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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (4 page)

Este ejemplo quizá muestra claramente los dilemas en que se encuentran muchos médicos jóvenes. Aprenden a prolongar la vida, pero no se les habla mucho del concepto de “vida”. Este paciente se consideraba, y con razón, “muerto de pies a cabeza”, y lo trágico era que, intelectualmente, era plenamente consciente de su situación y, sin embargo, no podía mover ni un dedo. Cuando el tubo le apretaba y le hacía daño, no podía decírselo a la enfermera, que estaba junto a él, pero que era incapaz de comprender sus intentos de comunicarse. A menudo damos por descontado que “no se puede hacer nada” y concentramos nuestro interés en el equipo médico más que en las expresiones faciales del paciente, que pueden decirnos cosas más importantes que la máquina más eficaz. Cuando el paciente sentía picor, no podía moverse ni rascarse, ni jadear y empezó a preocuparse por esta incapacidad hasta que fue presa del pánico y llegó “al borde de la locura”. La costumbre de esta sesión regular de cinco minutos tranquilizó al paciente y le hizo más capaz de soportar sus molestias.

Esto alivió al médico de sus conflictos y le aseguró una relación mejor con el paciente, libre de culpabilidad o de lástima. Cuando comprobó la tranquilidad y el alivio que pueden proporcionar estos diálogos explícitos y directos, los continuó por su cuenta, o sea que nos utilizó meramente como catalizador para poner en marcha la comunicación.

Creo firmemente que las cosas habrían de ir así. No creo beneficioso llamar a un psiquiatra cada vez que está en peligro la relación entre un médico y un paciente, o cada vez que un médico no puede o no quiere hablar de puntos importantes con su paciente. Encontré valiente y una señal de gran madurez por parte de este joven doctor el reconocer sus límites y sus problemas y el que buscara ayuda en vez de esquivar problema y paciente. Nuestro objetivo no debería ser tener especialistas para pacientes moribundos, sino adiestrar a nuestro personal hospitalario para que sepa enfrentarse con estas dificultades y buscar soluciones. Confío en que este joven médico sienta mucha menos confusión y conflicto la próxima vez que se encuentre con una tragedia así. Intentará ser médico y prolongar la vida, pero también tendrá en cuenta las necesidades del paciente y las tratará francamente con él. Este paciente, que seguía siendo una persona, no podía soportar la vida porque no podía hacer uso de las facultades que le habían quedado. Con esfuerzos conjuntos, muchas de estas facultades pueden usarse si no rehuimos la cuestión, asustados ante la visión de un individuo tan imposibilitado y que sufre tanto. Lo que quiero decir es que podemos ayudarle a morir tratando de ayudarle a vivir, en vez de vegetar de forma inhumana.

Inicio del Seminario Interdisciplinar sobre la Muerte y los Moribundos

En el otoño de 1965, cuatro estudiantes de teología del Seminario Teológico de Chicago vinieron a pedirme ayuda para un proyecto de investigación que habían escogido. Tenían que escribir un trabajo sobre “las crisis de la vida humana”, y los cuatro estudiantes consideraban que la muerte era la máxima crisis que debían afrontar las personas. Entonces surgió la pregunta natural: ¿Cómo investigar sobre los moribundos, cuando los datos son casi imposibles de conseguir? ¿Si no se pueden verificar los datos ni se pueden hacer experimentos? Al cabo de un rato, decidimos que la mejor manera posible de estudiar la muerte y el morir era pidiendo a los enfermos desahuciados que fueran nuestros maestros. Observaríamos a los pacientes que se encontraran en estado crítico, estudiaríamos sus respuestas y reacciones, evaluaríamos las actitudes de las personas que les rodearan, y nos aproximaríamos a los moribundos tanto como ellos nos lo permitiesen.

Decidimos entrevistar a un paciente moribundo la semana siguiente. Fijamos la hora y el lugar. Todo el proyecto parecía bastante sencillo. Como los estudiantes no tenían ninguna experiencia clínica y nunca se habían encontrado con pacientes moribundos en un hospital, era de esperar alguna reacción emocional por su parte. Yo haría la entrevista, mientras ellos observaban alrededor de la cama. Luego nos retiraríamos a mi despacho y hablaríamos de nuestras reacciones y de la del paciente. Creíamos que haciendo muchas entrevista como aquella, comprenderíamos a los moribundos y sus necesidades, que trataríamos de satisfacer dentro de lo posible.

No teníamos ninguna otra idea preconcebida, y no leímos ninguna revista ni ninguna publicación que hablara del tema, para poder tener la mente abierta y registrar únicamente lo que pudiéramos observar nosotros, tanto en el paciente como en nosotros mismos. Tampoco estudiamos la ficha del paciente, pues eso también podía influir o alterar nuestras propias observaciones. No queríamos tener ningún prejuicio sobre las posibles reacciones del paciente. Sin embargo, estábamos plenamente dispuestos a estudiar todos los datos disponibles después de haber escrito nuestras observaciones. Pensábamos que esto nos informaría de las necesidades de los enfermos moribundos, intensificaría nuestra capacidad perceptiva y —así lo esperábamos— desensibilizaría a unos estudiantes bastante asustados, mediante un número cada vez mayor de confrontaciones con moribundos de diferentes edades y procedencias sociales.

Estábamos muy satisfechos con nuestros planes, y las dificultades no empezaron hasta unos días más tarde.

Comencé a pedir a médicos de diferentes servicios y turnos de guardia, permiso para entrevistar a un paciente suyo que fuera a morir. Las reacciones fueron variadas: desde miradas atónitas de incredulidad hasta cambios de tema de conversación bastante bruscos. Al final, resultó que no había conseguido ni una sola posibilidad de acercarme a un paciente así. Algunos médicos “protegían” a sus pacientes diciendo que estaban demasiado enfermos, demasiado cansados o débiles, o que no les apetecía hablar; otros se negaron francamente a tomar parte en un proyecto como aquél. Tengo que decir en su defensa que, hasta cierto punto, estaban justificados, pues yo acababa de empezar a trabajar en aquel hospital y nadie había tenido la oportunidad de conocerme, ni a mí ni a mi estilo y tipo de trabajo. Nadie les aseguraba, excepto yo, que los pacientes no quedarían traumatizados, que los que no sabían lo graves que estaban, no se enterarían. Además, estos médicos no conocían mi experiencia anterior con moribundos de otros hospitales.

He aclarado esto para presentar sus reacciones con la mayor justicia posible. Estos médicos se ponían a la defensiva cuando se tocaba el tema de la muerte y los moribundos, y se mostraban protectores respecto a sus pacientes, para evitar una experiencia traumática con un miembro de la facultad que todavía no conocía y que acababa de incorporarse a sus filas. De repente, parecía que no hubiera pacientes moribundos en aquel inmenso hospital. Mis llamadas telefónicas y mis visitas personales a los encargados de las salas eran todas en vano. Algunos médicos decían cortésmente que lo pensarían, otros decían que no querían exponer a sus pacientes a un interrogatorio como aquél, que podía cansarles demasiado. ¡Una enfermera me preguntó, furiosa, si yo disfrutaba diciendo a un chico de veinte años que sólo tenía un par de semanas de vida! Dio media vuelta y se marchó antes de que pudiera explicarle algo más de nuestros planes.

Cuando por fin tuve un paciente, me recibió con los brazos abiertos. Me invitó a sentarme, y era evidente que estaba deseando hablar. Le dije que no deseaba oírle entonces, sino que volvería al día siguiente con mis estudiantes. No tuve la sensibilidad suficiente para apreciar lo que tenía que decirme. Era tan difícil conseguir un paciente que tenía que compartirlo con los estudiantes. No me di cuenta de que, cuando un paciente dice: “Por favor, siéntese
ahora
”, mañana puede ser demasiado tarde. Cuando volvimos a verle al día siguiente, estaba echado, con la cabeza en la almohada, demasiado débil para hablar. Intentó levantar un poco un brazo y susurró: “Gracias por intentarlo.” Murió menos de una hora después y se llevó consigo lo que quería compartir con nosotros y de lo que nosotros queríamos, desesperadamente, enterarnos. Fue nuestra primera lección, y la más dolorosa, pero también el principio de un seminario que iba a empezar como un experimento y que acabaría siendo una gran experiencia para muchos.

Los estudiantes fueron a verme a mi despacho después de este encuentro. Sentíamos la necesidad de hablar de nuestra experiencia y queríamos compartir nuestras reacciones para entenderlas. Esta forma de proceder ha continuado hasta hoy. Técnicamente, poco ha cambiado a este respecto. Todavía vemos a un paciente desahuciado una vez por semana. Le pedimos permiso para grabar en cinta magnetofónica el diálogo y le dejamos todo el tiempo que quiera para hablar. Nos trasladamos desde la habitación del paciente a una pequeña sala de entrevistas desde la cual pueden vernos y oírnos, pero nosotros no vemos al público. De un grupo de cuatro estudiantes de teología, la clase se ha convertido en un grupo de cincuenta, lo cual hacía necesaria esta nueva instalación.

Cuando nos enteramos de que hay un paciente que puede servir para el seminario, voy a verle, sola o con uno de los estudiantes, y con el médico que me lo ha dicho o con el capellán del hospital, o con ambos. Después de una breve introducción, exponemos el propósito de nuestra visita, clara y concretamente. Explico a cada paciente que tenemos un grupo interdisciplinar de personal hospitalario que desea aprender del paciente. Hago hincapié en que necesitamos saber más acerca del paciente muy enfermo y moribundo. Luego hacemos una pausa y esperamos las reacciones, verbales o no, del paciente. Sólo hacemos esto después de que el paciente nos haya invitado a hablar. A continuación transcribo un diálogo típico:

Doctor:
Hola, señor X. Soy el doctor R. y éste es el padre N. ¿Le apetece charlar un rato?

Paciente:
Por favor, claro que sí, siéntense.

Doctor:
Hemos venido a pedirle algo especial. El padre N. y yo estamos trabajando con un grupo de gente del hospital que están tratando de aprender más cosas sobre los pacientes muy enfermos y moribundos. ¿Le molestaría responder a algunas de nuestras preguntas?

Paciente:
¿Por qué no pregunta y veremos si puedo responderlas?

Doctor:
¿Qué enfermedad padece?

Paciente:
Tengo una metástasis...

(Otro paciente puede decir: “¿Verdaderamente quiere hablar con una vieja que se está muriendo? ¡Usted es joven y tiene salud!”)

Otros no son tan acogedores al principio. Empiezan a quejarse del dolor, de la incomodidad, de su rabia, hasta que se encuentran compartiendo su agonía. Entonces les recordamos que eso es exactamente lo que queremos que oigan los otros y les decimos que les agradeceríamos que repitieran lo mismo un poco más tarde.

Cuando el paciente accede, el doctor ha concedido el permiso y se han hecho los preparativos, nosotros, personalmente, llevamos al paciente a la sala de entrevistas. Muy pocos van andando, la mayoría van en sillas de ruedas, unos pocos han de ser llevados en camilla. Cuando son necesarios cuidados y transfusiones, se siguen llevando a cabo. No incluimos a los parientes, aunque a veces los hemos entrevistado después del diálogo con el paciente.

En nuestras entrevistas, tenemos en cuenta que ninguno de los presentes sabe mucho, si es que sabe algo, del historial del paciente. Generalmente, volvemos a exponer el propósito de la entrevista mientras nos encaminamos a la sala de entrevistas, recalcando que el paciente tiene derecho a detener la sesión en cualquier momento y por cualquier razón. Volvemos a describir él espejo de la pared que hace posible que el público nos vea y nos oiga, y esto da al paciente un momento de aislamiento con nosotros que a menudo usamos para aliviar las preocupaciones y los temores que a veces le asaltan en el último minuto.

Una vez en la sala de entrevistas, la conversación discurre con facilidad y rapidez, empezando por la información general y pasando luego a preocupaciones muy personales, como muestran las grabaciones de las entrevistas, algunas de las cuales presento en este libro.

Después de cada sesión, primero devolvemos al paciente a su habitación, y luego continúa el seminario. Nunca hacemos esperar a un paciente en un vestíbulo. Cuando el entrevistador vuelve a la clase, se une al público y, juntos, hablamos de lo ocurrido. Sacamos a la luz nuestras reacciones espontáneas, sin importarnos que sean inadecuadas o irracionales. Discutimos las diferentes respuestas, tanto emocionales como intelectuales. Discutimos las respuestas del paciente a diferentes entrevistadores y a diferentes preguntas y, finalmente, intentamos una comprensión psicodinámica de lo que nos ha sido comunicado. Estudiamos sus demostraciones de fortaleza y de debilidad, así como las nuestras a la hora de tratar a aquella persona concreta, y concluimos recomendando ciertas actitudes que esperamos hagan más agradables los últimos días o las últimas semanas del paciente.

Ninguno de nuestros pacientes ha muerto durante la entrevista. Han sobrevivido de doce horas a varios meses más. Muchos de nuestros pacientes más recientes viven todavía, y muchos de los pacientes que se encontraban en estado muy crítico, han tenido una remisión y han vuelto otra vez a su casa. Varios de ellos no han tenido ninguna recaída y siguen bien. Insisto en esto porque estamos hablando de la muerte con pacientes que en realidad no son moribundos en el sentido clásico de la palabra. Con muchos, por no decir la mayoría, hablamos de esto porque es algo que han afrontado al enterarse de que tenían una enfermedad que suele ser mortal: nuestra intervención suele tener lugar en algún momento entre el diagnóstico definitivo y la muerte.

La discusión posterior cumple muchos objetivos, como nos ha hecho descubrir la experiencia. Ha sido muy útil para hacer conscientes a los estudiantes de la necesidad de considerar la muerte como una posibilidad real, no sólo para los demás sino también para ellos mismos. Ha resultado ser un interesante medio de desensibilización, que es algo lento y doloroso. Muchos estudiantes que acudían por primera vez, se han marchado antes de terminar la entrevista. Algunos, por fin, eran capaces de resistir una sesión completa, pero no podían expresar sus opiniones en la discusión. Algunos de ellos habían desviado toda su ira y su rabia contra los otros participantes o contra el entrevistador, y a veces contra los pacientes. Esto último ha pasado a veces, cuando un paciente parecía afrontar la muerte con tranquilidad y ecuanimidad, mientras que el estudiante quedaba muy trastornado por el encuentro. Entonces el diálogo revelaba que el estudiante creía que el paciente no era realista, o incluso que fingía porque para él era inconcebible que alguien pudiera afrontar una situación así con tanta dignidad.

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