión. Yo expliqué los problemas del doctor y el paciente los comprendió. Le pregunté de qué modo podíamos ayudarle ahora. Él describió el pánico creciente que le había entrado al ver que no podía comunicarse hablando, escribiendo o por otros medios. Estaba muy agradecido por aquellos minutos de esfuerzo conjunto y de comunicación, que hicieron las semanas siguientes mucho menos dolorosas. En una sesión posterior tuve la satisfacción de observar que el paciente incluso estaba considerando la posibilidad de salir de allí y trasladarse a la Costa Occidental, “si puedo conseguir allí el aparato de respiración artificial y me atiende una enfermera”.

Other books

Afterbirth by Belinda Frisch
Duet in Blood by J. P. Bowie
Hunting Eve by Iris Johansen
Mourning Dove by Aimée & David Thurlo
Heart Fate by Robin D. Owens
Murder by the Seaside by Julie Anne Lindsey


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024